Filosofía en español 
Filosofía en español


Concepción Arenal

Juicio crítico de las obras de Feijoo

Capítulo VII

Ciencias matemáticas, y de la naturaleza

No hay duda de que Feijoo conocía a fondo las Matemáticas, aunque en esta línea sus escritos no puede decirse hayan sido de grande utilidad; el generalizar el conocimiento de algunos teoremas de Geometría, pudo, cuando más, servir de estímulo al estudio de una ciencia que, menos que otras se puede aprender prescindiendo del encadenamiento seguido y metódico de todas sus partes. Además, en este género de conocimientos no es tan fácil errar; la verdad, una vez demostrada, no puede negarse; y la circunstancia de ser abstracta la aleja de la influencia de las pasiones y aun de los sentidos, y hay ignorancia o conocimiento de ella, rara vez preocupación.

Igual competencia que en Matemáticas tenia el sabio benedictino en Física, que se presta más al conocimiento de algunas verdades parciales, y a su aplicación, como también a varios errores que combatió con firme perseverancia. Y el hablar de combate y firmeza, no es emplear locución arbitraria, sino expresión exacta de la terrible batalla que se empeñaba con la ignorancia, cuando esta era general y estaba en los pulpitos y en las aulas, en los palacios y en [349] los monasterios, acompañada del error, como acontece siempre que se hacen afirmaciones sobre cosas que no que se saben a fondo. En las cátedras de Física, se enseñaban los cuatro elementos y la esfera de fuego, siendo motivo de risa que se hablara de que el aire era pesado, y de escándalo que se dijese que la Tierra se movía. Y al contradecir tanto absurdo propalado ex cathedra, no se hallaba en frente tan sólo un cuerpo de profesores, lo cual ya hubiera sido mucho; sino que los catedráticos que pertenecían a las órdenes monásticas, y eran los más, tenían detrás de sí, y haciendo causa común con ellos, la religión entera: es decir, veinte, treinta o cincuenta mil hombres de prestigio e influencia desparramados por toda la nación e introducidos en chozas y palacios. Eran otras tantas trompetas de la fama del maestro, encomiadores de su sabiduría, y de la ignorancia o temeridad del que pretendía probar que se equivocaba. Así lo exigía el prestigio e interés de la orden. La ciencia se enlazaba con la doctrina de escuela; la doctrina con el dogma; formando un todo impenetrable para el que no tuviera la resolución de atacar las filas compactas donde tantas veces cayeron los valerosos que intentaron romperlas. Feijoo luchó denodadamente para desacreditar tantos errores como se enseñaban en las cátedras con el nombre de ciencias físicas. En Astronomía, se encontraba con el insuperable obstáculo de estar condenado por la Iglesia el sistema de Copérnico, y la necesidad de admitirlo para el de Newton le detenía en aceptar ostensiblemente éste y enseñarlo. Cuando la verdad fue haciéndose evidente, y en la misma Roma los sacerdotes regulares, si no en las cátedras, fuera de ellas, proclamaban la verdad, que tuvo que retractar Galileo, ya pudo salir también al Teatro crítico, cuyo autor, en la larga carrera de su vida, empieza por declarar la oposición al movimiento de la Tierra con las Sagradas Escrituras, y concluye procurando probar que Roma tuvo razón para prohibir la manifestación de una verdad, hasta que se convenció de que lo era. Lejos estamos de hacerle un cargo por este singular empeño, y proclamamos alto mérito, que hubo mucho, en estudiar sólo, y sólo también enseñar lo que entonces se sabía de Física, encareciendo su utilidad, y cerrando contra la numerosísima falange de escolásticos y teólogos.

Todavía fue más rudo el combate con los médicos, cuya homicida ignorancia flageló terrible e incansable, mereciendo por ello [350] bien de la ciencia y de la humanidad. Contra ambas era un verdadero atentado la medicina, tal como entonces se practicaba en España.

Los médicos no sabían Física, ni Química, ni Anatomía, ni Fisiología; se puede inferir lo que sería la Patología con semejante ignorancia, y la Materia médica, perdida en el laberinto de una farmacopea intrincadísima, y para mayor desdicha, usando con profusión de la purga y la sangría.

Esta ignorancia tenia su peculiar atrevimiento y además una especial osadía, propia de pedantes que se juzgaban sabios, porque habían aprendido de memoria unas cuantas fórmulas que no tenían de científicas más que la pretensión de serlo, imaginándose otros tantos Aristóteles, puesto que argumentaban en forma silogística.

Al proponer la reforma de los estudios médicos, Feijoo da bien clara idea de lo que en su tiempo eran.

«¿Qué le importan (dice) ni al médico ni al enfermo tantas cuestiones de mera especulación, tratadas a veces con harta prodigalidad, como si los elementos permanecen formalmente en el mixto; si es posible intemperie sin materia; si los cuatro humores se contienen formalmente en las venas; si la generación de los espíritus pertenece a la facultad natural concoctiva; si los espíritus animales son lúcidos; si la enfermedad pertenece al predicamento de cualidad o de relación; si la enfermedad es preternatural o viviente, y per consensum, propia enfermedad? ¿Qué le importan al médico ni al enfermo aquellas disputas, en que se convierten los predicados esenciales de las cosas, como cuál es la razón formal constitutiva de la enfermedad en que consiste la esencia del dolor...? ¿Qué hará al caso saber que los principios del ente natural son tres (doy que ello sea así), materia, forma y privación; que materia es pura potencia, que tiene apetito a todas las formas, que la forma sustancial es acto primero, &c., &c.?»

Estos problemas pretendían resolver médicos complejamente ignorantes del organismo humano y sus alteraciones, queriendo remediarlas por medio de una Metafísica ininteligible para el mayor número, aun en aquella parte que no era ininteligible absolutamente para todos, o realmente absurda.

Y lo peor es que el público, cuyo buen sentido estaba sofocado por el humo de la escuela, contribuía al extravío de las inteligencias, prefiriendo la ignorancia locuaz al saber mesurado, como [351] certifica nuestro autor, diciendo...

«Es tal la ceguera, o la ignorancia de los hombres, que en viendo a un mediquillo poner con aire tres o cuatro silogismos en una disputa pública, sobre si la materia existe por la existencia de la forma, u otra inutilidad semejante, luego le conciben grande en su facultad, y sin más conocimiento de su ciencia, le buscan los mejores partidos. Y si concurre con él a la pretensión un profesor de juicio, aplicación y experiencia, que ha estudiado la práctica en los mejores autores y observado con diligencia, en el ejercicio de su arte, todo lo que se debe observar; pero que por considerarla superflua, no se ha adiestrado en la esgrima dialéctica de las aulas, prefieren el primero, que es un mero charlatán, al segundo, que es un médico verdaderamente.»

Hacemos estas citas porque dan idea de la ciencia médica en tiempo de Feijoo y del inmenso servicio que prestó a su patria, hablando denodada e incesantemente, como lo hizo, contra la medicina homicida de su tiempo. El que tenga idea del daño que puede hacer un médico que no posee ninguno de los conocimientos indispensables para merecer este nombre, y a quien presta atrevimiento, además de su ignorancia, su pedantería calificada de saber por la extraviada opinión; el que imagine centenares y millares de estos osados ignorantes, ejerciendo su arte maléfico sobre míseros enfermos, cuya enfermedad agravan, y cuya muerte aceleran; el que haya estudiado un poco la delicada contextura del organismo humano, su misteriosa armonía y cuan difícil es que la mano del hombre la restablezca cuando una vez se altera, y cuan fácil aumentar su trastorno, si la ciencia y la prudencia no guían al que para la solución del problema introduce un nuevo elemento; el que haya visto la circunspección, casi podríamos decir el retraimiento de los médicos experimentados, comprenderá con cuánta razón anatematizó el docto benedictino a los que no sabían ni dudaban, y como él decía, «recetan más cuanto saben menos.»

Feijoo poseía la ciencia médica de su tiempo, estudiada en gran parte por autores extranjeros; sus conocimientos en esta materia eran extensos, y, si no fue práctico, como teórico creemos que sería el primer facultativo que había entonces en España. Su medicina era expectante, como hoy decimos, y no podía ser otra, dado el atraso de la ciencia y la inevitable reacción producida en el ánimo [352] por las insensatas afirmaciones, la loca iniciativa, la actividad maléfica, de los recetadores que por todas partes observaba. Cierto que a veces exagera la infalibilidad del instinto y la falencia del discurso cuando de Medicina se trata; pero veía discurrir tan mal, que es preciso, no sólo disculparlo, sino mirar como inevitable que, al ver lo que la llamada ciencia hacía con los pobres enfermos, quisiera arrancárselos a toda costa y ponerlos confiadamente en brazos de la naturaleza. Esta era su aspiración, este su tenaz empeño, seguido con firmeza, que no se necesitaba poca para luchar con la numerosísima falange médica, desparramada por todo el territorio, acreditada, poderosa, herida en su crédito y en sus intereses, que no le escaseó los dicterios ni las amarguras, usando toda clase de armas, sin excluir las vedadas, cuando él no empleaba más que raciocinios apoyados en la ciencia y seguidos con lógica clara e inflexible. La guerra que le hicieron los médicos debió ser de muy mala ley y muy encarnizada, según se infiere de varios pasajes de sus libros; pero no prosiguió por eso con menos vigor su campaña a favor de la humanidad doliente que, lo decimos con verdad, le debe eterna gratitud. Si merece bien de ella el médico que arriesga la vida o la pierde estudiando una enfermedad o intentando curarla, no es menos acreedor a cariñoso respeto el publicista que, sin reparar en el poder ni en el número de enemigos que combate, lucha toda la vida por apartar de la cabecera del enfermo todo lo que puede aumentar su peligro o su dolor.

La crítica ligera, mordaz y vanagloriosa, tiene ancho campo para hacer alarde de superioridad, señalando gran número de errores en que incurrió Feijoo en Física, en Fisiología y en Historia natural: fácil y pueril satisfacción, que no lo es para nosotros, y que no nos parece tampoco que debe contarse entre los deberes del crítico, el cual no ha menester enumerar minuciosamente errores del autor que juzga, cuando de todos son conocidos ya, cuando eran los de su tiempo y no podían desvanecerse sino con el progreso de la ciencia. Feijoo no se dedicó exclusivamente a ninguna; quiso extender el conocimiento, o al menos la afición, a todas, y tenia que tomarlas como estaban. Alguna vez quiere avanzar y marchará paso firme, como al tratar de la electricidad y de la patria del rayo, pero le faltan datos, medios de observación, tiempo. Tenía que admitir como cierto lo que por verdad pasaba entre las personas [353] ilustradas. ¿Puede una persona sola comprobar todos los hechos que admite una ciencia, y menos los de tantas como trató Feijoo? Un hombre no puede adelantarse a su época en todas las ramas del saber humano, y cuando se trata de hechos de los que no se explican, que se creen porque son, no arguye falta de buen juicio darles crédito, cuando entre personas ilustradas lo tienen de ser ciertos. Son verdad tantas cosas incomprensibles, que no es razón para negar no comprender. Si un escritor hubiera dicho que creía posible trasmitir instantáneamente la palabra a los antípodas, y la electricidad no hubiese sido estudiada aún, ¿no se calificaría de ridícula su credulidad? Tratándose de ciertos hechos que se observan, pero no se explican, creerlos o negarlos con razón, depende muchas veces de la posición que se ocupa, de la época en que se vive, y si hay una necedad, que consiste en creer, hay otra que consiste en negar.

Hechas estas advertencias a la crítica excesivamente severa, no hemos de ocultar a la imparcial que Feijoo, a quien calificaron de escéptico, fue en ocasiones crédulo en demasía, y que a veces no se encuentran en él, ni su lógica, ni su razón, ni su buen sentido. Que tuviera el coral por una planta submarina, que no conociera con exactitud el fenómeno de la respiración, ni la clase de auxilios que deben prestarse a los ahogados, ni el modo de crecimiento de las rocas, &c., son cosas por las que no se les puede hacer cargo; pero hay otras, y en bastante número, a que no ha podido dar fe sin participar de la credulidad que combatía. ¿Cómo pudo creer que, a consecuencia del comercio de un hombre con una cabra, podía nacer de ésta un ser de la especie humana? Muchos lo afirmaban. Pero entre las excelentes reglas que da para juzgar de la certidumbre de los hechos extraordinarios, ¿no está el que la multitud de los que los afirman no tiene valor alguno? Y éste de que vamos hablando, no es sólo extraordinario, sino increíble: porque, de ser cierto, daba lugar a problemas morales insolubles, además de otros teológicos que tendrían solución, no considerando nosotros como tal la dada por los teólogos y por Feijoo, que en este caso aparece tan lejos de la razón y tan inferior a sí mismo.

Los prodigios en general deben ponerse siempre en duda; los prodigios inmorales y contra naturaleza, deben resueltamente negarse. [354]

Capítulo VIII

Enseñanza

La inteligencia de Feijoo, su buen juicio, su espíritu progresivo, su saber y la valentía de su ánimo, en ninguna cosa se manifiestan más que en los esfuerzos que hizo para mejorar la enseñanza. Es de notar, no obstante, que no habla de la popular, ni de la instrucción de la mujer, a la que tenía por muy apta para recibirla: pues aunque pide que aprenda obstetricia, es por un motivo honesto que seguramente le honra, pero no, al parecer, con intención de ilustrarla.

Lamentándose repetidamente del atraso de España en el cultivo de las ciencias, le señala seis causas principales.

1ª El corto alcance de algunos profesores. «Precisados a saber siempre poco, no por otra razón sino porque piensan que no hay más que saber sino aquello poco que saben... Que apenas pueden oír sin mofa y carcajada el nombre de Descartes, y si les preguntan qué dijo o qué opiniones nuevas propuso al mundo, no saben, ni tienen qué responder... La máxima de que a nadie se puede condenar sin oírle es generalísima; pero estos escolásticos de quienes hablo, no sólo fulminan sentencia sin oír al reo, mas aun sin tener noticia del cuerpo del delito... ¿Puede haber más violenta y tiránica transfiguración de todo lo que es justicia y equidad? A cualquiera de estos profesores, que con aquello poco que aprendieran en el aula están muy hinchados, con la presunción de que saben cuanto hay que saber en materia de Filosofía, se puede aplicar aquello del Apocalipsis: Quia dicis, quod dives sum et locupletus et nullius egeo: et nescis, quia tu es miser et miserabilis, et pauper, et cecus, et nudus.»

2.ª «La preocupación que reina en España contra toda novedad, porque las novedades en punto a doctrina son sospechosas. Las doctrinas nuevas en las ciencias sagradas son sospechosas... pero extender la ojeriza a cuanto parece nuevo en aquellas facultades que no salen del recinto de la naturaleza, es prestar con un despropósito patrocinio a la obstinada ignorancia. Mas sea enhorabuena sospechosa toda novedad; a nadie se condena por meras [355] sospechas: conque estos escolásticos nunca pueden escapar de injustos.»

3.ª «El errado concepto de que cuanto nos presentan los nuevos filósofos se reduce a unas curiosidades inútiles... ¿Cuál será más útil: explorar en el examen del mundo físico las obras del Autor de la naturaleza, o investigar en largos tratados del Ente de Razón y abstracciones lógicas y metafísicas, las ficciones del humano entendimiento? Aquello, naturalmente, eleva la mente a contemplar con admiración la grandeza y sabiduría del Criador; esto la detiene como encarcelada en los laberintos que ella misma se fabrica.»

4ª «La diminuta o falsa noción que en España tienen muchos de la filosofía moderna, junta con la bien o mal fundada preocupación contra Descartes. Ignoran casi enteramente lo que es la nueva filosofía, y cuanto se comprende debajo de este nombre, juzgan que es parto de Descartes.»

5ª. «Un celo, pío sí, pero indiscreto y mal fundado: un vano temor de que las doctrinas nuevas en materia de Filosofía traigan algún perjuicio a la Religión. Los que están dominados de este religioso miedo, por dos caminos recelan que suceda el daño: o ya porque las doctrinas filosóficas extranjeras vengan envueltas en algunas máximas que, o por sí, o por sus consecuencias se opongan a lo que nos enseña la fe; o ya porque haciéndose los españoles a la libertad con que discurren los extranjeros (los franceses v. g.) en las cosas naturales, pueden ir soltando la rienda para razonar con la misma en las cosas sobrenaturales... Ni uno ni otro hay apariencia de que suceda... Abundamos en sujetos hábiles y bien instruidos en los dogmas, que sabrán discernir lo que se opone a la fe, de lo que no se opone y prevendrán al Santo Tribunal... para que aparte del licor la ponzoña, o arroje la ceniza al fuego, dejando intacto el grano... Es ignorancia creer que en todos los reinos donde domina el error, se comunica su veneno a la Física. En Inglaterra{1} reina la filosofía newtoniana. Isaac Newton fue también hereje, como lo son, por lo común, los [356] demás habitadores de aquella isla; con todo, en su filosofía no se ha hallado hasta ahora cosa que se oponga ni directa ni indirectamente a la verdadera creencia... La Teología y la Filosofía tienen bien distinguidos sus límites.»

6.ª «La emulación (acaso se le podría dar peor nombre), ya personal, ya nacional, ya faccionaria... En algunos pocos es puramente nacional; aún no está España convalecida en todos sus miembros de su ojeriza contra la Francia... Permítase a los vulgares, tolérese a los idiotas tan injusto ceño, pero es insufrible en profesores de ciencias... ¿Pues qué si llega a saber (un envidioso pedante que pinta) que Leibnitz, Boyle y Newton fueron herejes? Aquí es donde prorrumpe en exclamaciones capaces de hacer temblar las pirámides egipcias. Aquí es donde se inflama el enojo cubierto con la capa de celo. --¿Herejes? ¿Y estos se citan o se hace memoria para alguna cosa de unos autores impíos, blasfemos, enemigos de Dios y de su Iglesia? --¡Oh mal permitida libertad! ¡oh mal paliada envidia! podría acaso exclamar yo. ¡Oh ignorancia abrigada de la hipocresía!... No ignoran ni pueden ignorar, siendo escolásticos, que Santo Tomás citó muchas veces con aprecio, en materias físicas y metafísicas, como autores de particular distinción a Averroes y Avicena, notorios mahometanos, ya confirmando con ellos su sentencia, ya explicándolos cuando se alejaban por la opuesta. Preguntaré ahora a estos escolásticos si se tienen por más celosos de la pureza de la fe que Santo Tomás, y si los mahometanos son más píos o menos enemigos de la Iglesia que los luteranos y calvinistas... Su mismo príncipe, su adorado jefe Aristóteles, ¿tuvo mejor creencia que Leibnitz, Boyle y Newton?... Esto, bien entendido, viene a ser escudar la religión con la barbarie, defender la luz con el humo, y dar a la ignorancia el glorioso atributo de necesaria, para seguridad de la fe.»

¡Cuánto amor al saber y generoso deseo de armonizarlo con la fe! ¡Qué candor el de este espíritu profundamente piadoso y amigo de la verdad, aspirando a unir en lazo estrecho la religión y la ciencia y combatiendo indignado al que intenta separarlos!

Las causas que Feijoo señala para el atraso de las ciencias en España no son las verdaderas, porque son comunes a otros países en que progresaban. En todas partes había habido profesores ignorantes, apego a la rutina, prevención contra las novedades, [307] envidia, &c. Lo que no hubo en otras partes, al menos en tanto grado, era tiranía intelectual, temor de las rebeldías del espíritu, medios de reprimirlas, ni desdén por el trabajo intelectual, degradado como todo el que se hace por mano de esclavos. Nuestro autor ¿lo vio así o no? ¡Quién sabe! No pudo manifestarlo: y cuando habla de lo que sucedía en España, al que pensaba, estudiaba y quería escribir, en razón y en verdad, si no toda la llaga, descubre una parte de ella.

El nos dice:

Que si se exceptúa la Teología escolástica y moral y la Jurisprudencia, de siglo y medio a su época nada se escribía ni se sabía que en España pudiera ilustrar a los escritores y profesores, los cuales, no obstante nada aprendían en autores extranjeros, y decían y repetían todos que esta ignorancia era sabiduría.

Que si algún autor, estudiando en los extranjeros, procura ilustrar a los nacionales, padece infinitos insultos y conspiraciones de parte de aquellos mismos que debían interesarse en que se popularizara la ciencia, acusándole de que cuanto expone son cosas inútiles o novedades peligrosas, y que todo está tomado de autores extranjeros, que son herejes o les falta poco para serlo.

Que se repite con énfasis lo de los aires infectos del Norte: frase poderosa para alucinar a muchos católicos, igualmente que católicos, ignorantes.

Que, no contentos con impugnar los escritos torpemente, calumnian al autor.

Que, en tales circunstancias, no es mucho que los que podían ilustrar a la Nación con sus escritos los sepulten dentro de sí mismos, por no exponerse a tan villanas hostilidades, y que el que las arrostra tiene por enemigos a los envidiosos, a aquellos cuyas opiniones combate o cuyos intereses lastima y a la masa del vulgo ignorante que aprueba la crítica grosera y audaz, tomando la osadía por ciencia y la desvergüenza por razón.

Que sólo inspiraban desden los descubrimientos e invenciones modernas.

Que si el monje italiano Griglione, inventor de una máquina para reproducir los movimientos de los cuerpos celestes,

«hubiera emprendido esa obra en España, nunca la habría concluido, antes desde los principios hubiera acabado con ella, y aún acaso con él, [358] la multitud ignorante, gritando que aquella aplicación era indigna de un religioso, que sus superiores no debían permitírsela, antes bien precisarle a los estudios propios del Aula Española; que un monje, en orden a los cuerpos celestes, no debe meterse en examinar, y mucho menos en representar su situación y movimiento; sí solo en estudiar si la materia celeste se distingue en especie de la sublunar, y si las formas de los cielos y elementos fueron educidas de la potencia de la materia: pues con estudiar esto se habían contentado sus mayores, de dos o tres siglos a esta parte... Como quiera, es harto verosímil que con las varias declamaciones que he insinuado, o moviesen a los superiores del monje a dirigir su aplicación a otro estudio, o despechado el mismo monje, le hicieran abandonar la obra, y aun le irritasen hasta el punto de que él mismo la despedazase indignado.»

Y ¿por qué sucedía esto en España y no en otros países? Porque en España las censuras, que eran tres para un seglar y cuatro para un religioso, encadenaban al escritor de un modo que no podía defenderse contra los bastardos intereses que atacaba, o los errores que combatía: semejante a un hombre que, atado de pies y manos, se entregara a una multitud de insectos y sabandijas. Ignoramos si Feijoo lo pensaba así, porque sabemos que no podía decirlo; dijo lo que le era dado decir, y propuso para la enseñanza reformas, con tanta inteligencia, tan alto buen sentido, tanta energía y tanto valor, que honran para siempre su memoria, y deben imponer silencio a los que, tachándole hoy de tímido, probablemente hubieran callado cuando él habló. Los discursos en que trata de la reforma de la enseñanza, están precedidos de una Advertencia muy notable, en que

«protesta, que cuanto dijere no quiere que tenga otra fuerza o carácter que el de humilde representación hecha a todos los sabios de las Religiones y Universidades de España... Que no se le considere como un atrevido ciudadano de la República literaria... que quiere cambiar su gobierno, sino como un individuo celoso que ante los ministros de la enseñanza pública comparece a proponer lo que le parece más conveniente, con el ánimo de rendirse en todo y por todo a su autoridad y juicio, como lo practicó todo el tiempo que se ejercitó en las tareas de la escuela, por evitar algunos inconvenientes que hallaba en particularizarse... Que el particular que violentamente pretende alterar la forma [359] establecida de gobierno, incurre en la infamia de sedición; pero asimismo el magistrado que cierra los oídos a cualquiera que con el respeto debido quiere presentarle algunos inconvenientes que tiene la forma establecida, merece la nota de tirano.»

Después de este exordio, a un tiempo humilde y firme, entra valeroso por las Escuelas dando, a diestro y siniestro, tajos y mandobles. Para comprender cuánta razón le asistía, es necesario recordar los errores que allí se enseñaban como verdades, y la ignorancia disfrazada con el ropaje y oropeles de la Escolástica, en los extravíos de su decrepitud extrema. No era la Escolástica de Alberto el Grande, Santo Tomás, Suárez y Melchor Cano, planta que no podía fructificar, cierto, pero que, germinando en aquellas elevadas inteligencias, aún tenía fuertes tallos, verdes hojas y alguna flor; no eran aquellos grandes gimnastas del pensamiento que, entregándose a ejercicios a veces extraños, desplegaron grandes fuerzas; sino gente menuda y débil, muchedumbre anónima, que en la oscuridad zumbaba una fraseología pedantesca, con mengua del buen sentido, escarnio de la verdad y perjuicio de la fama de los que llamaba maestros. El saber, después de haberse esclavizado, se mecanizó; no se aprendía a discurrir, sino a combinar palabras; no se empleaba el tiempo en buscar la verdad, sino en argumentar para sostener el error; la discusión era disputa, en que no se trataba de convencer al adversario, sino de concluirle; en vez de la esencia y aun de la forma, de las cosas, se establecieron fórmulas de una dialéctica enmarañada, que sustituyó las ideas por palabras y el entendimiento con la memoria. La Escolástica, amalgama de filosofía aristotélica y dogmatismo cristiano, era una unión heterogénea que no podía ser fecunda; después de una existencia parásita en atmósfera artificial, vino, no ya a la decadencia, sino a la descomposición, poniendo lo que se llamaba ciencia, muy por debajo de la completa ignorancia. La historia del pensamiento humano no tiene página más humillante; y sin la superioridad de la Teología, cuya savia les prestaba aún cierta vitalidad los escolásticos hubieran llegado al non plus ultra de la abyección intelectual.

Tal era en España{2} el estado del saber, cuando Feijoo [360] empuñó el látigo de la crítica para arrojar a los escolásticos del santuario de la ciencia. Empieza la serie de discursos, que a este objeto dedica, diciendo: Lo que conviene quitar en las Súmulas, que es casi todo.

«En las Escuelas, [dice, se da un curso entero al estudio de las Summulas. ¡Qué tiempo tan perdido! En dos pliegos puede comprenderse cuanto hay de útil en ellas; dos y medio gasté yo, y pude ahorrar algún papel... Las siete partes, de ocho que se gastan en tantas divisiones de términos y proposiciones modales, exponibles, exceptivas... &c., de nada sirven; lo primero, porque de ciento, apenas se hallará uno que conserve todas aquellas baratijas en la memoria; lo segundo, porque aunque no se olvide, apenas tiene jamás uso en la disputa... Sólo los pobres principiantes hacen uso de aquellas fruslerías, las cuales tal vez ocasionan el gravísimo inconveniente de acreditar a un mentecato y deslucir a un docto, con la ignorante multitud de asistentes... ¿Qué fruto se puede sacar de estas instrucciones? Fatigar con el estudio de ellas a los principiantes; introducir un lenguaje de algarabía en las Escuelas, &c., &c.»

Nuestro autor concluye como había empezado, y afirma de nuevo que en dos pliegos de papel podía escribirse la parte útil de las Súmmulas, en cuyo estudio se empleaba un año, más que perdido, porque ofuscaba el entendimiento, en vez de alumbrarlo.

En el segundo discurso trata De lo que conviene quitar y poner en la Lógica y en la Metafísica.

Quiere Feijoo que se eliminen del estudio de la Lógica cuestiones que no deben entrar en él, por ser de otro lugar o por ociosas, como investigar «los progenitores, nacimiento y travesuras del Ente Razón,» a quien llama imaginario duende; y en fin, que la instrucción sea ordenada, dando primero los conocimientos que han de ser base de otros, no enseñando al principio lo que no puede comprenderse hasta el fin, como se hace, de donde resulta que los escolares recitan «casi sin más inteligencia» que si fuesen papagayos. Dice que «es preciso que se trate de los universales, tanto en común como en particular, porque sin algún conocimiento de ellos, mal se puede averiguar la esencia metafísica de cualquiera de las ciencias teóricas. Pero casi todas las cuestiones que en unos y en otros se introducen, debieran excusarse... Dicen que estas cuestiones son útiles para aguzar los ingenios; pero yo [361] repongo que los ingenios hacen lo que las cuchillas, que de demasiado aguzarse se gastan, se destruyen, se aniquilan.» En resumen, para la Lógica quiere eliminación de lo que es extraño a ella, método, claridad y economía de una parte del tiempo que se malgasta.

Comprende y razona la necesidad de la Metafísica, y después de dar una idea clara de esta necesidad, añade:

«Pero los que forman cursos de artes para leer en las aulas, sin dar siquiera una azadonada en un suelo tan fértil, se extienden latísima y fastidiosamente en las cuestiones de si el Ente trasciende las diferencias, si es unívoco, o equívoco, o análogo, y otras aún de inferior utilidad... El dejar de tratar de intento del Ente Infinito en la Metafísica, es faltar, no sólo a lo conducente y útil, mas también a lo necesario y esencial... Dios es objeto de la Metafísica... No tiene duda que la Metafísica es verdaderamente Teología; Teología, digo, natural. Sería un portentoso defecto que, habiendo hábitos científicos naturales para todos los objetos criados, faltase para el Criador.»

Después de muchas ideas muy notables, expresadas con la mayor sencillez y claridad, se duele de que en los cursos de Metafísica, dados en las aulas, no se trate de la esencia de Dios, ni de los ángeles. «Del alma racional, añade, se trata algo; pero con tanta escasez, que quedan los oyentes tan ignorantes de que es alma racional, y cuáles sus potencias y operaciones, como estaban antes.»

Si en la Metafísica no se discuten los puntos más trascendentales y más útiles, la Física está llena de cuestiones de Metafísica, y viene a reducirse toda a principios y propiedades generales, la mayor parte erróneas, y las ciertas, inútiles, por la imposibilidad de formar nada que se parezca a ciencia, con verdades rodeadas de errores que las sofocan, como buena semilla invisible en campo de mala yerba. Feijoo censura duramente esta llamada Física, y clama por que se estudie la verdadera, fundada en la observación y en la experiencia.

Quiere que se busque la ciencia donde está, en los autores extranjeros, y se formen libros de texto para sustituirlos a la indigesta lectura de las aulas, donde se pierde la mayor parte del tiempo en enseñar cosas que no se aprenden por oírlas, o que no es útil aprender, y en sobrecargar la memoria en vez de ejercitar el [362] entendimiento; debemos advertir que Feijoo incluía en la Física la Historia natural, siguiendo la clasificación antigua adoptada por los escolásticos.

No menos, sino más necesitado de reforma estaba el estudio de la Medicina, organizado como para hacer charlatanes argumentadores, que aprendían los recursos del silogismo e ignoraban la organización del cuerpo humano, sustituyendo las ridículas leyes de su dialéctica (aquí homicida) a las de la naturaleza. Nuestro autor quiere que estudien Anatomía, Fisiología y Patología, en vez de artes; que tengan por guía la observación y la experiencia, y que sepan y enseñen Higiene, en vez de disertar sobre

«si los espíritus animales son lúcidos; si la enfermedad pertenece al predicamento de cualidad o de relación; si toda enfermedad es preternatural o viviente; si la enfermedad per consensum es verdadera; a qué grado del alma pertenece la facultad pulsiva y otras muchas cosas de este jaez. Y no es que quiera practicones empíricos y que desdeñe la teoría, no; concedo sin mucha dificultad que alguna Filosofía es útil y aun en alguna manera necesaria para la Medicina. Pero ¿qué filosofía? ¿La que se enseña en las escuelas? Ninguna más inconducente ni más fuera de propósito.»

Feijoo deseaba que se arrojase de las escuelas a los ineptos «arrancándoles la pluma de la mano y poniendo en ella un arado o un azadón;» que hubiera visitadores o examinadores que los arrojasen del aula «como a los inválidos de la Milicia; mas ya que esto no está en manos de los maestros, añade, que al menos no acorten el aprovechamiento de los hábiles por atender a los estúpidos;» y repite con insistencia que no se ejercite la memoria, dejando inactivo el entendimiento; que se haga que los escolares discurran por sí, en vez de hacerles aprender cómo los otros discurrieron. Todo lo que dice sobre los defectos de la enseñanza de su tiempo y los medios de remediarlas, tiene el sello de una elevada razón, de un práctico buen sentido; y aunque se comprende que no ha dicho todo lo que ha pensado, dijo bastante para ser útil en alto grado a su país, y contarse entre los hombres de verdadero progreso. Como complemento a las reformas que aconseja, rechaza, hasta donde puede, los argumentos de autoridad, y decimos hasta donde puede, porque reconociendo en tantas materias, en las más importantes, la dictadura autoritaria, sólo en cuestiones de orden [363] subalterno, y aun no en todas, ni siempre, podía ejercitar libremente su pensamiento. Pero este derecho, por limitado que estuviera, le parecía precioso; quería usar de él largamente, y como pájaro enjaulado, suplir la amplitud de los movimientos con su frecuencia. Así se ve a su espíritu activo andar con velocidad vertiginosa de un asunto a otro, y correr por los más distantes entre sí, ya que no podía volar.

Si en Teología la autoridad de los padres de la Iglesia era regla de creencia, se consuela, al menos, con que en Filosofía y ciencias naturales, gozaba de más libertad. Así lo escribía, al menos, en un momento en que sin duda se olvidó de las cuatro censuras, de la imposibilidad de popularizar el sistema de Newton, porque supone admitido el de Copérnico, de la retractación a propósito de los violines en los templos, y de tantas y tantas cosas como debían recordarle el cautiverio de su espíritu. Cerviz altiva, que no se había hecho para llevar yugo, lo rechaza siempre que puede; así dice:

«A la doctrina de los hombres grandes, concedemos toda aquella deferencia que merecen como grandes; pero, acordémonos siempre de que fueron hombres, cuando escribieron; y si dejaron tal cual yerro en sus escritos cuando salieron de esta vida, es cierto que no le enmendaron después... Conviene desembarazar así los escritos, como las disputas escolásticas de todos los argumentos tomados de autoridad... el tiempo que se emplea en combinar las doctrinas del autor que se alega, se emplearía mejor en apurar las pruebas a ratione, que son las que más eficazmente determinan a seguir ésta o aquella opinión... Es imponderable el daño que sufrió la Filosofía por estar tantos siglos oprimida bajo el yugo de una tiranía cruel, que a la razón humana tenía vendados los ojos y atadas las manos, porque le prohibía el uso del discurso y de la experiencia. Cerca de dos mil años estuvieron los que se llaman filósofos estrujándose los sesos, no sobre el examen de la naturaleza, sino sobre la averiguación de la mente de Aristóteles.»

Feijoo desconoce aquí la fecha y la índole del abuso de autoridad que deplora: la filosofía de Aristóteles no se hizo tiránica hasta que se hizo escolástica, ni prescindió de la experiencia hasta que se perdió en el idealismo dogmático que debía desnaturalizarla . El filósofo de Stagira no hubiera reconocido como discípulos suyos a [364] esos escolásticos que nos pinta el sabio monje, diciendo:

«Que estaban resueltos a interpretar, aunque fuera violentísimamente, las sentencias de Aristóteles, de modo que no perjudicasen sus afirmaciones... que no conocían, ni la nomenclatura de la ciencia... que sustituían los razonamientos con injurias, y las ideas con palabras vacías de sentido; que profesaban una ciencia que con dos o tres voces, explicaba la naturaleza, de tal modo que en media hora, una cuando más, se podía hacer un filósofo al modo peripatético, de un hombre de buena razón que jamás hubiese estudiado palabra de facultad alguna.»

No, ni Aristóteles habría reconocido por discípulos a los escolásticos ergotistas, ni nadie puede acusarle de que en su sistema se hallase el germen de aquella mala yerba. Feijoo mismo lo reconoce así, cuando les recuerda que las mismas abstracciones aristotélicas se debían a la experiencia, y el famoso axioma de la escuela: Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu. «La gritería de muera, muera, contra cualquiera que impugnaba a Aristóteles,» que salió de las aulas escolásticas, no era consecuencia de la doctrina del filósofo así llamado por antonomasia. La prueba se ve bien clara en que, ni los griegos de Alejandría, ni los árabes de Damasco, Bagdad y Córdoba, la impusieron como yugo, ni la hicieron degenerar en argucias, ridículas, cuando pretendían ser ciencia, irritantes cuando se llamaban autoridad.

Las obras de Aristóteles fueron condenadas por la Iglesia; y poco después Santo Tomás, comentándolas, y explicándolas, y señalando lo que pudieran tener de erróneo, las convirtió en libro de texto de los católicos, que en la rudeza de entonces tuvieron a dicha hallarlas como un arma de combate, en los continuos que tenían que sostener con los herejes. Esta arma, aplicada a sostener las verdades de la fe, parece que se consagró en tan santo empleo; y, como las de Roldan, no podían tocarse sin ser en batalla con los que la manejaban. La amplitud para los movimientos intelectuales se reducía cada vez más; el tiempo, en lugar de traer experiencia, aumentaba el poder de la autoridad; y como la actividad del espíritu humano y de nuestra raza es grande, en la imposibilidad de producir pensadores, dio sofistas; y Aristóteles, no pudiendo tener discípulos, tuvo sectarios. Añádase a esto que no es posible poner límites a la autoridad de un sistema científico, cuando no los tiene la de los que lo adoptan: desde que hay hombres que en algo [365] poseen la verdad absoluta, que no pueden equivocarse en alguna cosa, es inevitable su tendencia a creerse infalibles en todas; la contradicción es rebeldía, la rebeldía impiedad, y se establece el despotismo más humillante y más duro, que es el ejercido por esclavos. Feijoo se queja de él y lo deplora; con generoso y varonil esfuerzo rompe las cadenas de la Escolástica, no forjadas en la filosofía griega, sino en el dogmatismo teológico; y sea que no lo viese así o que no pudo decirlo, no es menos cierto que reclamó la libertad del pensamiento hasta donde pudo, y reformas para la enseñanza, tan radicales como era dado pedirlas entonces. Es en su historia literaria una de las más brillantes páginas, y en su historia moral una de sus más buenas obras.

Concepción Arenal.

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{1} Recuérdese la latitud y sentido que da Feijoo a la palabra Filosofía. Los ingleses llaman Filosofía natural a la Física; y físico al médico; también entre nosotros se le daba este nombre, y aún se le da a veces en el ejército y la armada.

{2} Fuera de España, la Escolástica ha sido combatida desde el siglo XVI.

(Se continuará.)