Filosofía en español 
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José Sobrino Diéguez

Ortega y Gasset: ¡yo te perdono!

José Sobrino

Algunos lectores de mi anterior artículo me ruegan una explicación sobre el contenido de la polémica entre Miguel de Unamuno y Ortega y Gasset, a la que yo hacía referencia la semana pasada. Trataré de complacerlos.

Unamuno y Ortega divergían fundamentalmente en cuatro puntos: el personalismo, la poesía, España y la mística. Cuatro temas eternos.

Los comienzos de la polémica datan de las cartas cruzadas entre Unamuno y Ortega cuando todavía éste era sólo un principiante. D. Miguel reproduce dos de estas cartas en uno de sus ensayos sobre la juventud, y quien las lea descubrirá en seguida las “pullas” que en ellas desliza Ortega contra el imperio del “ego” en Unamuno y sus contemporáneos. El joven Ortega y Gasset se declaraba partidario de la objetividad en todo, porque según declaraba en su ensayo sobre Renán, no concibe “que puedan interesar más los hombres que las ideas, las personas que las cosas”; mientras que Unamuno había postulado su firme creencia “en los hombres antes que las ideas”, marcando la ruta auténtica de la subjetividad.

Estos dos caminos contrarios (el subjetivo y el objetivo), los llevarían a chocar fatalmente. El punto de choque era la poesía: Unamuno poeta, Ortega antipoeta. De la incomprensión poética de Ortega y Gasset ya hemos hablado en otro artículo: frente a la poesía se declara pragmático y la declara vacua porque no tiene utilidad intelectual.

En lo que respecta a España la visión de Ortega es totalmente negativa, sólo ve en ella el lado de “sombra, estulticia e incapacidad”. Le señala un camino de salvación: Europa. Unamuno comentaba esa postura en una carta a Azorín que éste hizo pública: “esos papanatas que están bajo la fascinación de esos europeos”. La alusión era demasiado directa para que Ortega no se sintiera herido: “Yo soy plenamente, íntegramente, uno de esos papanatas... Debía contestar con algún vocablo grueso, o, como decían los griegos, rural a Don Miguel de Unamuno, energúmeno español”. Compara a Unamuno “con uno de esos bárbaros mozos lugareños que en los bailes de los pueblos castizos, se siente impulsado sin remedio a dar un trancazo sobre el candil que ilumina la danza; entonces comienzan los golpes a ciegas y de bárbara barahunda. El señor Unamuno acostumbra a representar este papel en nuestra república intelectual. No es la primera vez que hemos pensado si el matiz rojo y encendido de las tardes salmantinas les vendrá de que las piedras aquellas, venerables, se ruborizan oyendo lo que Unamuno dice, cuando en la tarde, pasea entre ellas”.

Por último, Ortega ataca el fervor místico, que para él resultaba insufrible, de Miguel de Unamuno, basándose en aquella afirmación de que “si fuera imposible que un pueblo dé a Descarte y a San Juan de la Cruz, yo me quedaría con éste”. “Lo único triste del caso —escribe Ortega— es que a D. Miguel, el energúmeno, le consta que sin Descartes nos quedaríamos a oscuras y nada veríamos, “y menos que nada, el pardo sayal de Juan de Yepes”.

Unamuno no se molestó en contestar públicamente a Ortega; no era éste su tono. Pero en el último capítulo “Del Sentimiento Trágico de la Vida”, reafirma su posición: “¿Qué significa, por ejemplo, en la historia de la cultura humana nuestro San Juan de la Cruz, aquel “frailecito incandescente” como se le ha llamado (léase Ortega), culturalmente y no sé si cultamente, junto a Descartes?... Otros pueblos han dejado sobre todo instituciones; nosotros hemos dejado almas. Santa Teresa vale por cualquier instituto, por cualquier crítica de la razón pura”.

La enemistad entre Unamuno y Ortega perduraba aún en los días de la Revista de Occidente, en donde cuando llegaba Don Miguel, Ortega se levantaba y se iba. Ramón Gómez de la Serna comenta, irónicamente: “El Viejo (se refiere a Unamuno) nunca notaba esa ausencia”.

Pero, los dos eran demasiado grandes para persistir hasta la muerte en ese absurdo alejamiento. Remitámonos a unas palabras de Ortega: ”Unamuno, de quien había vivido unos veinte años distante, se aproximó a mi en los postreros días de su vida, y hasta poco antes de la guerra civil y de su muerte reculaba a prima noche en la tertulia de la “Revista de Occidente”, con su cuerpo ya muy combado, como el arco próximo a disparar la última flecha. Algún día contaré la causa de esta aproximación que nos honra a ambos”.

Yo he pensado siempre que Ortega tuvo la culpa de aquella enemistad. Esta ha sido una de las razones por las que nunca me ha caído muy simpático. Pero esta animadversión mía hacia él ya ha terminado.