Roberto Castrovido

La afición a la historia

Se nota un florecimiento de los estudios históricos y correlativamente –de no haber esta relación no habría florecimiento, porque nada florece sin riego– un ostensible desarrollo de la afición a la lectura y al conocimiento de la Historia.

Decayó por la seriedad y amaneramiento de los historiadores, aburridos y falsos, no por ser de por sí embusteros, sino por no examinar el pasado sino por una cara, un lado o un aspecto: las dinastías, las guerras, nada más.

Esta monotonía se agravaba con el estilo campanudo, imitación de imitaciones, y con preferir a la experimentación personal la más cómoda tarea de copiar a los antecesores. ¿Qué mucho que el público volviera la espalda a los libros de Historia?

Ha cambiado el concepto de esa ciencia. Como ha dicho recientemente D. Américo de Castro, no es la maestra de la vida, sino la hermana de la solidaridad humana de los que vivimos con los que fueron.

El gran éxito que ha tenido esa conferencia, muy comentada, referida de unos a otros como se cuenta un suceso interesante o una representación memorable por cualquier motivo (el mérito de la obra representada, el acierto de los cómicos, la brillantez, como escriben los revisteros, de la sala, etcétera, &c.), es claro indicio de este gratísimo despertar de la afición hacia la Historia, sobre todo a la cercana a nosotros, que es la menos conocida y la que mejor debiéramos conocer.

La conferencia del Sr. De Castro en la Federación de Estudiantes fue, por lo que de ella me han contado, notabilísima, y quisiera poderla leer en un opúsculo.

Si ha variado el concepto, también la forma o el estilo y el procedimiento de estudiar, de conocer lo que ha de historiarse. Estas mutaciones han dado mayor número de lectores a Bernal Díaz del Castillo que a D. Antonio Solís, al revés de lo que antes acontecía. El soldado narra sencillamente lo quo vio, y el literato refiere en elegante, artificioso estilo lo que sabe de oídas.

Mucho ha contribuido al cambio y al desarrollo de las aficiones, así para estudiar y escribir como para leer con más gusto, como suelen decir estos lectores, que una novela, el Centro de Estudios Históricos.

Hay una pléyade de jóvenes de valía en esta clase de producciones que saben extraer de documentos nuevas interpretaciones de un hecho y que deleitan por el modo de relatar lo que han averiguado por sí mismos. Así, don Emiliano Jos. También otro joven, el señor D. Joaquín Entrambasaguas, me parece capacitado para estas empresas, antes de seca erudición. Su reciente libro El doctor D. Cristóbal Lozano abona mi esperanza.

Se escribe mucho de Historia. Entre los más amenos historiadores sigue brillando el marqués de Villaurrutia: su Fernando VII, rey constitucional es tipo y dechado del género modernizado. Mucho bueno promete el primer tomo de La España de Felipe IV, que acaba de publicar el profesor de la Universidad de Valencia don José Deleito. Novelistas del mérito de Pío Baroja nos dan más historia que novela en las dos últimas publicadas, que son una extensa biografía del feroz conde de España, un loco utilizado y asesinado por malvados; Fernando VII, su hermano Carlos y la Junta de Berga.

Obras menores de Historia se publican muchas, ya en folletos, ya en trabajos de revistas; he de citar con estimación dos: Las cartas de Felipe III a su hija Ana, reina de Francia, publicadas por D. Ricardo Mantorell, y la biografía de D. Diego Clemencín, escrita por D. Julio Puyol y publicada en el Boletín de la Academia de la Historia.

Libros de Historia deben ser considerados el de Luis Araquistain, más que útil, indispensable en estos momentos, La Revolución mejicana y el de Julio Álvarez del Vayo Rusia a los doce años, que acaba de publicar Espasa-Calpe.

Gratitud debemos a la Editorial Cénit por habernos dado un volumen traducido y comentado: La Revolución española, de Carlos Marx.

El apóstol del socialismo, el inmortal autor de El Capital, no es un historiador profesional, y aunque no le eran extrañas ni indiferentes nuestra nación, su historia y sus letras y sus artes, no hay que tomarlo como un maestro en lo que de España escribe al generalizar sobre su historia desde los Reyes Católicos.

A la revolución de 1854 se refiere, y por esto empieza el libro con un estudio de Espartero, de las jornadas de julio y de la Regencia y de la coalición monstruosa que adelantó la mayoría de edad de la Reina y dio el poder por una década a Narváez.

Tras el resumen de que hemos hecho mérito, y que es lo peor del libro, se detiene Carlos Marx en la guerra de la Independencia y en las Cortes de Cádiz.

No desprecia Marx la Revolución española. La ve con certera mirada lenta en su desarrollo, lentitud que acaso sea causa de que la menosprecien y hasta la nieguen muchos historiadores y políticos españoles.

Mucho hay de interesante y aun de asombroso en el libro formado con los artículos que en La Tribuna, de Nueva York, fue publicando el fundador del socialismo científico.

El profundo estudio que hace de las que llamamos Cortes de Cádiz me trae a la memoria el libro sumamente apreciable de Melchor Fernández Almagro Orígenes del constitucionalismo en España, y me recuerda también la conferencia de D. Américo de Castro con su tesis de la lucecita de la minoría.

Siglos echó España en acabar la obra de la Reconquista, más de cien años llevamos de revolución. ¿Se tardará tanto en convertir en mayoría a la minoría de Cádiz –para no irnos a los Valdés, a los comuneros– cuanto se tardó en ir de Covadonga y Sobrarbe a Granada?

Si fuera así, repetimos el famoso ¡Dios nos asista!

Roberto Castrovido.