Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-diciembre de 1950
Vol. 1, número 6
páginas 17-22

Ramón Xirau

Lo que no se lee en Descartes

Mucho hay de profundo en la idea de buscar, en un hombre, lo que algunos existencialistas franceses de hoy denominan el «proyecto originario». En el primer capítulo de su «Sentimiento Trágico de la Vida», lo había ya intentado Unamuno con su idea del filósofo-hombre, el hombre Spinoza, o el hombre Pascal, o el hombre Kant. Y acaso con mayor precisión lo intentó Ortega en su «Goethe desde dentro» y su «Mirabeau». Hoy en día uno de los estudios más hondos a este respecto es el de Sartre sobre Baudelaire.

Lo que vamos a intentar en este artículo no es, sin embargo, exactamente lo mismo. Pues en la idea de Sartre está latente, sin duda, una fuerte base psicoanalítica, y el estudio es más de psicología patológica que de intención filosófica. Más hacia este sentido de Descartes y su filosofía, que a su intento primigenio, vamos a dirigir los ojos. Las condiciones vitales del filosofar analizadas desde el filosofar mismo, tal es nuestro intento.

¿Cómo se ha leído a Descartes? Cada época lee a cada filósofo a su manera y, en esto, consiste su permanencia. Un filósofo que nos importa vale por su aplicabilidad, no a un solo momento, sino a cada momento del hombre. Y así ha «existido» diversamente Platón a través de San Agustín, a través del neo-platonismo medieval, a través del neo-platonismo renacentista, del humanismo, de la Teología Metafísica de Suárez e incluso, indirectamente, del Método Cartesiano. Bien conocido es el Platón de los nuevos kantianos. Si un filósofo puede «ponerse al día», no prueba ello su mutabilidad, sino su diversidad de aplicaciones posibles. Ni su contingencia, sino su rica, y variable aplicabilidad.

Una evolución típica ha sufrido el pensamiento de Descartes. Del Descartes Metafísico del siglo XVII, del Descartes matemático de Spinoza, pasamos al Descartes positivista del siglo XIX, un Descartes que tiene acaso más contactos con Gassendi que con Descartes mismo. Para el intelectualismo francés de este siglo, Descartes es el matemático, el intelectual. Recientemente, con la ola existencialista y vitalista, una profunda modificación ha removido, desde lo hondo, la interpretación del cartesianismo. Gouhier y Laporte han abierto el camino, y Sartre mismo hace derivar toda su filosofía existencial de un «cogito pre-reflexivo», de origen cartesiano, aunque de un cartesianismo muy a lo Husserl.

¿Quién era Descartes? ¿Qué era Descartes ? ¿Qué se proponía Descartes? Estas preguntas se contestan, según cada período interpretativo de su obra, de manera contradictoria. Para unos Descartes es un metafísico a quien interesa, ante todo, probar la existencia de Dios –tal es el Descartes de Mersenne. Para otros Descartes nada tenía de metafísico –el Descartes metafísico era el Descartes «erróneo»– y entonces pasaba a ser Descartes un hombre de ciencia que intentaba dar un método claro para la reflexión. Para los terceros, Descartes es poco menos que un emocionalista, un filósofo de la vida, y hasta un pre-existencialista. ¿Quién tiene razón? Todos y ninguno. Todos ven algo de Descartes, pero ninguno ve a todo Descartes. Claro que aquí se nos plantea un problema. ¿No se habrá añadido a Descartes una cantidad de «cartesianismo» que no le pertenece? De ello no cabe la menor duda. Pero es que el verdadero filósofo, como el poeta, dice muchas veces más de lo que piensa. Implica y sugiere. Unamuno decía en aquella paradoja suya que Cervantes no le interesaba, que Cervantes no existía, que lo que existía era Don Quijote. Y es que las ideas o las ficciones, cuando son verdaderas, se transforman en símbolos que se le imponen al escritor. En Descartes mismo, tan racional, su método se le presentó simbólicamente vestido en sueños. No hay que decir de los poetas. La psicología nos ha enseñado que el creador puede verter en su obra un caudal incógnito de dimensiones por él ni tan solo soñadas, pues hay en cada palabra dimensiones sin fin.

Así, cualquier tema se nos impone. Los personajes de la novela «escogen», ante nuestros ojos, su propio destino; y esta gran novela verdadera que es la filosofía, se nos impone a cada paso. Lo que vamos a ver, pues, es el Descartes que nos importa, que se nos impone, el sentido dinámico de Descartes. Y este sentido no puede menos de ser subjetivo. Pero Descartes era también un sujeto, y acaso mejor entre sí se entienden las subjetividades en comunión que las objetividades en frialdad. ¿Es este el único Descartes? Claro que no y por suerte que no. Pero es un Descartes que puede adquirir sentido y que puede hacérsenos actual. Hemos dicho «no puede menos de ser» subjetivo, y debiéramos haber dicho, «es nada menos que subjetivo». Pues lo contingente es la ciencia, pero lo necesario, aquello que verdaderamente necesitamos y en lo cual «estamos» todos, es el afecto: el odio, o el amor, o la esperanza, o la contemplación estática. La ciencia cambia y cambia. No cambia el hecho de que quiera o de que desee, no importa como lo haga. La afectividad es lo que tenemos de universalidad y la necesidad es lo que tenemos de contingencia. A este Descartes necesario y contingente –vida, y ciencia–, a este Descartes impuesto, vamos a dirigirnos ahora.

——

Más que el dualismo entre el alma y el cuerpo, el espíritu y la extensión, el pensamiento y la vida, lo que corta en dos campos la filosofía de Descartes es el dualismo del hombre que quiere ser, por una parte, [18] y por otra, contraponiéndosele, el objetivista, que, en pro de la objetividad límpida y pura, suprima al hombre. Y ambas, positivas o negativas, son actitudes vitales. Hay un Descartes que quiere resolver el enigma: «ser o no ser», un Descartes que se afirma y que dice, como el Quijote «yo sé quién soy». Pero frente a este Descartes vital y dinámico, hay un Descartes a-vital, de neutralidades claras y distintas que se suprime, como hombre, en vistas al ser. El hombre cartesiano se define por lo que no es, por límite, por imperfección, frente a la objetividad que realiza el ser en pleno. Y este es el Descartes que vive en pos de sí mismo, buscando, más que la verdad, el sentido de su vida y de la vida. Pero hay otro Descartes que se arrulla en la ciencia, que escribe cuatro reglas metódicas, que decide que la sede del espíritu es la glándula «pineal», que se somete a la ciencia, y que «se lava las manos». Hay un Descartes de embiste y un Descartes de escapatoria. Para quien lea el Discurso del Método, esto será evidente: se trata, por un lado de vivir, de demostrar que somos algo, de sustancializar al hombre. Pero por otro, se trata de encerrarse en una cabaña bien cubierta, sin vistas al campo, con paredes a prueba de sonido para no oír la tempestad, y con el techo poblado de ecuaciones, métodos precisos, y «morales provisionales». Aquella moral provisional que hacía pronunciar su juicio condenatorio a Don Miguel de Unamuno: «filósofo de estufa y de estufa alemana».

Pero lo que Unamuno no supo ver es que, si hay un Descartes que busca el límite, un Descartes realmente encerrado y con paredes cifradas, hay también un Descartes vital, que abre las puertas de su cabaña y se aterra y se sorprende, y se asombra.

La necesidad de la contingencia

Ya hemos dicho y hemos tratado de mostrar en otra parte, que probablemente lo más necesario es lo más contingente. En las intuiciones de Pascal, sobresale, a este respecto, su razón del corazón. En nuestros días se han querido sistematizar estas razones cordiales en un mundo de valores «concretos». La solución de Max Scheler es, en muchos aspectos discutible. Sobretodo por el hecho de mezclar dos campos opuestos: el de la objetividad y el de la vida. Sea lo que fuera de todo ello, hay una necesidad absoluta del sentimiento: y esta necesidad puede ser, según sea el hombre, una gloria o una condenación. Algunos están condenados a amar, y otros se glorifican en el amor. Unos se condenan a odiar, y otros se vanaglorian en el rencor. Y esta condenación o esta glorificación crean, en el hombre, la necesidad de su vida. Puede que un hombre jamás piense en los triángulos isósceles o en el teorema de Pitágoras, pero todo hombre está bajo el dominio de esta gloria o de esta condenación primigenia. Con lo cual queremos decir que el «corazón», la parte afectiva del hombre, es la más necesaria. Así en Descartes y, algunas veces, a pesar de Descartes.

El Descartes vivo tiene contacto con dos extremos: con Montaigne y con Pascal. Y este Descartes se dedica a la experiencia, cree en el mundo que experimenta, cree en Dios que crea a este mundo y busca, ante todo, la seguridad de que es realmente un ser humano. Vamos, para precisar a este Descartes, el Descartes que está del lado de la vida y para quien, como para Platón, toda filosofía es «un estudio de la muerte», vamos, pues, a escoger ternas esenciales: su pensamiento inductivo en el discurso, y su temblor vital, en las cartas.

Parecerá raro, a primera vista, que se pueda hablar de inducción con relación a la filosofía de Descartes. Y es que Descartes no habla claramente de inducciones; sin embargo, hay en él todo un proceso inductivo, consciente o inconsciente, que esperamos comprobar. Este proceso inductivo se refiere a las partes III y IV del Discurso del Método, y nos habla de dos temas centrales, del hombre y de Dios. Consiste en pasar de este algo que es el hombre, a este todo que es Dios.

Si quisiéramos ir al tecnicismo, podríamos encontrar todo un planteamiento del problema de la inducción en la tercera regla del método, que, generalmente, se interpreta como la regla de la síntesis. Y ello es, en parte, justo pues sintetizar quiere decir ya inducir.

Dice Descartes en la Tercera regla del Método: «La tercera conducir por orden mis pensamientos, empezando por los objetos más simples y menos fáciles de comprender para subir, poco a poco, como por grados, al conocimiento de los más compuestos . . .» Después de analizar los elementos de las cosas, se llega a conclusiones generales, a «leyes» más compuestas, «subiendo», tal es el sentido de la ascensión inductiva, de los elementos al todo. Ahora bien, lo que nos hace pensar con mayor razón que hay en esta regla una idea de la inducción, es la segunda parte de la misma regla: «... suponiendo incluso un orden entre aquellos (objetos) que no se preceden naturalmente entre sí». En esta frase está la idea implícita de fundamentar el método inductivo. Se sabe que el mecanismo más estricto, implicando una cadena causal necesaria, es imprescindible para que, a partir de esta cadena de causas actuales, pueda realizar una inducción no tan solo probable, sino verdadera. El Descartes racionalista no podía contentarse con una inducción sobre un mundo dudoso. Sobre este mundo hay que imponer cierto orden racional. La contestación de Einstein o de Planck a los físicos anti-causalistas de nuestros días no difiere de esta idea cartesiana en gran manera.

Pero no es este Descartes técnico, el que fundamenta racionalmente sus inducciones, quien nos interesa. [19] Lo que nos interesa es el proceso inductivo mismo que lleva a Descartes, a partir del «yo», a la comprensión de una realidad superior: la existencia de Dios.

Para comprender bien a Descartes, en este sentido hay que considerar que su prueba fundamental (en realidad en el Discurso no hay sino una prueba con una multiplicidad de facetas), que esta prueba, pues, sigue un camino clásico: la doble vía de los místicos neo-platónicos. Se trata, en conjunto, de lo siguiente: dadas ciertas realidades particulares, pertenecientes al hombre, se aumentarán al infinito, o se suprimirán totalmente, de tal modo que el resultado sea la idea de Dios. Dios es, lo que somos al infinito, y lo que no somos nulificado. Veámoslo ahora con algún detalle.

Descartes parte de algunas nociones particulares, para llegar, inductivamente, a la ley necesaria de todas estas nociones. Entre ella la que encontramos, en primer lugar, y la más famosa es la del «Cogito».

El Cogito, desde este punto de vista vital, es una afirmación de realismo. Es el «yo sé quien soy» de Descartes. En primer lugar, la palabra «pensar» no significa, como muchos han pensado, un puro pensar intelectual, sino un pensar interpretado de manera mucho más amplia: pensar es sentir, o querer, o amar, u odiar, o pensar que me río, o sufrir. Pensar es pues una manera de ser intelectual y emocional: razón del corazón y razón del intelecto; medida, o razón, de ambos. Ahora bien, este pensar, no hace sino revelarnos nuestra existencia. «...Veo muy claramente que para pensar hay que ser».{1} Y así, desde este punto de vista vital y existencial, el pensar es cosa secundaria, pues se sume en la sombra cuando me ha revelado el ser. Si analizamos la frase cartesiana: «Pienso, luego existo», en el pienso está ya implicado el «Yo» pienso; es decir, que para pronunciar tan sólo estas dos palabras «Yo pienso», la realidad verdadera e indudable de mi «Yo soy pensante», es necesaria para poder decir que pienso. «Piensa» o «se piensa», o el incoherente «pensar», por sí solos, sin el yo que los piensa, no tendrían razón de existir, como pensados. Lo único que da razón de ser pensado al «pienso» es el yo existente y substancial que lo piensa. Sin ser «pensado», es decir pasivo y receptivo, frente a un yo activo, el pensar carecería de todo sentido.

Si nos referimos, ahora, a la segunda parte de la frase, al «ergo», el «luego», es claro ya que el «luego existo» no puede ser una «deducción»: es una intuición. A través del pienso se revela, no se crea, el «existo». Es una forma de insistir sobre la parte existencial del «Cogito». Es, en el fondo, una repetición. Podríamos decir, explicativamente, «pienso», yo un ser existente, así pues no hay duda de que existo. No se trata de «sacar» la existencia de una idea, sino que la existencia se deduce de una esencia: el «esse» depende de una «essentia».

Ahora bien, entre estos sus pensamientos, el ser existente que soy, tiene ciertas ideas-guía. Estas ideas son, por una parte, y negativamente, las de imperfección, límite, dependencia de mi ser. Afirmativamente, en cambio, son las de alguna perfección, alguna plenitud, y alguna libertad. Lo cual no deja, naturalmente, de hacernos pensar en Pascal. Como para Pascal el hombre, un «medio» entre dos extremos, en el caso de Pascal una nada en relación al todo, un todo con relación a la nada se manifiesta por lo que no es, por su falta de Ser, si se le compara al Ser, y por lo que es, si se le compara al no-ser. Y así, de este hecho de que soy y no soy, de que soy «falta» de ser y de que soy «presencia» de ser, Descartes induce su ley general: la existencia de Dios. Para llegar a ello, he debido tener, antes, la noción de lo que soy y de lo que no soy. Es decir, en otras palabras, que para llegar a Dios, sigue Descartes una vía positiva, de atribución de perfecciones – un Ser que sea en perfección todo aquello que me falta para ser perfecto, y una vía negativa, de negación de atribuciones negativas; decir lo que Dios no es. Y así vemos claramente, que Dios no es el mundo, –pues el mundo es aún menos real, estrictamente hablando, que yo; ni es el «yo», pues si el yo fuera Dios sería «yo» perfecto. Por otra parte, además, vemos lo que Dios es: bondad suprema, riqueza suprema de ser, perfección sin mácula; omnipotencia, omnipresencia, &c. Es decir, todo lo que en parte soy. Claro está que las dos vías se reducen a una sola intuición básica: Dios es aquello que no soy, pues me falta ser, y aquello que en parte soy elevado a totalidad de ser.

No es pues que Descartes deduzca de una idea la existencia de Dios. De la misma manera que «pienso» no puede existir sin el «yo» que piensa y de la misma manera que el «pienso» no hace más que revelarnos el yo que tras él se esconde, la idea de un ser Perfecto no es un fin, sino, meramente, aquello que nos revela a un Ser que existe en perfección.

Este Descartes vital es, pues, un Descartes que busca la verdad, cierto, pero como esta verdad es Dios, Descartes no puede menos de buscar su verdad de su Dios; la verdad de este Dios subjetivo, inherente al cogito, como diría Brunschvicg. Busca a Dios, y no para hacer matemáticas, sino para vivir. Pues para vivir, es necesario tener la existencia fundamentada. Y así adquiere sentido la «moral provisional» misma. Es necesaria para Descartes, mientras busca a Dios dentro de sí mismo, tiene que vivir.

Este Descartes vital, que se nos presenta en el «Discurso» o en la «Introducción» a las «Meditaciones Metafísicas», este Descartes se nos completa, [20] en su concretez misma, con las cartas y con aquella célebre relación de su muerte por Baillet. En las cartas de Descartes no vemos ya en el filósofo al puro racionalista, al puro intelectual de idea acerada y de concepto transparente, sino al Descartes que se preocupa por la circulación de la sangre, por el destino del alma, por la vida de los hombres, por la naturaleza del agua, por el problema de la vista, por la psicología, por los granos de hierba sensitiva. Es un hombre de experiencia y no tan solo de intelecto. Ahora bien, Descartes es un hombre de experiencia solitaria. Quéjase en algunas de sus cartas de su soledad que le pesa, pero en la mayoría de ellas se aqueja de no poder estar suficientemente solo para pensar. Y este hecho vital, este hecho de que Descartes fuese un solitario, está a la base de su «Cogito», mucho más acaso que el Descartes fundamentador de Metafísicas científicas y metódicas.

Este Descartes es el que dice en carta del 27 de marzo de 1630 a Mersenne que «para saber una cosa basta tocarla con el pensamiento». Porque el pensamiento es cosa activa y la realidad cosa tangible, que se puede tocar con el pensamiento, pensamiento que es cosa «de bulto», y no línea o vector intencionales.

Este Descartes es también el que nos dice «que la sola duración de nuestra vida basta para demostrar que Dios es».{2} Y este Descartes es el que muere en soledad, y en lejanía, el que, según las palabras de Chanut, embajador de Francia en Suecia, «se retiraba contento de la vida, satisfecho de los hombres, lleno de confianza en la misericordia de Dios, y apasionado para ver al descubierto y poseer una verdad que había buscado toda su vida».{3} Y como dice Baillet: «aquellos que se le aproximaban, se dieron cuenta de una singularidad bastante particular para un hombre que varios creían con la cabeza solamente llena, toda su vida, de filosofía y matemáticas, y es que todos sus ensueños no tendían sino a la piedad, y no miraban sino las grandezas de Dios y las miserias del hombre».{4} Como Pascal: el hombre descubre en su miseria su grandeza, y el sentido de su vida y de su muerte.

Para el Descartes de vida o muerte, de empresa y riesgo y acto, para este Descartes, lo necesario, lo que necesita, es lo «contingente». Todo esto que los cartesianizantes posteriores han llamado «contingencia»; y entre ellos, Kant. Contingencia y miseria del hombre, pasión, razón, emoción, presentan al hombre su falta de ser, su no-ser, su parecer, y por ellos, se «necesita» la necesidad de una ley, de Dios, «a contingentia hominis».

La contingencia de la necesidad

Frente al Descartes que piensa porque existe, está el Descartes que existe porque piensa.

Lo que, para Descartes era necesario fundamentar era su contingencia. Lo que le interesa al «otro» Descartes, al del intelecto, es pensar en la existencia. Los idealistas franceses han fraguado este Descartes a partir de ciertas ideas de Descartes mismo. Entre ellos nos dice Brunschvicg: «La intuición cartesiana no es una intuición de cosa sino de pensamiento».{5}

Este Descartes intelectual, fundador del idealismo moderno, es el otro Descartes. Veamos.

Descartes es el antecedente de Spinoza en más de un aspecto. Y entre estos aspectos semejantes está el que podríamos llamar la obsesión geométrica. Hay antecedentes anteriores a Descartes; por ejemplo los teoremas de Proclo, toda una axiomática para «probar» ¡una mística! Algo parecido sucede en este caso. En la respuesta a las objeciones «recogidas por el Padre Mersenne», se encuentra una parte en la cual Descartes nos da las «Razones que prueban la existencia de Dios y la distinción que existe entre el espíritu y el cuerpo humano, dispuestas en orden geométrico». Metafísica «more geometrico», religión «more geométrico». ¿Por qué no poesía a la manera geométrica, y habríase acabado ya de una vez la vida misma de la poesía ?

El Descartes de esta tendencia es el Descartes que funda el objetivismo moderno. Hay que ser objetivos, ha dicho la ciencia, suprimirnos para dar el ser a la universalidad y a la necesidad; hay que morirse como hombre para contemplar la objetividad pura con los ojos vaciados de todo contenido subjetivo o emocional. Y estas frases. «objetividad de la ciencia», «objetividad de la educación», &c. . . . retumban en ecos que se repiten en todos los ámbitos del mundo moderno. Hay que perderse como sujeto, para ver la verdad, fría y espinosa, clara y distinta. Tal es el Descartes de la evidencia.

«Entiendo por realidad objetiva de una idea la entidad o el ser de la cosa representado por la idea, en tanto esta entidad está en la idea». Ser objetivo, representa «ser «por representación».{6} Descartes en este caso ha creado, mediante su duda, un círculo en torno al yo. Las cosas ya no existen por sí mismas y el mundo se reduce a altura, anchura y longitud, puro espacio. No hay cosas en el mundo ni hay emociones en el yo. El yo ya no se preocupa de sí mismo, sino de ser una «sustancia pensante», algo así como una luz sin fuente. La sustancia de nuestro ser es pensar, y entonces, en tanto pensamos, solamente pensamos «objetos», pero no cosas. [21] La cosa es dudosa, se nos escapa, se nos desliza por los sentidos. Entre el yo y la cosa se interpone una barrera conceptual: entre el «yo soy» y el «existe el mundo» se interpone el «me pienso como objeto» y el «pienso a las cosas como objetos». La consecuencia inmediata de todo ello es, por una parte, que nunca puedo encontrarme a mí mismo, pues como pensar es objetivizar, y el yo, al objetivizarlo, se pierde, nada de mí se hace asidero, y por otra parte, la consecuencia lógica de todo ello, con referencia al mundo, está en la frase de Taine: el mundo es una «alucinación verdadera». Lo único que cuenta es la obsesión de la objetividad geométrica y deformante. Lo cual equivale a decir, por una parte, que, cuando me busco, se interpone una negación, un objeto que es. Y cuando pienso el mundo, se interpone, ante yo y el mundo, un mundo irreal o ideal, un mundo objetivo. Ya no «toco» con el pensamiento. Con el pensamiento solamente y obsesivamente pienso. Y sólo con el pensamiento.

Frente a este Descartes que se siente sustancia porque piensa, y aún sustancia puramente pensante, tienen razón los paralogismos kantianos. No es posible pasar del Pienso al Existo, si antes no se ha dicho «Yo» pienso. El puro pensar, sin sujeto, no es nada, es un pensar irreal, una ilusión, una alucinación, sí, pero no verdadera. Y también tiene razón el paralogismo kantiano referido a la existencia de Dios. Pues es imposible pasar de la «realidad objetiva» de una idea a su «realidad eminente o formal». ¿Quién nos dice que al probar la realidad objetiva por una realidad eminente, no es también esta realidad eminente una especie superior, o mayormente idealizada de realidad objetiva? ¿Quién nos dice, en otras palabras que pensar a Dios, no es sino eso, pensar en Él, pensar en su existencia, pero no pensarlo realmente como existente?

Por lo que se refiere al yo o a Dios, los tecnicismos no prueban su existencia, porque son, ambos, conceptos objetivizados, es decir, pensamientos u objetos sin objeto real, sin «cosa», sin «bulto», sin vida.

Si ahora nos remitimos al mundo cartesiano, en este segundo período, éste se nos presenta con el gris de la tristeza. Buscamos las cosas, tenemos en las manos un pedazo de cera, y este pedazo de cera cambia, y se transforma, y puede hacerse líquido. ¿Qué es la cera? Estrictamente hablando desde el punto de vista de la universalidad y la necesidad, la cera no es nada. Ni es nada este árbol que nace, se reproduce y muere, ni es nada este hombre que anda y vive y siente, ni es nada este pueblo que sufre. Todo es puramente «condición de posibilidad». Lo único que no cambia cuando cambia la cera, o cuando muere el árbol o cuando pasa el hombre, es el lugar de la cera, el lugar del árbol o el lugar del hombre. Espacio gris y homogéneo. Porque, estrictamente hablando, es decir, hablando en términos de objetos, las cosas no son. Y lo único que es realmente, es el medio –la res extensa– en que las cosas parecen ser. Ahora bien, si queremos pensar qué puede ser este espacio, sin cosas, este espacio vacío, nos damos cuenta, de que no es nada. Es una idea, un objeto. Nadie ha visto el espacio absoluto sin cosas: y el mundo objetivo es un mundo sin cosas. Los colores no cuentan, ni cuentan las intenciones, ni los hombres ni las ideas. Porque las ideas, por sí mismas, y llevadas de sí, no son sino puras ideas, y nada más. Con este mundo de fuerzas mecánicas, sin vibración, con este yo sin existencia, sino con pensamiento, no se puede llegar más que a un Dios: al Dios supremo geómetra y mecánico del mundo. Las «causas ocasionales» de Malebranche no son sino una consecuencia de lo mismo.

Ahora bien, ¿qué puede representar este Dios frío? ¿Qué puede ser para Descartes, el hombre, este Dios que mata los cuerpos y que salva en las almas, lo que éstas tengan de cubo, de círculo o de prisma? ¿Qué es este Dios que da un «papirotazo» («Chiquenaude»), al mundo, y lo pone en movimiento, como la palanca de arranque pone en movimiento un motor? ¿Qué puede ser sino una idea? Toda la metafísica cientifista de Descartes lleva a las mismas consecuencias: la inexistencia de lo que nos importa, y la necesidad de lo que no nos interesa. Es la victoria del círculo sobre el alma, de la línea recta sobre el árbol, de la máquina sobre el hombre. Claro que Descartes se salva a veces. Pero no es este Descartes el que se salva; el único que realmente puede salvarse es el Descartes de la soledad, el Descartes del Dios vivo, que sentía y presentía en sus sueños, en su «método», que es camino, y en su muerte.

Y así resulta que este mundo necesario, de ojo y cerrojo, de la filosofía de Descartes, se pierde, y resulta lo más falto de interés que quepa imaginar. Es un mundo sin importancia. Y, por lo tanto, un mundo, sin necesidad. Es, en efecto, por una parte, un mundo que no necesitamos, que no nos hace falta a nosotros que somos falta de ser. Y es, por otra, un mundo contingente, pues nada hay de más contingente que la ciencia, de más cambiante, de más real y profundamente experimental, hasta las matemáticas mismas, en toda su severidad. La matemática no-euclidiana basta para demostrarlo.

Y así tenía razón, el Descartes vivo que necesitaba su contingencia, y la existía, y no tiene razón el Descartes de la necesidad. Y ésta es su paradoja y su tragedia. Vivir primero lo contingente, porque le es necesario; desvivirse, luego, por lo necesario, que se le escapa y se le hace contingencia.

La escisión cartesiana

Todo el llamado dualismo cartesiano tiene su raíz en este carácter dual, de su filosofía y de su vida. [22] La necesidad de vivir le hace experimentar el cuerpo y el alma, y Dios. La necesidad de pensar le hace perder la necesidad de vivir. Toda la filosofía cartesiana se encuentra oscilando entre dos polos: el ser vivo y contingente y el ser gélido y necesario. La necesidad de vivir topa con la objetividad desvivida. Y el hacerse hombre, lleva a Descartes a perderse en la objetividad. Por una parte asciende Descartes, porque vive, a la sustancia y al ser. Por otra parte se esquematiza en un ser incoloro.

Tal vez esta dialéctica interna nos explicaría mucho de la psicología de Descartes. En Descartes hubo siempre, sin duda, una lucha interna entre el hombre de duda y fe, por una parte, y el escéptico que demuestra un Dios matemático, por otra. El miedo de Descartes –revelado en sus referencias a Galileo, se contrapone, polarmente, a su seguridad por cuanto se refiere a su metafísica y a su ciencia. En la psicología de Descartes algo parece siempre escapársenos de los dedos. A veces un orgullo inmoderado, le hace afirmarse violentamente por encima de los demás. No hay más que ver sus respuestas a Hobbes. Por otro, sin embargo, una medrosidad también desmesurada, le hace huir del mundo, encerrarse en su estufa, y vivir sin contacto con el aire libre. Y ahí, acaso, el sentido de su paradoja. Descartes quiere buscar su seguridad como hombre; más que la libertad lo que buscaba siempre era la seguridad. Los viajes a Holanda, y su huída final hacia la muerte en Suecia, son más que suficiente prueba de ello. Pero Descartes no sabe afrentarse a su mundo. Hay un mundo que le rodea lleno de peligros, desde la moral hasta la ciencia. Y entonces, a pesar de su «bon sens», de su «buen sentido», huye Descartes de este mundo. Filósofos y poetas hay que han afrontado las circunstancias tal y como se les presentaban. Y entre ellos, cerca de nosotros, está Unamuno. Otros, en cambio, han huido de ellas, pues lo que buscaban –Descartes no se cansa de repetirlo– era la «tranquilidad» de espíritu. La huída de este mundo, lleva a Descartes a edificar su meta-ciencia. Y de esta meta-ciencia cartesiana va a derivarse el cientifismo moderno.

El drama de Descartes no puede ser más actual. Es acaso el drama eterno del hombre, tan bien representado en «Hamlet», el drama de quien no sabe resolverse entre dos decisiones. Hoy en día la decisión es más necesaria que nunca. El problema no se «toca» ya tan sólo por el pensamiento, sino que nos entra por los poros, pues de él vivimos. El mundo de hoy es, por cierto, una consecuencia doble de Descartes; como Descartes tenemos la necesidad vital de resolver nuestro camino, nuestra vida, de progresar en lo moral como en la físico; tal es el sentido último de la búsqueda de la felicidad. Más que nunca nos urgen, adentro, las razones del corazón. Más que nunca tenemos que restablecer una realidad desvanescente que la ciencia misma reduce a polvo de ideas. Hoy más que nunca estamos frente al problema de ser y de querer ser. Tal es la reacción de la filosofía contemporánea hacia lo concreto (el individuo mismo frente a lo real propio, en Heidegger, en Scheler, en Unamuno, en Ortega, en Whitehead...). Más que nunca lucha y debe luchar el hombre para no convertirse en objeto. Pues en verdad, se han encarnado los objetos –y ésta es la otra parte de Descartes, del Descartes de idea clara y distinta. La objetividad se ha hecho real –en la máquina, en la bomba, en el cálculo. Y estos objetos que eran «fantasmas mentales», son seres reales, con amenaza abierta. La división de nuestros días, más que entre tal facción o tal otra, es la división entre la vida y el objeto-máquina. Hay que volver al sujeto. No al «yo pienso», sino al «yo soy», para fundar la verdadera «residencia en la tierra», para llegar, otra vez, a las cosas. Y esta manera peculiar de ser que nos hace presentes a las cosas, y que nos devuelve, a la vez, la vida y el mundo, es el «estar», la estabilidad. Grecia fue una filosofía, una filosofía que «estaba» en las ideas. La Edad Media fue una filosofía que «estaba en Dios». A partir de Descartes se dividen los campos: por un lado la vida; por el otro, la objetividad. Más allá de la objetividad, debemos ir a lo real. Más acá de la objetividad debemos volver al sujeto. La única solución posible es la de un subjetivismo realista. Yo, tú, la persona misma, frente a esto o aquello, la cosa misma.

Y ésta es la grandeza de Descartes. Y su límite. En ambas está la lección para nuestros días si queremos llegar a conquistar la estabilidad en esta tierra. Y esta lección es, acaso, la que pocos lean en Descartes.

Ramón Xirau

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{1} Descartes: Discurso del Método. IV, ed. Pléiade, p. 114.

{2} Principios de filosofía, en «Descartes, Oeuvres». Pléiade, p. 442.

{3} De la «Relación» de Baillet, en ídem. pág. 1094.

{4} Baillet: «La mort de Monsieur Descartes». Ídem. p. 1085.

{5} L. Brunschvicg, en: «La pensée intuitive chez Descartes». Etudes sur Descartes. París, 1937.

{6} Véanse las «Razones...», en la respuesta al P. Mersenne.

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