Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-diciembre de 1950
Vol. 1, número 6
páginas 23-24

Mercedes García Tudurí

El cartesianismo y la crisis

Cuando el estado de crisis general se presenta en el proceso de una cultura, es necesario que el hombre salve la grieta en que toda crisis consiste, a fin de mantener su vida histórica. Esto requiere aligerar el patrimonio que hubo de acumular en su afán de saber, para que el salto a la otra orilla resulte más factible.

Ya efectuada la tremenda experiencia, después del asombro y de la conmoción que ella implica, se verá obligado a sustituir aquello que dejó por grávido, para crear nuevos modos de interpretar la realidad que aparece distinta.

Por tales motivos, toda crisis implica inestabilidad y desorientación, debido al choque que se produce entre los que siguen viendo para la orilla que se deja y los que ya sólo miran la que van alcanzando; entre los que sienten el aliento de muerte y liquidación del mundo que se abandona, y los que no prestan atención sino para el vagido del que está naciendo. No existe conciencia histórica, porque ésta exige que para vivir el presente como tal, se den al pasado y al futuro sus dimensiones propias. Tendrá que superarse ese estado de turbación para que la cultura rehaga su unidad, aunque, como ha dicho Ferrater Mora, el hombre es por su naturaleza un ser crítico, y las llamadas crisis no son más que mera aceleración de su estado permanente.

Si se pudiera reducir tal conmoción a un número de elementos intelectivos, siempre tropezaríamos con un factor emocional inajustable, como es la angustia, que brota del propio carácter desorientador del fenómeno, y que, a la vez que temor profundo, es sed de seguridad y anhelo de salvación.

Compartimos la opinión de Burckardt, que afirma que «en la fase inicial de la crisis, es sobre todo el lado negativo y acusador el que más se afirma». Esta afirmación de la negación requiere un instrumento adecuado: el escepticismo. Es como la piqueta que destruye la obra muerta del pasado, lo que constituyó la realidad misma: las creencias.

En cambio, en su segundo momento, es la fe la que hace posible la afirmación de la afirmación, rindiendo su máxima función histórica. Logra que el hombre pueda sostenerse sobre el abismo, como el náufrago sobre un madero. A su conjuro se afianzarán las plantas en terreno firme, y la mente construirá sobre el yermo que dejó el escepticismo, alcanzando la perdida serenidad.

No es nuestra intención ahondar en los motivos que aceleran el proceso de la cultura, pero la trayectoria que sigue hacia el interior del hombre la busca del saber, se presenta como una constante en esa etapa del devenir histórico.

Aquella aceleración va produciendo grietas en el campo de las creencias, que el escepticismo se encarga de ensanchar. Al convertirlas en verdadero abismo, el hombre echa por la borda cuanto le impide el salto, quedándose apenas consigo mismo: «se fue quedando solo, sólo con sus ideas» dice Ortega y Gasset. Entonces, al contacto con otra realidad, requerirá una nueva revelación.

Las soluciones improvisadas, y aquellas que no tuvieron antes oportunidad de ser ensayadas, salen a relucir como remedios festinados para la gran desorientación. Hace entonces su aparición el fanatismo, practicado por aquellos en quienes la sensación de angustia no alcanza nunca niveles conscientes, y se acogen a cualquier doctrina que brinde a su instinto un asidero. Otros, más capaces, hacen de su propia angustia un instrumento de serenidad, y dan lugar a la ironía, que es también otra nota de esos momentos.

Por fin, aparecen soluciones universales que hacen frente de modo nuevo a la desconocida realidad. La crisis parece declinar en esta segunda fase, que es de carácter positivo. El escepticismo queda en segundo plano, y la fe ocupa el primer lugar en la realización del proceso histórico.

Para nosotros, la fe es la capacidad de creer, así como la inteligencia es la capacidad de comprender. La agudeza agustiniana estableció la relación entre sus funciones, diciendo que hay cosas en las que es preciso creer para poderlas comprender, y otras que hay que comprender a fin de creer en ellas. A nuestro modo de ver, el punto en que se unen, coinciden y confunden dichas capacidades es el de la evidencia: el conocimiento se hace tan transparente que no ofrece opacidad al creer ni al comprender.

El fruto de la fe está constituido por las creencias, y el del comprender por las ideas. El acierto de Ortega y Gasset es indudable cuando las distingue, exponiendo que «son las creencias quienes nos sostienen a nosotros, porque se nos presentan como la pura realidad en que «nos movemos, vivimos y somos».

La capacidad de la fe está dirigida a todo lo que constituye la objetividad, pero donde ella realiza su máxima función, alcanzando por eso su plenitud, es en el campo de los objetos religiosos. En cambio, su proyección hacia las otras esferas está permeada siempre de escepticismo. A nuestro juicio, la filosofía de la historia ha de tener muy en cuenta la dirección seguida tanto por el escepticismo como por la fe, ya que las líneas generales del proceso de la cultura se modifican de acuerdo con el predominio de una u otra capacidad.

Ellas son las que distinguen, en última instancia, el perfil medieval del moderno, [24] y lo que separa a San Agustín de Descartes, a pesar de su cercanía en cuanto al modo y hallazgo de la reflexión. La crisis general que limita la Edad Media de la Edad Moderna fue la fase culminante de una lenta desviación de la fe, del campo religioso al de los valores lógicos. Tanto en ese momento, como en aquel en que se liquidó la Antigüedad, observamos como nota común de su segunda fase el repliegue del hombre sobre sí mismo, presidido por el naufragio de un mundo de creencias. Pero la solución agustiniana se produce, precisamente, a consecuencia de la fe puesta al servicio de Dios, en tanto la solución cartesiana va dirigida a proyectar la fe –ya desviada de aquel servicio y asistida asiduamente por el escepticismo– hacia los valores lógicos de la ciencia.

La preocupación por el método para alcanzar la verdad, la cautela y la duda como instrumentos necesarios de la busca, sustancian nuestra afirmación anterior. Lo curioso es que Descartes, un hombre de creencias religiosas, fuera el pensador que diera al mundo occidental la solución que consistía en desviar la fe hacia la esfera de la razón y de la ciencia, es decir, hacia el sector ideal.

La primera regla de su método: «no admitir como verdadera cosa alguna que no se sepa con evidencia que lo es», implica toda la reserva que va a gravitar sobre el mundo moderno. El cogito ergo sum, a que se agarra esa fe, es el resultado de la duda metódica, y el idealismo nace al resolverse sólo por la razón, y dentro de ella, el problema de la existencia propia y el de la realidad. La apelación a Dios para llegar a la certeza de lo exterior, es sólo un rodeo del discurrir cartesiano, que en último extremo no tiene más sostén que el peñasco del propio pensamiento.

Esa fe en la razón, infiltrada de escepticismo, va a caracterizar el proceso moderno, observándose como cada vez la primera hace más concesiones al segundo. «La filosofía de Descartes es casi el «programa» de la época moderna», según Ferrater Mora, pero las últimas consecuencias de ese «programa» estuvieron muy lejos de ser previstas por el autor del Discurso del Método.

La crisis del mundo antiguo, que tuvo en el agustinismo la solución superadora, y en el repliegue del hombre hacia su interior una nota común con el advenimiento de la modernidad, llega a conclusiones diametralmente opuestas, por haber sido orientada la fe hacia el reino de Dios. P. H. Landsberg ha calificado el agustinismo como el nacimiento de la filosofía existencial, y nosotros decimos, ¿qué gran corriente de la filosofía moderna no tiene su antecedente en la obra del Obispo de Hipona? y ¿qué filosofía nacida de una crisis y empeñada en hallar soluciones positivas y universales no tiene matiz existencial?

San Agustín se salva de ser el creador del idealismo en virtud de que, al recorrer el camino de su propia intimidad, la sed por lo perfecto e incorruptible que lo consumía lo hizo buscar a Dios. No fue la desconfianza lo que alentó su propósito de probar la existencia mediante el pensamiento –porque estaba cierto de ella–, sino que llegó a su afirmación como resultado de la fe: «... es para mi cosa certísima que existo, que conozco mi ser y que le amo. Ante estas verdades no tengo temor alguno de los argumentos de los académicos que dicen: ¿Y si te engañas? Pero si me engaño es que existo. Porque quien no existe no puede ser ni siquiera engañado, y, por consiguiente, si soy engañado, existo ...»

Cuando Descartes llega a afirmar que Dios existe, porque sólo porque existe un ser infinito es que puede encontrarse su idea en una mente finita como la nuestra, es porque antes ha establecido de manera apodíctica la propia existencia mediante el pensar. Dios no es la consecuencia de la fe en lo sobrenatural, sino un producto de la fe en la razón y en la capacidad de ésta para hallar la verdad. Personalmente creyente, no es él, sino su filosofía, la que representa la desviación de la fe en la Edad Moderna.

En el desarrollo del «cuasi programa» cartesiano, el imperialismo de la razón ha tenido, en la compañía del escepticismo, el germen de su propia quiebra, como se observa con la obra del positivismo, coronación de aquel proceso y en lo que el propio Bertrand Russell llama «impiedad cósmica» del pensamiento moderno.

De que la crisis contemporánea ha de presentar, dentro de sus caracteres análogos a todas las crisis, diferencias fundamentales respecto a la sacudidas experimentadas al final de las Edades Antigua y Media, no se puede dudar. Será una gran fortuna para el mundo occidental contar para superarla con pensadores de la talla de Descartes, que por la limpidez de su pensamiento, la sobriedad de su método y su auténtica actitud filosófica, dio a su tiempo una solución aprovechable. ¿Hacia dónde se desplazará nuevamente la fe del mundo? Un balance del «programa» cartesiano sería orientador a este respecto, para apreciar lo que de él se esperaba, y lo que al fin fue y ha sido alcanzado por él.

Mercedes García Tudurí de Coya

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