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Política · libro octavo, capítulo VIII

De las causas de revolución
y de conservación en las monarquías

Queda que veamos cuáles son las causas más frecuentes de trastorno y de conservación en la monarquía. Las consideraciones, que habremos de hacer respecto del destino de los reinados y tiranías, se aproximan mucho a las que hemos indicado con relación a los Estados republicanos. El reinado se aproxima a la aristocracia, y la tiranía se compone de los elementos de la oligarquía extrema y de la demagogia, así que para los súbditos es el más funesto de los sistemas, porque está formado de dos malos gobiernos y reúne las faltas y los vicios de ambos.

Por lo demás, estas dos especies de monarquía son completamente opuestas hasta en su mismo punto de partida. El reinado se establece por las clases altas, a las cuales está obligado a defender contra el pueblo, y el rey sale del seno mismo de estas clases elevadas, entre las que se distingue aquél por su virtud superior, por las acciones brillantes que ésta le inspira o por la fama no menos merecida de su raza. El tirano, por el contrario, sale del pueblo y de las masas para ponerse enfrente de los ciudadanos poderosos, de cuya opresión está obligado a defender al pueblo. Todo esto se justifica con hechos. Puede decirse que casi todos los tiranos han sido primero demagogos, que [272] han ganado la confianza del pueblo, calumniando a los principales ciudadanos. Algunas tiranías se han formado de esta manera, cuando los Estados eran ya poderosos. Otras más antiguas no han sido sino reinados, que violaban todas las leyes del país, aspirando a una autoridad despótica. Otras han sido fundadas por hombres que en virtud de una elección han llegado a las primeras magistraturas, porque en otro tiempo el pueblo confería por largo tiempo todos los grandes empleos, todas las funciones públicas. Otras, en fin, han salido de los gobiernos oligárquicos, que fueron bastante imprudentes para investir a un solo individuo con atribuciones políticas de la más alta importancia. Gracias a estas circunstancias, la usurpación ha sido cosa fácil para todos los tiranos, pues les ha bastado querer para serlo, a causa de poseer con antelación el poder real o el que proporciona una alta consideración. De ello son ejemplo Fidón de Argos y todos los demás tiranos que comenzaron por ser reyes; todos los tiranos de Jonia y Falaris, que habían obtenido ambos elevadas magistraturas; Panecio en Leoncium, Cipseles en Corinto, Pisistrato en Atenas, Dionisio en Siracusa, y tantos otros que como ellos han salido de la demagogia.

El reinado, repito, se clasifica al lado de la aristocracia, en cuanto es, como ésta, el premio de la consideración personal, de una virtud eminente, del nacimiento, de grandes servicios hechos o de todas estas circunstancias unidas a la capacidad. Todos los que han hecho grandes servicios a las ciudades y a los pueblos, o que eran bastante poderosos para poder hacerlos, han obtenido esta alta distinción: los unos, por haber evitado con sus victorias que el pueblo cayera en esclavitud, como Codro; otros, por haberles devuelto su libertad, como Ciro; y otros por haber fundado el Estado mismo y ser poseedores del territorio, como los reyes de los espartanos, de los macedonios y de los molosos. El rey tiene la misión especial de velar por que los que poseen no experimenten daño alguno en su fortuna, ni el pueblo ningún ultraje en su honor. El tirano, por el contrario, como he dicho ya más de una vez, no tiene en cuenta los intereses comunes, y sí sólo el suyo personal. La aspiración del tirano es el goce; la del rey, la virtud. Así también en punto a ambición, el tirano piensa principalmente en el dinero; el rey antes que nada en el honor. La guardia de un rey se compone de ciudadanos; la de un tirano de extranjeros. [273]

Por lo demás es muy fácil ver que la tiranía tiene todos los inconvenientes de la democracia y de la oligarquía. Como ésta, sólo piensa en la riqueza, que es la única que verdaderamente puede garantirle la felicidad de su guardia y los placeres del lujo. La tiranía también desconfía de las masas y les arranca el derecho de llevar armas. Hacer daño al pueblo, alejar a los ciudadanos de la población, dispersarlos, son procedimientos comunes a la oligarquía y a la tiranía. De la democracia adopta la tiranía el sistema de guerra continua contra los ciudadanos poderosos, la lucha secreta y pública para destruirlos, los destierros a que se les condena, pretextando que son facciosos y enemigos del poder; porque sabe bien la tiranía que de las filas de las clases altas han de salir las conspiraciones contra ella, urdidas por unos con el fin de hacerse dueños del poder en provecho propio, y por otros para sustraerse a la esclavitud que los oprime. Esto era lo que significaba el consejo de Periandro a Trasíbulo; aquella nivelación de las espigas desiguales quería decir que era preciso deshacerse de los ciudadanos eminentes.

Todo lo que acabo de decir prueba claramente, que las causas de las revoluciones deben ser, sobre poco más o menos, las mismas en las monarquías que en las repúblicas. La injusticia, el miedo, el desprecio han sido casi siempre causa de las conspiraciones de los súbditos contra los monarcas. Sin embargo, la injusticia las ha causado con menos frecuencia que el insulto, y algunas veces menos que las expoliaciones individuales. El fin que se proponen los conspiradores en las repúblicas, es el mismo que en los Estados sometidos a un tirano o a un rey, y tienen lugar las revoluciones, porque el monarca está colmado de honores y de riquezas, que todos los demás envidian.

Las conspiraciones se dirigen ya contra la persona que ocupa el poder, ya contra el poder mismo. El sentimiento producido por un insulto arrastra sobre todo a las primeras, y como el insulto puede ser de muchos géneros, el resentimiento a que da lugar puede tener otros tantos caracteres diferentes. En los más de los casos la cólera, cuando conspira, sólo piensa en la venganza, porque la cólera no es ambiciosa. De lo cual es un testimonio la suerte de los Pisistrátidas: habían deshonrado a la hermana de Harmodio; Harmodio conspiró para vengar a su hermana, y Aristogitón para sostener a Harmodio. La conspiración tramada contra Periandro, tirano de Ambracia, no tuvo otro [274] origen que una chanza del tirano, que en una orgía preguntó a uno de sus queridos si le había hecho madre. Pausanias mató a Filipo, porque éste había permitido que le insultaran los partidarios de Atalo. Derdas conspiró contra Amintas el Pequeño, que se había alabado de haber gozado la flor de su juventud. El Eunuco mató a Evagoras de Chipre, cuyo hijo le había hecho el ultraje de robarle la mujer. Muchas conspiraciones no han tenido otra causa que los atentados de los monarcas contra la persona de alguno de sus súbditos. De este género fue la conspiración urdida contra Arquelao por Crateo, que miraba con horror las indignas relaciones que le ligaban a aquél; así que para llevar a cabo la rebelión, se aprovechó del primer pretexto, aunque era menos grave que el motivo dicho. Arquelao, después de haberle prometido una de sus hijas, faltó a su palabra, casando las dos que tenía, una con el rey Elimea de resultas de la derrota que sufrió en la guerra contra Sirra y Arrebeus, y la otra, que era más joven, con Amintas, hijo de dicho rey, contando por este medio apaciguar todo resentimiento entre Crateo y el hijo de Cleopatra. Pero el verdadero motivo de su enemistad fue la indignación que causaban a este joven los lazos vergonzosos que le ligaban con el rey. Helanócrates de Larisa entró en la conspiración a consecuencia de un ultraje semejante. Al ver Helanócrates que el tirano, que había abusado de su juventud, no le permitía volver a su patria, aunque se lo había prometido, se convenció de que esta intimidad del rey no procedía de una verdadera pasión, y que sólo había tenido el propósito de deshonrarle. Parrón y Heráclides, ambos de Ænos, mataron a Cotis para vengar a su padre; y Adamas hizo traición a Cotis para vengarse de la mutilación vergonzosa que le había hecho sufrir en su infancia.

Muchas veces se conspira a impulsos de la cólera producida por los malos tratamientos de que uno ha sido personalmente objeto. Ha habido hasta magistrados y miembros de las familias reales que han quitado la vida a los tiranos, o por lo menos han conspirado, movidos por resentimientos de este género. En Mitilene, por ejemplo, los pentálides, que tenían gusto en recorrer la ciudad dando palos a los que encontraban, fueron degollados por Negacles, auxiliado por algunos amigos; y más tarde Smerdis mató a Pentilo, que le había maltratado, a cuya venganza le impulsó su mujer. Si en la conspiración contra Arquelao, Decámnico lleno de furor, se hizo jefe de los conjurados, siendo el [275] primero a excitarlos, fue porque Arquelao le había entregado al poeta Eurípides, quien hizo que le azotaran cruelmente por haberse burlado de lo mal que le olía el aliento. A muchos monarcas ha costado semejantes ultrajes la vida o el reposo. El miedo, que hemos indicado como una causa de trastornos en las repúblicas, no lo es menos en las monarquías. Así Artabanes mató a Jerjes sólo por el temor de que llegara a su noticia que había hecho colgar a Darío, a pesar de la orden en contrario que había recibido; pues Artabanes había alimentado al pronto la esperanza de que Jerjes habría olvidado esta prohibición, que había hecho en medio de un festín. El desprecio produce también revoluciones en los Estados monárquicos. Sardanápalo fue muerto por uno de sus súbditos, el cual, si hemos de creer la tradición, le había visto con la rueca en la mano en medio de sus mujeres. Admitiendo que este hecho sea falso respecto a Sardanápalo, puede muy bien ser verdadero con relación a otro cualquiera. Dión no conspiró contra Dionisio el joven, sino a causa del desprecio que le inspiraba al ver que todos sus súbditos hacían de él tan poco caso, y que estaba sumido en una continua embriaguez. Motivos de este género son los que principalmente mueven a veces a los amigos del tirano a obrar contra éste; la confianza que tienen con él les inspira el desdén y la esperanza de ocultar sus conspiraciones. Con frecuencia cuando uno se cree en posición de hacer suyo el poder, cualquiera que sea la manera, el despreciar al tirano es ya conspirar contra él, porque cuando uno es poderoso y, teniendo conciencia de sus fuerzas, desprecia el peligro, fácilmente se decide a obrar. Muchas veces los generales no tienen otros motivos para conspirar contra los reyes que se sirven de ellos. Por ejemplo, Ciro destronó a Astiages, cuya conducta y cuya autoridad despreciaba, como que había renunciado a desempeñar por sí el poder, para entregarse a todos los excesos del placer. Seutes el Tracio conspiró también contra Amodoco, de quien era general. Pueden reunirse muchos motivos de ese género para determinar las conspiraciones. A veces la codicia se une al desprecio, de lo cual es un ejemplo la conspiración de Mitridates contra Ariobarzanes. Estos sentimientos obran poderosamente en aquellos hombres de carácter atrevido que han sabido obtener al lado de los monarcas un elevado cargo militar. El valor, cuando cuenta con el auxilio de recursos poderosos, se convierte en audacia; y cuando se unen estos dos [276] motivos de decisión, se conspira porque se cree seguro el éxito.

Las conspiraciones por deseo de gloria tienen un carácter distinto de las que hasta aquí hemos examinado. No reconocen como móviles ni el afán de inmensas riquezas, ni el ansia de los honores supremos que goza el tirano, y que tantas veces son ocasión de que se conspire contra él. No son las consideraciones de este género las que toma en cuenta el hombre ambicioso al afrontar los peligros de la conspiración. Abandona a los demás los motivos viles y bajos de que acabamos de hablar; pero así como se aventuraría a intentar una empresa inútil con tal que le diera renombre y celebridad, así conspira contra el monarca, ávido, no de poder, sino de gloria. Los hombres de este temple son excesivamente raros, porque tales resoluciones suponen siempre un desprecio absoluto de la vida, si llega el caso de que la empresa se malogre. El único pensamiento de que en tales casos se debe estar animado, es el que animaba a Dión; pero es difícil que pueda tener cabida en muchos corazones. Dión, cuando marchó contra Dionisio, sólo tenía consigo algunos soldados, y les arengó diciendo que cualquiera que fuera el resultado, a él le bastaba haber dado principio a esta empresa, y que aun cuando muriese en el momento de tocar el territorio de Sicilia, su muerte sería siempre honrosa.

La tiranía puede ser derrocada, como cualquier otro gobierno, por un ataque exterior que venga de un Estado más poderoso que ella y constituido bajo un principio completamente opuesto. Es claro, que este gobierno vecino, a causa de la oposición misma de su principio, sólo espera el momento oportuno para atacar; y cuando se puede, se hace siempre lo que se desea. Los Estados fundados en principios diferentes son siempre enemigos: la democracia, por ejemplo, es enemiga de la tiranía, tanto como el alfarero puede serlo del alfarero, como dice Hesíodo; lo cual no impide que la demagogia, llevada al extremo, sea también una verdadera tiranía. El reinado y la aristocracia son enemigos a causa del diferente principio que les sirve de base. Los lacedemonios han seguido el sistema constante de derrocar las tiranías, como lo hicieron igualmente los siracusanos, mientras fueron regidos por un buen gobierno.

La tiranía encuentra en su propio seno otra causa de ruina, cuando la insurrección procede de los mismos de quienes ella se vale. De ello son ejemplos la caída de la tiranía fundada por [277] Gelón y la de Dionisio en nuestros días{194}. Trasíbulo, hermano de Hierón, se propuso halagar todas las insensatas pasiones del hijo que Gelón había dejado, y le tenía sumido en los placeres para reinar él con su nombre. Los familiares del joven príncipe conspiraron, no tanto para derrocar la misma tiranía, como para suplantar a Trasíbulo; pero los asociados a que se unieron aprovecharon la ocasión para arrojarlos a todos. En cuanto a la tiranía de Dionisio, su pariente Dión fue el que marchó contra él, y pudo, antes de morir, expulsar al tirano con el auxilio del pueblo sublevado.

De las dos pasiones, que son con más frecuencia causa de las conspiraciones contra las tiranías, el odio y el desprecio, los tiranos son siempre por lo menos acreedores al uno, que es el odio. Pero el desprecio que inspiran produce con frecuencia su caída. Lo prueba el que los que han ganado personalmente el poder, han sabido conservarlo, y que los que lo han recibido por herencia, casi todos lo han perdido muy pronto. Degradados por los excesos y desórdenes de su vida, caen fácilmente en el desprestigio, y proporcionan numerosas y excelentes ocasiones a los conspiradores. También puede colocarse la cólera al lado del odio, puesto que éste como aquélla impulsan a cometer acciones completamente semejantes, sólo que la cólera es todavía más activa que el odio, porque conspira con tanto más ardor cuanto que la pasión no reflexiona. Sobre todo, el resentimiento producido por un insulto es el que excita en los corazones los arrebatos de la cólera, como lo muestra la caída de Pisistrátides y de otros muchos. Sin embargo, el odio es más temible. La cólera va siempre acompañada de cierto sentimiento de dolor, que no deja lugar a la prudencia; la aversión no tiene dolor que la turbe en sus empresas.

Resumiendo, diremos que todas las causas de las revoluciones, que hemos asignado a la oligarquía exagerada y a la demagogia extrema, se aplican igualmente a la tiranía, porque tales formas de gobierno son verdaderas tiranías repartidas entre muchas manos.

El reinado tiene que temer mucho menos los peligros de fuera, y es lo que garantiza su duración. En ella misma es donde [278] deben buscarse las causas de su destrucción, que pueden reducirse a dos: la conjuración de los agentes de que se vale y la tendencia al despotismo, cuando los reyes pretenden aumentar su poder hasta a costa de las leyes. En nuestros días no vemos que se formen reinados, y los que se forman son más bien monarquías absolutas y tiranías que reinados. El verdadero reinado es un poder libremente consentido con prerrogativas superiores. Pero como hoy los ciudadanos valen lo mismo en general, y ninguno tiene una superioridad tan grande que pueda aspirar exclusivamente a tan alta posición en el Estado, se sigue que no se presta asentimiento a la creación de un reinado; y si alguno intenta reinar, valiéndose de la astucia o de la violencia, se le mira al momento como un tirano. En los reinados hereditarios es preciso añadir otra causa especial de destrucción, y es que la mayor parte de estos reyes que lo son por herencia se hacen bien pronto despreciables{195}, y no se les consiente ningún poder excesivo, teniendo en cuenta que poseen, no una autoridad tiránica, sino una simple dignidad real. Es muy fácil derrocar un reinado, porque no hay rey desde el momento que no se lo quiere tener; mientras que el tirano, por lo contrario, se impone a pesar de la voluntad general.

Tales son las principales causas de ruina para las monarquías, dejando a un lado algunas otras parecidas a estas.

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{194} Las palabras «en nuestros días» se refieren a la expedición de Timoleon, en el segundo año de la Olimpiada 109, 343 años antes de Jesucristo.

{195} Es preciso cerrar los ojos a la luz para pretender que Aristóteles en su Política quiso adular como cortesano a Alejandro, cuando el derecho hereditario de este se avenía muy mal con los principios independientes de su maestro.


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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 3, páginas 271-278