Obras de Aristóteles Política 1 2 3 4 5 6 7 8 Patricio de Azcárate

[ Aristóteles· Política· libro octavo· I· II· III· IV· V· VI· VII· VIII· IX· X ]

Política · libro octavo, capítulo IX

De los medios de conservación
en los Estados monárquicos

En general, los Estados monárquicos deben evidentemente conservarse a virtud de causas opuestas a las de que acabamos de hablar, según la naturaleza especial de cada uno de ellos. El reinado, por ejemplo, se sostiene por la moderación. Cuanto menos extensas son sus atribuciones soberanas, tanta más probabilidad tiene de mantenerse en toda su integridad. Entonces el rey no piensa en hacerse déspota; respeta más en todas sus [279] acciones la igualdad común; y los súbditos, por su parte, están menos inclinados a tenerle envidia. Esto explica la larga duración del reinado de los Molosos{196}. Entre los lacedemonios se ha sostenido tanto tiempo, porque desde un principio el poder se dividió entre dos personas, y porque más tarde Teopompo suavizó el reinado creando otras instituciones, sin contar con el contrapeso que le impuso con el establecimiento de los éforos. Debilitando el poder del reinado, le dio más duración; le agrandó en cierta manera, lejos de reducirlo, y cuando su mujer le dijo que si no le daba vergüenza transmitir a sus hijos el reinado con menos poder de aquel con que lo había recibido de sus mayores, le contestó con razón: «No, sin duda; porque se lo dejo mucho más durable».

Por lo que hace a las tiranías, se sostienen de dos maneras absolutamente opuestas; la primera es bien conocida y empleada por casi todos los tiranos. A Periandro de Corinto se atribuyen todas aquellas máximas políticas de que la monarquía de los persas nos presenta numerosos ejemplos. Ya hemos indicado algunos de los medios que la tiranía emplea para conservar su poder hasta donde es posible. Reprimir toda superioridad que en torno suyo se levante; deshacerse de los hombres de corazón; prohibir las comidas en común y las asociaciones; ahogar la instrucción y todo lo que pueda aumentar la cultura; es decir, impedir todo lo que hace que se tenga valor y confianza en sí mismo; poner obstáculos a los pasatiempos y a todas las reuniones que proporcionan distracción al público, y hacer lo posible para que los súbditos permanezcan sin conocerse los unos a los otros, porque las relaciones entre los individuos dan lugar a que nazca entre ellos una mutua confianza. Además saber los menores movimientos de los ciudadanos, y obligarles en cierta manera a que no salgan de las puertas de la ciudad, para estar siempre al corriente de lo que hacen, y acostumbrarles, mediante esta continua esclavitud, a la bajeza y a la pusilanimidad: tales son los medios puestos en práctica entre los persas y entre los bárbaros, medios tiránicos que tienden todos al mismo fin. Pero he aquí otros: saber todo lo que dicen y todo lo que hacen los súbditos; tener espías, semejantes a las mujeres que en Siracusa se llaman delatoras; [280] enviar, como Hierón, gentes que se enteren de todo en las sociedades y en las reuniones, porque es uno menos franco cuando se teme el espionaje, y si se habla, todo se sabe; sembrar la discordia y la calumnia entre los ciudadanos; poner en pugna unos amigos con otros, e irritar al pueblo contra las altas clases que se procura tener desunidas. A todos estos medios se une otro procedimiento de la tiranía, que es el empobrecer a los súbditos, para que por una parte no le cueste nada sostener su guardia, y por otra, ocupados aquéllos en procurarse los medios diarios de subsistencia, no tengan tiempo para conspirar. Con esta mira se han levantado las pirámides de Egipto, los monumentos sagrados de los Cipsélides, el templo de Júpiter Olímpico{197} por los pisistrátidas y las grandes obras de Polícrates en Samos, trabajos que tienen un solo y único objeto, la ocupación constante y el empobrecimiento del pueblo. Puede considerarse como un medio análogo el sistema de impuestos que regía en Siracusa: en cinco años, Dionisio absorbía mediante el impuesto el valor de todas las propiedades. También el tirano hace la guerra para tener en actividad a sus súbditos e imponerles la necesidad perpetua de un jefe militar. Así como el reinado se conserva apoyándose en los amigos, la tiranía no se sostiene sino desconfiando perpetuamente de ellos, porque sabe muy bien, que si todos los súbditos quieren derrocar al tirano, sus amigos son los que sobre todo están en posición de hacerlo.

Los vicios que presenta la democracia extrema, se encuentran también en la tiranía: el permiso a las mujeres, en el interior de las familias, para que hagan traición a sus maridos, y la licencia a los esclavos para que denuncien a sus dueños; porque el tirano nada tiene que temer de los esclavos y de las mujeres; y los esclavos, con tal que se les deje vivir a su gusto, son muy partidarios de la tiranía y de la demagogia. El pueblo también a veces hace de monarca; y por esto el adulador merece una alta estimación, lo mismo de la multitud que del tirano. Al lado del pueblo se encuentra el demagogo, que es para él un verdadero adulador; al lado del tirano se encuentran viles cortesanos, que no hacen otra cosa que adular perpetuamente. Y así la tiranía sólo quiere a los malvados, precisamente porque gusta de la [281] adulación, y no hay corazón libre que se preste a esta bajeza. El hombre de bien sabe amar, pero no adula. Además, los malos son útiles para llevar a cabo proyectos perversos; pues «un clavo saca otro clavo», como dice el proverbio. Lo propio del tirano es rechazar a todo el que tenga un alma altiva y libre, porque cree que él es el único capaz de tener estas altas cualidades; y el brillo, que cerca de él producirían la magnanimidad y la independencia de otro cualquiera, anonadaría esta superioridad de señor, que la tiranía reivindica para sí sola. El tirano{198} aborrece estas nobles naturalezas, que considera atentatorias a su poder. También es costumbre del tirano convidar a su mesa y admitir en su intimidad a extranjeros más bien que a ciudadanos; porque éstos son a sus ojos enemigos, mientras que aquéllos no tienen ningún motivo para hacer nada contra su autoridad.

Todas estas maniobras y otras del mismo género, que la tiranía emplea para sostenerse, son profundamente perversas.

En resumen, se las puede clasificar desde tres puntos de vista principales, que son los fines permanentes de la tiranía: primero, el abatimiento moral de los súbditos, porque las almas envilecidas no piensan nunca en conspirar; segundo, la desconfianza de unos ciudadanos respecto de otros, porque no se puede derrocar la tiranía, mientras los ciudadanos no estén bastante unidos para poder concertarse; y así es que el tirano persigue a los hombres de bien como enemigos directos de su poder, no sólo porque éstos rechazan todo despotismo como degradante, sino porque tienen fe en sí mismos y obtienen la confianza de los demás, y además son incapaces de hacer traición ni a sí mismos ni a nadie; por último, el tercer fin que se propone la tiranía es la extenuación y el empobrecimiento de los súbditos; porque no se emprende ninguna cosa imposible, y por consiguiente el derrocar a la tiranía, cuando no hay medios de hacerla. Por lo tanto, todas las precauciones del tirano pueden clasificarse en tres grupos, como acabamos de indicar, pudiendo decirse que todos sus medios de salvación se agrupan alrededor de estas tres bases: producir la desconfianza entre los ciudadanos, debilitarlos y degradarlos moralmente. [282]

Tal es, pues, el primer método de conservación para las tiranías.

En cuanto al segundo, los cuidados que él pide son radicalmente opuestos a todos los que acabamos de indicar. Pueden deducirse muy bien de lo que hemos dicho sobre las causas que arruinan los reinados; porque lo mismo que el reinado compromete su autoridad queriendo hacerla más despótica, así la tiranía asegura la suya, haciéndola más real. Sólo que hay aquí un punto esencial, que ésta no debe olvidar: ha de tener siempre la fuerza necesaria para gobernar, no sólo con el asentimiento público, sino también a pesar de la voluntad general. Renunciar a esto, sería renunciar a la tiranía misma; pero una vez asegurada esta base, el tirano puede en todo lo demás conducirse como un verdadero rey, o por lo menos tomar diestramente todas las apariencias de tal.

Ante todo aparentará que se ocupa de los intereses públicos, y no disipará locamente las ricas ofrendas que el pueblo le ofrece haciendo tanto sacrificio y que el tirano saca de las fatigas y del sudor de sus súbditos, para prodigarlas a cortesanos, extranjeros y artistas codiciosos. El tirano rendirá cuenta de los ingresos y de los gastos del Estado, cosa que por cierto algún tirano ha hecho; porque esto tiene la ventaja de parecer más bien un administrador que un déspota; no debiendo temer, por otra parte, que falten nunca fondos al Estado mientras sea dueño absoluto del gobierno. Si tiene que viajar lejos de su residencia, vale más tener ya empleado de este modo su dinero, que dejar tras de sí tesoros acumulados; porque entonces aquellos, a cuya custodia él se confía, no se sentirán tentados por sus riquezas. Cuando el tirano hace expediciones, teme más a los que le acompañan que a los demás ciudadanos, porque aquéllos le siguen en su marcha, mientras que éstos se quedan en la ciudad. Por otra parte, al exigir los impuestos y tributos es preciso que indique que lo hace consultando el interés de la administración pública y con el solo objeto de proporcionarse recursos para el caso de una guerra; en una palabra, debe aparecer como el guardador y tesorero de la fortuna pública y no de la suya personal.

El tirano no debe ser inaccesible, y en las entrevistas con sus súbditos debe mantenerse grave para inspirar, no temor, pero sí respeto. Esto es muy delicado, porque el tirano está siempre [283] expuesto al desprestigio, y para inspirar respeto, debe procurar mucho adquirir tacto político y en este concepto crearse una inatacable reputación, aunque sea descuidando otras condiciones. Además, debe guardarse mucho de insultar a la juventud de uno y otro sexo, e impedir cuidadosamente que lo hagan los que le rodean; y las mujeres de que disponga, deben mostrar la misma reserva con las demás mujeres, porque las querellas femeninas han perdido a más de un tirano. Si gusta del placer que no se entregue a él nunca como lo hacen ciertos tiranos de nuestra época, los cuales, no contentos con sumirse en los placeres desde que amanece y durante muchos días seguidos, quieren además hacer alarde de su prostitución a la vista de todos los ciudadanos, para que admiren de esta manera su fortuna y su felicidad. En esto, sobre todo, es en lo que principalmente debe mostrar moderación el tirano; y si no puede hacerlo, que por lo menos sepa ocultarse a las miradas de la multitud. No es fácil sorprender ni despreciar al hombre sobrio y templado, pero sí al que se embriaga; porque no se sorprende al que vela, sino al que duerme.

El tirano deberá adoptar máximas opuestas a las antiguas que, según se dice, tiene en cuenta la tiranía. Es preciso que embellezca la ciudad como si fuera administrador de ella y no su dueño. Sobre todo ha de procurar con el mayor esmero dar pruebas de una piedad ejemplar. No se teme tanto la injusticia de parte de un hombre a quien se cree religiosamente cumplidor de todos los deberes para con los dioses; y es más difícil atreverse a conspirar contra él, porque se supone que el cielo es su aliado. Sin embargo, es preciso que el tirano se guarde de llevar las apariencias hasta una ridícula superstición. Cuando un ciudadano se distingue por alguna acción buena, es preciso colmarle tanto de honores, que crea que no podría obtener más de un pueblo independiente. El tirano distribuirá él mismo las recompensas de este género, y dejará a los magistrados inferiores y a los tribunales lo relativo a los castigos. Todo gobierno monárquico, cualquiera que él sea, debe guardarse de aumentar excesivamente el poder de un individuo; y si es inevitable, debe en tal caso prodigar las mismas dignidades a otros muchos, como medio de mantener entre ellos el equilibrio. Si obliga la necesidad a crear una de estas brillantes posiciones, que el tirano no se fije en un hombre atrevido, porque un corazón lleno de [284] audacia está siempre dispuesto a todo; y si hay necesidad de derrocar alguna alta influencia, que proceda por grados y cuide de no destruir de un solo golpe los fundamentos en que la misma descanse.

El tirano no debe permitirse nunca ultraje de ningún género, y sobre todo ha de evitar dos: el poner la mano en nadie, quienquiera que sea, y el insultar a la juventud. Esta circunspección es necesaria, particularmente con los corazones nobles y altivos. Si las almas codiciosas sufren con impaciencia que se les perjudique en sus intereses pecuniarios, las almas altivas y honradas toleran menos un ataque a su honor. Una de dos cosas: o es preciso renunciar a toda venganza respecto de hombres de este carácter; o los castigos, que se les imponga, deben tener un carácter paternal, y sin que arguyan desprecio. Si el tirano tiene relaciones con la juventud, es preciso que parezca que cede a la pasión y que no abusa de su poder. En general siempre que haya trazas de algo deshonroso, es preciso que la reparación supere en mucho a la ofensa.

Entre los enemigos, que puedan atentar contra la vida del tirano, los más peligrosos y los que deben ser más vigilados son aquellos a quienes importa poco su propia vida, con tal que puedan disponer de la del tirano. Así es preciso guardarse con el mayor cuidado de los hombres que creen haber sido insultados o que lo han sido las personas de su cariño. Cuando uno conspira por resentimiento, no se cuida de sí mismo, y como dice Heráclito: «el resentimiento es difícil de combatir, porque entonces se juega la cabeza». Como el Estado se compone siempre de dos partidos muy distintos, los pobres y los ricos, es preciso convencer a unos y a otros de que sólo encontrarán seguridad en el poder, y procurar prevenir entre ellos toda mutua injusticia. Pero de estos dos partidos, el que es preciso tomar como instrumento de poder{199} es el más fuerte, a fin de que si llega un caso extremo, el tirano no se vea obligado a dar la libertad a los esclavos o quitar las armas a los ciudadanos. Este partido por sí solo basta para defender la autoridad, de la que es apoyo, y para asegurar al tirano el triunfo contra los que le ataquen.

Por lo demás, nos parece inútil entrar en más pormenores. [285] El objeto esencial de este capítulo es bien evidente. Es preciso que el tirano aparezca ante sus súbditos, no como déspota, sino como un administrador, como un rey; no como un hombre que hace su propio negocio, sino como un hombre que administra los negocios de los demás. Es preciso que en su conducta muestre moderación y no cometa excesos. Es preciso que admita a su trato a los ciudadanos distinguidos, y que con sus maneras se capte el afecto de la multitud. De este modo podrá con infalible seguridad, no sólo hacer su autoridad más bella y más querida, porque sus súbditos serán mejores y no estarán envilecidos, y por su parte no excitará odios y temores, sino hacer también más durable su autoridad. En una palabra, es preciso que se muestre completamente virtuoso, o por lo menos virtuoso a medias, y nunca vicioso, o por lo menos nunca tanto como se puede ser. Y sin embargo, y a pesar de todas estas precauciones, los gobiernos menos estables son la oligarquía y la tiranía. La tiranía más larga fue la de Ortogoras y sus descendientes en Sicione, que duró cien años; y duró, porque supieron manejar hábilmente a sus súbditos y someterse ellos mismos en muchas cosas al yugo de la ley. Clistenes evitó el desprestigio gracias a su capacidad militar, y puso todo su empeño en granjearse el amor del pueblo; llegando, según se dice, hasta coronar con sus propias manos al juez que falló contra él y en favor de su antagonista; y si hemos de creer la tradición, la estatua que se halla en la plaza pública es la de este juez independiente. También se cuenta, que Pisístrato consintió que le citaran ante el Areópago. La más larga tiranía que viene a seguida, es la de los Cipselides en Corinto, que duró setenta y tres años y seis meses. Cipselides reinó treinta años y Periandro cuarenta y cuatro. Psamético, hijo de Gordio, reinó tres años. Aquellas mismas causas mantuvieron también por tan largo tiempo la tiranía de Cipselides, porque era demagogo y durante todo su reinado no quiso nunca tener satélites. Periandro era un déspota, pero era un gran general. Después de estas dos primeras tiranías, es preciso poner en tercer lugar la de los Pisistrátidas en Atenas, pero ésta tuvo ciertos intervalos. Pisístrato, mientras permaneció en el poder, se vio obligado a apelar por dos veces a la fuga, y en treinta y tres años sólo reinó realmente diecisiete, que con dieciocho que reinaron sus hijos hacen treinta y cinco. Vienen después las tiranías de Hierón y de Gelón en Siracusa. Esta última no fue [286] larga, y entre ambas duraron dieciocho años. Gelón murió en el octavo año de su reinado; Hierón reinó diez años; Trasíbulo fue derrocado a los once meses. Tomadas en conjunto, puede decirse que las más de las tiranías han tenido una brevísima existencia.

Tales son, sobre poco más o menos, todas las causas de destrucción que amenazan a los gobiernos republicanos y a las monarquías, y tales son los medios de salvación que pueden mantenerlos.

———

{196} Plutarco, en la Vida de Pirro, cap. V, dice, que todos los años los reyes Molosos renuevan en la asamblea general del pueblo el juramento de obediencia a las leyes.

{197} Este templo tenía cuatro estadios o 760 metros de circunferencia; no se concluyó hasta el reinado del emperador Adriano.

{198} A seguida de hacer este retrato del tirano, que es lo mejor que se ha escrito en esta materia, Aristóteles condena formalmente todos estos manejos de la tiranía. Esta es una nueva prueba de la injusticia de las acusaciones que se han hecho a su Política.

{199} Véase el retrato que ha hecho Platón del tirano al final del libro VIII y principios del IX de la República.


www.filosofia.org Proyecto Filosofía en español
© 2005 www.filosofia.org
  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 3, páginas 278-286