Filosofía en español 
Filosofía en español

Artículos de Carlos Marx sobre España revolucionaria (1854), &c.

Carlos Marx, La revolución española

Editorial Cenit, Madrid 1929, versión de Andrés Nin

Carlos Marx, La revolución española, Editorial Cenit, Madrid 1929

El primero de marzo de 1929 la imprenta Argis terminaba de imprimir, para la Editorial Cenit, de Madrid, la primera edición en español de los artículos que sobre la revolución española había publicado Carlos Marx en 1854, en inglés y sin firmar, en la New-York Daily Tribune, traducidos en Moscú por Andrés Nin siguiendo la edición preparada por el Instituto Marx y Engels. (Seis meses después, también en Madrid, la Editorial España publicaba la traducción que Andrés Nin había dispuesto, también en Moscú, de Mis peripecias en España de León Trotski, quien ya estaba en Constantinopla tras haber sido expulsado de la URSS.)

Carlos Marx, La revolución española, Editorial Cenit, Madrid 1929, 203 páginas.

[Lomo] “Carlos Marx | La revolución española | Madrid 1929”. [Cubierta] “Carlos Marx | La revolución española | Editorial Cenit | Madrid | 1929”. [1-4] Editorial Cenit. Obras publicadas, en prensa, en preparación. [Portada] “Carlos Marx | La revolución española | (1808-1814, 1820-1823 y 1840-1843) | Nota del Instituto Marx y Engels, de Moscú | Traducción directa de Andrés Nin | Citas aclaratorias de divulgación histórica de Jenaro Artiles | Editorial Cenit | Lagasca, 55 | Madrid, 1929” [6] “Es propiedad. Derechos reservados Editorial Cenit. Imprenta Argis. Tarragona, 22. Telef. 71843. Madrid.” [7-27] Prólogo. Editorial Cenit. [29-41] “Marx y la Revolución española. Nota del Instituto Marx y Engels, de Moscú.” [43-64] “I. Espartero. Su personalidad. Las causas de sus triunfos y de sus derrotas (Artículo de fondo del New York Tribune, de 19 de agosto de 1854).” (notas 1-18). [65-84] “II. La España revolucionaria. La evolución histórica del país y las fuerzas motrices de la revolución (New York Tribune del 9 de septiembre de 1854).” (notas 19-31). [85-103] “III. El levantamiento español contra la invasión napoleónica. Carácter contradictorio del movimiento (New York Tribune del 21 de septiembre de 1854).” (notas 32-49). [105-118] “IV. Las causas del fracaso de la revolución. La Junta central. Jovellanos y Floridablanca (New York Tribune, de 20 de octubre de 1854).” (notas 50-57). [119-132] “V. Los elementos revolucionarios y contrarrevolucionarios de la primera insurrección española. El papel contrarrevolucionario de la Junta central (New York Tribune, de 27 de octubre de 1854).” (notas 58-61). [133-144] “VI. La Junta central y el Ejército. La guerra de guerrillas. El papel del Ejército en la revolución (New York Tribune, de 30 de octubre de 1854).” (notas 62-67). [145-165] “VII. Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812. Análisis de la Constitución. Su carácter netamente español (New York Tribune, del 24 de noviembre de 1854).” (notas 68-72). [167-179] “VIII. La composición y el carácter de las Cortes de Cádiz. El regreso de Fernando VII. La victoria de los reaccionarios y sus causas (New York Tribune, del 8 de diciembre de 1854).” (notas 73-76). [181-196] “IX. Las sublevaciones constitucionalistas. Riego. El papel de la diplomacia rusa en los acontecimientos de España (New York Tribune, diciembre de 1854).” (notas 77-85). [197-201] Índice. [203] “Este libro se acabó de imprimir en la Imprenta Argis el día 1 de marzo de 1929.” [Contracubierta] Viñeta de Editorial Cenit. “Exclusiva para la venta en librerías: Compañía Ibero-Americana de Publicaciones, S. A. Librería Fernando Fe. Puerta del Sol, 15. Madrid. Precio: 5 pesetas.”

Sobre esta edición

1929 Roberto Castrovido, “La afición a la historia” (La Voz, 8 marzo)
Luis de Tapia, “Coplas del día. Rojos libros” (La Libertad, 12 marzo)
Roberto Castrovido, “La revolución española” (El Pueblo, 14 marzo)
Andrenio, “Marx y la España de ayer” (La Voz, 21 marzo)
B. A. A., La revolución española, por Carlos Marx (La Voz, 26 marzo)
Luis Araquistain, “Carlos Marx sobre España” (El Pueblo, 3 abril)
Luis Araquistain, “Revoluciones oligárquicas” (El Pueblo, 13 abril)

Índice

Prólogo, 7

Nota del Instituto Marx y Engels, de Moscú, 29

I. Espartero. Su personalidad. Las causas de sus triunfos y de sus derrotas, 43

II. La España revolucionaria. La evolución histórica del país y las fuerzas motrices de la revolución, 65

III. El levantamiento español contra la invasión napoleónica. Carácter contradictorio del movimiento, 85

IV. Las causas del fracaso de la revolución. La Junta central. Jovellanos y Floridablanca, 105

V. Los elementos revolucionarios y contrarrevolucionarios de la primera insurrección española. El papel contrarrevolucionario de la Junta central, 119

VI. La Junta central y el Ejército. La guerra de guerrillas. El papel del Ejército en la revolución, 133

VII. Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812. Análisis de la Constitución. Su carácter netamente español, 145

VIII. La composición y el carácter de las Cortes de Cádiz. El regreso de Fernando VII. La victoria de los reaccionarios y sus causas, 167

IX. Las sublevaciones constitucionales. Riego. El papel de la diplomacia rusa en los acontecimientos de España, 181

(Carlos Marx, La revolución española, Editorial Cenit, Madrid 1929, páginas 197-201.)

Prólogo

La Editorial Cenit presenta a sus lectores una obra de extraordinario interés para el público español. La Revolución Española, de Carlos Marx, es un excelente estudio de los acontecimientos más interesantes de la política española de los períodos comprendidos entre los años 1808-1814, 1820-1823 y 1840-1843. Con un enorme conocimiento de la política española, el fundador del socialismo científico analiza la historia de España.

De 1851 a 1860, para poder vivir, Marx contaba como única fuente de ingresos con una colaboración en la New York Tribune, que le pagaba veinte marcos por artículo. Durante esta época, Marx escribió una serie de estudios sobre España que aparecieron en varios números de dicho periódico en lugar preferente. Hasta ahora estos artículos eran totalmente desconocidos en España. Ni siquiera los historiadores españoles más documentados sabían su existencia. Hoy día podemos ofrecerlos en un tomo, gracias al trabajo realizado por el Instituto Marx y Engels, de Moscú. Su director, Riazanov, con una constancia y laboriosidad admirables, se ha propuesto recopilar todos los escritos de Marx. Este trabajo le ha permitido dar a conocer importantes escritos de Marx que eran completamente desconocidos. También nos permite publicar este volumen de tanto interés para el lector español.

Creemos conveniente, para que el lector conozca la personalidad del autor de este libro, publicar a continuación una sucinta biografía del fundador del socialismo científico.

* * *

Carlos Marx nació en Tréveris el 5 de mayo de 1818. Su padre era un abogado judío. Nacido en el ambiente angosto de una familia de rabinos alemanes, con su trabajo había logrado crearse una posición desahogada. La madre de Marx era holandesa, de una familia de rabinos también, llamada Presburgo, y originaria de Presburgo (Hungría), de donde habían emigrado a Holanda en el siglo XVIII. La familia de Marx tuvo varios hijos; pero de todos ellos Carlos fue el único que mostró disposiciones especiales para el estudio.

En 1824 la familia Marx se convirtió al cristianismo. El padre de Marx se tenía por un buen prusiano. Un día incluso recomendó a su hijo que escribiese una oda, en gran estilo, sobre la caída de Napoleón y la victoria de Prusia. Carlos no siguió el consejo de su padre; pero adquirió desde entonces un gran prejuicio antisemita que le duró hasta su muerte. Consideraba a casi todos los judíos como mendigos o como mercachifles.

Marx ingresó en el Liceo de su ciudad natal, del que salió en 1835, con buenas notas. Sin embargo, no fue el Liceo el único lugar donde se formó su espíritu. Al mismo tiempo que el Liceo frecuentó la casa de Ludwig de Westphalen, consejero de Estado, funcionario del Gobierno prusiano, hombre de una gran cultura, asiduo lector de Homero y de Shakespeare. Aunque de edad muy avanzada, placíale conversar con el joven Marx y dirigir su formación intelectual. Marx le veneraba como a un amigo paternal «que saluda todo progreso con el entusiasmo y la confianza de la verdad... y que es la prueba viva de que el idealismo no es imaginación, sino verdad.» (Marx: «Tesis», Dedicatoria.)

Al salir del Liceo de Tréveris, Carlos ingresó en la Universidad para estudiar Derecho, conforme al deseo de su padre. Después de un año de estudios poco asiduos entró, en otoño de 1836, en la Universidad de Berlín, «centro de toda cultura y de toda verdad», como la bautizara Hegel en su discurso de apertura de 1818. Antes de salir para Berlín quedó secretamente prometido con Jenny Westphalen, la hija de su paternal amigo, admirable por su belleza, su cultura y su fuerza de carácter.

En Berlín, Marx se dedicó con ardor al estudio de la Filosofía, del Derecho, de la Historia, de la Geografía, de la Literatura, de la Historia del Arte, &c. Su sed de aprender era inagotable. En una poesía que escribió por entonces se describe así:

«Yo no puedo ocuparme con calma
de lo que se adueña de mi alma con fuerza;
no puedo permanecer en paz;
lanzándome al trabajo con fuego,
querría conquistarlo todo,
todos los favores divinos,
y asimilarme toda ciencia,
y abrazar todo arte.»

Hundido en sus estudios noche y día, abandonaba toda sociedad. Hacía resúmenes, traducía del griego y del latín, perfeccionaba sistemas filosóficos, escribía un considerable número de pensamientos, de proyectos filosóficos y jurídicos, así como tres volúmenes de poesías. El año 1837 fue un año de crisis en su vida intelectual, un año de tensión y lucha interiores en el curso del cual encontró su primer sostén: la dialéctica hegeliana. Era aquel su primer paso, fuera del idealismo abstracto, hacia la realidad, aunque él creyese a la sazón que Hegel era ya la realidad. Al padre de Marx, no le colmó precisamente de júbilo esta evolución de su hijo. No obstante esto, a pesar del amor sin límites que Marx profesaba a su padre, Carlos no podía ya abandonar el camino en que se había aventurado. Los espíritus profundos que tienen la ventura de llegar a una concepción del Mundo después de haber perdido sus creencias religiosas, no retroceden fácilmente ante un conflicto entre el amor hacia sus padres y la adhesión a sus nuevas concepciones. Las perspectivas de una brillante carrera universitaria tampoco tentaron a Marx. Su temperamento de luchador no le dejaba siquiera la posibilidad de pensar en ello. Por aquella época escribía:

«Atrevámonos a todo
sin descansar jamás.
No permanezcamos mudos
sin querer, sin hacer nada.
No nos sometamos en silencio y temerosamente
al humillante yugo;
que el deseo y la pasión
y la acción ardan en nosotros.»

La estancia en Stralau ejerció una excelente influencia sobre su salud. Trabajaba alegremente en sus nuevas concepciones filosóficas, que perfeccionó gracias a las relaciones que sostenía con los miembros del club académico, especialmente con el Profesor de teología Bruno Bauer y el profesor del Liceo Friedrich Keppen, que le trataban como a un igual a pesar de las diferencias de edades y de situación. Marx abandonó la idea de una carrera universitaria y pensó en obtener un puesto de «privant-docent» en una Universidad cualquiera. El padre de Marx se reconcilió con los nuevos estudios y proyectos de su hijo. Pero no le fue posible felicitarse de su actividad. Murió en mayo de 1838, tras una corta enfermedad, a los cincuenta y seis años de edad.

Marx abandonó completamente el estudio del Derecho, trabajó con mayor asiduidad por perfeccionar sus conocimientos filosóficos y se preparó para su examen de doctor, con objeto de conseguir lo antes posible una plaza de «privant-docent» en la Universidad de Bonn, siguiendo el consejo de Bruno Bauer. El mismo Bauer esperaba obtener una cátedra de Teología en Bonn, después de haber ejercido, en calidad de «privant-docent», de 1834 a 1839 en Berlín, y en 1840 en Bonn. Marx escribió una disertación sobre la filosofía de Demócrito y Epicuro y alcanzó el título de doctor en filosofía en Jena, en 1841. Trasladóse en seguida a casa de su amigo Bauer en Bonn, donde pensaba comenzar a ejercer. Pero sus esperanzas se desvanecieron pronto. Las Universidades prusianas en aquella época no eran el lugar adecuado para pensadores libres. Bauer no consiguió una plaza de profesor. A mayor abundamiento, Marx, que era mucho más ardiente en la expresión de sus convicciones, podía contar menos aún con la posibilidad de una carrera universitaria. No le quedaba más que un medio para salir de aquella situación, y era escribir. No tardó en presentársele la ocasión.

Marx entró en la vida con profundos conocimientos y un deseo ardiente de tomar parte en la lucha por la liberación espiritual de Alemania. Por liberación espiritual entendía, sobre todo, liberación religiosa y liberalismo político. También conocía el arma que para ello tenía que emplear: la crítica. La crítica, como decía Marx, sirve para «obligar a danzar a las relaciones sociales petrificadas tocándolas su propia melodía». Su propia melodía, es decir, la dialéctica.

Cuando Marx hubo abandonado definitivamente toda esperanza de una carrera universitaria no le quedó otro campo de actividad que el oficio de escritor. Su situación material le obligó también a crearse lo más rápidamente posible una existencia independiente. El 1 de enero de 1842 apareció en Colonia el primer número de la Gaceta Renana (Rheinische Zeitung). Se le invitó a Marx a que colaborase desde Bonn. Marx aceptó la invitación y sus artículos despertaron la atención de Arnold Ruge, que le pidió que colaborase igualmente en sus empresas literarias en compañía de Feuerbach, de Bauer, de Moses Hess. Sus artículos fueron asimismo apreciadísimos por los lectores de la Gaceta Renana. Esto explica que cuando Ruterberg abandonó su puesto en octubre de 1842, Marx fuese llamado a la dirección de la Gaceta Renana. En este nuevo puesto tuvo que ocuparse de una serie de cuestiones económicas y políticas que habrían, desde luego, ocasionado menos quebraderos de cabeza a un escritor no tan concienzudo, pero que demostraron a Marx la necesidad de estudiar a fondo la economía política y el socialismo.

El deseo de entregarse exclusivamente a sus estudios sobre economía política y el socialismo francés, así como la necesidad de una actividad libre, empujaron a Marx a abandonar su puesto de redactor de la Gaceta Renana, aunque estaba en vísperas de casarse (su matrimonio con Jenny de Westphalen se celebró en septiembre de 1843, en Kreussnach) y tenía que pensar en crearse un hogar. Pero hacía ya tiempo que había decidido subordinar sus intereses materiales a su trabajo intelectual.

El año 1843-44 fue el año más importante de crisis en la vida intelectual de Marx. En 1837 se hizo hegeliano, y en el curso de los años siguientes se esforzó en profundizar los conocimientos ya adquiridos. En el año 1843-44, fecha de su primera estancia en París, se hizo comunista, y, en el curso de los dos años siguientes, que pasó en París en el ambiente de la época, saturado de ideas sansimonianas, fourieristas, blanquistas, sentó los fundamentos de la doctrina a la que dio su nombre. Marx había comenzado ya sus lecturas en el curso del verano de 1843, durante su estancia en Renania.

En 1843 Carlos Marx fijó su residencia en París para dirigir los Anales Francoalemanes, que acababa de fundar Arnold ruge. Al lado de los artículos de Marx («Introducción a la crítica de la Filosofía del Derecho», de Hegel, y «Crítica de la cuestión judía», de Bauer), en el número de los Anales Francoalemanes publicados en la primavera de 1944 se publicó un extenso trabajo titulado «Esbozo de una crítica de la economía política», escrito por Federico Engels, que residía en Manchester en aquel entonces. En septiembre de 1844, Engels fue a París para visitar a Marx. Esta visita fue el punto de partida de la íntima amistad que duró toda la vida entre aquellos dos hombres que sin una estrecha colaboración no habrían podido hacer lo que hicieron.

Luego de la desaparición de los Anales Francoalemanes, Marx, comprendiendo la importancia de la economía política, se puso a estudiar a los economistas ingleses y franceses con más celo todavía que antes y continuó sus investigaciones socialistas e históricas con una notable seguridad de visión. En el otoño de 1844, escribió La Sagrada Familia, en la que Engels colaboró también. La Sagrada Familia es un arreglo de cuentas con su antiguo profesor y amigo Bruno Bauer y su hermano Edgar, que no llegan a desprenderse de Hegel. El libro tenía por objeto empujar a los jóvenes hegelianos por la senda de la crítica social e impedir que se petrificasen en la abstención.

Ya entonces (1844) frecuentaba Marx los medios obreros de París, que seguían las diferentes doctrinas socialistas y anarquistas de la época, y trataba de influir sobre ellos. Conversaba también muy vivamente, y a veces con fruto, con Enrique Heine, que flirteaba a la sazón con el socialismo. Veía igualmente con frecuencia a Proudhon, que se esforzaba en familiarizarse con la filosofía de Hegel.

Del mismo modo que en París, Marx frecuentaba también en Bruselas a los obreros alemanes, a quienes daba conferencias. Secundábale fielmente Engels, que disponía de más ocio y mayores recursos materiales para este trabajo. Engels hacía propaganda en París, en Colonia, en Elberfeld, etcétera, para difundir la nueva doctrina. Los obreros alemanes que vivían en el extranjero estaban organizados, desde 1836, en la «Liga de los Justos», que, a partir de 1830, fijó su residencia oficial en Londres. Los distintos grupos de esta Liga mantenían entre sí un contacto permanente por mediación de Comités de correspondencia comunista. De París y Bruselas llamaron la atención de la Liga sobre Marx, y en enero de 1847, José Moll, miembro del Comité Central de la Liga, fue nombrado delegado para ir a Bruselas y ponerse en comunicación con Marx. El resultado de tal entrevista fue la transformación de la «Liga de los Justos» en «Liga de Comunistas». Esta última celebró en Londres, en el verano de 1847, su Primer Congreso, al que asistió Engels. Marx asistió al II Congreso, que se reunió en Londres a fines de noviembre y primeros de diciembre del mismo año. Le encargaron que redactase, en colaboración con Engels, un nuevo programa. Este nuevo programa se conoce actualmente en todo el mundo con el nombre de «Manifiesto Comunista».

Apenas se había secado la tinta del «Manifiesto Comunista», cuando estalló la Revolución de febrero. Carlos Marx fue expulsado por el Gobierno belga a consecuencia de las repercusiones que la Revolución tuvo en aquel país. Pero esta expulsión no molestó a Marx porque precisamente se preparaba para trasladarse a París, desde donde el Gobierno provisional de la República francesa le había dirigido la siguiente carta:

«París, 1 de marzo de 1848.
Querido y valiente Marx: La República francesa es el refugio de todos los amigos de la libertad. La tiranía le desterró a usted; la libre Francia le abre sus puertas, como a todos los que luchan por la sagrada causa de la fraternidad de los pueblos. Todos los funcionarios del Gobierno francés deberán entender su función en este sentido.
Salud y fraternidad. Ferdinand Flocon, miembro del Gobierno provisional.»

Marx vivió en Paris hasta fines de mayo. Ayudado por Engels reunió a los miembros de la «Liga Comunista», les suministró la posibilidad de volver a Alemania y de participar en la Revolución alemana. El y Engels volvieron a Renania, donde tomaron en sus manos la fundación del periódico que proyectaba crearse en Colonia. La Nueva Gaceta Renana empezó a aparecer el 1 de junio de 1848. El redactor jefe era Marx.

La censura, los procesos de Prensa, el fracaso de la revolución y las dificultades financieras mataron el periódico al año de su existencia. Marx sacrificó todo el dinero y los objetos de valor que poseía –en total unos siete mil thalers– para pagar a acreedores, colaboradores e impresores. Luego se fue a París, donde no presenció la victoria de la República Roja, sino de la contrarrevolución. En julio de 1849 era desterrado a Bretaña, a los territorios pantanosos del Morbihan, por el Gobierno francés; prefirió, sin embargo, trasladarse a Londres, donde había de permanecer hasta su muerte.

Marx pasó en Londres el espacio de más de una generación; la mitad de este tiempo en una espantosa lucha por la existencia que no le impidió, sin embargo, recoger un material inmenso para su obra El Capital ni participar en el movimiento obrero en cuanto se le presentó ocasión, esto es, en la época de la fundación de la Internacional. Los diez primeros años fueron sumamente difíciles.

Una carta de su señora (20 de mayo de 1851) a su amigo Weydemeyer, que residía en América, ofrece un cuadro lamentable de la miseria en que vivieron en el curso de aquella época. Su intento de publicar la Nueva Revista Renana como continuación de la Nueva Gaceta Renana, no tuvo otro resultado que el de absorber los últimos recursos de que disponía. Para mostrar a qué grado de miseria se vio reducido después, basta con señalar que tuvo que llevar su último frac al Monte de Piedad con objeto de poder comprar papel para escribir su folleto sobre el «Proceso de los comunistas de Colonia» (1852). A esto vinieron a añadirse tristes disensiones entre los refugiados alemanes, que, perdidas sus esperanzas revolucionarias, empezaron a acusarse unos a otros. De 1851 a 1860, la única fuente de ingresos para Marx constituíala su colaboración en la New York Tribune, que le pagaba veinte marcos por artículo, con cuyo dinero apenas cubría sus gastos de casa, prensa y correspondencia. Sus artículos eran a menudo verdaderos ensayos y exigían a veces amplias investigaciones. En medio de aquella miseria, Marx ardía en deseos de escribir una crítica socialista de la economía política. Puede decirse que esta idea no le abandonó desde 1845.

Su situación mejoró algo hacia el año 1860, gracias a algunas pequeñas herencias. La herencia de Wilhelm Wolff , que se elevó a más de 16.000 marcos, y los socorros abundantes y regulares de Engels, que ascendieron a partir de 1869 a unos 6.000 marcos anuales, le permitieron escribir El Capital, cuyo primer tomo está dedicado a Wilhelm Wolff. De esta época relativamente feliz de la familia Marx datan los recuerdos de Paul Lafargue sobre sus relaciones personales con ella. Esta época fue, sin disputa, la más venturosa de la vida de Marx y prometía una laboriosa vejez. Pero su estado de salud empeoró muy pronto y no le permitió terminar su obra. Los mejores años de Marx fueron los comprendidos entre 1837 y 1847 y entre 1857 y 1871. Sus obras más notables fueron escritas en el curso de estos períodos.

La mujer de Marx era para él una abnegada colaboradora y una camarada en el verdadero sentido del término. Tenía cuatro años más que él. A pesar de su origen noble y de la miseria y persecuciones que tuvo que padecer al lado de su marido, nunca lamentó haber ligado su suerte a la de Marx. Poseía un espíritu brillante y jocundo, un tacto exquisito, y ganaba fácilmente la estimación de todos los amigos, conocidos y partidarios de su marido. Heine, el satírico más despiadado que haya existido nunca, temía la ironía de Marx, pero sentía una gran estimación por el espíritu vivo y delicado de su esposa. Marx profesaba una estimación tan grande por la inteligencia y el espíritu crítico de su mujer, que le había siempre comunicado todos sus manuscritos y concedía una gran importancia a su apreciación. El matrimonio Marx tuvo seis hijos, cuatro mujeres y dos varones, de los que sólo sobrevivieron tres hijas: Jenny, que se casó con Charles Longuet; Laura, que se casó con Paul Lafargue, y la desgraciada Eleonora, que vivió catorce años junto al doctor E. Avelings (Eleonora se suicidó en 1891).

Esta época fue, indudablemente, la más venturosa en la vida de Marx y prometía una laboriosa vejez. Pero su estado de salud empeoró muy pronto y no le permitió terminar su obra.

En los últimos doce años de su vida, Marx tuvo que luchar continuamente contra distintos sufrimientos físicos, todos los cuales provenían de una enfermedad crónica del hígado y del exceso de trabajo. Su obra, a la que había sacrificado, como escribía a un amigo de América, «la salud, la felicidad y la familia», quedó incompleta. Consagraba sus escasos ocios a estudiar la agricultura americana y rusa, para lo cual aprendió el ruso, y cuestiones financieras, Geología, Fisiología y matemáticas superiores.

Fue a curarse a Karlsbad, con esperanzas de restablecer su salud. En 1877 y 1878 recobró sus facultades de trabajo y quiso poner en orden sus manuscritos y preparar para la impresión el segundo tomo de El Capital; pero su capacidad de trabajo se agotaba. Nada podía ya detener el curso de la enfermedad; las curas en Francia y Argelia no tuvieron un éxito mayor. Precisamente por entonces sus ideas comenzaron a penetrar en Francia e Inglaterra. Mas el hombre que había creado toda aquella agitación no era ya sino una sombra de sí mismo. Un catarro, una pulmonía, continuos golpes de tos, así como la muerte de su esposa, acaecida el 2 de diciembre de 1881, y la de su hija Jenny (esposa de Longuet), sobrevenida en enero de 1883, dieron el golpe de gracia a aquel cuerpo extenuado. Marx expiró el 14 de marzo de 1883. Engels, su amigo leal e inseparable, describe aquel momento en una carta dirigida el 15 de marzo a su amigo de América, Sorge:

«Ayer llegué a las dos y media de la tarde, hora de visita. Toda la casa estaba en lágrimas. El fin parecía acercarse. Me informo, trato de darme cuenta de la situación y de consolar. Sobreviene una pequeña hemorragia; luego, un desplome repentino. La excelente Lenchen, que le cuida como una madre, viene a decirme que puedo entrar, que estaba dormido. Cuando penetramos en la alcoba dormía, sí, pero para no despertarse más. Habían cesado el pulso y la respiración. Durante aquellos dos minutos., se había adormecido tranquilamente y sin dolor... La Humanidad ha perdido una cabeza, la cabeza más genial de los tiempos modernos. El movimiento obrero continuará su marcha, pero el punto central, al que se volvían, en los momentos críticos, para obtener el consejo que sólo puede dar el genio y la ciencia profunda, los franceses, los rusos, los alemanes, los norteamericanos, ha desaparecido.»

Marx fue enterrado el sábado 17 de marzo en el cementerio de Highgate (barrio situado al Norte de Londres). Sobre su tumba hablaron, entre otros, Engels y Wilhelm Liebknetch. El primero resumió las luchas revolucionarias de Marx y declaró:

«Así como Darwin ha descubierto la ley del desenvolvimiento de la naturaleza orgánica, del mismo modo Marx ha descubierto la ley del desarrollo de la historia humana; a saber: el hecho elemental, hasta ahora velado por una maraña filosófica, de que los hombres deben, en primer término, comer, beber, alojarse y vestirse, antes que ocuparse de política, de arte, de religión, &c., y de que, por consiguiente, el grado de desenvolvimiento económico de un pueblo o de una época constituye la base sobre la cual se desarrollan las instituciones sociales, el derecho, el arte y hasta la religión, y por cual deben ser explicadas, y no inversamente, como se hacía hasta ahora.»

A continuación habló Liebknetch, que había venido de Alemania para rendir el último tributo su maestro y amigo.

«El hombre cuya pérdida lloramos hoy era grande en su amor como en su odio. Su odio nacía de su amor. Era un gran corazón, tanto como una gran inteligencia... De una secta, de una escuela, de la socialdemocracia, ha hecho un partido que lucha actualmente de una manera infatigable y que alcanzará la victoria.»

Engels, que vivió doce años más, editó los dos últimos tornos de El Capital. Kautsky editó los tres volúmenes de Estudios históricos de Marx sobre la plusvalía.

* * *

La lectura de esta obra de Carlos Marx llamará la atención del lector español, principalmente por la clarividencia de juicio del autor al comentar los hechos y al emitir críticas sobre las personas. Parece imposible que Marx en aquella época, en que todavía no existían grandes revistas o periódicos que consagrasen artículos extensos a la política extranjera, pudiese tener un conocimiento tan acabado de la política española como en las páginas de este libro se demuestra. Sin embargo, Marx tenía un arma poderosa que le servía de auxiliar en su documentación para hablar de nuestra política: conocía el español. Como hombre de grandísimos conocimientos, que conocía a la perfección el latín, griego, francés, inglés, italiano, ruso, Marx estudió también el español.

En los numerosos estudios biográficos escritos en todos los idiomas sobre Marx no se encuentran alusiones a su conocimiento del idioma español. Pero hay que tener en cuenta que en casi todos estos estudios se analiza su obra teórica y no se da una reseña detallada de sus conocimientos. Por eso no resulta nada extraño que en todos ellos se olviden los autores de reseñar que Marx conocía el español.

Tenemos, sin embargo, un testimonio valioso sobre esto. Anselmo Lorenzo, el militante ácrata español, conoció a Carlos Marx en Londres cuando asistió a una Conferencia de la Internacional. En su obra El proletariado militante (Antonio López, editor, Barcelona, 1901), al relatar su viaje a Londres como delegado de la Federación Regional Española, cuenta en la siguiente forma su entrevista con Carlos Marx:

«Me acerqué a Marx con timidez y respeto, anunciándome como delegado de la Federación Regional Española de la Internacional, y aquel hombre me estrechó entre sus brazos, me besó en la frente, me dirigió palabras afectuosas en español y me hizo entrar en su casa.» (pág. 314.)

En la página 315, Anselmo Lorenzo dice: «Mi respetable interlocutor (Carlos Marx) me habló de literatura española, que conocía detallada y profundamente, causándome asombro lo que dijo de nuestro teatro antiguo, cuya historia, vicisitudes y progresos dominaba perfectamente. Calderón, Lope de Vega, Tirso y demás grandes maestros, no ya del teatro español, sino del teatro europeo, según juicio suyo, fueron analizados en conciso y a mi parecer justísimo resumen. He de advertir que la conversación fue sostenida en español, que Marx hablaba regularmente, con buena sintaxis, aunque con una pronunciación defectuosa, debido en gran parte a la dureza de nuestras “cc”, “gg”, “jj” y “rr”.».

Y más adelante, Anselmo Lorenzo dice: «La hija mayor de Marx, joven de hermosura ideal, que conocía el español, aunque, como su padre, pronunciaba mal, me tomó por su cuenta para que le leyera algo, por gusto de oír la pronunciación correcta del español.»

Tenemos en las anteriores líneas un testimonio valioso sobre el conocimiento del español de Carlos Marx. Si a los demás biógrafos marxistas se les ha pasado consignar este detalle, es natural que no le ocurriese lo mismo a Anselmo Lorenzo, que como español quedó impresionado al ver que el maestro del socialismo científico le hablaba en su propia lengua. Esto nos explica también el que pudiera estar tan documentado sobre la política española.

* * *

Hemos respetado en absoluto los artículos tal y como fueron escritos por su autor. Los pequeños errores que en ellos existen son naturales en una persona que escribía muy alejada del país cuya política contentaba. Hemos creído, sin embargo, que facilitaría la lectura algunas notas aclaratorias sobre hechos o personajes a quienes Marx se refiere solamente de pasadas. Las notas no tienen otra pretensión.

* * *

Igualmente, hemos respetado como título general el de «La Revolución española», bajo el cual aparecieron todos los artículos en la New York Tribune. Por otra parte, con este título es como se conocen en la Historia de España los períodos que Marx estudia en esta obra. Son numerosos los estudios de historiadores españoles o extranjeros que al tratar de los mismos acontecimientos lo hacen también bajo la denominación general de la «Revolución española». Queda, pues, explicado el por qué del título de la presente obra.

Editorial Cenit

(Carlos Marx, La revolución española, Editorial Cenit, Madrid 1929, páginas 7-27.)

Marx y la Revolución española
Nota del Instituto Marx y Engels, de Moscú

La revolución del 24 de febrero de 1848, el preludio de la cual había sido el agudo conflicto entre Inglaterra y Francia, a propósito de los llamados «matrimonios españoles», coincidió en España con el duro régimen de Narváez, quien, como jefe de los moderados, sofocaba despiadadamente todos los movimientos «radicales». La victoria de la contrarrevolución en Francia, libró a Palacio de la necesidad de los servicios de ese liberal-verdugo, y, en 1851, se le hizo dimitir. Ocupó el Poder el partido católico-absolutista, el cual, en el espacio de tres años, fue tan lejos, que casi todas las fracciones de la oposición se unieron con el objeto de derribar, en el primer momento que se presentara, a ese Gobierno odiado. Paralelamente con los moderados y los progresistas entró en acción el partido democrático, en cuyo programa figuraba el derrumbamiento de la monarquía y de la dominación de los curas. El descontento creció más cuando, en 1853, se encargó la formación del Gabinete al «extranjero» Sartorius, conde de San Luis, oficial alemán naturalizado. Cuando el Senado, con objeto de poner término a la distribución de concesiones para la construcción de líneas férreas, adoptó, por una mayoría de 105 votos contra 69, la proposición de la minoría progresista, en virtud de la cual dichas concesiones podían darse únicamente como resultado de una ley especial (9 de diciembre, 1853), Sartorius disolvió las Cortes y destituyó a todos los senadores de la oposición, lo cual constituía una violación manifiesta de la Constitución. Los líderes de la oposición, y O'Donnell entre ellos, fueron mandados al destierro. Sartorius intentó calmar al pueblo con medidas tales como la reducción del precio del pan; pero esta demagogia no dio ningún resultado.

El 20 de febrero de 1854 tuvo ya lugar, en Zaragoza, el pronunciamiento del coronel Juan de Gor. La insurrección fue sofocada, Gor fusilado y el 22 de febrero el Gobierno declaró el estado de guerra en toda España. A pesar de esto, el 30 de marzo estalló, en Barcelona, una revuelta obrera, lo cual sirvió de pretexto al Gobierno para apretar, todavía más, la clavijas. Sartorius consideraba su posición tan sólida, que, por medio de un decreto, publicado el 19 de mayo de 1854, decidió emitir un empréstito forzoso, que debía producir al Erario cerca de 300 millones de reales. Esta medida provocó, en casi todo el país, una extraordinaria agitación, y sólo en contados sitios fue posible llevarla a la práctica.

Este momento fue escogido para obrar por los generales Dulce y O'Donnell, el cual, a pesar del decreto de destierro que pesaba sobre él, no había salido del país, sino que había permanecido ilegalmente en Madrid. El 28 de junio los regimientos de caballería se sublevaron. Tenían la esperanza de que obligarían a la reina a disolver el Ministerio. Por eso se lanzaron los gritos de «¡Abajo los ministros! ¡Viva la reina!» En vista de ello, los cabecillas de la insurrección decidieron no entablar batalla, por el momento, con las tropas gubernamentales. Pero la reina obraba bajo la influencia de su favorito Arana y del ministro Sartorius, y, por lo visto, se decidió a llegar a las medidas más extremas. Por esto, las cosas llegaron hasta la batalla de Vicálvaro, en las puertas mismas de Madrid, cuyo resultado fue incierto.

El Gobierno se animó de nuevo, pues, al parecer, la sublevación no había hallado eco ni en Madrid ni en provincias. Sólo entonces O'Donnell decidió apelar al pueblo. El 7 de julio publicó un manifiesto, en el cual se formulaba el famoso programa de Manzanares, redactado por Cánovas del Castillo. «Queremos conservar el trono –se decía en dicho documento–, pero sin camarilla que lo deshonre. Lo que deseamos es la estricta observación de las leyes fundamentales, las cuales deben ser perfeccionadas, particularmente la ley electoral y la ley sobre la Prensa. Lo que deseamos es disminuir los gastos del Estado, mediante la economía más severa. Queremos que en el ejército y en la administración civil sean tomados en cuenta los años de servicio. Queremos emancipar a los municipios de los efectos funestos de la centralización y establecer la necesaria autonomía local. Queremos, finalmente, como garantía de todo lo mencionado más arriba, el restablecimiento de la Milicia Nacional, que las Juntas gubernamentales que deben ser creadas en provincias, que las Cortes generales, que deben ser inmediatamente convocadas, que el pueblo mismo siente las bases de su libre regeneración, el régimen al cual aspiramos.»

Entretanto, la insurrección se difundía por todo el país: había perdido su carácter militar para convertirse en revolución. Después de tres días de combates de barricadas en Madrid (17 de julio), la reina se decidió a hacer concesiones. Bajo la presión de la Comisión de defensa, creada bajo la presidencia del general San Miguel, la reina nombró presidente del Consejo de ministros al general Espartero, el cual se había puesto al frente de la revolución en Zaragoza, y en sus exigencias había ido todavía más lejos que O'Donnell. El 29 de julio entró en Madrid, e inmediatamente pactó una alianza con los moderados y con O'Donnell, el cual fue nombrado ministro de la Guerra. En vez de mantener sus promesas y «organizar sobre bases firmes» la Milicia Nacional, crearon a ésta toda clase de obstáculos, y por todos los medios intentaron desarmar al pueblo. En vez de emprender una acción decidida contra los reaccionarios, los progresistas y los moderados se unieron para aniquilar la influencia de la democracia en Madrid y en otras poblaciones importantes. De este modo provocaron la sublevación del 28 de agosto, y una vez la democracia vencida, los dos partidos tuvieron las manos libres en las Cortes Constituyentes, y el 30 de noviembre de 1854 proclamaron la monarquía constitucional, con la dinastía hereditaria de Isabel de Borbón.

La unión de los progresistas y moderados se vio todavía fortalecida por la circunstancia de que obraban en la misma dirección las influencias exteriores, las cuales desempeñaron un papel en la política de los dos partidos. Inglaterra, que apoyaba a los progresistas, y Francia, que apoyaba a los moderados, se habían convertido en aliados y prometían su apoyo a España, en el conflicto de esta última con los Estados Unidos, los cuales se querían aprovechar de las turbulencias europeas para llevar a cabo la anexión de Cuba. En Inglaterra y en Francia la revolución y, sobre todo, los «excesos» de los demócratas, se atribuían a las intrigas del embajador de los Estados Unidos en Madrid, Soole, al cual, según ellos, habían prometido Cuba en el caso de que apoyara su propaganda democrática.

Otros afirmaban que, además de los Estados Unidos, Rusia estaba también interesada en organizar una división a la espalda de Francia, y como antes, en la revolución de 1848, sembrar la discordia entre los aliados. Urkhart, que veía las intrigas rusas en todas las revoluciones continentales, podía basarse en los documentos publicados por él en «Portfolium», los cuales demostraban que Rusia había desempeñado ya este papel en España, utilizando para ello a su embajador Titischev. No dejaba, además, de causar cierta extrañeza el hecho de que, desde los comienzos mismos de la guerra en Oriente, las relaciones entre los Estados Unidos y Rusia se hicieron cada vez más amistosas.

Todo esto –la influencia posible de la revolución española sobre la política europea, y la estrecha relación existente entre la política exterior de los Estados Unidos y los acontecimientos de España–, explica por qué Marx, considerando justamente que los lectores de «Tribune» no podían dejar de seguir con interés los acontecimientos de España, se vio obligado a consagrar, a partir de julio de 1854, un espacio considerable en sus correspondencias a España.

Pero sería un error creer que Marx se veía impulsado a ello exclusivamente por deber profesional. Si Marx y Engels saludaban ya la insurrección milanesa, de 1853, como antecesora de la revolución europea inminente, con mucho mayor motivo debían considerar como tal a la revolución española, en la cual, como lo demostraban la insurrección de Barcelona y las luchas de barricadas en Madrid, los obreros constituían el contingente principal del ejército democrático.

Marx no se limitó a seguir atentamente el desarrollo de los acontecimientos de España y a registrarlos en sus correspondencias a la «Tribune» («New York Tribune» del 21 julio, 4 y 5 de agosto, 1, 4, 16 y 30 de septiembre y 20 de octubre, de 1854), sino que profundizó la historia española con objeto de estudiar el origen y el desarrollo de los partidos que luchaban en la revolución, conocer sus programas y explicarlos por la evolución histórica de la sociedad española.

«España –escribe el 2 de septiembre de 1854– constituye actualmente el objeto principal de mis estudios. Hasta ahora he estudiado, valiéndome principalmente de fuentes españolas, las épocas que van de 1808 a 1814 y de 1820 a 1823. Actualmente emprendo el período 1834-1843. La tarea no es excesivamente fácil. Lo más difícil es establecer la ley que ha presidido a la evolución histórica. En todo caso, hice bien en empezar a su tiempo por el «Quijote». En conjunto, todo esto ha servido de materia a unos seis artículos para la «Tribune», escritos en una forma muy condensada. Sea como sea, es ya un progreso, cuando el tiempo empleado en tus estudios se te retribuye de un modo u otro.»

En la «Tribune» hemos encontrado ocho artículos, en los cuales se examinan, exclusivamente, los períodos 1814 y 1820-1823. En el artículo sobre Espartero, se caracterizan, asimismo, brevemente, los acontecimientos desarrollados en el período de guerra civil, del período 1834-1843.

Es difícil decir si Marx interrumpió la serie de artículos, o si la Redacción se negó a seguir publicándolos.

En su carta a Engels, del 10 de noviembre de 1854, Marx cuenta lo siguiente, a propósito de sus artículos de la «Tribune»:

«Mi concurrente A. R. S., en uno de los últimos números de la «Tribune», elogia en esta última parte «la brillante característica de Espartero». Naturalmente, no sospecha, ni remotamente, que me hace un «cumplido»; pero, fiel a su instinto, no deja escapar una frase final del artículo, muy estúpida (very silly), que pertenece, como es de suponer, a la «Tribune». Hay que decir que el periódico ha tachado todas mis frases, más o menos agudas, sobre los héroes constitucionales, pues ha adivinado que bajo el trío «Monck-Lafayette-Espartero se ocultan alusiones punzantes a Washington. La carencia de crítica de dicho periódico es terrible. Al principio ensalzó a Espartero, como al primer hombre de Estado de España. Después publicó mis artículos, en los cuales considero a Espartero como a una figura cómica, y añadió que, como se veía por dichos artículos, no se podía esperar nada de España. Más tarde, cuando recibió mi primer artículo español –una simple introducción, que termina en 1808–, decidió que esto era todo, y, de acuerdo con ello, añadió una conclusión muy embrollada, pero llena de buena voluntad, en la cual se incita a España a manifestarse digna de la confianza que le otorgaba la «Tribune». Sobre cual será su conducta, con respecto a los artículos siguientes, no puedo hablar todavía.»

La Redacción no hizo más que modificaciones insignificantes, las cuales no repercutieron en el contenido principal del trabajo de Marx. Estos estudios históricos, hasta ahora desconocidos, pueden ser puestos al lado de los trabajos mejores y más originales de Marx. Intentar una crítica detallada de estos artículos en relación con las fuentes que le sirvieron de base y de sus resultados, nos obligaría a salirnos de los límites que nos hemos impuesto en esta nota. Este trabajo, así como la reproducción de todas las correspondencias españolas de Marx, podrá hacerse en la próxima edición de las obras completas de este último.

Aquí quisiéramos llamar la atención sobre lo siguiente: En ningún otro trabajo histórico hallamos una característica tan terminante de la guerra española de la Independencia, con su mezcla original de elementos revolucionarios y reaccionarios. Únicamente gracias al estudio profundo de la Convención francesa, únicamente gracias a la experiencia adquirida a base de la práctica de la revolución de 1848, únicamente gracias al conocimiento detallado de la guerra húngara por la independencia, Marx pudo, al contrario de los otros historiadores, orientarse en el laberinto de los pronunciamientos españoles y de las luchas locales, y colocar a sus héroes en el sitio que les correspondía. Únicamente Marx podía hacer una crítica tan severa de la táctica de la minoría revolucionaria y explicar por qué ésta sufrió un fiasco tan lamentable en 1814. La causa se hallaba en la incapacidad de llevar a cabo, junto con las medidas de defensa nacional, modificaciones de carácter social, gracias a lo cual dicha minoría se convirtió en instrumento de la contrarrevolución. En vez de destruir, «en nombre de la defensa de la patria», la sociedad feudal con todos sus privilegios, como lo hizo el Comité francés de Salud Pública, la Junta Central española apeló a los prejuicios populares, y reformó todas las fuerzas de la vieja sociedad: la corte, la nobleza y el clero.

La historia del desarrollo de la Constitución española de 1812, dada por Marx, demuestra una vez más que el «materialismo económico» de este último no le impedía, en lo más mínimo, orientarse en las particularidades de la evolución histórica en los diversos países, que, con una base económica idéntica, se desarrollaban bajo la influencia de una situación empíricamente diversa, de condiciones naturales distintas, de distintas condiciones de raza y distintas influencias exteriores.

Instituto Marx y Engels, de Moscú.

(Carlos Marx, La revolución española, Editorial Cenit, Madrid 1929, páginas 29-41.)

Editorial “Cenit”

Obras publicadas

El problema religioso en Méjico, por Ramón J. Sender (Prólogo de D. Ramón del Valle-Inclán). 260 páginas, 5 pesetas. La obra más precisa para conocer las actuales luchas religiosas en Méjico. Todas las críticas publicadas sobre este importante libro han coincidido en decir que es imparcial, veraz y documentado. Los que deseen conocer el verdadero significado del problema religioso mejicano, deben leer esta obra.

El Cemento, por Fedor Gladkov (Prólogo de Julio Álvarez del Vayo). 430 páginas, 6 Pesetas. Según ha dicho El Sol, esta obra es «la mejor novela contemporánea rusa». El Cemento es la historia de una fábrica abandonada y puesta en marcha por el esfuerzo del pueblo. Gladkov, según confesión propia, sigue las huellas de Gorki.

Teatro de la Revolución, por Romain Rolland (Prólogo de Luis Araquistain). 200 páginas, 5 Pesetas. En esta obra se recogen dos de las obras de teatro del genial escritor. Los lectores españoles tienen ocasión de conocer una de las mejores obras contemporáneas. Romain Rolland es hoy día uno de los maestros de la literatura que cuenta con más lectores en todos los países

La revolución española, por Carlos Marx (Nota del Instituto Marx y Engels y citas de Jenaro Artiles). 5 Pesetas. El maestro del socialismo científico estudia los acontecimientos de la historia de España de los períodos de 1808-1814, 1820-1823 y 1840-1843. En este libro, inédito hasta ahora, se revela el profundo conocimiento de Marx sobre los problemas políticos españoles

En prensa

Mi madre, por Tcheng Cheng (Prólogo de Paul Valery, de la Academia Francesa, y una «conversación con el autor», de J. G. Gorkin). Obra que ha obtenido en Francia los elogios más unánimes de la crítica. La atención del público está, actualmente, pendiente del desarrollo de los acontecimientos chinos. Esta obra es un buen ejemplo de la belleza de la literatura china.

El arte y la vida social, por Jorge Plejanov (Traducción directa del ruso, por Jorge Korsunsky). La obra más famosa del gran teórico marxista ruso, maestro de Lenin. En este libro se expone la concepción socialista sobre el arte y su relación con la vida social. La crítica más documentada y científica contra la teoría del «arte por el arte».

En preparación

Mi vida, por Isadora Duncan. El relato más sugestivo sobre la vida íntima, artística y familiar de la gran danzarina. Extraordinario libro, lleno de audacia y de sentido social. La verdad desnuda sobre los amores y el arte de Isadora Duncan.

Manhattan Transfer, por John Dos Pasos (Prólogo y traducción de José Robles). John Dos Pasos es, actualmente, el literato joven de más prestigio en los Estados Unidos. Sus obras son siempre muy discutidas y alcanzan importantes tiradas. En Manhattan Transfer se describe de forma maestra la vida de Nueva York.

Las potencias contra los Balcanes, por Luis Fernández Cancela. La mecha de la gran guerra de 1914 fue encendida en los Balcanes. ¿Ocurrirá lo mismo con la de la próxima guerra? Los Balcanes constituyen un verdadero foco de rivalidades imperialistas. En esta obra se expone con claridad y documentadamente todo el problema balcánico.

El «surmenage» organizado (Racionalización, fordismo, organización «científica» del trabajo), por Juan Andrade. Estos problemas están a la orden del día en todos los países. El autor expone el punto de vista de la oposición obrera contra las consecuencias de estas medidas de organización industrial.

Todos los lectores de nuestras obras que deseen estar informados de cuantos libros publiquemos, deben enviarnos su dirección en una tarjeta postal, para poderles comunicar nuestras novedades.

(Carlos Marx, La revolución española, Editorial Cenit, Madrid 1929, páginas 1-4.)

gbs