Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-diciembre de 1950
Vol. 1, número 6
páginas 7-16

Humberto Piñera Llera

Descartes, el sentido común y la filosofía

Trescientos años exactamente nos separan de aquél en que murió Renato Descartes. Han ocurrido tantas cosas de entonces a la fecha, ha cambiado en tantas formas distintas este mundo en el que vivimos, que no resulta en forma alguna aventurado afirmar que de aquél de los tiempos del autor del Discurso del Método queda sólo, a lo sumo, la vaga sensación que al despertar produce en nosotros un confuso sueño. Lo cual, de paso, prueba cuán esencialmente histórica es la realidad sobre la cual se asienta el drama de la existencia humana. Hombres, instituciones y acontecimientos han cambiado radical y decisivamente en decenas de veces de aquellas fechas a acá. Ni ideas ni creencias tienen apenas real punto de coincidencia; el tiempo, sustancia de todo lo real, ha deshecho y recompuesto todo lo existente sin darse jamás tregua en su incansable tarea. Y, sin embargo, ¡somos hombres que hablamos de otros hombres! En verdad que resulta interesante la paradoja.

Sin lugar a dudas, es esta nuestra época la que mayor derecho tiene para hablar de una radical diferencia entre los tiempos de Descartes y los nuestros. Pues es justamente ahora cuando se ha llegado a un momento decisivo en la historia del mundo occidental, que es índice infalible de un cambio tan asombroso como jamás ha podido registrarse en todo el proceso de la cultura de occidente. Pues el hombre occidental se ha visto impelido a hacerse cuestión del valor efectivo y para siempre del supuesto en el cual se había asentado hasta ahora la posibilidad de perduración de esta cultura occidental –la razón. Para precisar más todavía este punto, digamos que el problema se contrae, de modo específico, a preguntar si lo que llamamos razón tiene sin más los derechos que hasta el presente se le han conferido, o si, por acaso, esa razón así entendida hasta ahora en la cultura occidental es sólo una razón sui-generis, y por consiguiente histórica y por lo tanto caducible.

Es justamente esta cuestión la que nos proponemos abordar en el presente trabajo, por cuanto, a juicio nuestro, es Descartes uno de los prototipos de esa tradicional interpretación de la razón al modo griego y desde Grecia hasta el presente, como tras él, y en lógica y cronológica sucesión, lo han sido, entre otros, Kant y Hegel, en quien culmina el proceso –¿victorioso?– de la razón, y a partir del cual se inicia una retirada cada vez más ostensible. Pero, será mejor ir despacio en todo esto.

La cultura occidental, al menos de San Agustín para acá –y esto sólo con el objeto de señalar una fecha asaz ostensible– viene dada como el resultado cada vez más efectivo de la interacción de dos cosmovisiones radicalmente diferentes en sus respectivos fundamentos, a saber: el paganismo grecolatino y el cristianismo. Aquél se apoya, desde sus más remotos orígenes, en ciertas creencias que pueden resumirse del modo siguiente: en la relativa inmediatez entre lo humano y lo divino, es decir, en una asombrosa proximidad de hombres y dioses; en la calidad acusadamente antropomórfica de lo divino; y, finalmente, en el fatalismo que preside tanto la vida de los dioses como la humana. Mientras que el cristianismo se asienta en el sentimiento de infinitud del Ser Supremo con respecto al hombre, así como en el reconocimiento de que su naturaleza es absolutamente distinta de la humana y en forma alguna es concebible antropomórficamente; y, finalmente, en el sentimiento de la absoluta omnipotencia de la divinidad, que le sitúa por encima de toda fatalidad, pues para el Dios cristiano no existe lo imposible.

Es imprescindible tener muy en cuenta y a la vez muy en claro estas específicas diferencias entre ambas concepciones del mundo, porque es precisamente de su fusión interactiva y del prevalecimiento de algunas de dichas diferencias de donde procede la crisis que justamente ahora se produce en la cultura occidental. Pues el cristianismo ha venido siendo dominado y a veces hasta absorbido por la concepción pagana del mundo, al punto de que, ante la obra de algunos «reales» cristianos –Pascal, Kierkegaard, Unamuno...– tiene uno necesariamente que preguntarse si, en su más pura esencia, no está el cristianismo por reinar sobre la tierra.

El paganismo grecolatino lleva consigo desde sus orígenes, como ya dijimos, el sentimiento de una relativa inmediatez de lo divino respecto de lo humano. Los dioses están demasiado próximos al hombre, y esta proximidad ha de ser entendida no sólo en sentido espacial sino incluso en el sentido de la naturaleza que a los dioses corresponde y en consecuencia al poder de que disponen. Pues, como afirma Platón: «Hay que distinguir entre dos especies de causalidad –la causalidad necesaria y la causalidad divina».{1} Es decir, que ni aún a los dioses es dado disponer de todo el poder; vienen, en consecuencia, a ser a lo sumo intermediarios entre esa Necesidad en que se constituye la causalidad divina –y que, por consiguiente, supera en fuerzas a los propios dioses– y el género humano, al que le es dado a su vez algo de ese poder que parcialmente reside en los dioses. Es por esto por lo que, según manifiesta Epicteto, Zeus dijo a Crisipo: «...si hubiera sido posible, [8] te habría dado un pleno poder sobre tu cuerpo y sobre todos los objetos exteriores. Pero no quiero disimular que solamente te presto todo esto. Y como no puedo dártelo en plena propiedad, te concedo una parte de lo que nos pertenece –el don de decidir hacer o no hacer, de querer o no querer; en una palabra, el don de utilizar las representaciones».{2}

Tal sentimiento de inmediatez, que así relativiza a lo divino, dotándolo de cierta obligada coexistencia con lo humano, es sin duda el germen de la concepción griega de la virtud y el pecado y, en consecuencia, de la ética. Pues si la necesidad es el límite impuesto tanto a los hombres como a los dioses, lo contrario de la virtud es el pecado y la ética ha de ser, a la vez, el modo de saber cómo situarse dentro de los límites de esa condición que es la necesidad; límites que sólo en el propósito, y jamás en realidad, el hombre puede traspasar. El hombre no tiene, pues, por qué asombrarse de que lo Imposible, es decir, el contorno inexorable de la Necesidad, lo rodee en la forma que lo hace, es decir, implacablemente. Pues también esto sucede a los dioses, y ¿por qué? A simple vista parece, que esto ha de ser así, porque si lo Imposible o la Necesidad se enseñorea de lo divino, es completamente seguro que ha de hacerlo con más razón de lo humano. Pero lo contrario parece, sin embargo, ser el modo cómo el pagano entiende esta cuestión. Es porque lo divino se halla en gran parte en lo humano, es decir, que con él coexiste, por lo que la limitación de lo divino alcanza a lo humano. Consideración esta última en la que se alcanza a ver claro por qué el pagano grecolatino hizo de lo divino una estructura acusadamente antropomórfica. Es que entiende lo divino a partir de lo humano, es decir, situándolo en su propio punto de vista. Y esto de tal modo, que aun cuando llegue, como en los casos de Sócrates, Platón y Aristóteles, a sustituir la ancestral concepción antropomórfica por una elaboración intelectual –el Sumo Bien o el Primer Motor Inmóvil– siempre quedará enmarcada por los límites de lo que depende directa y necesariamente del hombre, a través de su comprensión. Hay que «ver» o «contemplar» esas ideas o expresiones de lo supremo en las que se resuelve la realidad plena. Es, pues, siempre de un modo o de otro, cuestión de especulación.

Veamos, en tanto, lo que ocurre en el cristianismo. Para éste no hay posible inmediatez o cercanía de Dios respecto del hombre. La divinidad se hace presente al hombre a través de sus profetas, escogidos por Dios con ese fin. Y el hombre sólo puede tener a Dios presente como el sentimiento de aquello que se da exclusivamente en la forma de lo omnipotente y a la vez inexplicable. Es decir, que frente al hombre, que es siempre e indefectiblemente limitación, sólo realización de lo posible en el orden terrenal, se levanta la omnipotencia de lo divino, para la cual todo es posible y, por consiguiente, no reconoce sumisión alguna a la Necesidad. Y si el hombre no acierta a comprender esto, mejor... o peor, para él. Pues sólo debe sentir a Dios, su Señor, con todas las potencias de su naturaleza humana, mediante el poder que en él deposita la fe, que es, como lo expresa San Pablo, lo realmente contrario del pecado. «Lo contrario del pecado no es la virtud, sino la fe; todo lo que no procede de la fe es pecado.»{3} Y esta es la piedra angular del cristianismo, a saber, la entera e incondicionada disposición del hombre a aceptar a Dios como lo primero y en modo alguno sometible a «comprensión». No es, pues, la ética, la que puede salvar al hombre; es decir, el reconocimiento que éste hace de los límites que lo aprisionan, los mismos que aprisionan a los dioses –por este motivo, tan cercanos a él en todos sentidos–, y reconocimiento que consiste, por consiguiente, en la contraposición de la virtud al pecado, es decir, de la sumisión razonable al siempre inútil intento de trasgresión de lo limitante. No es, pues, repetimos, la ética –vale decir, el «tú debes»– el punto de partida en la organización y dirección del mundo; sino, muy por el contrario, la fe, es decir, la entrega absoluta y sin reservas a la afirmación implícita de que el poder de Dios sobrepasa a todo entendimiento, y de que, como respondió Jesús al escriba incrédulo: «El primero de los mandamientos es éste: Oye, a Israel, el señor, nuestro Dios, es el único Señor».{4}

Ha sido preciso esta larga exposición de las fundamentales diferencias entre las cosmovisiones grecolatina y cristiana para que luego se haga claro lo que pretendemos exponer acerca de la filosofía. Pues ésta, en la tradición cristiana que hicimos arrancar de San Agustín, es el resultado de la fusión e interacción de ambas cosmovisiones. Y como que, en esta fusión, ha ocurrido lo que, a juicio nuestro, puede denominarse un falseamiento de la verdadera esencia del cristianismo por la fuerza dialéctica de la cosmovisión grecolatina, es por lo que se hacía preciso situar con la mayor claridad y ajuste el problema en cuestión, a fin de entenderlo desde sus mismos comienzos.

El cristianismo depende, pues, desde que desborda el estrecho marco local de su fuente originaria y se precipita por el Asia Menor y Europa, de la cosmovisión grecolatina, y agreguemos, para precisar mejor esto, de la griega preferentemente. Basta leer a los Apologetas y a los Santos Padres –Tertuliano, Orígenes, Justino, Clemente, &c.– para comprender de inmediato cuán poderosa tenía que resultar la atracción ejercida por la fuerza dialéctica del mundo de la cultura griega [9] sobre la ingenua y relativamente reciente concepción cristiana. Es más: como ya es sabido, es dudoso que el cristianismo hubiera logrado alcanzar el poder y la difusión universal que logró en pocos siglos, de no haberle sido injertado el peso lógico de la ratio helénica, singularmente apta para la «comprensión» y dirección de este mundo. En otras palabras, y es ya hora de decirlo, el impulso indetenible de su sentido común.

Es, pues, la ética griega la afirmación terminante sin lugar a equívocos del sentido común. Y aun más importante que esto lo es el hecho, que de aquél procede inevitablemente, de que toda la vida teórica griega está fundada y regida por el sentimiento de la limitación inmediata, es decir, que el griego presiente que, en todo instante, la Necesidad lo circunda y no a muy larga distancia de él. Esto tal vez sirva para aclarar en alguna medida esas inconfundibles notas de la cultura helénica en general –la espacialidad, la «visión táctil», el cosismo y la incomprensión de lo infinito. El griego se mueve siempre en un mundo real, concreto y tridimensional, en donde sólo la mirada que toca directamente a las cosas es seguro camino para su intelección. Hay, por consiguiente, que ordenar este mundo de aquí y de ahora, no sólo a través de su propia realidad como tal –metexis platónica, entelequia aristotélica, a tomismo democriteano, ideas seminales, &c.–, sino que además, jamás piensa el griego ni en una suplantación de este mundo por otro, que se debería siempre a una sobrehumana y por tanto sobrecósmica voluntad –la idea mesiánica hebrea– ni muchísimo menos en una posible y deseable –como el desideratum por excelencia– evasión hacia otro mundo, con absoluto desasimiento de éste, al modo como aparece en el Nuevo Testamento.

Y ambas tesis se funden e imbrican en el cristianismo desde muy temprano, de tal suerte, que en esto reside la transformación del cristianismo –su posibilidad e imposibilidad. Diríase que da de lado a su primigenia condición agonista, a su angustiada actitud que consiste en aspirar a lo imposible a través de un temporal tránsito terreno, para insertarse en la estructura a un tiempo fatalista e inmediatista de la cosmovisión griega o mejor grecolatina. Y esto de tal modo, que a veces está uno casi decidido a pensar con Nietzsche que el último de los cristianos murió clavado en la cruz.

No es, pues, la filosofía griega un acto de fe, sino una actitud de comprensión, y esto dice ya a las claras de su asombrosa transparencia, de su equilibrio y ponderación. De la constatación de los límites inmediatos de la Necesidad, que rodean a todo lo existencial, lo mismo que a lo divino, y del convencimiento de que en vano intentaría el hombre traspasarlos, nace la actitud de sumisión ante esa Necesidad en la forma de la razón, y que en el ser humano adquiere estado de naturaleza sub specie ethicae. Pero, a su vez, ¿qué son en general la razón y la Necesidad?

Toda la filosofía griega gira alucinada en torno al problema del ser y el no ser. Para el griego ambas expresiones referían indudablemente a lo que, respectivamente, puede o no ser objeto de comprensión, de intelección, de conceptualización. Ya Parménides, en quien comienza la filosofía de modo cierto e indudable, identifica el ser con el pensar; y este aserto, mejor todavía, tal convicción, encuentra resuelta acogida en el pensamiento subsiguiente de las más insignes cabezas filosóficas: así Sócrates, así Platón y Aristóteles. Conocer es aprehender de modo seguro y firme la realidad, que es, por supuesto, el ser; pero, además, saber de los límites que rodean inexorablemente a esa realidad aprehendida en el acto del conocimiento; esos límites que ni siquiera es posible rozar... porque son la Nada misma, es decir, el no ser, o sea la Necesidad. Es por esto por lo que, según Aristóteles, para Demócrito y Leucipo «el ser no existe más que el no ser»;{5} vale decir que la Necesidad (la Nada, o lo que determina al Ser) condiciona lo que es, y esto de tal modo, que sin ella lo existente no podría ser. Y así, en esta insistente y siempre dramática pugna entre la posibilidad del ser y la posibilidad de la nada, que es simultáneamente lo que permite y no permite el ser, discurre toda la filosofía griega, hasta su desaparición. Pero drama que se desenvuelve íntegramente en el marco de lo puramente intelectual, de lo conceptual, como resultado de la acendrada convicción de que sólo por medio del conocimiento es posible arribar a la constatación de la realidad del ser como presencia ostensible dentro del contorno que señalan los límites de la Necesidad que lo predetermina y configura; de suerte que «saber» es sentirse en presencia del ser, que es exactamente como decir en presencia de lo posible, que es, recíprocamente, la única presencia posible para el hombre. O, como si dijéramos, que se sabe de aquello de que es posible saber, porque, a su vez, sólo es posible saber de lo que se sabe.

Para el cristianismo, por el contrario, y como ya dijimos líneas arriba, lo básico no es la virtud como lo que resulta rectamente conforme a la necesidad, sino la fe; la fe como la puesta de la personal convicción en una posibilidad infinita de que todo es realizable, incluso, por supuesto, lo que se reputa imposible. El genuino cristiano –sobre todo el de los orígenes, vale decir, hasta que sobreviene el impacto de la filosofía griega– admite como real hasta lo imposible, y no sólo esto, sino que lo así denominable en modo alguno depende de un acto de su voluntad que, en una determinada postura –la intelectual– puede aprehender lo real. Lejos de esto, es precisamente la imposibilidad de lo que le trasciende en el espacio y en el tiempo, de lo infinito y lo eterno, [10] lo que es realmente válido como objeto de la fe, es decir, lo admisible. Es así que ha podido decir Tertuliano en su De carne Christi: crucifixus est Dei filius, non pudet quia pudendum est, et mortus est Dei filius, prorsus credibile quia ineptum est, et sepultus ressurexit, certum est quia impossibile.{6}

Pero, ya se dijo, el cristianismo encuentra en la filosofía griega el elemento solidificante que le permite superar su condición primitiva y robustecerse hasta el punto de reemplazar en lo social el orden que por siglos había venido marcando el paganismo grecolatino. Es por ello por lo que, a partir de tal fusión, da comienzo el drama real del cristianismo, es decir, desde el instante en que, para prevalecer, requiere que se apoye en la dialéctica griega. Es sin duda el precio inevitable que paga la fe cristiana por su universalización. Para realizarse, ha de hacerse todo lo más «real» posible, y esto sólo puede obtenerse ajustando la fe a la razón, comprimiendo lo imposible en la estructura lógica de lo posible en cuanto objeto de conocimiento, o, como diría Kierkegaard, reemplazando a Job por Sócrates.

Es esto, en fin de cuentas, lo que lleva a cabo –en cierto modo sí y en cierto modo no– San Agustín; como asimismo –aunque en mucho menor grado– los Apologetas y los Santos Padres. Justino, Tertuliano, San Clemente y Orígenes muestran en sus escritos la inconfundible huella del pensamiento helénico, en especial y como es sabido, de los neoplatónicos; de suerte que, a pesar del ostensible antagonismo que en algunos –como Tertuliano– llega a la máxima crudeza, respecto del paganismo, en todos se ve el influjo y, aun más, la necesidad de la fuerza dialéctica del pensamiento griego, que es, de esta suerte, a la vez la fortaleza y el peligro del cristianismo en su difusión. No se olvide que lo mismo ortodoxos que herejes se valen del variado y muy eficaz arsenal de esa dialéctica para la consecución de sus respectivos fines, y todos dentro del cuerpo mismo del cristianismo como tal. Es, pues, la filosofía griega un temible instrumento de dos filos, por ello, a la vez necesaria y perjudicial. Sin él, difícilmente el cristianismo hubiera encontrado el cauce apropiado para su universalización; pero, también, con él dio comienzo una de las más singulares y atrayentes aventuras de todos los tiempos.

Sí, porque ocurre –¡cuán obvio resulta!– que el cristianismo no es pura filosofía grecolatina; pero es que tampoco puede dejar de serlo en cierta medida, y para ello es menester que deje de ser puro cristianismo. Es, pues, sin lugar a dudas, un estado de compromiso entre dos concepciones del mundo que a la vez han de atraerse y repelerse. Y es en este estado de tensión que ha discurrido el cristianismo, al menos desde el siglo II de nuestra era hasta el presente.

Esta situación de inevitable compromiso se hace patente en San Agustín. Lo fundamental para él es la experiencia interior y su consecuente de la autocerteza: Noli foras ire; in te ipsum redi; in interiore homine habitat veritas.{7} Y esto, a su vez, es posible por la senda de la duda, que conduce a la posesión de la verdad, pues Omnis qui se dubitantem intelligit, verum intelligit, et de hac re quam intelligit, et de hac re quam intelligit, certus est; de yero igitur certus est.{8} Pero esta verdad no puede estar en el hombre ni tampoco fuera de él intrínsecamente, sino que ha de hallarse en Dios, en quien residen todas las verdades y por consiguiente la Verdad. Por eso a Dios está reservada la posibilitación del conocimiento por parte del hombre: el conocimiento del mundo inteligible es sustancialmente iluminación, revelación, pero, ahora, el espíritu carece, frente a su creador, de iniciativa y de energía receptiva. Para San Agustín no es «el conocimiento intuitivo de las verdades inteligibles algo así como un producto autónomo, por propia naturaleza, del espíritu finito».{9} Estima que es la verdad divina la que ilumina la conciencia individual, pues las verdades racionales se conocen en el momento de beatitud «y el hombre no es deudor de ello a su propia voluntad, sino a la de la divinidad». Y esto, en cuanto que la verdad divina puede llegar al hombre no tanto por el conocimiento cuanto por la fe. «Así pues, debe preceder también en los asuntos más importantes, a saber, en las cuestiones de la salvación, al conocimiento racional y adquirido conceptualmente, la fe en la revelación divina y en el imperio de ésta en la tradición eclesiástica...»{10}

Y porque, en definitiva, para Agustín el problema de la salvación es a la vez punto de partida y de llegada del hombre en su aspiración a Dios –problema que es el más importante de todos los humanos negocios–, dicho problema es algo que sólo por la fe y jamás por el conocimiento racional puede ser, si no entendido, al menos asimilado. Todo hombre trae al mundo su naturaleza ya viciada por el pecado original, por lo que requiere de la redención y de los recursos de la gracia. Pero, ¿son dignos todos de salvarse? Para San Agustín no se puede ver injusticia alguna –es decir, nada antiético; tampoco nada ilógico o absurdo, [11] como lo sería para un griego– en el hecho de que, por divino decreto, unos se salven y otros no. La gratia irresistibilis alcanza a quienes así lo quiere Dios, por inescrutable designio de sí propio. Es, pues, de este modo, como se hace totalmente explícito en San Agustín ese antagonismo entre el sentido común del pensamiento griego y la fe que derriba las murallas de Jericó y hace parar el Sol. La contraposición de lógica y fe, lo posible frente a lo imposible, en perenne tensión. En lo más hondo de sí misma, es esta la razón de la historia de la cultura de occidente desde el siglo II hasta la fecha.

Desde San Agustín hasta el siglo XII en que surge Santo Tomás la filosofía de la cristiandad se mantiene en ese estado de tensión, pero en tal forma, que más bien se inclina del lado de la fe. Esto se comprueba fácilmente con sólo recordar que las grandes figuras durante este período, si exceptuamos a Abelardo, son resueltamente partidarias del prevalecimiento de la fe sobre la razón –San Anselmo, Hugo y Ricardo de San Víctor y San Buenaventura. Pero ahora (en el siglo XIII) ocurre el extraordinario cambio que, mírese como se quiera, decide del lado de la dialéctica griega hasta el presente.

La aparición de Aristóteles en el siglo XIII frustra las originales posibilidades del cristianismo, porque el desarrollo que hubiera podido y debido alcanzarse a través de su primigenia y fundamental afirmación de la fe sobre la razón, al menos sobre la histórica ratio griega, se anula para quedar sometido al imperio de la expresión más resuelta de la dialéctica griega –la filosofía aristotélica. Lo cual se comprueba sin más al considerar que la filosofía del estagirita –como toda la filosofía griega– estaba dirigida a la solución de los problemas del ser y la sustancia, y todo esto desde el punto de vista de su conocimiento por vía de la «comprensión», es decir, por la vía puramente intelectual. Mientras que Santo Tomás se preocupa, tiene que preocuparse, por la demostración de la existencia de Dios –ahora, en el cristianismo, el punto de partida sine qua non; mientras que en Aristóteles era el remate de su concepción metafísica– y además por la demostración de que, en el dogma, hay algo de suprarracional, pero no de irracional. Y, entonces, porque no hay otro camino, da comienzo una nueva manifestación del sentido común en el seno de la filosofía de los cristianos, y esta vez con tan decisivo empuje, que será preciso llegar hasta sus últimas consecuencias, para que, al cabo de éstas, se produzca de nuevo un repliegue.

Santo Tomás, como un griego cualquiera, admite que el origen de la filosofía es el asombro, y este asombro se satisface mediante el conocimiento de las causas de las cosas. Pero como ahora, a diferencia de los griegos, la totalidad de la realidad es dual para el cristiano, a saber: de un lado Dios, del otro el mundo y el hombre, resulta que, si se acepta a Aristóteles, no queda más remedio que admitir dos caminos que conducen a la misma verdad –la revelación y la razón– y que incluso a veces se interpenetran hasta la indistinción en su carácter formal, pues, como lo expresa Santo Tomás, hay dogmas revelados que es posible conocer por la razón –la existencia de Dios, algunos de sus atributos, la creación, &c. Y aun más, agrega que, cuando sea posible, debe preferirse la comprensión racional a la pura y simple creencia. Y es así como se llega a la escisión decisiva del corpus del cristianismo en dos sectores que paulatinamente irán aumentando su separación: lo racional y lo revelado –la theologia rationis y la theologia fidei.

Lo decisivo a este respecto es que con Santo Tomás se inicia, en forma explícita y terminante, la situación que conduce directamente, cada vez con mayor ímpetu, a la completa racionalización del hombre y al proceso de la «pérdida de Dios» que se inicia en el Renacimiento. El punto en cuestión es el que replantea el Aquinate con su afirmación del primado del intelecto sobre la voluntad, y que es inevitable consecuencia del procedimiento que en general sigue Santo Tomás al distinguir entre teología y filosofía, entre razón y revelación. Y era imprescindible que hubiera arrancado de esta previa distinción con el fin de llegar a su afirmación acerca de cuestiones tan decisivas para el hombre como las de la libertad y la gracia. En cierto sentido, aunque en Tomás aparece esto algo desdibujado, hay en la dual posibilidad humana de una aprehensión de la verdad, o por la revelación o por la razón, una réplica, cabría decir, de la misma estructura que en sus fundamentales determinaciones encuentra él en la divinidad. Y esto, ¿cómo? Recuérdese que si Tomás admite la realidad de la voluntad en Dios es siempre como natural consecuencia del intelecto divino, o sea que Dios sólo ha creado aquello que reconoce como bueno en su sabiduría; de suerte que en Dios aparece la voluntad subordinada a la sabiduría.{11}

Ya aquí vuelve a aparecer la persistente nota del sentido común, fundamento de toda la filosofía griega. ¡Dios mismo está, en cierto sentido, limitado y obligado en su voluntad por su necesidad! Y en esto se funda la posibilidad de su conocimiento por parte del hombre: saber que es, si bien no lo que es. Y es posible, porque, como ya se dijo, teología y filosofía comparten a medias su objeto material, puesto que la necesidad de las decisiones divinas determina un orden en el cual puede intervenir el hombre, ya sea por revelación –porque así lo quiere Dios– o ya sea por la razón, [12] porque la necesidad a que por la sabiduría está sujeta la divina voluntad hace posible que el hombre participe de la verdad de Dios; como lo prueba el que, en última instancia, sea la contemplación el peldaño final en los pasos del hombre hacia Dios; en esa marcha ascendente que justifica al hombre en su primordial finalidad como existente: el conocimiento de Dios.

Este problema del primado o de la voluntad o del intelecto decide, como es sabido, del resto de la filosofía medieval hasta su fin y prefigura la renacentista. Frente al intelectualismo de Santo Tomás y los dominicos –como más tarde de la mística alemana– se sitúan sobre todo Escoto y Ockam, quienes así prosiguen el camino iniciado por San Agustín y transitan tras éste San Anselmo, San Buenaventura y los hermanos de San Víctor. Y es lo curioso al respecto que tanto un bando como el otro coinciden a la postre en el mismo resultado, es decir, en la afirmación del sentido común como consecuencia de lo que acertadamente se ha calificado de la «pérdida de Dios» a partir del Renacimiento. Para Escoto la teología, lejos de ser ciencia especulativa, es sólo una ciencia moralizadora; de donde resulta que en tanto que la filosofía se vale de la razón, puesto que el hombre, que es quien la hace, es razón, logos, la teología no puede valerse de ella, ya que es ciencia de lo sobrenatural. Después Ockam llevará todo lo más lejos posibles las afirmaciones escotistas. La realidad de todo lo creado, incluso su verdad o su bondad, dependen de la omnipotente voluntad divina, de modo que si Dios lo quisiera el matar sería bueno o dos más dos serían cinco. «A partir de este momento –expresa Javier Zubiri{12}– la especulación metafísica se lanza, por así decirlo, en una vertiginosa carrera, en la cual el logos, que comenzó por ser esencia de Dios, va a terminar por ser simplemente esencia del hombre. Es el momento, en el siglo XIV, en que Ockam va a afirmar, de una manera textual y taxativa, que la esencia de la divinidad es arbitrariedad, libre albedrío, omnipotencia, y que, por tanto, la necesidad racional es una propiedad exclusiva de los conceptos humanos». Y más adelante agrega: «En el momento en que el nominalismo de Ockam ha reducido la razón a ser una cosa de puertas adentro del hombre, una determinación suya puramente humana, y no esencia de la divinidad, en este momento queda el espíritu humano segregado también de ésta. Solo, pues, sin mundo y sin Dios, el espíritu humano comienza a sentirse inseguro en el universo».

Tal es, a grandes rasgos, el orden de cosas o la circunstancia espiritual que toca en suerte a Descartes. Nadie escoge ni el medio ni el momento en los que debe hacer su aparición, y aunque cabe siempre la posibilidad de desentenderse del problema –lo que, por demás, hace la inmensa mayoría– aquellos, entre los menos, que se hacen cargo del drama que les envuelve, han de enfrentarse a dicha circunstancia, que es nada menos que la razón de ser de su existencia. Y es quizá en esto donde se hace patente el profundo sentido de la sentencia hegeliana: El que nace condenado por Dios a ser un filósofo.

Pero la circunstancia a que se alude puede ser o mesuradamente dramática, o, como en el caso de Descartes, serlo en grado eminente. Quizá si a nosotros, también hombres de una desmesurada circunstancia dramática, se nos haga esto tan claro que podamos comprenderlo en su más hondo significado. Pues Descartes se produce, tiene que producirse en un momento asaz interesante de la historia de occidente. Se encuentra, como insoslayable tema de su meditación, con el que le proporciona la crisis renacentista que por entonces, llega a su culminación. Una crisis del saber y de la acción, por consiguiente, la más ancha y profunda de todas. Y especialmente en lo que alude al problema de la fe y la razón, no cabe duda de que su momento es singularmente crítico. Quizá si la comprobación más decisiva de este aserto pueda suministrarla el fenómeno de la difusión del panteísmo, que de modo más o menos explícito se ofrece en las especulaciones filosóficas de más alto vuelo en la etapa renacentista –Nicolás de Cusa, Meister Eckehart, Giordano Bruno. Pues tanto en la línea neoplatónica y agustiniana del franciscanismo como en la tendencia intelectualista que a través de Santo Tomás se continúa en la mística germánica, hallamos esa predisposición panteísta –en éstos por una excesiva reducción de toda realidad al conocimiento (como es el caso de Eckehart) y en aquéllos por el afán de reducir todo conocimiento al hombre concebido como toda y la única razón; pero, sin duda, en ambos casos con el resultado de un desplazamiento hacia el orden de la naturaleza.

Explícita y muy terminante en unos (como Bruno) y muy diluida pero indudable en otros (Cusano y Eckehart) la predisposición panteísta es quizá el más grave problema que asedia a la mente filosófica europea del Renacimiento. Y el gran acierto cartesiano –como muy bien señala Francisco Romero{13}– consiste en restaurar la dicotómica relación de cuerpo y alma, que, por supuesto, implica el retorno a la contraposición de razón y revelación, que, tácita o expresamente, aparece eliminada en el panteísmo.

El inmenso mérito de Descartes reside, a juicio nuestro, en haber sabido ganarle la batalla al tiempo, vale decir en este caso, en haber sabido concretarlo en una determinación histórica expresa y deliberada, obligándolo a ajustarse a ciertas modalidades específicas de pensamiento [13] por las cuales pudiera discurrir, como en efecto ha sucedido, durante tres siglos la vida de occidente. Intuye, y en esto reside su genio, que por ninguna de las dos grandes vías que proceden de la escolástica –voluntarismo e intelectualismo–cabe el arribo a una solución real, es decir, posible para el hombre. Confirmando una vez más el viejo adagio de que extrema se tangunt, ambas posiciones medievales han concluido, sin duda indeliberadamente, en lo que más debían haber evitado, a saber, en el panteísmo, ya sea explícita, ya sea implícitamente. Y Descartes comprende perfectamente que lo que hay que hacer no es eludir su encuentro, sino por el contrario, llevarlas a una conciliación que posibilite la simbiosis de la fe cristiana con la dialéctica griega. Pero, eso sí, de manera que en lo esencial de sí mismas cada una de estas entidades quede subsistente en su intrínseco modo de ser. Es por esto por lo que se puede hablar de dos Descartes, uno casi «oficial», por así decirlo. que se propone y consigue rescatar en el revuelto mundo de su época el orden y la armonía implícitos en el sentido común de la cultura grecolatina: mientras que, por otra parte, hay el Descartes voluntarista, de cierta propensión mística, tal como inequívocamente aparece en su correspondencia.

Es harto conocido el estado de cosas del que arranca Descartes en la elaboración de su filosofía y que le hace adoptar como único instrumento realmente eficaz la duda metódica –irrefutablemente la única eficaz, por serlo verdaderamente. Con ella alcanza esa certidumbre en que consiste, según él, la evidencia primera. De esta primera evidencia –cogito, ergo sum– proviene necesariamente la confirmación de la dual realidad en que se resuelve todo lo creado, es decir, el alma y el cuerpo, o la sustancia pensante y la sustancia extensa. Pero, ¿y Dios, es decir, el creador de todo lo creado? Es ahora cuando se manifiesta en toda su potencia la genial capacidad histórica de Descartes para aprehender el problema de su tiempo. Desde Santo Tomás y cada vez más briosamente las soluciones habían quedado reducidas a la hipertrofia del antagonismo entre la fe y la razón. El fin supremo de todo quehacer humano es, ha de ser, inevitablemente el conocimiento de Dios, el estado de beatitud, y en esto sin duda alguna coinciden intelectualistas y voluntaristas. Pero, en su etapa final, ¿ha de quedar sometida la fe a la razón, o, por el contrario, la razón sólo sirve para comprobar que la fe está más allá de todo empeño de racionalización? Y Descartes apela a una solución intermedia, hija, como es fácil verlo, del sentido común. ¿Para qué ha de servirle Dios al hombre? Según Descartes, para garantizar el orden de cosas, el conjunto de verdades inmutables en el cual se asientan la seguridad y la solidez del cosmos. No el conocimiento de Dios como etapa final y decisiva de la existencia humana, sino sólo el conocimiento de que hay un Dios que es garantía de ese ordo intellectualis a cuyo amparo medra el ser humano. Dios sí existe, y de esto no cabe dudar. Pero existe, a la vez que como razón de ser de todo lo creado, como suprema garantía de que ha de ser necesariamente así, en tanto que él lo quiera. Ni intelectualismo ni voluntarismo a secas, de tal modo que la afirmación de uno imponga la exclusión del otro. Es Dios el ser perfecto que, por esto mismo, garantiza y asegura al hombre la permanencia del mundo y su inteligibilidad. Con esto, es decir, con la demostración intelectual de la existencia de Dios, cree Descartes haber asegurado la certeza del conocimiento del mundo, vale decir, su posibilidad. Pero sin duda que lo que no hace, porque precisamente trata de evitarlo, es teología. La teología, como muy bien se ha dicho en ocasiones, no la hace el hombre, sino Dios. Es la revelación, pero recuérdese que a Descartes le interesa saber que hay Dios como garantía del mundo por modo exclusivo. Porque la revelación –la teología– es para el... Pero, dejémosle expresarse a este respecto: «Yo reverenciaba nuestra teología, y pretendía tanto como otro cualquiera ganar el cielo; pero habiendo aprendido, como cosa muy segura, que su camino no está menos abierto a los más ignorantes que a los más doctos, y que las verdades reveladas que conducen a él están por encima de nuestra inteligencia, no hubiera osado someterlas a la flaqueza de mis razonamientos, y pensaba que para intentar examinarlas y acertar era menester tener alguna extraordinaria asistencia del cielo y ser más que hombre».{14}

No se trata, pues, de «ganar el cielo», al menos en el sentido fundamental y explícito que esta expresión había tenido hasta entonces para el cristianismo, es decir, como el remate de una vita beata que culmina en la visión divina, vale decir, en el conocimiento de Dios, puesto que es esto último el alfa y omega del cristiano. Por el contrario, de lo que ahora se trata es de poseer un conocimiento de la existencia de Dios como el ser perfecto capaz, por su propia perfección, de asegurar la realidad del mundo. El conocimiento de Dios aparece, pues, desde ahora como la certidumbre de su existencia y esta certidumbre sirve, una vez obtenida, para garantizar la certidumbre de lo creado. Es por esto por lo que Descartes parte de la idea de un ser perfecto, que además, por implicación asegura la apetencia de perfectibilidad que en el hombre se manifiesta en su afán por la verdad. Pero, ¿logra de este modo Descartes superar la contradicción originada por los puntos de vista intelectualista y voluntarista?

Ante todo, hay que advertir la forma peculiar, sumamente original, en que se produce Descartes. [14] Comienza por poner a un lado el problema central de donde arrancan lo mismo voluntaristas que intelectualistas: el homo peccatoris, es decir, el ser cuya existencia, por lo mismo que se ha desligado de Dios, ha de religarse con él a través de un interregno cósmico que rectamente concebido, por lo demás el único posible modo de realizar su esencia, ha de constituir un itinerarium mentis in Deum. Descartes se sitúa en el hombre en cuanto es un ser entre otros, en el hombre tácito, podría decirse. Y es por esto por lo que, en el Discurso del Método –piedra angular de su filosofía –aparece la meditación del hombre de un modo tan natural, tan obvio. Descartes arranca del hombre, sin más. Veámoslo, si no: «El buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo, pues cada cual piensa que posee tan buena provisión de él que aún los más descontentadizos respecto de cualquier otra cosa, no suelen apetecer más del que ya tienen. En lo cual no es verosímil que todos se engañen, sino que esto más bien demuestra que la facultad de juzgar y distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente lo que llamamos buen sentido o razón, es naturalmente igual en todos los hombres; y por lo tanto, que la diversidad de nuestras opiniones no proviene de que unos sean más razonables que otros, sino tan sólo de que dirigimos nuestros pensamientos por derroteros diferentes y no consideramos las mismas cosas ».{15} Ahora bien, ¿qué es lo que se advierte ante todo en este singular comienzo de la meditación del hombre? En concepto nuestro, aparte de la consabida seguridad cartesiana de que la razón es el punto de partida, hay esa simplicidad que reduce el problema humano a una cadena de deducciones, tan claras, precisas y «convincentes» como las de la geometría, que Descartes cultivó con tanto esmero como aplicación. En realidad, no hay un problema del hombre, en el profundo y dramático sentido con que se muestra lo mismo en intelectualistas que voluntaristas. Basta sólo –y de esto Descartes está plenamente convencido– con haberse situado, como él lo ha hecho, en la esencia de lo humano –en el cogito– para, desde esa esencia, y siguiendo un proceso estrictamente more geometrico, llegar a una convincente solución. Que sin duda adviene, como implícitamente se ofrece en el propio Descartes, por una parte mediante el descubrimiento intelectual de la existencia de Dios como el medio de asegurar la certeza del conocimiento del mundo, que es como decir su posibilidad real; y por otra parte empezando en todo de nuevo, es decir, prescindiendo de lo hasta entonces atesorado por el hombre. Pues si bien es cierto «que los escritos que tratan de las costumbres, encierran varias enseñanzas y exhortaciones a la virtud, todas muy útiles; que la teología enseña a ganar el cielo; que la filosofía proporciona medios para hablar con verosimilitud de todas las cosas y hacerse admirar de los menos sabios; que la jurisprudencia, la medicina y demás ciencias honran y enriquecen a quienes las cultivan; y, por último, que es bien haberlas recorrido todas, aún las más supersticiosas y falsas, para conocer su justo valor y no dejarse engañar por ellas»,{16} justamente por esto último es menester precaverse contra todo eso, y muy por el contrario de lo que resulta de la cotidiana actitud de lo histórico, lo que exige el momento –el de la época de Descartes– es un radicalísimo recomienzo, todo lo más acendradamente humano que se pueda, dentro, por supuesto, de lo que para Descartes es el hombre, pues «por lo mismo que pensaba en dudar de la verdad de las otras cosas, se seguía muy cierta y evidentemente que yo era, mientras que, con sólo dejar de pensar, aunque todo lo demás que había imaginado fuese verdad, no tenía yo razón alguna para creer que yo era, conocí por ello que yo era una sustancia cuya esencia y naturaleza toda es pensar, y que no necesita, para ser, de lugar alguno, ni depende de cosa alguna material».{17}

Con su proceder resuelve Descartes –al menos provisionalmente– la pugna entre intelectualistas y voluntaristas. Sin duda que, como aquéllos, afirma la imprescindible necesidad de asegurar el conocimiento de Dios como el fin primordial y previo para el hombre, aunque no como la finalidad que se halla a la base y en el remate de la humana existencia... sino en cuanto asegura la realidad y la perduración del cosmos. Pero, con los voluntaristas, cree que el designio en que consiste la creación entera es algo decisivamente situado por encima de toda posible comprensión humana. Y es esto precisamente lo que aparece en ese otro Descartes al que calificamos líneas atrás de «casi oficial», es decir, el Descartes corresponsal, aunque es el momento de señalar que también algo de esta posición hay explícita en el Discurso y en las Meditaciones. En carta al Padre Mersenne, de 15 de abril de 1650, escribe: «Se os dirá que si Dios hubiera establecido estas verdades podría cambiarlas corno un rey cambia sus leyes; a la cual debe contestarse que sí, si puede cambiar su voluntad. Pero yo las comprendo como eternas e inmutables. Y yo juzgo lo mismo con respecto a Dios». Y luego agrega: «Pero su voluntad es libre. Sí, pero su potencia es incomprensible; y en general podemos asegurar que Dios puede hacer todo lo que podemos comprender, pero no podemos asegurar que él no puede hacer lo que no podemos comprender; pues sería temerario pensar que nuestra imaginación tiene la misma extensión que su potencia».{18} [15]

Lo subrayado creo yo que pone bien de manifiesto el propósito armonizador y por ende pragmático del autor del Discurso del Método. En efecto, según Descartes, hay como si dijéramos una cierta necesidad divina de hacer para el hombre comprensible la realidad de sus designios –la creación–; Dios, pues, está de algún modo limitado en su voluntad por su entendimiento, con lo cual se cumple el nihil est voluntas quia non est praecognitur. Pero, por otra parte, la potencia de Dios sobrepasa todo humano entendimiento, pues, como pretendía Escoto, Omne aliud a Deo ideo est bonum quia a Deo volitum, non e converso.{19}

En esta intermediada posición que ahora aparece asumiendo la divinidad, el peso va a caer, por obra de las circunstancias prevalecientes, del lado intelectualista. Y ocurre así, porque es claro que Descartes no opera en el vacío, sino en un medio histórico cargado de los signos propios de ese tiempo. Y el signo destacado es, como se sabe, el racionalismo, del cual son principales responsables los voluntaristas. A través de Escoto y Ockam ha venido el voluntarismo afirmando la exclusividad humana de la razón y el absurdo de atribuirla a Dios. Y si el hombre es el ser de razón capaz de entender un cosmos regido por leyes que proceden de la divinidad, no cabe duda que estas leyes han de ser por todos conceptos el resultado de una voluntas Dei rationabilis est.{20} Y esto es lo que creen y afirman resueltamente Malebranche y Leibniz.{21}

Ahora el intelectualismo se va a llamar racionalismo, pero con la diferencia de que este nuevo intelectualismo, esta nueva afirmación del sentido común, no necesita en realidad de Dios. Es el de ahora, como se constata al leer a los pensadores modernos, un Dios geometrizado, tan deductible, que en realidad ello sirve para comprobar que está más bien al servicio del hombre en sus problemas con el mundo.{22} Ha llegado a hacerse tan claro, tan explícito, que casi ha llegado a hacerse obvio. La razón, que es el reconocimiento de la necesidad que lo rige todo, ha vuelto a enseñorearse de la filosofía. Más bien Dios se deduce ahora de la armonía del cosmos y de la constatación de que es posible la intelección de este cosmos por la estructura racional que necesariamente tiene que poseer... para que el hombre pueda entenderlo. Pero como sucede que, en rigor de verdad, esa intelección requiere de Dios sólo en el comienzo, el momento será llegado en el que ni para esto último sea preciso que la presencia divina se manifieste. Para entonces, habrá llegado Kant...

Con el idealismo trascendental kantiano se inicia la fase postrera del proceso que reconoce a Descartes como iniciador, al menos sistemáticamente. La tesis del pensador de Koenigsberg es rigurosamente agnóstica, pese a la Crítica de la razón práctica, si se tiene en cuenta que, en síntesis, para Kant ocurre lo siguiente: el sujeto es tal porque en él se da un conjunto de circunstancias (intuiciones puras a priori y categorías), pero, a su vez, estas circunstancias no tendrían sentido, es decir, razón de ser, si de antemano no estuvieran, por ser lo que son, prefigurando el mundo al cual han de incorporarse; por lo que, a su vez, el mundo presupone inevitablemente el sujeto del cual viene a ser el objeto. Y para esto, es decir, para que se produzca el hecho necesario e inevitable del conocimiento como la posición simultánea de sujeto y objeto, no es preciso desbordar la esfera de la experiencia como tal, vale decir de la relación a fortiori de lo subjetivo y lo objetivo. Y en esto basará Hegel su dictum de que todo lo real es racional, en cuanto que la realidad es de suyo comprensible, por lo mismo que debe ser aceptada como es. No es preciso que el hombre se afane en buscar a Dios, pues «el individuo debe impregnarse de la verdad de la unidad primordial entre las naturalezas divina y humana, y esta verdad es aprehendida en la fe en Cristo. Dios no es ya para él algo que se halla en un más allá».{23} Y considera que la adopción de una fe tal como la auténtica fe cristiana, la fe que levanta al tullido, derriba las murallas y detiene la marcha del sol, es puro absurdo. Así, «no se puede exigir a las gentes que crean en cosas que un cierto grado de instrucción les impide creer; semejante fe es una fe en un contenido finito y contingente, es decir, no verdadero, pues la verdadera fe no tiene un contenido contingente».{24} De aquí que, siguiendo a Hegel: «En la filosofía, la religión es justificada por la conciencia pensante. El pensamiento es un juez absoluto ante el cual debe justificarse y explicarse el contenido de la religión».{25}

Frente a la concepción cartesiana, como frente a las de Leibniz, Kant y Hegel, [16] como igualmente frente a la sostenida por el sentido común en la cultura occidental, consistente en oponer la razón a la fe, haciéndola prevalecer sobre ésta –partiendo para ello del supuesto de que la necesidad es el límite inevitable que alcanza incluso a la divinidad, y que la razón consiste en el reconocimiento de esa irrefragable limitación– se levanta esa otra concepción personificada en la antigüedad cristiana y en el medievo por Tertuliano, San Agustín, San Anselmo, Duns Escoto y Guillermo de Ockam; y luego en la modernidad, de modo especial, por Boehme, Pascal, Kierkegaard, Nietzsche.. . y contemporáneamente por todo el pensamiento existencial. Y esto último tanto en los llamados existencialistas creyentes como en los ateos. Lo mismo en Marcel, Blondel, Unamuno y Jasper, que en Heidegger y Sartre. De un modo u otro es la lucha renovada de la fe (bajo diversos aspectos) contra la razón, del sentimiento contra el intelecto, de lo imposible contra lo posible (concebido por la razón como lo único real y por tanto admisible para el hombre); en fin, de lo absurdo contra el sentido común. En el fondo es la pugna de Job y Sócrates, de la Biblia con el symposium griego.

En definitiva, es ésta, en lo más entrañable de sí propia, la perenne lucha entre el sentimiento de finitud que lleva consigo el ser humano y el de infinitud que lo domina, configura esa su finitud y lo determina a obrar siempre de acuerdo con lo que la infinitud le prescribe, que es como decir con lo que le asigna como posible. Pero el hombre, diríamos, tiene dos modos principales de plantearse dicha cuestión: o la resignación (el sentido común) o la desesperación (más o menos ostensiblemente el amor a lo absurdo –la fe). Y Descartes cae decididamente del lado del sentido común. Sabe que inevitablemente ha de escoger, y decide que es preferible no inquietarse demasiado con la inescrutable naturaleza divina, que es en cierto respecto lo absurdo, lo imposible, o como quiera llamársele. Quizá si, como Pablo a los romanos, hubo de preguntarse: Mas antes, oh hombre, ¿quién eres tú, para que alterques con tu Dios?{26}

La fama de Descartes consiste justamente en haber sabido encontrar para su época el cauce por el cual volvió a discurrir segura y sosegadamente la vida occidental, ese cauce del sentido común por el cual, por demás, ha venido discurriendo esa vida; curso que sólo a grandes trechos ha sido interrumpido, al menos sacudido, por los remolinos de algunas singulares personalidades –Pascal, Niezsche, Kierkegaard, &c. Y en los momentos actuales, en los que de nuevo hace crisis la vida de occidente, una crisis que es expresión del conflicto entre la razón y la fe, –no esta fe o aquella razón, sino las que deben en todo instante decidir del destino del mundo– la señera figura de Descartes, uno de los más conspicuos en el bando de los que han propugnado el prevalecimiento del sentido común, adquiere sin duda un extraordinario interés actual, tal vez por lo mismo que él fue el iniciador del proceso a cuya culminación asistimos, precisamente desde las filas de los que forman en el bando que opone con toda convicción al sentido común el amor a la fe.

Humberto Piñera Llera

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{1} Platón: Timeo (68e).

{2} Crisipo: Diatribas, I. I.

{3} San Pablo: Romanos, XIV, 23.

{4} San Marcos, XII, 29.

{5} Aristóteles: Metafísica 985 B 6.

{6} El hijo de Dios fue crucificado; no es vergonzoso, porque es vergonzoso; y el hijo de Dios ha muerto: esto es aun más creíble, porque es inepto; ha sido enterrado y ha resucitado: es cierto, porque es imposible.

{7} No salgas fuera de ti; entra dentro de ti mismo; porque en el interior del hombre reside la verdad (De vera religione, cap. XXXIX).

{8} Ibid.

{9} W. Windelband: Historia de la filosofía, versión española de Francisco Larroyo, México, 1942, tomo III, p. 72. Lo subsiguiente entrecomillado pertenece también a esta página.

{10} Ibid., p. 73.

{11} Respondo dicendum in Deo voluntatem esse, sicut et in co est intellectus: voluntas enim intellectum consequitur. (En Dios hay voluntad por lo mismo que hay entendimiento, pues la voluntad es consecuencia del entendimiento). S.T., I, g, 19, a, I.

{12} J. Zubiri: Hegel y el problema metafísico, Revista Cruz y Raya, nº I, p. 21.

{13} Vid. en este mismo número su trabajo Sobre la oportunidad histórica del cartesianismo, en especial p. 5.

{14} R. Descartes: Discurso del método, primera parte. El subrayado es mío.

{15} R. Descartes: Op. cit., primera parte, ab initio.

{16} Op. cit., primera parte.

{17} Ibid., cuarta parte. El subrayado es mío.

{18} El subrayado es mío.

{19} Todo cuanto Dios concibe como bueno lo es porque así lo quiere él, y no al contrario.

{20} S. Tomás: Suma Teológica, I, XIX, 5, I.

{21} «Este sabio varón no se daba cuenta de que existe un orden, una ley, una razón soberana que Dios ama necesariamente». (N. Malebranche, Recherche de la vérité, Lyon, 1829, tomo IV, p. 80). «...si lo que llamamos justicia o bondad lo ha establecido Dios por un decreto puramente arbitrario, puede cambiar su naturaleza, de suerte que no tenemos motivo para pensar que las guarde siempre, como se podría decir si supusiésemos que están fundadas en razones». (G. Leibniz, Teodicea, No. 176).

{22} «¡Cuánto desprecio a estos filósofos que al medir los designios de Dios de acuerdo a sus propios pensamientos, no lo hacen sino autor de un orden general desde el cual todo lo demás se desenvuelve como puede!» (J. Bossuet: Oración fúnebre a María Teresa de Austria).

{23} J. G. F. Hegel: Filosofía de la religión: El reino del espíritu.

{24} Ibid. Es claro, tiene un contenido necesario, vale decir fundado en la razón.

{25} Ibid.

{26} Pablo de Tarsos: Romanos, IX, 20.

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