Revista Contemporánea
Madrid, 30 de diciembre de 1876
año II, número 26
tomo VI, volumen VI, páginas 754-760

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

Terminaron en el Ateneo los debates sobre la poesía lírica, resumiéndolos el Presidente de la sección de Literatura, Sr. Canalejas. Publicado su discurso, a la redacción que le ha dado al publicarlo debemos atenernos en justicia, ya que en ella ha subsanado las graves omisiones que al pronunciarlo cometiera.

Resiéntese el trabajo del Sr. Canalejas, de ciertos resabios que ha adquirido este ilustrado crítico desde su entrada en la Academia. Y no nos referimos solamente a lo artificioso y arcaico de la frase y a lo rebuscado del período, vicios debidos al afán de imitar el lenguaje arqueológico en boga en el santuario de la calle de Valverde y que tanto contribuyen a que la palabra del Sr. Canalejas haya perdido la espontaneidad y elocuencia que en otro tiempo la adornaran, haciéndose premiosa, difícil y amanerada. Nos referimos a las tendencias conservadoras que manifiesta en el arte, al mal disimulado apego que revela hacia las escuelas clásicas y a la hostilidad que parece sentir hacia los innovadores del lirismo.

Sólo así se explica la crítica notoriamente injusta que hace el Sr. Canalejas de las obras líricas de Bécquer y Campoamor, al paso que prodiga alabanzas a buen número de poetas, cuyos méritos se reducen al atildamiento del lenguaje o a su respeto a las clásicas tradiciones. No hemos de citar los nombres que sin razón aplaude, porque habríamos de ofender a personas que aún viven; pero séanos lícito deplorar que quien tan duro se muestra con el autor de las Rimas y el de los Pequeños poemas, cante las glorias de escritores que ciertamente no pasarán a la posteridad.

Nacen en mucha parte estos errores del Sr. Canalejas de no haber acertado a esclarecer el problema debatido en el Ateneo acerca del fondo y forma de la poesía y acerca del arte docente y del arte por el arte. Es cierto, como el Sr. Canalejas sostiene, que la belleza y la poesía son forma pura y que el arte no puede ser rigurosamente docente en el sentido literal de la palabra; pero también que la excelencia de la poesía aumenta y su influencia acrece cuando el ideal cantado por el poeta es expresión de la verdad, cuando responde a los sentimientos de la época y cuando encierra verdadera trascendencia. Hay en la poesía dos cosas distintas: una [755] creación artística, cuya excelencia reside exclusivamente en la forma, y una manifestación de ideas y sentimientos, que crece o mengua en perfección según el valor y trascendencia de aquellos. Sin duda, que bajo el punto de vista puramente artístico, igual valor y legitimidad alcanza la poesía que tiene idea o fondo y la que no la tiene, a condición de que ambas sean bellas en su forma; sin duda que una poesía de bella forma y de pobre o falsa idea valdrá más (artísticamente hablando) que una poesía profunda y filosófica de forma pobre y fea; pero en igualdad de circunstancias siempre aventajará en importancia e influencia el poeta que en forma bella diga algo al que en forma también bella no diga nada.

Cierto que la idea por sí sola no es el arte, por más que pueda ser intrínsecamente bella, porque el arte no es la idea sino la representación sensible de la idea (como dice exactamente el Sr. Canalejas): cierto que la idea sólo entra en el arte y es artística a condición de ser figurada, representada, trocada en bella forma por la fantasía; pero cierto es también que, aparte de la belleza que por sí misma pueda tener la idea, cuanto más verdadera, profunda, interesante y simpática sea, tanto ganará en importancia y valor social la obra en que aparezca.

El valor de la idea en el arte varia también según el género de la obra. Cuando el poeta narra o describe, cuando es propiamente épico, el elemento idea tiene mucha menos importancia que cuando en la poesía se anuncian ideas y sentimientos personales; pues no hay que olvidar que en el poeta lírico hay siempre un pensador. Y aún en la épica no es indiferente el asunto. Cantar hoy la guerra de Troya sería empresa de dudoso resultado y se necesitaría un grado de perfección extraordinario en la forma para entusiasmar a los lectores del siglo XIX con las hazañas de Aquiles o de Héctor.

El crítico debe establecer siempre la necesaria distinción entre el juicio puramente estético y el que pudiéramos llamar humano social de la obra de arte, y sólo de esta manera acertará a cumplir su misión. Todavía en las artes que directamente no expresan ideas (como la música por ejemplo) puede omitirse esta distinción; pero en artes como la poesía no cabe olvidarla. Colocándose fuera y por cima de la vida y de la historia en la región abstracta de la estética, es posible conceder igual lauro a la oda de Sánchez de Castro al Concilio del Vaticano y a la oda de Quintana a la invención de la imprenta. Bajo el punto de vista puramente artístico podrán competir ambas; pero consideradas como expresión del ideal, ¿cómo cabe equiparar el canto arcaico del primero con el himno al progreso y al porvenir del segundo?

Redujérase la poesía a una música hablada si tal se hiciere; pues olvidárase entonces que es juntamente realización de belleza y expresión de ideal, sobre todo en los géneros que a expresarlo se dedican; obligárase al público a dejar de pensar cuando escucha [756] los acentos del poeta y a prescindir de lo que este dice para fijarse sólo en cómo lo dice, y de esta suerte perdiera todo su valor social a poesía y dejara el poeta de ser vate para convertirse en músico.

¿Quiere esto decir que deba condenarse la poesía sin idea? No ciertamente. Eterna será la poesía descriptiva, que sólo aspira a poner de relieve las bellezas naturales y la narrativa que busca su inspiración en los grandes hechos de la historia; eterna será también la belleza de las grandes obras poéticas, aun cuando haya caído en descrédito el ideal que canten, porque siempre quedará la belleza de la forma; pero, ¿cómo negar que si al primor de la imagen y del metro se une la verdad y alteza de la idea, la poesía que junte ambas excelencias superará a la que sólo posea la primera? Pues esto es lo que afirman los que enaltecen a los poetas de idea (de idea y de forma debiera decirse) sobre los de pura forma, sobre todo tratándose de géneros principalmente destinados a la expresión de la idea.

Distingamos, pues, en la poesía el fondo de la forma; concedamos que en esta y no en aquél reside propiamente lo poético, aunque el fondo pueda ser bello por sí mismo; declaremos que la excelencia del fondo es insuficiente si no le acompaña la de la forma; afirmemos que esta basta por sí sola para constituir la belleza poética, pero que la perfección de la obra ganará si al primor de la forma se juntan la verdad e importancia del fondo; y de esta suerte nos habremos apartado de toda exageración, tanto de la que busca en el arte poético un simple medio de demostrar verdades, como de la que se manifiesta hostil o indiferente a que la poesía adquiera verdadera trascendencia, y podremos hacer justicia a todos los poetas de verdadero mérito, otorgando, sin embargo, nuestra preferencia a los que cautiven a la vez nuestra razón, nuestro corazón y nuestra fantasía sobre los que sólo alcancen a deleitar nuestro oído con la magia de sus versos o recrear nuestra imaginación con los primores de su fecunda inventiva.

Por lo que al arte docente respecta, parécenos que tampoco acierta el Sr. Canalejas a hallar la verdadera fórmula de esta cuestión, acaso porque le extravíe el impropio calificativo de docente. El arte no enseña ni aspira a enseñar como la ciencia; el arte se limita a dar bella forma a ideas y sentimientos que pueden entrañar trascendencia social o filosófica, y en tal concepto no es lícito negarle el derecho de buscar esta trascendencia. Cuando el arte no es narrativo o descriptivo, sino conceptivo; cuando el artista al crear belleza, manifiesta y canta un ideal, cabe, sin faltar a la ley artística, dar al ideal cantado toda la trascendencia posible. Claro está que si extremando esta tendencia el poeta se limita a hacer ciencia rimada y se obstina el crítico en que esta poesía es la única legítima, se podrá caer en extravío lamentable; pero aun en tal caso, siempre que se conserve la belleza de la forma, habrá arte y [757] poesía, como lo prueban los poemas didácticos de Hesiodo, Lucrecio, Horacio y Virgilio y tantos otros a quienes tributan merecido aplauso los enemigos del arte docente, y siendo esto así, ¿cómo el Sr. Canalejas, que enaltece de seguro el poema De natura rerum y las Geórgicas y se deleita con los filosóficos conceptos de la Epístola moral a Fabio, combate a Campoamor porque procure que cada una de sus composiciones tenga alcance y trascendencia filosófica?

Nada más injusto y desacertado que el juicio que de Campoamor hace el Sr. Canalejas, a no ser el que hace de Bécquer. Parece imposible que tan ilustrado crítico incurra en tamaños dislates, después de prodigar elogios a verdaderas medianías.

Ante todo, es completamente inexacta la división que hace de la vida poética de Campoamor, considerando en él dos poetas: el de las Doloras y el de los Poemas. La tendencia trascendental (que tanto censura) es igual en ambos géneros de producciones; más aún, todavía se manifiesta con mayor crudeza en las Doloras que en los Poemas. La comedia del saber, La fe y la razón, Las creencias, Todo es uno y lo mismo, El sexto sentido, Las dos linternas, La ciencia nueva de Vico, y otras muchas doloras que pudiéramos citar son mucho más docentes que El tren eterno, Las tres rosas, La novia y el nido, Las flores vuelan y la mayor parte de los poemas. ¿Dónde está, pues, esa diferencia de épocas en Campoamor?

Pero aunque así fuera, ¿no hay en las obras de Campoamor todas las condiciones que exige el Sr. Canalejas? ¿La idea filosófica no se viste en ellas de bellas formas sensibles e imaginativas? Pues entonces, ¿por qué censura el Sr. Canalejas esas antítesis oscuras, esa sutileza que toca en lo conceptuoso; ese empeño de exponer teorías y probar tesis trascendentales que roban calor y vida a las obras de Campoamor? Y sobre todo, ¿con qué derecho critica eso el erudito escritor que en un bellísimo discurso hizo la brillante y merecida apología de la muestra más acabada de esos que hoy le parecen lunares y entonces le parecieron bellezas, de los Autos sacramentales de Calderón? ¿Pues dónde hay en Campoamor nada que pueda compararse en tendencias docentes y antítesis y sutilezas y rebuscamientos con los autos La vida es sueño, A Dios por razón de Estado, La divina Filotea, El sacro Parnaso y tantos otros que en suma son tesis teológicas dramatizadas? ¿O es que el fervor místico que a última hora se ha apoderado del Sr. Canalejas le hace aplaudir en los escritores católicos lo que le parece censurable en los que rinden culto al espíritu moderno? En cuanto a Bécquer, el señor Canalejas lo considera muy por bajo de lo que merece. Para el señor Canalejas, esos que llamó suspirillos germánicos el Sr. Núñez de Arce, tienen muy poca valía. Fácilmente dispuesto a entusiasmarse con las odas kilométricas de la escuela clásica, manifiéstase hostil contra esas composiciones breves, profundas y sentidas en que [758] reflejó Bécquer el espíritu poético más espontáneo y genial que hemos conocido en estos últimos años. Para el Sr. Canalejas, en esos géneros no hay base ni material estético para fundar una escuela; o lo que es igual, la concisa profundidad, el delicado sentimiento, el humor, la gracia, el encanto que palpitan en todos los poetas alemanes modernos desde Goethe y Schiller hasta peine, Uhland, Hartmann, Rückert y tantos otros (fuentes indirectas, cuando menos, de Bécquer, y directas de Florentino Sanz, a quien aplaude, por más que esto parezca contradicción), deben valer muy poco para el Sr. Canalejas, porque no ostentan la amplitud de formas de la oda pindárica. ¡Sea enhorabuena! Deléitense los clásicos con las odas en que se invoca a Mavorte fiero y a la hórrida Belona; que la juventud ilustrada y cuantos prefieren la naturalidad del sentimiento y la profundidad de la idea a los períodos retumbantes de los poetas de Academia, estarán siempre dispuestos a dar veinte odas, de esas que se premian en los certámenes académicos, por una rima de Bécquer o una dolora de Campoamor. Cuando duerman el sueño del olvido muchos genios inventados por el Sr. Canalejas, vivirán las poesías de ese desaliñado e incorrecto Bécquer, que si no sabía medir su inspiración por varas ni hablar de broncíneos tubos, por lo menos sabía hacer sentir y hacer pensar, lo cual no es tan fácil como parece a primera vista.

Núñez de Arce sale mejor librado de manos del Sr. Canalejas; pero no obstante, también se lleva su parte de lección, porque en su lira no hay más cuerdas que la patria y la libertad; ¿qué importa si las vibra con tanta valentía? ¿Acaso es obligación del poeta cantar la realidad entera en todas sus manifestaciones?

Terminaremos esta desaliñada crítica haciendo notar algunos graves errores y omisiones históricas que comete el Sr. Canalejas al desarrollar su teoría (exacta sin duda) de que la lírica es de origen moderno, porque es hija de la libertad y del sentimiento de la individualidad. Es cierto; pero nada nace sin precedentes y no es posible pretender que la lírica ha nacido como Minerva de la cabeza de Júpiter. Verdad es que la lírica antigua tiene más de épica que de lírica; pero no es permitido a erudito tan docto como el Sr. Canalejas desconocer la realidad de los hechos hasta el punto de olvidarse de poetas como Safo y Anacreonte, como Horacio, Catulo, Tíbulo, Propercio y Ovidio, cuyo carácter genuinamente lírico es imposible negar, ni decir que Petrarca es el primer poeta lírico, como si no existiera el autor de las Querellas.

* * *

En la sección de Ciencias morales y políticas del Ateneo continúa con gran animación el debate acerca de la Constitución inglesa. Terminado el enojoso incidente surgido entre los Sres. Sánchez, Figuerola y Pedregal, comenzó a usar de la palabra el Sr. [759] Moreno Nieto, haciendo una elegante reseña histórica de la Constitución inglesa y anunciando que iba a tratar la cuestión bajo todos sus aspectos. Su discurso, con razón aplaudido, no tuvo otro honor que un lastimoso paréntesis sobre la cuestión religiosa en que el Sr. Moreno Nieto pareció olvidarse de la templanza y serenidad que hasta entonces había ostentado y que luego recobró. Por lo que pudimos entender, el Sr. Moreno Nieto se propone acusar de inconsecuencia e intolerancia al protestantismo. No le faltará razón para ello; pero, ¿no sabe el Sr. Moreno Nieto que

el que tiene de vidrio su tejado
no debe tirar piedras al vecino?

* * *

De novedades bibliográficas y teatrales poco o nada podemos decir a nuestros lectores; porque suponemos que nos dispensarán de la ingrata tarea de hablar de las obras que en estos días han sucumbido a las iras del público. Por esto nos limitaremos a mencionar con elogio la agradable y discreta comedia del Sr. Echevarria: Los grandes títulos, escasa en novedad, pero tan bien desarrollada como galanamente escrita, echando un velo sobre las producciones de los Sres. Blasco y Puente y Brañas y sobre los diferentes desatinos propios de la época de Navidad que han ofrecido al público casi todos los teatros.

* * *

Nuestro distinguido amigo, el Sr. Sánchez Pérez, ha tenido la bondad de contestar a las observaciones que le hicimos en nuestra última Revista, y sin querer sin duda, nos ha inferido la ofensa de suponer que habíamos juzgado su artículo sin leerlo, ligereza que nunca nos permitimos, mucho menos tratándose de trabajos tan estimables como los del Sr. Sánchez Pérez.

Dice esto nuestro amigo porque, a su entender, le hemos atribuido gratuitamente la doctrina de que el crítico no necesita ciencia, pues con la experiencia le basta, y de que para juzgar un drama es necesario haber pasado por las situaciones que en él se pintan; doctrina que él dice no haber sostenido en su artículo.

Nosotros no hemos dicho terminantemente que el Sr. Sánchez Pérez desarrollara tal doctrina, sino que la indicaba, y añadimos que la indicación basta para que en ella señaláramos un peligro, y bajo el supuesto de que todo ello eran indicaciones no desenvueltas por el Sr. Sánchez Pérez, pero que de serlo, encerrarían peligros, escribimos nuestras observaciones, como fácilmente se colige del tono, casi siempre condicional, que en ellas usamos.

Y que teníamos derecho para presumir que el Sr. Sánchez Pérez tenía en poca estima la ciencia del crítico y en mucha la experiencia lo muestran las repetidas ocasiones en que así lo indica, [760] asegurando que el estudio del hombre se consigue mejor en el mar de la vida que en el polvo de las bibliotecas, que acaso para juzgar las obras dramáticas no son suficientes la ciencia y el ingenio, que tal ver, pues de pintar luchas de pasión se trata, sea necesario haber experimentado sus efectos, y otras frases semejantes que llevan envuelta e indicada, si no desarrollada explícitamente (lo cual reconocíamos) la doctrina que censuramos. Parécenos también que al ver que achacaba a nuestros pocos años y falta de experiencia en las grandes desgracias de la vida, el que nos pareciera extraña la mansedumbre del marido que pinta el Sr. Echegaray en su último drama, no nos faltaba razón para presumir que el Sr. Sánchez Pérez no creía posible que se juzgara una situación dramática sin haber pasado por ella; pues si tal no pensaba, ¿qué base tenían sus acusaciones y qué necesidad había de hablar de nuestra falta de experiencia? Por lo demás, creemos que es posible juzgar una situación dramática sin haber sufrido desgracia alguna, a menos que se declare posible toda observación psicológica que no sea fruto de la propia experiencia, cosa que no creemos que se atreva a sostener el Sr. Sánchez Pérez.

Por lo que hace al público, repetimos que no lo hemos atacado; antes hemos excusado lo erróneo de sus juicios, explicándolos por una natural fascinación. Tampoco lo menospreciamos como supone el Sr. Sánchez Pérez; pero sabemos cuánto contribuye en no pocas ocasiones a la corrupción del arte y cuán voluble suele ser en sus juicios, y por eso no los tenemos en tanta estima como el Sr. Sánchez Pérez. Creemos que conviene tenerlos en cuenta, pero no que sus aplausos sean siempre justos, y por eso no concedemos gran importancia a los éxitos que fabrica, a veces sin darse cuenta de lo que hace, ni anteponemos su juicio irreflexivo al de la crítica ilustrada y sensata.

En cuanto al drama del Sr. Echegaray no tendríamos inconveniente en debatir sus méritos y defectos con el Sr. Sánchez Pérez, si no fuera porque el asunto pecaría ya de añejo y porque habiendo dado extensamente nuestra opinión, tendríamos que limitarnos a rebatir las opiniones del Sr. Sánchez Pérez, a riesgo de que nos dijera luego que no habíamos leído su trabajo. Sin embargo, si el Sr. Sánchez Pérez tiene empeño en el debate, no nos negaremos a ello, aunque sería mejor que aguardáramos a ser viejos para tener la experiencia que no consienten aún nuestros pocos años.

M. de la Revilla

< >

www.filosofia.org Proyecto Filosofía en español
© 2006 www.filosofia.org
Revista Contemporánea 1870-1879
Hemeroteca