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Zeferino González 1831-1894

Zeferino González
La Economía política y el Cristianismo
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III

Antes de exponer sus ideas sobre Economía política, Smith había publicado la Teoría de los sentimientos morales, obra en que el publicista de Kirkaldy pretende cimentar y levantar todo el edificio de la ciencia moral sobre la estrecha base de la simpatía, eliminando, por consiguiente, de la idea de la virtud, el esfuerzo, el sacrificio y la energía de la voluntad. Esto nos explica en parte las tendencias materialistas y el espíritu egoísta que se descubren en su sistema económico-político: la Teoría de los sentimientos morales llama naturalmente, y se halla en armonía con las teorías desenvueltas en las Investigaciones sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones. Si se añade a esto que Smith, lo mismo que Say, principal propagador de sus doctrinas económicas en el continente, vivieron, conversaron y estuvieron en intimas relaciones con los filósofos sensualistas e irreligiosos del pasado siglo, no será difícil darse razón del espíritu que domina en su sistema económico-político. [35]

Ello es cierto, sin embargo, que nadie menos que Smith debiera haber prescindido de la idea cristiana, al exponer sus teorías de Economía política. Puede decirse que todo el sistema económico-político del profesor de Edimburgo se halla basado sobre la teoría del trabajo y su división: esta es la idea fundamental y dominante en su doctrina; es como la teoría madre, a la cual se refieren y subordinan de una manera más o menos directa todas sus ideas sobre esta materia.

Pues bien; si Smith hubiera reflexionado sobre este punto con espíritu imparcial y despreocupado, hubiera reconocido sin duda que el cristianismo es el que ha desarrollado y multiplicado en las sociedades modernas el poder del trabajo, porque el cristianismo, y sólo el cristianismo, es el que ha restituido al hombre la propiedad del trabajo.

Recuérdese sino, lo que era la humanidad antes del cristianismo; recuérdense aquellas manadas de esclavos que marchaban envilecidas en pos de los patricios romanos; recuérdese que Atenas, la ciudad más civilizada, tal vez, de la antigüedad, contaba en tiempo de Demetrio Falerio cuatrocientos mil esclavos para poco más de veinte mil ciudadanos; y se verá que el cristianismo, al proclamar la libertad del hombre, restituyó a las tres cuartas partes del linaje humano la propiedad de su trabajo, y con ella, un elemento el más poderoso para la producción y multiplicación de la riqueza. Pero escuchemos sobre este punto la voz [36] tan autorizada como elocuente del P. Lacordaire; he aquí cómo se expresa el célebre orador de Nuestra Señora de París, al exponer el tránsito operado en la humanidad por la acción del cristianismo, bajo el punto de vista de la propiedad del trabajo:

«El rico se había degradado a sí mismo, había degradado al pobre, y nada común existía entre estos dos miembros vivos, pero podridos, de la humanidad. El rico ni siquiera sospechaba que debiese algo al pobre. Le había arrebatado todo derecho, toda dignidad, todo respeto de si mismo, toda esperanza, todo recuerdo de origen común y de fraternidad. Nadie pensaba en la instrucción del pobre, nadie en sus dolencias, nadie en su suerte. El pobre vivía entre la crueldad de su señor, la indiferencia de todos y su propio desprecio. En este estado le encontró Jesucristo. Veamos qué hizo de él.

»Hay una propiedad inseparable del hombre, una propiedad que él no podría enajenar sin dejar de ser hombre, y cuya enajenación jamás debe ser aceptada por la sociedad: tal es la propiedad del trabajo. Sí, señores; podéis no llegar al dominio de la tierra; la tierra es pequeña, hállase habitada hace muchos siglos, habéis llegado tarde, y para conquistar una sola partícula necesitaréis, tal vez, sesenta años de la vida más laboriosa. Es verdad; pero también, y por contrapeso, os quedará siempre la propiedad del trabajo; jamás seréis desheredados de ella, y ni aun el poseedor de la [37] tierra podrá, sin vuestra concurrencia, obtener del suelo que es suyo, la obediencia de la fecundidad. Vuestro trabajo, si no es el cetro, será por lo menos la mitad de este cetro, y por esta equitativa distribución, dependerá la riqueza de la pobreza, tanto como esta de la riqueza. La transición de una a otra será frecuente, la suerte de las dos será auxiliarse y engendrarse recíprocamente.

»Tal es el orden hoy día; pero ¿era este el orden antes del Evangelio? Ya sabéis que no, señores; sabéis que la esclavitud era la condición general del pobre; es decir, que privado este del dominio general de la tierra, se le había despojado también de todo derecho a su propio trabajo. El rico había dicho al pobre: «Yo soy dueño del suelo; es necesario que lo sea de tu trabajo, sin el cual no produciría nada la tierra. El suelo y el trabajo no forman más que una cosa. Yo no quiero trabajar, porque esto me fatiga; y no quiero tratar contigo, porque esto seria reconocerte igual a mí y cederte una parte de mi propiedad en cambio de tus sudores. Yo no quiero necesitar de ti, yo no quiero reconocer que necesito un hombre para calzarme los pies y para no ir desnudo; tú serás, pues, mío; tú serás cosa de mi pertenencia, lo mismo que la tierra, y en cuanto me convenga, tendré cuidado de que no te mueras de hambre...» Pues bien; Jesucristo ha hecho al hombre propietario de su trabajo para siempre; ha hecho al pobre necesario al rico, partiendo con él [38] la libertad y las fuentes de la vida. Ninguna tierra ha florecido tanto como bajo la mano del pobre y del rico unidos con un convenio y estipulando por su alianza la fecundidad de la naturaleza.»

Si el trabajo es, pues, el gran productor de las riquezas; si el trabajo es el elemento más poderoso y una de las condiciones más esenciales que han influido e influyen en la producción y desarrollo de la riqueza de las naciones modernas; si el trabajo, en fin, es el punto culminante de la Economía política y como la base fundamental de sus teorías y afirmaciones; bien puede decirse que esta ciencia no puede librarse de la nota de ingratitud e inconsecuencia, al prescindir del cristianismo y al renegar de sus máximas. Debiera no olvidar que el cristianismo, al traer al mundo el inestimable don de la propiedad del trabajo, no solo restituyó sus derechos a la humanidad, sino que hizo posibles hasta cierto punto las condiciones de existencia y perfección de la Economía política, introduciendo en el mundo con la propiedad del trabajo un gran poder de producción, el elemento más poderoso de la riqueza de las naciones y de la difusión del bienestar de los individuos. Porque los hombres de la ciencia saben bien cuánta es la diferencia que existe, relativamente a la producción, entre el trabajo del esclavo y el trabajo del hombre libre. Ni es de extrañar, antes sí es muy natural, esta diferencia. El esclavo, oprimido, mal alimentado y envilecido, sabe que sólo trabaja [39] para saciar la codicia de su amo, y que si este le arroja un pedazo de pan, es sólo porque sin este no podría aprovecharse de su trabajo. De aquí es que el esclavo ni desea ni procura el bien de su amo y se halla más bien dispuesto a complacerse en sus desgracias, al paso que el operario libre desea y se interesa en el acrecentamiento de producción y en la prosperidad del establecimiento en que trabaja.

La razón y la experiencia demuestran también que la alegría y la esperanza robustecen las fuerzas del trabajador, haciéndole menos sensibles sus fatigas. Pero estas afecciones sólo pueden tener lugar en el corazón del operario libre, que sabe que trabaja para sí, y que espera el fruto de sus duras faenas. El esclavo, que sabe que sólo trabaja para otro, y que no ve en sus fatigas la esperanza de mejorar su suerte, no puede experimentar estas reparadoras afecciones.

Que si de la cantidad de la producción pasamos a su calidad, no se presentan menos palpables las ventajas de la propiedad del trabajo. El hombre libre puede discurrir, puede adquirir una instrucción más o menos extensa; el esclavo, encorvado siempre bajo el látigo del amo, que se halla interesado hasta cierto punto en su embrutecimiento, puede decirse que no piensa y carece, por consiguiente, de las condiciones físicas y morales necesarias para llegar a la instrucción e inteligencia, que son las que pueden determinar la superioridad en la calidad de los productos. [40]

He aquí por qué hemos dicho que la Economía política se muestra muy ingrata e inconsecuente cuando prescinde de las máximas de Jesucristo y del cristianismo, al exponer sus leyes, sus doctrinas y sus teorías. Cuando Jesucristo moría por todos los hombres indistintamente; cuando decía a todos los hombres, en la persona de sus discípulos: Os doy un mandamiento nuevo; que os améis unos a otros como yo os he amado; cuando decía por boca de san Pablo: Te ruego por mi Onésimo, a quien yo he engendrado en las prisiones... el que te he vuelto a enviar, no ya como esclavo, sino en vez de esclavo, como hermano muy amado, daba al mundo y a las naciones el germen más poderoso para la producción y desarrollo aun de las riquezas materiales, puesto que restituyendo al hombre su libertad, le restituía con ella y por ella la propiedad del trabajo, porque el esclavo es un ser que no tiene tierra ni trabajo propio.

No se nos oculta que todavía existen hombres que, a despecho de los testimonios irrefragables de la razón y de la historia, se empeñan en arrebatar al cristianismo esta gloria, la gloria inmarcesible de haber llevado a cabo la abolición de la esclavitud, de esa institución social que corroía y deshonraba a las naciones anteriores a Jesucristo. Sabemos muy bien que no faltan hombres en nuestros días, que arrastrados por el orgullo racionalista, no menos que por sus prevenciones injustificadas contra el cristianismo, atrévense [41] a negar que este, y que su fundador, Jesucristo, hayan hecho nada para la abolición de la esclavitud. «Oigamos, en prueba de ello, las palabras que escribe uno de los racionalistas contemporáneos que más se distingue por sus apasionados ataques contra la Iglesia católica. «El progreso se manifiesta en todas las fases de la vida humana. Pero el progreso social es el que principalmente hiere nuestra vista... Citamos solamente la esclavitud. El más profundo pensador de la antigüedad, Aristóteles, la consideraba como eterna. Jesucristo no soñó en abolirla, y, sin embargo, bajo la influencia de las razas germánicas, la esclavitud se transformó y acabó por desaparecer.» {(1) Laurent, La Philosophie du XVIII siècle et le Christianisme, pág. 70}.

Apenas se concibe que semejantes palabras se escriban seriamente en pleno siglo XIX; porque no se concibe ciertamente que en nuestros días se consignen afirmaciones que se hallan en contradicción absoluta con la conciencia general de la humanidad civilizada, y más todavía con los testimonios de la historia. Solo teniendo en cuenta la perniciosa cuanto poderosa influencia que ejercer pueden sobre el espíritu humano las pasiones y preocupaciones anticatólicas, se concibe la posibilidad de afirmar en absoluto y rotundamente que Jesucristo no pensó en abolir la esclavitud. ¿Qué hubieran hecho esas razas germánicas, a las que Mr. Laurent atribuye exclusivamente la abolición de [42] la esclavitud y advenimiento de las libertades civiles y políticas, qué hubieran hecho, repito, si no hubieran encontrado en su camino a la religión de Cristo? No cabe negar en buena y racional crítica histórica, no cabe siquiera poner en duda que fue esa religión santa, que fue la Iglesia católica, que fueron las máximas del evangelio las que reformaron, suavizaron y trasformaron los hábitos, los instintos, las costumbres y las instituciones de aquellas razas sometidas a la barbarie. ¿Qué seria hoy la civilización europea, si los germanos, y los godos, y los suevos, y los francos, y tantos otros pueblos, más o menos bárbaros, no hubieran sido fundidos, por decirlo así, y regenerados en el gran molde del cristianismo? Sin negar que las razas germánicas y sus afines aportaron elementos más o menos importantes a la moderna civilización, es incontestable, es a todas luces evidente, que el fondo y la esencia de la misma, que los elementos fundamentales y más fecundos de esa civilización que constituye la fuerza y la gloria de la Europa, pertenecen al cristianismo y son debidos al evangelio de Jesucristo; que no en vano o sin razón lleva el nombre glorioso y característico de civilización cristiana, según en otra parte {(1) Filosofía de la Historia, t. 1.} dejamos ya consignado.

Por lo demás, nos permitiremos rebatirlas afirmaciones [43] de Mr. Laurent, y contestar a sus palabras con las siguientes del citado P. Lacordaire, palabras que se apropian y cuadran perfectamente a nuestro racionalista y a su pensamiento capital en el pasaje arriba transcrito.

«¡Hombres ingratos, que renegáis de Jesucristo y que creéis meditar una obra más profunda que la suya! Vosotros sois bien felices en que la fuerza del evangelio prevalezca contra la vuestra. Cada hora de vuestra dignidad y de vuestra libertad es una hora que se os conserva a pesar vuestro, y que debéis a la potestad de Jesucristo. Si se bajase un día su cruz sobre el horizonte como un astro gastado, producirían infaliblemente de nuevo la servidumbre las mismas causas que la produjeron en otro tiempo; se reunirían en las mismas manos, por una invencible atracción, el dominio de la tierra y el dominio del trabajo, y la pobreza, sucumbiendo bajo la riqueza, presentaría al mundo atónito el espectáculo de una degradación de que no ha salido sino por un milagro siempre subsistente ante nuestros ojos.

Se os hace duro este milagro, y hasta preguntáis ingeniosamente en qué página del evangelio ha sido positivamente reprobada y abolida la esclavitud: ¡ah, Dios mío! en ninguna página, sino en todas a la vez. Jesucristo no dijo una sola palabra que no fuese una condenación de la esclavitud, y que no rompiese un anillo de las cadenas de la humanidad. Cuando se [44] llamaba Hijo del hombre, libertaba al hombre: cuando decía que se amase al prójimo como a sí mismo y libertaba al hombre : cuando elegía a pobres pescadores para apóstoles suyos, libertaba al hombre: cuando moría por todos indistintamente, libertaba al hombre.

Acostumbrados, como estáis, a las revoluciones legales y mecánicas pedís a Jesucristo el decreto con que ha cambiado el mundo; os admiráis de no encontrarlo en la historia, formulado casi en la forma siguiente: «Tal día, a tal hora, cuando el reloj de las Tullerias dé tantos golpes, no habrá ya esclavos en ninguna parte.» Estos son vuestros procedimientos modernos, pero observad también las desmentidas que les da el tiempo; y comprended que Dios, que no hace nada sin el libre concurso del hombre, usa en las revoluciones que prepara de un lenguaje más respetuoso para nosotros y más seguro en su eficacia. San Pablo, iniciado en los secretos de paciencia de la acción divina, escribía: Yo, como Pablo, viejo, y aun ahora prisionero de Jesucristo, te ruego por mi Onésimo, el que yo he engendrado en las prisiones... el mismo que te vuelvo a enviar, no ya como siervo, mas en vez de siervo, como hermano muy amado. {(1) Eptst. ad Philem, v. 9, 1O, 12 y 16.}

Así se ha hecho la restitución evangélica del [45] hombre; así se propaga y se conserva, por una sensible infusión de la justicia y de la caridad, que penetra el alma y la trasforma sin sacudimiento, y que hace que no sea jamás conocida la hora de la revolución. El mundo anterior a Jesucristo no ha sabido que la propiedad del trabajo era esencial al hombre: el mundo formado por Jesucristo lo ha sabido y lo ha practicado; he aquí todo.»

Así es como la palabra y el ejemplo del Salvador del mundo; así es como la palabra, y los ejemplos, y los hechos de sus apóstoles y discípulos, limaron sordamente las cadenas de la antigua esclavitud: así es también, como esas palabras, y esos ejemplos, y esos hechos, encarnándose en las instituciones, en las costumbres y en las leyes de la Iglesia de Cristo, acabaron por fundir los anillos todos de esa cadena que oprimía y deshonraba las antiguas civilizaciones. Y todo esto marchando siempre en el camino del bien, avanzando en la obra de la libertad a través de escollos, de resistencias y dificultades, sin retroceder jamás, pero sin producir tampoco conmociones violentas ni peligrosas revoluciones. Ya hemos dicho en otra parte, que la mayor gloria de Jesucristo y de su Iglesia en esta materia, consiste en haber llevado a cabo esta gran transformación social sin determinar los sacudimientos y perturbaciones desastrosas que suelen acompañar y deshonrar aquellas revoluciones que son la obra del hombre. Hay aquí una gran transformación, y [46] si se quiere, una gran revolución social, que se ha consumado sin que el hombre se apercibiera del día, ni de la hora de su consumación. Es esta la señal de las obras divinas; es el carácter que distingue, ennoblece y afirma las revoluciones que son la obra del dedo del Omnipotente.

Hay más todavía: el cristianismo y la Iglesia dieron pruebas de exquisita previsión y de prudencia consumada en esta obra de libertad, no solamente por haberla llevado acabo sin producir revoluciones desastrosas, sino también, y principalmente por haber comprendido que la abolición de la esclavitud debía comenzar por arriba, es decir, por la parte moral e intelectual del hombre. Antes de romper las cadenas materiales que aprisionaban al esclavo, era conveniente y hasta necesario romper, o por lo menos, aligerar sus cadenas morales: era preciso rehabilitar al que se hallaba profundamente envilecido a los ojos de la sociedad y hasta de sí mismo. Antes de restituir al hombre su libertad natural y civil, era necesario restituirle su personalidad, la conciencia de su propia dignidad. He aquí el camino que emprendió la Iglesia cristiana para realizar la abolición de la esclavitud: y he aquí también por qué esta empresa fue en el cristianismo y por medio del cristianismo, una empresa gigantesca, una gran revolución social, pero revolución pacífica a la vez que fecunda.

Escuchemos sobre esta materia la palabra autorizada [47] de un escritor de bella memoria en la historia de la caridad cristiana. «Sabemos, escribe el malogrado Ozanan, {(1) La Civilisalion au cinquième siécle, pág. 49.} lo que las leyes antiguas habían hecho del esclavo; pero no conocemos bastante lo que había llegado apenas a ser el esclavo en las costumbres, lo que había llegado a ser esta criatura humana, o mejor dicho, esta cosa de que acostumbraban servirse para saciar las pasiones más lúbricas, para ensayar los venenos, como hacia Cleopatra, o para alimentar las lampreas, como Asimo Polion. Mas la humanidad no perdió jamás sus derechos; y Séneca habíase atrevido, en alguna parte, a expresar la opinión temeraria de que los esclavos podían muy bien ser hombres como nosotros. Sin embargo, Séneca poseía veinte mil esclavos, y no vemos que su estoicismo le haya inducido a conceder la libertad a uno solo de ellos. Más todavía; este estoicismo se había introducido en los escritos de los jurisconsultos romanos; y a pesar de esto, ¿no vemos que se esfuerzan en impedir o disminuir el número de manumisiones, considerándolas a la vez como una cosa peligrosa para la seguridad pública?

Una mitad de la población romana estaba bajo la esclavitud, y en el esclavo el envilecimiento se extendía no solamente al cuerpo sino también al alma. Pasaba [48] efectivamente, en proverbio generalmente recibido, que aquellos a quienes Júpiter quita la libertad quita igualmente la mitad de la inteligencia...

El cristianismo encontró las cosas en este estado. Se le ha echado en cara el no haber proclamado inmediatamente la abolición de la esclavitud, sin reparar que tuvo dos razones para no verificarlo. En primer lugar, el cristianismo tiene horror a la violencia, detesta el derramamiento de sangre: he aquí por qué Aquel que murió esclavo en la cruz, no enseñó a la humanidad el camino de Espartaco. La segunda razón de este procedimiento del cristianismo es que el esclavo no era capaz de la libertad: antes de hacer de él un hombre libre, era necesario hacerle hombre, reconstituir en él la persona, despertar su apagada conciencia y ennoblecerle a sus propios ojos. Por este camino, en efecto, había comenzado Cristo, al tomar la forma de esclavo y subir a la cruz. A su ejemplo, todo hombre se convertía en esclavo voluntario, en el mero hecho de hacerse cristiano: Qui liber vocatus est, servus est Christi.

Todos aquellos que morían mártires morían esclavos verdadera y legalmente, serm paenae. Así es que desde los primeros días del cristianismo, la cadena del esclavo, bañada ya en la sangre del Calvario, fue purificada y hasta consagrada con la sangre del martirio: los esclavos mismos acudieron a disputar a sus amos el honor de morir por la inviolabilidad inmortal [49] de la conciencia. En aquellas bandas de mártires que se ofrecen al suplicio desde los primeros siglos, vemos siempre algunos esclavos para representar esta parte decaída y maldita de la humanidad...

Desde ese día, la conciencia queda restaurada, la persona ennoblecida y el esclavo no hará más que cumplir una servidumbre voluntaria. En adelante, el peligro para el esclavo no estará en despreciarse a si mismo, sino más bien en despreciar a su amo.»

Apenas se concibe, ciertamente, que se haya echado en cara al cristianismo no haber abolido completamente la esclavitud desde sus primeros días. Aparte de la imposibilidad material de realizar esto, y aparte también de las profundas perturbaciones sociales, políticas y hasta económicas que hubiera producido la abolición repentina y completa de semejante institución, era necesario, ante todo, comenzar por abolir la esclavitud en el orden moral, antes de aboliría en el orden material: era preciso dar principio a la grande obra de redención universal del esclavo, que en sus entrañas encerraba la doctrina de Jesucristo, por medio de la rehabilitación moral y religiosa del esclavo: antes de romper sus cadenas de hierro, preciso era romper y fundir las cadenas que aprisionaban su inteligencia, su corazón y su alma; era preciso restaurar su conciencia y su personalidad, rehabilitándole a sus propios ojos. Porque sabido es que en fuerza de la opinión pública, de las costumbres, de las leyes civiles y de [50] las máximas religiosas a la sazón dominantes, los mismos esclavos habían llegado a creer en su propia degradación, estando persuadidos de su inferioridad con respecto a los demás hombres, bien así como de su destino y condenación inevitable al envilecimiento y la servidumbre. De aquí aquella bajeza de sentimientos, aquellas pasiones innobles, aquella depravación de costumbres, aquella grosería de instintos, de acciones y de propósitos a que se entregaban generalmente, que los caracterizaban y distinguían de las personas libres. La sátira latina, y más todavía la escena, nos manifiestan abundantes pruebas de esto. Las producciones del liberto Terencio, pero sobre todo, y principalmente, las comedias de Plauto, que había arrastrado la cadena del esclavo, representan con colores demasiado vivos y enérgicas pinceladas, la degradación moral de los esclavos.

Esta es la razón por qué el cristianismo, por qué la Iglesia de Cristo, procediendo con su acostumbrada prudencia y sabiduría, se esforzó en restituir al esclavo la libertad moral, antes de restituirle la libertad civil; procuró romper las cadenas del alma antes de romper y fundir las cadenas del cuerpo. Por otra parte, el cristianismo sabía muy bien que la abolición de la esclavitud es y debía ser una consecuencia necesaria y espontánea de la rehabilitación moral, intelectual y religiosa del hombre en general, y del esclavo en particular, siquiera las pasiones e intereses bastardos [51] del hombre, hubieran de retardar la hora feliz de la completa abolición de la esclavitud sobre la tierra. Por eso vemos que los antiguos padres y doctores de la Iglesia, al paso que afirman y promueven con su palabra y con su ejemplo la redención y libertad de los esclavos, ensalzan por otra parte, y preconizan la libertad moral y religiosa del alma, como superior a la libertad del cuerpo. «Puesto que nuestro Redentor, escribía san Gregorio Magno, autor de toda la creación, ha querido tomar la carne del hombre para que el poder de su divinidad quebrantara la cadena de nuestra esclavitud (del pecado), y nos restituyera a la libertad primitiva (de la gracia), es obrar de una manera conforme a la salvación, tener piedad de aquellos que la naturaleza había hecho libres, que el derecho de gentes había reducido a esclavitud, y restituirlos, por medio del beneficio de la manumisión, a la libertad para la cual nacieron.» {(1) Apud. Decr. Grat., caus. 12, cuest. 2}. Estas mismas ideas y máximas se encuentran en otros lugares de sus obras, {(2) Véase Wallon, Histoire de l'esclavage, t. III.} lo mismo que en las de otros padres de la primitiva Iglesia. Así, por ejemplo, san Juan Crisóstomo que tronaba desde el palpito contra los ricos que se paseaban por calles y plazas acompañados de multitud de esclavos, y que para justificar su [52] conducta decían que los conservaban en su poder para que no pereciesen de hambre, mientras que por un lado reprobaba su conducta, diciéndoles que si obraban así por caridad debían enseñarles algún oficio y después darles libertad, por otro contestaba con razón a los que le preguntaban por qué el cristianismo no había libertado de un golpe a todos los esclavos: «Esto fue para enseñaros la excelencia de la libertad. Hay menos grandeza en suprimir la esclavitud, que en demostrar libertad hasta en las cadenas.» {(1) Homil. 19, in Epist. 1ª ad Corint.}

{Texto tomado directamente de Zeferino González, Estudios religiosos, filosóficos, científicos y sociales, Tomo segundo, Imprenta de Policarpo López, Madrid 1873, páginas 1-121. Transcribimos la Advertencia que figura al inicio de este volumen: «Advertencia. El artículo que lleva por epígrafe La Economía política y el Cristianismo, aunque escrito en Manila en el año que indica su fecha [1862], ha sido refundido y considerablemente añadido para su publicación en estos Estudios.»}

La Economía política y el Cristianismo
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