Zeferino González (1831-1894)
Obras del Cardenal González

Historia de la Filosofía
Tercer periodo de la filosofía griega

§ 97

La escuela epicúrea entre los romanos

Aunque no de grande importancia científica, fueron bastante numerosos los adeptos y partidarios de la doctrina epicúrea en Roma. Los nombres de Cacio y de Amafanio son los primeros que se presentan en la historia del epicureísmo romano, en la cual aparecen en seguida los nombres, ya más conocidos e importantes, de C. Casio, de Pomponio Ático, de Veleyo, y sobre todo de algunos de los principales poetas, entre los cuales sobresale Horacio, que con notable desenfado y no [406] menor franqueza se llama a sí mismo Epicuri de grege porcum.

Empero el representante más genuino, más autorizado y más completo de la escuela epicúrea entre los romanos, fue, a no dudarlo, el famoso

Lucrecio (Titus Lucretius Carus), que nació, según la opinión más probable, en el año 99 antes de la era cristiana, y murió cuando sólo contaba cuarenta y cuatro años de edad. Los histoiradores convienen generalmente en que se suicidó, y Eusebio de Cesárea lo afirma terminantemente, pues escribe en su Crónica, hablando de Lucrecio: Propria se manu interfecit, anno aetatis quadragesimo quarto.

Sea de esto lo que quiera, es indudable que en su famoso poema didáctico dirigido a Munnio, su amigo, y que lleva el título De rerum natura, Lucrecio expone, desenvuelve y acentúa en sentido materialista y ateo la doctrina de Epicuro, a quien desea seguir e imitar (te imitari aveo), tomándole por maestro y guía, apellidándole ornamento de la nación griega, y reconociendo en él al primero y más ilustre de los filósofos: E tenebris tantis tam clarum extollere lumen, qui primum potuisti... te sequor, oh grajae gentis decus.

Basta, en efecto, pasar la vista por el poema de Lucrecio, para convencerse de que es un verdadero comentario de la doctrina de Epicuro; pero un comentario escrito para desenvolver y consolidar la tesis ateísta y las demás conclusiones negativas de la escuela. Así vemos que, aunque el fundador de ésta había hablado de dioses y de su culto, para el poeta latino no hay más Dios ni más causa de los seres que la rerum natura creatrix, y que se complace en declarar cruda [407] guerra a los dioses y a toda religión {142}, gloriándose de haber conseguido poner a ésta bajo los pies (religio pedibus subjecta) y cantando victoria contra el cielo o la divinidad.

Aunque Lucrecio nos habla de ánimo o espíritu y de alma, enseña, sin embargo, que son verdaderos cuerpos (corporea natura, animum constare animamque), y lo mismo el primero –que no es más que una manifestación del alma– que la segunda, son una mera combinación de cuerpos pequeños, lisos y redondos: Constare necesse est corporibus parvis, et laevibus atque rotundis.

En armonía con esta concepción sobre el origen y naturaleza del alma, y marchando en pos de su maestro Epicuro, el poeta romano niega terminantemente la inmortalidad del alma, se burla de los vanos terrores que al vulgo de los hombres inspira la muerte, toda vez que, después de muerto, ningún dolor ni pena puede ya experimentar el hombre (tu quidem, ut es [408] letho sopitus, sic eris aevi. –Quod superest, cunctis privatus doloribus aegris), cuyo sentimiento por la muerte de sus allegados sólo puede y debe referirse a su ausencia o pérdida de la vida presente y de sus goces. En su calidad de materialista y ateo, no podía desconocer Lucrecio la importancia capital de la doctrina referente a la inmortalidad del alma, y de aquí es que dedica una gran parte del libro tercero de su poema a combatir y rechazar esta inmortalidad, atacándola en todos los terrenos y desde diferentes puntos de vista, incluso el mitológico.

El conocimiento o percepción de las cosas se verifica en el alma por medio de ciertas imágenes a manera de membranas sutiles (quasi membranae) que, saliendo de los cuerpos, se esparcen por la atmósfera (volitant ultro utroque per auras), a través de la cual llegan hasta los órganos de los sentidos, produciendo en el alma la representación y percepción de los objetos de los cuales se desprendieron y proceden aquellas imágenes corpóreas.

Lo mismo que los sectarios recientes del materialismo y del darwinismo, Lucrecio, después de explicar el origen del hombre por medio de combinaciones atómicas, procura explicar su desenvolvimiento en el orden natural o físico, no menos que sus propiedades morales, sus instituciones sociales, religiosas y políticas, y también el origen y desarrollo del lenguaje y de las artes, por medio de un proceso espontáneo de la naturaleza, que, después de ensayos y tanteos diferentes, produce series más y más perfectos, abandonando (Darwinismo) o dejando perecer los menos perfectos. El género humano, con todas sus manifestaciones, [409] representa un proceso indefinido, una cadena cuyo primer eslabón es el hombre rudimentario con cualidades puramente físicas: el hombre semi-bruto.

Excusado parece decir que para Lucrecio, los mismo que para su maestro Epicuro, los átomos o cuerpos simples, apellidados generalmente por Lucrecio principia, primordia rerum, son eternos e indestructibles, y que también es eterno su movimiento, e infinito el vacío en que se mueven.

Es digno de notarse que Lucrecio supone que el mundo actual debe perecer y disolverse andando el tiempo, y no lo es menos que, preludiando al moderno darwinismo, señala las imágenes y visiones que se perciben en sueños (in somnis quia multa et mira videbant efficere) como origen de las preocupaciones humanas acerca de la existencia de los dioses.


{142} Al principio mismo de su poema, y terminada apenas su invocación a Venus, escribe:

«Humana ante oculos faede cum vita jaceret
In terris, oppressa, gravi sub religione,
Quae caput a coeli regionibus ostendebat,
Horribili super aspectu mortalibus instans;
Primum Grajus homo mortales tollere contra
Est oculos ausus, primusque obsistere contra
Quem nec fama Deum, nec fulmina, nec minitanti
Murmure compressit coelum...
... ...
Quare religio, pedibus subjecta vicissim
Obteritur, nos exaequat victoria coelo.»

De rerum nat., lib.I.

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Zeferino González
historias de la filosofía

Historia de la Filosofía (2ª ed.)
1886, tomo 1, páginas 405-409