La phi simboliza la filosofía de tradición helénica, la ñ la lengua española Proyecto Filosofía en español
Zeferino González 1831-1894

Zeferino González
La Economía política y el Cristianismo
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II

Una vez iniciada en la ciencia esta dirección, el principio católico se apoderó de ella, y bajo su inspiración apareció la verdadera ciencia de la Economía política, representada por la Economía político-cristiana. Sólo en esta escuela pueden encontrarse las verdaderas teorías de la ciencia, porque sólo el cristianismo puede dar una base sólida, segura y humanitaria a la Economía política. La Economía político-cristiana enseña que no es el fin de la sociedad, aun considerada en el orden puramente natural y civil, la simple producción de las riquezas, sino más bien su mayor difusión posible entre los hombres, pero con subordinación al bienestar moral. La Economía político-cristiana no sacrifica la prosperidad y riquezas de los individuos a la riqueza y prosperidad de las naciones, sino que procura conciliar la prosperidad de las naciones con el bienestar del mayor número posible de individuos; atiende con marcada predilección a las clases indigentes, y enseña que no debe procurarse la prosperidad [11] y la abundancia de algunas clases, en perjuicio de los individuos y del mayor número de indigentes, y mucho menos aun en detrimento de sus intereses morales y religiosos.

Y no es que el cristianismo condene las riquezas y el poder de las naciones, como tampoco condena en principio su legítima adquisición y posesión por parte de los individuos. Lejos de eso, el cristianismo hace del trabajo, principal productor y representante de la riqueza, una condición necesaria al hombre, una ley divina y hasta una virtud de las más recomendables. Lo que el cristianismo condena, porque no puede menos de condenarlo, es que las riquezas se tomen como fin y no como medio. Lo que el cristianismo reprueba son las teorías económicas que subordinan el hombre moral a las riquezas materiales; porque el cristianismo, que estimula, que aprueba y que manda el trabajo, quiere que la humanidad rica respete a la humanidad pobre; quiere que aquella no acumule riquezas materiales a expensas del bienestar material, moral y religioso de esta; quiere, sobre todo, que el gran principio de la caridad sea la base de las relaciones entre la primera y la segunda, y que los gobiernos y la legislación se inspiren en ella cuando se trata del mejoramiento de las clases indigentes.

Tal es, en resumen, la enseñanza católica en orden a la ciencia económica; tales son las bases y los principios de la escuela cristiana de Economía política, en [12] oposición con la escuela egoísta de Smith, Say y sus discípulos.

Porque es preciso no olvidarlo, y es preciso repetirlo muy alto. Si es cierto que el trabajo y la previsión constituyen dos elementos principales de la Economía política; si vienen a ser como los dos factores y generadores más importantes de la producción y distribución de la riqueza, no lo es menos que la religión de Jesucristo y las máximas del evangelio son las más propias para ejercer influencia tan poderosa como benéfica en la existencia y desarrollo de esos dos grandes elementos de producción, en esos dos grandes factores del movimiento económico. Que si la religión de Jesucristo y las máximas del evangelio aconsejan, y promueven, y prescriben, y santifican el trabajo, también aconsejan, y fomentan, y prescriben, y santifican la previsión, concediéndole el carácter honroso de la virtud. Porque, a los ojos del evangelio y del cristianismo, es una virtud, y virtud muy importante en el orden moral y religioso, esa previsión, en fuerza de la cual el hombre sin contentarse con el bienestar personal, se preocupa del bienestar de sus allegados y herederos. El hombre previsor ama, es verdad, el trabajo que produce las riquezas, pero al propio tiempo y cuando se trata de su consumo, usa de las mismas con moderación y templanza, sin dar entrada a un lujo devorador, ni a goces materiales inmoderados. La previsión, en fin, cuando se halla [13] inspirada y ennoblecida por el principio cristiano, comunica el espíritu de iniciativa, fecundiza el trabajo, se complace en los ahorros y en la moderación, pero sin matar la benevolencia y la caridad conciliando los caracteres y ventajas de la previsión con el desprendimiento y el amor del prójimo.

Muy diferentes son ciertamente los caracteres y resultados de la imprevisión, la cual se halla en contradicción con el espíritu y las máximas del evangelio, así como también con el interés verdadero del hombre. «Los hombres imprevisores, escribe con razón Mr. Le Play, se reconocen en todas partes por los mismos rasgos característicos. Rara vez se aplican al trabajo con la energía que comunican a las almas de fuerte temple, el sentimiento del deber y las otras convicciones derivadas del orden moral: alguna vez no se sujetan al mismo si no bajo el aguijón de la más imperiosa necesidad. Por el contrario, buscan con ardor las satisfacciones que procura el consumo inmediato de los productos obtenidos por el trabajo: con frecuencia, también, el gasto excede al recibo, y su preocupación es obtener con ayuda del crédito esta anticipación de goces. Se dan prisa a disipar los capitales acumulados por sus abuelos en cuanto pasan a sus manos por medio de la herencia...

Jamás les viene el pensamiento de salir de su quietismo o de imponerse privaciones para asegurar el bien de sus descendientes. Abandonados a su propia [14] iniciativa, los adultos imprevisores se encuentran sumidos en el mayor abandono y escasez desde el momento que un acontecimiento imprevisto viene a perturbar el orden de los trabajos o el curso regular de la existencia, viéndose imposibilitados en semejantes circunstancias para acudir a las necesidades de sus mujeres, de sus hijos y de sus padres viejos o enfermos... Su influencia llega a ser más funesta cuando se encuentra en ellos, no solamente la ausencia de la virtud, sino propensión decidida al vicio y a la intemperancia.»

Este pasaje puede considerarse como una demostración concreta y palpable de lo que antes hemos consignado, a saber, que el cristianismo y las máximas del evangelio, al condenar el vicio y el exceso en los goces materiales, al aconsejar los ahorros y la economía, impidiendo a la vez por medio del espíritu de caridad y de desprendimiento en favor del menesteroso y desvalido, que degeneren en egoísmo y avaricia, al preconizar, en una palabra, ennoblecer y santificar el trabajo y la previsión, contribuye eficazmente a fomentar y desarrollar la producción de la riqueza, así como también su distribución conveniente y justa.

Después de esto, y en presencia de las reflexiones que anteceden, apenas se concibe ciertamente que el racionalismo contemporáneo lance todavía contra el cristianismo y la Iglesia de Cristo la acusación de [15] impedir el movimiento económico de la sociedad y la prosperidad pública de los pueblos a su influencia sometidos, y, lo que es más aun, bastado poner obstáculos a la constitución moral y regeneradora de la familia, considerada como base y elemento fundamental del organismo social y económico. Fíjese la atención en el pasaje que a continuación vamos a transcribir, y se verá una vez mas que el racionalismo de nuestros días, ni ha renunciado a sus preocupaciones y a su odio tenaz contra el cristianismo, ni menos a la práctica, ya histórica, de reproducir contra este los mismos argumentos que desde los antiguos maniqueos y gnósticos hasta los enciclopedistas del pasado siglo, desde Celso hasta Voltaire, vienen alegándose, siquiera hayan llegado a ser lugares comunes, y siquiera hayan sido cien veces contestados victoriosamente por los apologistas cristianos. Pero oigamos ya al representante del racionalismo, a quien hemos aludido, el cual después de asentar, sin aducir pruebas, según costumbre, que «todos los países civilizados, excepto aquellos en donde domina el catolicismo, el acusado y el condenado obtienen garantías de publicidad, imparcialidad y humanidad, añade: «La familia, embrión de una sociedad perfecta en la que todos los miembros están unidos por los lazos del amor, la familia os contará sus dolores y sus miserias en presencia de un clero ha roto toda relación con ella, y que sólo ve en el matrimonio una condición inferior al celibato. La [16] división existe en el seno de la misma por la influencia de las predicaciones y del confesonario. La Iglesia separa lo que debía estar unido, el marido y la mujer, los padres y los hijos, los amos y los criados, y mantiene unido, por medio de la prohibición del divorcio, lo que debía estar separado...

La prosperidad de las familias hace la prosperidad social. La Iglesia romana es tan indiferente a la una como a la otra. Sus intereses, dice, no son de este mundo. En efecto: la historia de la Economía política hace constar cuál fue su influencia sobre el trabajo, sobre la organización de la propiedad, sobre el desarrollo de la riqueza pública: el paralelo de los pueblos católicos y de los protestantes bajo el punto de vista del bienestar, no está de ningún modo en favor de Roma, sobre todo en los días de su esplendor. El contraste no puede ser mas lastimoso para la Bélgica bajo Felipe II: lo es todavía para Irlanda, para España, para Italia y para Méjico: la miseria aumenta por todas partes en proporción de la dominación clerical. El diezmo, la mano muerta, los conventos y los monasterios, son instituciones católicas o episcopales condenadas por la ciencia. El desarrollo económico de los tiempos modernos favorecido por los establecimientos de crédito es extraño a la influencia de la Iglesia y la excluye.» {(1) Tiberghien, Etudes sur la Religion, pág. 12.}. [17]

No se sabe ciertamente qué admirar más en este pasaje, si el cúmulo de errores y de apreciaciones inexactas en él contenidas, o si la imperturbable seguridad del autor al lanzar tan graves acusaciones sin mas prueba que su sola palabra. Se ha dicho en nuestro siglo que de cuarenta años a esta parte, la historia es una conjuración permanente contra la verdad, y Montesquieu había generalizado y hasta exagerado tal vez de antemano este pensamiento cuando escribió que «las historias son hechos falsos arreglados sobre hechos verdaderos o con ocasión de hechos verdaderos.» Sólo así se comprende que en pleno siglo XIX se haga responsable al clero católico de las miserias y dolores del matrimonio, de la división que reina en las familias. No, el clero católico, como representante legitimo de las leyes, ideas e instituciones del cristianismo y de la Iglesia, lejos de ser responsable, ni menos causa determinante de las miserias y dolores del matrimonio, contribuye eficazmente a atenuar esas miserias y dulcificar esos dolores, predicando y ensalzando el honor, el profundo respeto, la aureola de santidad y la alta misión que al matrimonio cristiano y a la familia se deben, y por otra parte derramando el bálsamo de la resignación y de la paciencia, de los consuelos y esperanzas cristianas sobre los dolores y sufrimientos de la familia. Todavía es mas extraña la afirmación de que las predicaciones y el confesonario católico son los que producen [18] la división en las familias. Tanto valdría decir que el ciudadano honrado que defiende su familia y sus bienes contra las agresiones del ladrón, produce la perturbación en la familia de este, y que perjudica sus derechos. ¿Es por ventura que el catolicismo no se hallaba en legitima posesión por espacio de diez y seis siglos en orden a dirigir, moralizar y santificar el matrimonio y la familia en las naciones de Europa? ¿Es el catolicismo el que ha introducido el cisma y la división en las familias, o son más bien el protestante, el racionalista y el solidario los que de tres siglos a esta parte, vienen perturbando la familia y sembrando la división y el antagonismo entre sus miembros?

¿Y qué pensar de la otra acusación por Tiberghien lanzada contra la Iglesia católica a causa y con motivo de la prohibición del divorcio? Suponiendo desde luego que este escritor alude, no al divorcio simple , a la separación quoad thorum et habitationem, divorcio permitido por la Iglesia en muchos casos, sino al divorcio que lleva consigo la disolución perfecta del matrimonio y la facultad para contraer otro nuevo, única especie de divorcio que prohibe la Iglesia, ¿ha reflexionado el racionalista belga sobre el fallo severo que por parte de la historia, de la razón y de la ciencia social merece su tesis? Porque ello es incontestable que la historia nos demuestra en cada una de sus páginas, que la indisolubilidad del matrimonio es origen fecundo de bien para el Estado y la familia; [19] que la inmoralidad pública y privada de una nación se halla en razón directa de la facilidad y frecuencia del divorcio; que la prohibición de este o la proclamación y práctica de la indisolubilidad del matrimonio, fue uno de los valladares más poderosos que el cristianismo opuso al torrente devastador de la corrupción y decadencia espantosa del pueblo romano, a la vez que un elemento importantísimo, un principio fecundo y vital de la nueva civilización europea por la Iglesia iniciada y desarrollada.

Que si del terreno de la historia pasamos al terreno de la razón y de la ciencia, nos dirán estas que la prohibición del divorcio es uno de los fundamentos más sólidos del bienestar material y moral de las naciones, uno de los factores más importantes y fecundos de las costumbres privadas y públicas; y es que cuando existe la indisolubilidad del matrimonio, este reviste un carácter más augusto y sagrado a los ojos de los pueblos y del individuo; madura reflexión acompaña a un contrato cuyos vínculos y consecuencias se sabe que durarán hasta la muerte; los hijos pueden prometerse con toda seguridad que no les faltarán los cuidados y las afecciones de sus padres; los contrayentes se hallan predispuestos, y hasta se ven obligados a atenuar y dulcificar por medio de concesiones recíprocas, los inconvenientes que resultan de las cargas anejas al matrimonio, y de la oposición de caracteres e inclinaciones. Añádase a esto que el divorcio [20] facilita, ensancha y multiplica los caminos y las fuerzas que para realizar el mal posee ya el hombre en la inconstancia y seducción de sus pasiones; que la ley del divorcio es una ley brutal del fuerte contra el débil, porque la mujer rara vez conserva toda su dignidad al someterse a una ley cuya práctica y consecuencias no están en armonía con el respeto y consideraciones que le son debidas. La atmósfera delicada y pura, la corona de gloria y dignidad que la Iglesia católica había formado a la mujer de la civilización cristiana, difícilmente pueden conservar su brillo y esplendor en presencia de una ley que, al permitir y legalizar el divorcio, permite y legaliza una forma más o menos restrictiva, más o menos atenuada y encubierta, pero siempre real y legal de la poligamia.

Luego no es la Iglesia de Cristo, no es la Iglesia católica la que mantiene unido lo que debe estar separado, si no que por el contrario, es el racionalismo el que pretende separar lo que debe estar unido. Arrastrado por sus aficiones sensualistas, y más todavía por sus odios y prevenciones contra la Iglesia, el racionalismo aboga en favor del divorcio, sin reparar que al abogar por la disolubilidad del matrimonio, echa por tierra valladar importantísimo contra la invasión de la inmoralidad, establece un principio de corrupción y de muerte, prepara la ruina de las costumbres, de la moral y de la civilización.

Si posible fuera desterrar completamente del corazón [21] y de la atmósfera que rodea a las naciones civilizadas, toda idea cristiana y toda influencia del principio católico, y al propio tiempo alguna de esas naciones, la nación más civilizada de Europa proclamara la ley del divorcio destruyendo la perpetuidad de la unión conyugal, no pasarían muchos años sin que esa nación ofreciera a los ojos del observador espectáculo muy parecido al que presentaba la sociedad romana durante el imperio y los últimos tiempos de la república. A ser posible semejante eliminación completa de toda idea e influencia cristiana, veríase pronto a esa nación decaer rápidamente, y precipitarse y descender hasta últimas gradas del vicio. Y aparecerían de nuevo aquellos hombres que, según el testimonio del rígido Catón, traficaban con el matrimonio y comerciaban con sus mujeres, para elevarse a los altos puestos y dignidades; y aparecerían los más elevados patricios, los jefes de la república, contrayendo a vista del pueblo cuatro o cinco matrimonios, disueltos sucesivamente por causas fútiles; y aparecería hasta el gran Pompeyo repudiando a su esposa encinta, sin más causa que el ser nieta de Sila, para casarse en seguida con la hija de Glabrion, repudiada después para contraer nueva unión con Julia, hija de César, la cual fue repudiada y sustituida a su vez por otra perteneciente a la familia de Escipión. Y aparecerían también aquellas matronas romanas que contaban el número de sus maridos por el de los consulados, cuyo lujo y molicie era [22] preciso sostener a costa de las rapiñas y exacciones de sus amantes y maridos los procónsules y pretores, de cuyos vicios y espantables abominaciones hallamos testimonio auténtico en los escritos de Marcial, de Ovidio, de Juvenal y Persio, vicios y abominaciones cuya extensión y profundidad se descubren acaso más todavía por las sombrías descripciones de Tácito , y por las intencionadas indicaciones de Suetonio. Para convencerse de que el divorcio siempre ha sido rechazado por el instinto moral de la humanidad, bastaría tener presente que los mismos romanos del imperio, en medio y a pesar de su espantosa decadencia y universal corrupción, consideraban la unidad de matrimonio como un rasgo característico de virtud y de gloria, según se desprende de la siguiente inscripción que adornaba con frecuencia el túmulo de las mujeres que se hallaban en este caso: Conjugi piae, inclytae, univirae.

Si fijamos ahora la atención sobre el contenido restante del pasaje que venimos examinando, veremos que las apreciaciones y afirmaciones en el mismo contenidas, son tan inexactas como las hasta aquí examinadas. Y ante todo, bueno será consignar que las reflexiones y datos que se acaban de aducir en orden a la influencia eficaz y moralizadora ejercida por la Iglesia católica sobre el matrimonio, la mujer y la familia, demuestran claramente que el racionalismo se pone en contradicción con la historia y con la ciencia [23] social, al afirmar por boca de Tiberghien, que la Iglesia romana es tan indiferente a la prosperidad de las familias como a la prosperidad social. «En efecto, añade el racionalista krausiano, la historia de la economía hace constar cuál fue su influencia sobre el trabajo, sobre la organización de la propiedad , sobre el desarrollo de la riqueza pública.»

Así es en verdad: la historia de la Economía política, basada sobre la observación concienzuda de los hechos; la historia que no ha querido convertirse en una conjuración contra la verdad, solicitada a ello por la preocupación racionalista, sino la que marcha a su objeto bajo las inspiraciones de severa imparcialidad, hace constar que la Iglesia católica, a pesar de no ser esta su misión característica y propia, ejerció no obstante poderosa cuanto benéfica influencia sobre el trabajo, la propiedad y la riqueza pública, por medio de sus leyes, de su doctrina, de sus máximas y de sus instituciones. Porque fueron esas máximas, leyes e instituciones las que rompieron la cadena del esclavo, y las que fomentaron los municipios, y las que hicieron propietario al siervo de la gleba, y las que aboliendo en unas partes y transformando en otras la esclavitud, comunicaron dignidad e independencia, libertad y fecundidad al trabajo, aumento de la riqueza pública como consecuencia natural de la libertad del trabajo, difusión del bienestar moral y material entre las clases sociales. Fueron también esas máximas, leyes e [24] instituciones, las que dieron base incontrastable y sagrada al derecho de propiedad, las que inspiraron esa serie innumerable de asociaciones, desde la que proteje al peregrino y redime al cautivo, hasta las corporaciones de artes y oficios, asociaciones diferentes sí unas de otras por parte de su organismo, de sus elementos y de su objeto especial, pero convergentes todas al mejoramiento, alivio y bienestar de las clases todas de la sociedad, pero principalmente de las más desvalidas y menesterosas. Fueron igualmente esas máximas, leyes e instituciones las que inspiraron a los antiguos monjes y pusieron en movimiento su brazo cuando desmontaban las selvas, secaban los pantanos, construían puentes y caminos, cultivaban los campos, explotaban las minas, ejercían las artes manuales y liberales, y se constituían en centros de poblaciones numerosas a las que educaban para el cielo y para la tierra, inspirándoles, por una parte, hábitos de moralidad y de religión, y aficionándolos por otra, al ejercicio de las artes, de la industria y de la agricultura, inspirándoles a la vez hábitos de previsión y de trabajo. Fueron, finalmente, esas máximas, leyes e instituciones las que por todos estos medios y otros análogos provocaban y mantenían en las antiguas naciones cristianas aquella profunda paz interior de que generalmente disfrutaban, armonizando en lo posible los opuestos intereses de las clases sociales, y conteniendo el desarrollo y manifestaciones perturbadoras [25] de ese sempiterno antagonismo social que amenaza hoy hasta la existencia misma de las naciones civilizadas.

He aquí, en resumen, lo que la historia universal, y la particular de la Economía política, hacen constar acerca de la influencia de la Iglesia de Cristo sobre el trabajo, la propiedad, la riqueza pública de las naciones y su civilización.

Hemos dicho antes que al lanzar contra la Iglesia católica las graves acusaciones que acabamos de discutir y refutar, el krausista belga no aducía pruebas en su favor, y ahora debemos añadir que esto no es completamente exacto, en atención a que nuestro racionalista apoya sus acusaciones con las siguientes pruebas: 1ª la Iglesia misma dice que su reino no es de este mundo: 2ª el paralelo entre los pueblos católicos y protestantes revela la superioridad de los segundos sobre los primeros bajo el punto de vista del bienestar, siendo testigos de esto la Bélgica bajo Felipe II, y en la actualidad la Irlanda, la Italia, la España y Méjico. No sabemos por qué se ha hecho caso omiso de la Francia en esta enumeración; pues suponemos que Tiberghien no contará a la Francia entre los pueblos protestantes. Pero dejando a un lado esta omisión, casual sin duda e insignificante, en concepto del profesor de Bruselas, pero que da derecho a sospechar de su buena fe en esta discusión, nos limitaremos a exponer brevemente, porque otra cosa no [26] permite la índole de este escrito, las siguientes observaciones, que revelan el valor de las pruebas por nuestro escritor aducidas.

lª Es contrario a toda regla de crítica y a todo precepto de lógica, pretender probar la afirmación expresada estableciendo parangón entre la Bélgica actual y la Bélgica de Felipe II. ¿Es por ventura que tres siglos de civilización, de descubrimientos en las ciencias físicas, exactas y naturales, de progresos y aplicaciones en las artes y la industria, pueden pasar en vano sobre los hombres y los pueblos? ¿Es por ventura que la Alemania y la Inglaterra no ofrecen hoy contraste y progresos, bajo el punto de vista del bienestar material, con relación a lo que fueron en tiempo de Felipe II a pesar de ser entonces ya protestantes? El argumento, pues, del racionalista belga es un verdadero sofisma, que revela, o preocupación, ya que no sea mala fe por parte del que le aduce, o la debilidad de una causa que a tales argumentos recurre, una cosa análoga puede decirse con respecto a la Irlanda, puesto que nadie puede desconocer que su pobreza relativa es debida a causas excepcionales y múltiples, algunas de las cuales subsisten hoy todavía.

2ª Dado caso que existiera esa inferioridad relativa de las naciones católicas bajo el punto de vista del bienestar material, para que el argumento tuviera el valor que se le atribuye sería necesario probar que esa inferioridad relativa y concreta no se hallaba [27] contrapesada por ventajas de otro orden, y especialmente por una superioridad relativa de las mismas bajo el punto de vista moral y religioso.

3ª Más todavía: hipotéticamente admitida la inferioridad material de esas naciones, seria preciso demostrar que la causa real de la misma es la Iglesia católica, o sea la dominación clerical, como dice nuestro krausista, sin que proceder pudiera esa inferioridad de otras causas, como por ejemplo, de las vicisitudes históricas, de las revoluciones políticas, del carácter y genio especial, de los hábitos y costumbres, de las condiciones fisiológicas y geográficas, con otras muchas causas y condiciones capaces de influir en la determinación, curso, caracteres especiales y manifestaciones de la civilización de un pueblo.

4ª Concretándonos ahora a nuestra patria y sus antiguas colonias, afirmaremos sin temor de ser desmentidos, que a mediados del siglo pasado, por ejemplo, cuando, no la dominación, sino la influencia clerical era mayor que la actual en España y Méjico, estos países disfrutaban de una prosperidad material superior a la que disfrutan, actualmente, si de esta se excluye la parte inevitable que corresponde al progreso, desarrollo y descubrimientos realizados durante este período en las artes, la industria y el comercio, a pesar de que hoy ha desaparecido esa pretendida dominación clerical. Hay más todavía: el estado de España y de Méjico, bajo el punto de vista de la [28] prosperidad material, es hoy muy inferior, sin duda, al que tenían en 1857, es decir, cuando Tiberghien estampaba su paralelo y sus argumentos en sus Etudes sur la Religion; y, sin embargo, nadie nos negará que en las dos naciones, y determinadamente en España, la dominación clerical es hoy nula en comparación de la que en 1857 ejercía. Esto quiere decir que si el argumento del racionalista belga no fuera un sofisma, o tuviera valor real y lógico, sería preciso inferir de él que la prosperidad, aun material, de los pueblos, decrece y mengua a proporción que decrece y mengua lo que el racionalismo llama dominación clerical. Aquí podemos decir a Tiberghien lo que Jesucristo dijo al siervo infiel: Ex ore tuo te judico.

5ª La superioridad que se atribuye a las naciones protestantes sobre las católicas, es más aparente que real, en atención a que esa superioridad y bienestar material se hallan circunscritos a ciertas clases relativamente poco numerosas, al paso que las más numerosas se hallan sumidas en la más profunda degradación moral y material. Porque sabido es que son precisamente esas naciones a que se alude, las que nos presentan esas grandes aglomeraciones de obreros e industriales en que la miseria física y la moral desgarra y llena de angustia el corazón del observador. Las mujeres, obligadas a pasar la vida fuera del hogar doméstico; los niños, sepultados en las fábricas antes de conocer el nombre de Dios y la santidad de la [29] familia; los padres, gastando en un día de orgía el salario de la semana; el uso de los narcóticos y de las bebidas espirituosas para reparar la fatiga y olvidar los peligros y cuidados de la familia y del porvenir, producen y determinan en los primeros los hábitos de independencia y de promiscuidad, tan perniciosos para el orden moral y material, y en los segundos la imprevisión, la muerte anticipada, el abandono de la familia, la miseria y la desesperación en la enfermedad. Estamos por lo tanto en el derecho de negar el valor de ese argumento, mientras no se nos pruebe que la superioridad que se atribuye a los pueblos indicados, bajo el punto de vista del bienestar, se refiere a todas o a la mayor parte de las clases sociales, y no a algunas solamente, que se trata de una prosperidad o bienestar superior, no solo en intensidad, sino también en extensión. En todo caso, conviene no perder de vista que esta clase de argumentos que tienen por base el parangón o paralelo entre manifestaciones y efectos que pueden traer su origen de causas múltiples, complejas y muy diferentes entre sí, carecen de valor lógico, y se vuelven fácilmente contra producentem. Discutiendo en cierta ocasión con un católico un ministro protestaste, quiso servirse de este manoseado argumento, alegando la prosperidad y riqueza de los protestantes, como señal y prueba de la excelencia y superioridad de la religión protestante sobre la católica. «Cuidado; —le dijo entonces un racionalista que [30] presenciaba la la discusión,— si vuestra religión es mejor que la de los católicos porque los que la practican son más ricos, será necesario decir que la religión de los judíos es mejor que la vuestra, en atención a que generalmente los judíos son más ricos que los protestantes.» Este racionalista tenía mejor sentido lógico que el autor de los Etudes sur la Religión.

Nada hemos dicho, ni creemos necesario decir, sobre la primera razón alegada por Tiberghien de Iglesia sobre bienestar de la sociedad. solamente inexacto, soberanamente negar existencia influencia, porque la Iglesia dice que su reino no es de este mundo. Ciertamente, que la Iglesia dice, y dice con razón, que su reino no es de este mundo, en el sentido y porque el objeto principal y preferente de su institución, la misión más importante que su divino Fundador le confió, no fue la felicidad y bienestar de la vida presente, sino la felicidad y bienestar de la vida eterna futura. Empero esto de ninguna manera impide que, según queda ya indicado y probado, afirme, fomente y consolide la prosperidad pública y privada, la felicidad moral y material del individuo, de la familia y del Estado, por medio de su doctrina, de sus ejemplos, de sus máximas, de sus leyes y de sus instituciones; no sin razón se ha dicho que la religión cristiana que parece destinada solamente a procurar al hombre su felicidad eterna, le [31] procura también la temporal de la vida presente. ¡Cosa notable y por demás peregrina! Cuando se trata de apreciar y determinar la influencia de la Iglesia en la familia y la sociedad bajo el punto de vista económico, se afirma que esta influencia es nula, porque su reino no es de este mundo. Cuando se trata después de desterrar de la familia y de la sociedad su legítima influencia, negándole el agua y el fuego, entonces se alega también como razón y prueba que su reino no es de este mundo, y que, por consiguiente, no debe permitírsele influencia ni intervención alguna en la familia, ni en el estado, ni en la legislación, ni en la enseñanza. ¿Por qué estos dos pesos y estas dos medidas? ¿No indica este proceder que en los ataques del racionalismo contra la Iglesia católica, se descubre y revela una obra de la pasión más bien que una obra de la ciencia?

¿Y qué deberemos pensar en vista de los datos y reflexiones que preceden, de las últimas palabras del profesor de Bruselas en el pasaje citado? «El desarrollo económico, nos dice, de los tiempos modernos, favorecido por los establecimientos de crédito, es extraño a la influencia de la Iglesia y la excluye.»

De desear sería que al escribir estas palabras el autor de los Estudios sobre la Religion, hubiera apuntado, al menos, las razones en que se apoya para asentar que los establecimientos de crédito excluyen la influencia de la Iglesia. Nosotros creemos, por el [32] contrario, y seguiremos creyendo, que semejantes establecimientos son perfectamente compatibles con la influencia general de la Iglesia en el movimiento económico de las sociedades cristianas, mientras no se nos presente alguna ley eclesiástica en que se condenen estos establecimientos de crédito. La aserción sería más tolerable, aunque no del todo exacta, si su autor se limitara a decir que esta clase de establecimientos prescinden, por lo general, de la influencia de la Iglesia.

Por lo demás, es ocurrencia propia y digna de un racionalista, formular un cargo contra la Iglesia católica porque es extraña a los establecimientos de crédito, o sea porque no influye directamente en el desarrollo de estos establecimientos. Supongamos que la Iglesia católica, desentendiéndose o descuidando los intereses espirituales y eternos de las almas, se dedicara a fundar, propagar y desarrollar establecimientos de crédito: es bien seguro que de todos los puntos del horizonte se levantaría terrible clamoreo por parte de los racionalistas para condenar a la Iglesia de Cristo, acusándola de prostituirse al lucro y las riquezas, de invadir las atribuciones del poder temporal, de faltar, en fin, a su misión divina y eterna. ¿Qué significan, pues, esas palabras del racionalista belga, cuando dice que el desarrollo de los establecimientos de crédito es extraño a la influencia de la Iglesia? A juzgar por este pasaje, seria necesario decir que cuando santo Tomás [33] escribía la suma Teológica, hubiera obrado más en armonía con el objeto del Evangelio y con la misión propia de la Iglesia católica, escribiendo el Ensayó de Malthus, o las Contradicciones económicas de Proudhon. Cualquiera diría que, en sentir del racionalismo, la Iglesia de Cristo, en vez de procurar la santificación de las almas, en vez de encargar a sus misioneros que lleven la luz de la fe y los beneficios de la civilización a regiones desconocidas y a naciones salvajes, en vez de promulgar leyes encaminadas a conservar la pureza de la religión y de la moral, en vez de fundar y fomentar instituciones de caridad y beneficencia, debería emplear su actividad y sus fuerzas en escribir tratados y en promulgar leyes y reglamentos sobre la invención y uso de las máquinas, sobre el libre cambio, sobre los sistemas de impuestos y contribuciones, sobre bancos, sobre la balanza de comercio, etc., etc. Pero ya es tiempo de poner término a esta discusión incidental, para proseguir nuestro camino. [34]

{Texto tomado directamente de Zeferino González, Estudios religiosos, filosóficos, científicos y sociales, Tomo segundo, Imprenta de Policarpo López, Madrid 1873, páginas 1-121. Transcribimos la Advertencia que figura al inicio de este volumen: «Advertencia. El artículo que lleva por epígrafe La Economía política y el Cristianismo, aunque escrito en Manila en el año que indica su fecha [1862], ha sido refundido y considerablemente añadido para su publicación en estos Estudios.»}

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