Filosofía en español 
Filosofía en español


Antonio Millán Puelles

El sentido de la historiografía filosófica

La más extendida opinión atribuye a Hegel el alumbramiento de las ideas fundamentales que inspiran la historiografía filosófica. Antes del pensador idealista no habría, según esto, otra cosa que erudición histórica insuficientemente articulada y, desde luego, exenta de la radical intención que anima en la actualidad al testimonio histórico de la filosofía.

Contra ese parecer, que ha devenido un tópico, constituye una grave objeción la sugerente obra de Mario Dal Prà «La storiografía filosofica antica»{1}, donde de una manera consciente y sistemática llegan a recogerse las principales alusiones hechas hasta el momento acerca de las ideas historiográficas de la antigüedad. El mismo autor se ha venido ocupando, a partir del año 1946, desde las páginas de la Rivista di Storia della filosofia, con el desarrollo de las ideas historiográficas de otros pensadores, como Lipsio, Stanley y Jonsio. Anteriormente habían tratado el tema historiográfico, de una manera especulativa, B. Croce, en su conocida «Teoría e storia della storiografia» (1927); G. Kafka, en «Geschichtsphilosophie der Philosophiegeschichte» (1933), y A. Banfi, «Concetto e sviluppo della storiografia filosofica», también del año 1933; por no citar sino las obras de más acusada significación.

Como consecuencia de todas estas alusiones, el tema de la historiografía filosófica ha venido a instalarse en el plano de la más destacada actualidad. En la obra de M. dal Prà se llega hasta proponer la introducción en los estudios universitarios italianos de un curso de «Historia de la historiografía filosófica»{2}.

La actualidad del tema y el interés intrínseco de las ideas introductorias contenidas en el libro de Dal Prà (páginas 9-28) han suscitado las consideraciones que siguen.

Establecer una radical separación entre filosofía e historia de la filosofía, carece de sentido. ¿Qué puede significar, realmente una filosofía desentendida de su propia historia? Una contestación a esta pregunta, como también un tratamiento suficiente de las cuestiones implicadas en ella, requeriría, sin duda, mayor detenimiento y extensión de los que convienen a una nota de revista. Sin embargo, es posible señalar aquí algunos de los puntos principales de un comentario a las ideas que presiden la obra de Dal Prà y que se centran, en definitiva, sobre la mencionada pregunta. [334]

En virtud de su propia naturaleza, conviene al filosofar una intención de «universalidad» que en modo alguno debe ser coartada o restringida. La filosofía se empeña en la conquista del horizonte más amplio y comprensivo posible. Dentro de tal horizonte tiene cabida la propia historia de la filosofía, el mismo devenir del quehacer filosófico. Se desprende de aquí la consecuencia de que una filosofía incapaz de dar cuenta de su propia historia no es nunca una filosofía cabal. Con mucha más razón puede afirmarse que un sistema ignorante o desentendido de la efectiva realidad de los demás sistemas es inconciliable con la exigencia de comprensión universal, propia a la filosofía.

El filósofo, pues, se ve obligado, por la índole misma de su peculiar oficio, a dar una explicación de ese innegable hecho, que es la existencia de una pluralidad de sistemas. No le es lícito, precisamente en cuanto filósofo, permanecer ajeno al espectáculo de esa pluralidad. Cosa muy distinta ocurre en el dominio de las ciencias particulares. La historia de las matemáticas, por ejemplo, no tiene por qué ser incluida en la peculiar esfera del saber matemático. Este es, por esencia, un saber que únicamente se ocupa de un tipo especial de objetividades. Pero el saber filosófico trasciende las naturales limitaciones de las ciencias especializadas. De ahí que su misma historia debe ser incluida en el seno de su horizonte explicativo; en resolución: que la filosofía, internamente, debe dar cuenta de su propia historia.

De esta exigencia histórica, que mueve al filósofo a dialectizar su saber, procede, en último término, según Dal Prà, lo que él denomina «historiografía filosófica», la cual no es entendida como aquel modo de hacer historia –cualquier historia– que se ajustase a una inspiración o canon filosófico, sino precisamente la historia de la filosofía que el filósofo, en cuanto tal, por virtud de la misma naturaleza de su saber, ha de verse obligado a realizar.

Esta historiografía filosófica constituye un aspecto o problema interno de la labor del filósofo en cuanto tal, y no simplemente un adorno erudito y externo de sus conocimientos. Sobre este punto, en el que Dal Prà insiste muy repetidamente, convendría llevar una cuidada atención.

La historia de la filosofía no es, desde luego, la filosofía. Más bien cabria decir todo lo contrario: lejos de ser nada de lo que ha hecho, la filosofía es siempre, en cierto modo, lo que le queda por hacer. Pero eso que ha hecho, y que constituye el «haber» efectivo del filosofar, es también un objeto de conocimiento posible, el cual se torna objeto de necesario conocimiento cuando se advierte que la filosofía es esencialmente reflexiva y ha de saber dar cuenta de sí propia. Una filosofía ahistórica sería, según esto, una filosofía inconsciente. Comoquiera que ello es contradictorio, tal filosofía no ha existido nunca de veras. Por el contrario, ya en la misma antigüedad existe [335] una historiografía filosófica que Dal Prà escrupulosamente recoge.

Lo que acontece es que esa historicidad consciente no aparece de una vez, sino que va lentamente elaborándose al filo del perfeccionamiento y de la reflexividad del quehacer filosófico. Dal Prà señala hasta cuatro momentos o etapas –más lógicas que cronológicas– en la evolución de una conciencia dialéctica del filosofar. La primera de ellas reviste la forma de la «polémica». Es el modo más rudo de una actitud histórica. Polemizar es ya tomar conciencia de otras posiciones, conceder un valor y un peso doctrinal a lo que se discute. El segundo momento lo constituye la vislumbre de una conciencia unitaria, que, sin embargo, mantiene todavía una intención crítica. Esta crítica vale para discriminar valores y discernir teóricamente las opiniones, pero aspira a una cierta dialéctica congregación. En tercer lugar, se encuentra la investigación histórica propiamente dicha, que sistematiza a su modo la pluralidad de los sistemas, careciendo, no obstante, de la conciencia del problema general de la historicidad. Por último, esta conciencia se desarrolla de una manera explícita, y tiende a la «explicación» de la historicidad del pensamiento.

Según Dal Prà, la última etapa conduce necesariamente al planteamiento de las relaciones entre filosofía y filosofías, siendo varias y muy diferentemente amplias las soluciones a este problema, según la efectiva potencialidad integradora o capacidad histórica asimilativa del sistema que se profese. Esta «capacidad histórica» valdría como un índice de la profundidad real de cada sistema.

* * *

La concepción dialéctica que sustenta Dal Prà tiene la ventaja de conjugar los intereses históricos y los filosóficos en una síntesis activo, que no se limita a señalar los principios, sino que mueve también a una especial y novedosa investigación: la «historia de la historiografía filosófica». El conocimiento del modo en que los distintos sistemas han procurado explicar los que les han precedido, constituye el objeto de esa investigación, la cual tampoco sería extrínseca y sobreañadida a la filosofía, sino que estaría entrañada en ella, pues el conocimiento de la distinta imagen que se ha ido formando de la historia filosófica vale para explicar, de alguna forma, la que hoy nos es lícito tener.

A esto debe añadirse la corrección y acierto con que logra Dal Prà la integración de la crítica en su idea dialéctica de la filosofía. Por «crítica» debe entenderse aquí el enjuiciamiento y la valoración de las pretensiones objetivas de cada uno de los sistemas que constituyen las etapas históricas del pensamiento.

La crítica aparece, de esta suerte, como un elemento intrínseco para la comprensión de la historia de los sistemas. De hecho, la historiografía filosófica recoge siempre una dimensión crítica merced [336] a la cual cada sistema, ensaya la intelección de los que le han antecedido, desde los intereses de una estructura doctrinal y de su peculiar interpretación del ser.

Gracias a esta dimensión crítica, la historia de la filosofía, hecha por los filósofos, se escapa al riesgo de no comprender nada por pretender la comprensión de todo. A través del juicio valorativo y de la confrontación de los sistemas, éstos se hacen recíprocamente inteligibles y pueden articularse en la unidad de un proceso dialéctico que es verdaderamente historia y no, para emplear la frase de Dal Prà, mera «geografía» de los sistemas.

La crítica de que habla Dal Prà no es, sin embargo, la que puede ejercerse desde el seno de un sistema determinado y único, sino la variada y muy distinta que todos y cada uno de ellos ejercen sobre los que les han precedido. Una crítica, pues, «dialectizada» y fluidificada en el curso histórico. La pretensión de un absoluto «teoricismo» llevaría a la negación de la historicidad de la filosofía, haciendo incurrir en uno de estos dos extremos: la identidad ahistórica de los sistemas armonizados con aquel desde el cual se hace la crítica, y este mismo sistema; o bien, la falsedad de toda doctrina que no se halle de acuerdo con la que se profesa. La concepción de la historicidad de la filosofía debe «potenciar» en una síntesis unitaria la pluralidad de los sistemas filosóficos.

Este ataque al teoricismo está justificado para el caso de las filosofías que se pretenden definitivas y conclusas, es decir, para los sistemas cerrados; pero no tiene sentido ni validez para las doctrinas sistemáticas abiertas, que reconocen en el ser una fuente inagotable de intelecciones, y, por tanto, la materia permanente de una serie indefinida de interpretaciones sistemáticas. Una doctrina sistemática abierta puede juzgar la totalidad de los sistemas precedentes sin que por ello haya de presumir encontrarse fuera de la historia. La concepción de Dal Prà no parece tener en cuenta la posibilidad de estos sistemas abiertos.

Por otra parte, la integración de los sistemas filosóficos no siempre es posible en todos los puntos ni en todos los casos. Una excesiva confianza en el poder unificador de la historia no se acuerda muy bien con una completa exigencia de precisión y rigor lógicos. La integración de los sistemas sólo es posible donde y cuando no se trata de doctrinas polarmente opuestas. ¿Cómo integrar materialismo y espiritualismo, sin verdadera contradicción o sin caer en alguna suerte de relativismo histórico?

Junto a la dimensión de la «historicidad», que conviene, en rigor, más al filosofar que a la filosofía, precisa mantener la dimensión de la «verdad», que es esencial a toda aspiración verdaderamente filosófica, y sin la cual la filosofía misma no puede ser siquiera definida. Si un teoricismo fácil anula la verdadera comprensión histórica, no es menos cierto que un radical historicismo hace imposible la auténtica comprensión filosófica. [337]

La idea de una historia de la historiografía filosófica, que aparece en Dal Prà íntimamente enlazada a la de la historia de la filosofía, es, sin duda, fecunda; y buena prueba de ello es la misma obra cuyo prólogo comentamos. Ahora bien: acaso sea excesivo vincular de un modo tan estrecho, como Dal Prà propone, la filosofía y la historia de su historiografía{3}. Por la misma razón, sería preciso, para filosofar, hacer la historia de la historia de la historiografía filosófica... et sic de caeteris.

El fundamento que Dal Prà propone para la integración dialéctica de la historia de las ideas en la elaboración estrictamente doctrinal, es de carácter «trascendentalístico-Práctico», para emplear los términos originales. El ser, objeto de la filosofía, no sería nunca un dato de conocimiento, sino algo ofrecido, a modo de ocasión, a una pluralidad inagotable de interpretaciones sistemáticas. En cuanto su procedimiento o método que deba ser usado en las integraciones de carácter dialéctico, Dal Prà recurre a una especie de lógica de la potenciación.

Gracias a este doble fundamento, se salvarían las exigencias sistemáticas de unidad y las objetivas de respeto a la individualidad propia de cada uno de los sistemas; de modo que siempre sería posible intentar nuevamente la historia integradora de los sistemas, desde puntos de vista nuevos, favorecidos por un mejor conocimiento de las doctrinas a la luz de investigaciones históricas más penetrantes. El curso entero de la filosofía y cada uno de los sistemas que lo integran, serían, pues, indefinidamente integrables o potenciables, habiendo de concitarse, para esta labor, tanto las investigaciones históricas objetivas como el planteamiento filosófico estricto que radicaría en la doctrina implícita o explícitamente admitida.

Por lo que toca al fundamento objetivo, la teoría de Dal Prà se muestra indudablemente fecunda, ya que esa misma inagotabilidad del ser hace posible, sin necesidad de caer en historicismo, la comprensión de la pluralidad de los sistemas filosóficos. En la interna riqueza del objeto de la filosofía habría que encontrar la última explicación de la dialéctica inevitable del pensamiento humano. Siempre, claro es, que esta explicación sea complementada con la advertencia de la naturaleza imperfecta de nuestro entendimiento, el cual procede, en virtud de su potencialidad constitutiva, de una manera dinámica y progresiva, por sucesivas adquisiciones o aproximaciones al ser. Pero esto no significa que el propio ser no sea nunca de algún modo conocido. La trascendencia del ser a dada uno de los sistemas que lo interpretan vale solamente para expresar un exceso o eminencia sobre toda determinada intelección; lo que no es incompatible con que cada una de las intelecciones alcance realmente el ser con mayor o menor profundidad y en uno u otro aspecto. De lo contrario, aquella trascendencia que hace de fundamento [338] objetivo de la historia de la filosofía sería al mismo tiempo la causa de la fundamental invalidez de toda doctrina o sistema filosófico. Lejos de quedar siempre desconocido, de ser una eterna x para el pensamiento, el ser estaría siendo desvelado, continuamente alumbrado, a través de las intelecciones filosóficas, aunque éstas jamás alcanzaran una absoluta y completa penetración.

En lo que se refiere al fundamento metodológico, hay en Dal Prà, al menos, una apariencia de contagio hegeliano, que ciertamente da jugosidad y animación a su visión dialéctica de la historia de la filosofía, pero que bien pudiera interpretarse en el sentido de un extremoso eclecticismo histórico, donde la integración y el afán de síntesis tiendan a soslayar o menospreciar diferencias reales de grave e irreductible significado.

Por último, no es inoportuno añadir que la concepción de Dal Prà deja completamente abierto y sin solución el más decisivo problema de las relaciones entre filosofía e historia de la filosofía. En el carácter de universalidad, que es propio del saber filosófico, hay sobrada razón para la integración de la historia de la filosofía en el horizonte especulativo de ese saber. La filosofía no es armónica o congruente consigo misma si no sabe dar cuenta de su propia historia. Pero esto puede ser interpretado de dos maneras diferentes.

La «explicación» de la historia de la filosofía puede ser entendida, en primer lugar, como una justificación y comprensión, por causas últimas, de la existencia de una pluralidad de sistemas. En este sentido, la trascendencia del ser a todas sus intelecciones, como arriba se acaba de formular, y el carácter dinámico o progresivo de nuestro humano entendimiento, constituyen las piedras angulares para una explicación general de la existencia de la «historia» de la filosofía.

El problema que intenta resolver una explicación semejante es sometido a un tratamiento filosófico, el cual no se limita a testimoniar la existencia de una pluralidad de sistemas, sino que aspira a comprender las causas mismas de que en último término procede, y a través de las cuales se hace inteligible, el espectáculo de esa pluralidad. Puede afirmarse, en suma, que el problema en cuestión es –aunque material y objetivamente histórico– formalmente filosófico. Se trata, en efecto, de filosofar sobre la historia de la filosofía.

Muy distinto es el sentido de la explicación de esta historia cuando lo que se intenta es «desplegar» el proceso real de la evolución del pensamiento filosófico en su concreción estricta y tal como de hecho ha acontecido afectivamente. No se pretende entonces comprender cualquier historia posible de la filosofía, sino dar cuenta exacta de la concreta y determinada historia que tiene a sus espaldas el filosofar. En este caso, no se trata de saber las causas últimas de todo proceso histórico-filosófico, sino de explicar, por modo histórico, [339] la existencia de una pluralidad de sistemas determinados. No se intenta, en resolución, saber cómo es posible, en general, que la filosofía tenga historia; sino cómo es posible, en concreto, que la filosofía tenga precisamente la historia determinada que realmente tiene. Ahora bien: un problema semejante no es filosófico más que de un modo material y accidental: en el sentido de que los hechos cuya interpretación se busca son hechos filosóficos. El tratamiento de este problema es formalmente histórico, en la misma medida en que la historia de la filosofía es también una disciplina formalmente histórica, aunque materialmente filosófica.

La explicación del problema «general» de la historia de la filosofía compete a la filosofía misma, y amplía el interno dominio de ella.

Pero la explicación del tema «concreto» de la historia de la filosofía corresponde a la ciencia histórica, en cuanto que ésta puede ser capaz de dar una razón suficiente de los hechos.

Filosofar no es historiar. Lo cual no significa que el filósofo pueda permanecer ajeno a la historia concreta de su saber. Muy por el contrario, esta historia debe serle conocida, y justamente de una manera histórica: la única capaz de dar cuenta de un proceso concreto y determinado. Pero ello tampoco significa que esa historia concreta, por muy dialectizada que se encuentre, pueda ser una parte integrarte de la «filosofía», sino tan sólo una condición, todo lo necesaria que se quiera, para el debido carácter crítico y la mayor eficacia del ejercicio de «filosofar».

A. Millán Puelles

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{1} Cfr. Mario dal Prà: La storiografia filosofica antica (Milano, Fratelli Boca Editori, 1948). Un volumen de 305 páginas.

{2} Opus citatum, p. 8.

{3} Opus citatum, p. 20.