Filosofía en español 
Filosofía en español


Ramiro de Maeztu

El ser de la Hispanidad
I

El dilema de ser o valer

Sería mucha pretensión imaginarse que al tratar de definir la Hispanidad nos estemos aventurando «por mares nunca de antes navegados». El tema de la patria, de la nación o de la «ciudad» es tan antiguo como la cultura. El intento de definirlo, sin embargo, tropieza con dificultades que aún no han sido vencidas. Aquí los mapas nos sirven de poco. Hasta hace pocos años figuraba en ellos Polonia como parte de Rusia, Alemania o Austria, lo que no la impedía seguir siendo Polonia. La India es una de las colonias de Inglaterra, lo que no quita para que ningún inglés admita a un indio entre sus compatriotas. Y la Hispanidad aparece dividida en veinte Estados, lo que no logra destruir lo que hay en ellos de común y constituye lo que pudiera denominarse la hispanidad de la Hispanidad. Si este espíritu de las naciones o de los grupos nacionales fuera tan visible y evidente como el Ministerio de la Gobernación o la Dirección de Seguridad, no habría problema. Pero algo eludible y fugitivo debe de haber en su constitución cuando tantos españoles e hispano-americanos de aguda inteligencia pueden vivir como si no existiera. Esa mariposa volandera es lo que quisiéramos apresar entre los dedos, para mirarla con detenimiento.

Este es un tema de tal naturaleza, que en cuanto se quiere simplificar se nos escapa. Cuando un joven francés de talento, [234] como M. Daniel Rops, nos dice en su libro último Les années tournantes, que la Patria «no es un Moloch… Es un ser de carne y de sangre, de nuestra carne y nuestra sangre», no se sabe si M. Rops ha meditado bien las consecuencias de su aserto, porque si la Patria es un ser de carne y sangre, como sólo metafóricamente se puede hablar de la carne y la sangre de Francia, mientras que la carne y la sangre de los franceses son de una realidad indiscutible, resultará que Francia no es más que un nombre y que no hay más realidad que la de los franceses, con lo que se suprime la cuestión, que consiste precisamente en esclarecer en qué consiste la esencia de las naciones, la esencia de Francia. De las palabras de M. Rops se deduciría que no la tienen y que el patriotismo de los franceses no les obliga más que a ayudarse unos a otros, lo que es insuficiente, porque esta ayuda mutua puede ser muy cómoda para los que la reciben, pero muy incómoda para los que la dan, lo que hará probablemente preguntarse a éstos por la razón de que se hayan de sacrificar por sus hermanos, y a esta pregunta ya no hay respuesta, porque la razón de los deberes de solidaridad de los compatriotas ha de buscarse en la autoridad superior de la Patria, de la misma manera que las obligaciones de hermandad de los hombres dependen de la paternidad de Dios.

Esta autoridad superior de la Patria sobre los individuos es lo que quiso expresar nuestro Cánovas con su magnífica sentencia: «Con la Patria se está con razón y sin razón, como se está con el padre y con la madre.» Sólo que estas palabras no se deben entender literalmente, sino en su sentido polémico. Lo que quería decir Cánovas es que se debe estar con la Patria, porque de hecho su discurso se dirigía también a algunas gentes que no estaban conformes con su política ni con su sentido de la Patria. Quizás penetrara mejor en el espíritu de las naciones Mauricio Barrès al definirlas como «la tierra y los muertos», aunque tampoco se ha de entenderle al pie de la letra, porque en ese caso describirían sus palabras más la esencia de un cementerio que la de una nación. Los muertos de Barrès no son los cadáveres, sino las obras, las hazañas, los ideales de las generaciones pasadas, en cuanto marcan orientaciones y valores para la presente y las que han de sucederla.

Pero lo mismo estos conceptos que el de don Antonio Maura, [235] cuando decía que «la Patria no se elige», envolvían cierta confusión entre la región de los valores y la de los seres, que conviene desvanecer de una vez para siempre, precisamente para que no se frustren los propósitos patriotas que animaban a tan excelsas personalidades, ya que lo mismo Cánovas que Maura que Barrès concibieron su patriotismo en disputa con los antipatriotas o los tibios, que no querían se sacrificaran intereses particulares en aras de una Patria demasiado exigente. Así también se escriben estas páginas pensando en los muchísimos españoles e hispano-americanos de talento que han perdido el sentido de las tradiciones hispánicas, pero de ningún modo hemos de decirles, como Cánovas, Maura o Barrès, que tienen que estar de todos modos con la tierra y los muertos, sea su voluntad lo que fuere, y que éste es un hecho que está por encima del albedrío individual, aunque haya en este argumento su parte de verdad, porque es evidente, de otra parte, que el hecho de que aquellas gentes talentudas se coloquen frente a las tradiciones de su madre Patria o continúen ignorándolas, es por sí mismo prueba plena de que se pierde el tiempo diciéndoles que tienen que estar donde no están, como lo perdería el que dijese a ciegos, cojos o sordos que los hombres no pueden ser ciegos, ni cojos, ni sordos, y lo único que probaría es que estaba confundiendo el ideal con la realidad. Ahora bien: mentes esclarecidas no caerían en esta confusión si no fuera porque se trata de una materia en la que se entrelazan íntimamente el mundo del ser y el de los valores. Por eso es posible que un espíritu tan fino como el de M. Charles Maurras, en su Diccionario Político y Crítico, siga a nuestro Cánovas al considerar la Patria como un ser de la misma naturaleza que nuestro padre y nuestra madre. He aquí sus palabras:

«Es verdad; hace falta que la Patria se conduzca justamente. Pero no es el problema de su conducta, de su movimiento, de su acción el que se plantea cuando se trata de considerar o de practicar el patriotismo, sino la cuestión de su ser mismo, el problema de su vida o de su muerte. Para ser justa (o injusta) es preciso primero que sea. Es sofístico introducir el caso de la justicia, de la injusticia o de cualquier otro atributo de la Patria en el capítulo que trata solamente de su ser. Hay que agradecer y honrar al padre y a la madre, independientemente de su título personal [236] a nuestra simpatía. Hay que respetar y honrar a la Patria, porque es ella, y nosotros somos nosotros, independientemente de las satisfacciones que pueda ofrecer a nuestro espíritu de justicia o a nuestro amor de gloria. Nuestro padre puede ir a presidio; hay que honrarle. Nuestra patria puede cometer grandes faltas; hay que empezar por defenderla, para que esté segura y libre. La justicia no perderá nada con ello, porque la primera condición de una patria justa, como de toda patria, es la de existir, y la segunda, la de poseer la independencia de movimiento y la libertad de acción, sin las cuales la justicia no es más que un sueño.»

Con los sentimientos que inspira a M. Maurras podemos simpatizar de todo corazón, sin asentir a sus palabras, ni mucho menos compartir sus conceptos. Francia es un país central, que ha estado en todo tiempo rodeado de pueblos poderosos, a veces rivales y enemigos suyos. Los franceses han tenido que vivir desde hace bastantes siglos en constante centinela. Para resistir el ímpetu de estos vecinos han necesitado unirse íntimamente. Y por eso puede decir M. Maurras, en otra cláusula de su artículo, que: «El amor de la Patria pone de acuerdo a los franceses: católicos, librepensadores o protestantes; monárquicos o republicanos. La Patria es lo que une, por encima de todo lo que divide.» Pero hasta en Francia hace falta predicar constantemente el patriotismo, y por eso pide M. Maurras que se conjure al Estado «a enseñar la Patria, la Patria real, concreta, el suelo sagrado en donde duermen los huesos de los padres y la semilla de los nietos, los siglos encadenados de la historia de Francia y las perspectivas de nuestra civilización venidera»; y añade que «la enseñanza de la Patria es la enseñanza y la defensa del nombre, de la sangre, del honor y del territorio francés.» También tiene Francia sus antipatriotas. Contra ellos se yergue vigoroso, legítimo, inexpugnable, el ideal nacionalista.

Para defender la patria francesa contra sus enemigos externos e internos, M. Maurras cree conveniente alzar la categoría suprema de su pensamiento, que probablemente, en su filosofía positivista, es la de la realidad, la de la substancia tangible y ponderable. Por eso dice que antes de la justicia o de la injusticia está el ser, lo que en los términos de nuestro modo de pensar equivale a afirmar la primacia o superioridad del ser sobre el valor. [237] Ahora bien: al decir que la Patria es un ser positivo, que ha de defenderse a toda costa, M. Maurras está diciendo algo que coincide con el pensar común de los hombres, sobre todo en países como Francia, que han sufrido diversas invasiones en estas generaciones y donde la defensa nacional constituye una de las mayores preocupaciones de los hombres públicos y buen número de ciudadanos. Todo parece comprobar la idea de que la Patria es un ser: ahí están el territorio, la población, con sus características corpóreas, el lenguaje propio, los recuerdos personales de la última guerra, las memorias verbales y escritas de las guerras anteriores. De otra parte, esta filosofía, que hace preceder el ser a los valores, se acopla sin esfuerzo al sentir ordinario que supone que también en los hombres es anterior el ser a las obras de mérito o demérito de que se hagan responsables en su vida. Este modo corriente de pensar halla su confirmación en las teorías evolucionistas, que hacen creer en la existencia de hombres y acaso de sociedades humanas anteriores a toda cultura, a toda obra del espíritu. Innecesario añadir que en la actualidad hay muchos millones de hombres que son evolucionistas, y aun darvinianos, sin tener una idea precisa de lo que se significa con esas palabras. Se trata de ideas que están en el aire, como la interpretación marxista o económica de la historia, lo que no quiere decir que sean verdaderas.

Porque también hay otra filosofía que supone que el espíritu es anterior a todo, y que en la ontología de la nación o de la Patria, el valor es anterior al ser. En Francia, por ejemplo, es también posible suponer que nació la patria francesa el día en que Clodoveo, rey de los francos, hizo de París su capital y adoptó la religión cristiana, porque entonces se efectuó la infusión de la ley sálica sobre sucesión de tierras en el derecho romano y el canónico, la del espíritu militar germánico en la civilización latina, la de un acento nórdico en una lengua romana y la de la religión católica en el espíritu racista y aristocrático de los pueblos septentrionales. Antes de Clodoveo no veo en el país vecino sino tierras y razas, elementos que contribuyen a formar la patria francesa, pero que no son todavía Francia. Francia surge con la amalgama físico-espiritual, que hace el rey Clodoveo, de elementos nórdicos, meridionales y universales, amalgama que tiene [238] que ser de gran valor humano, porque su armonía y resistencia se han probado en el curso de mil cuatrocientos años de historia, al cabo de los cuales sigue siendo Francia la misma esencialmente, y aún parece dispuesta a resistir otros catorce siglos el oleaje del tiempo.

Al decir esto no se pretende resolver desde luego el problema de si el ser de las naciones es anterior a su valor o si es su valor, por el contrario, lo que crea y conserva su existencia. Lo que se afirma es que hay en ello una cuestión genérica, es decir, relativa a todas las naciones, que ha de esclarecerse antes que la específica de la Hispanidad. Y para precisarla mejor se ha de empezar por dejar establecido que en todas las naciones el patriotismo es complejo y se refiere al mismo tiempo al territorio, a la raza y a los valores culturales, tales como las letras y las artes, las tradiciones, las hazañas históricas, la religión, las costumbres, &c. El patriotismo del hombre normal se dirige al complejo de todo ello: territorio, raza y valores culturales. Ama el territorio natal porque es el que le ha nutrido, y su propio cuerpo viene a ser un pedazo de la tierra nativa. Quiere a las gentes de su raza porque son también pedazos de su tierra y se le parecen más que las de otros países, por lo cual las entiende mejor. Aprecia más que otros los valores culturales patrios porque su alma se ha criado en ellos y los encuentra más compenetrados con su tierra, su gente y el alma de su gente que los de otras naciones. Pero en este afecto hacia el territorio, la raza y los valores hay sus más y sus menos. Los pueblos quieren más el territorio y la raza; las gentes cultivadas, los valores. Entre los pueblos, el patriotismo de los nórdicos: ingleses, alemanes, escandinavos, es más racial que territorial; el de los latinos, más territorial que racial. Entre los mismos españoles, el sentimiento de los catalanistas es más territorial que racial, mientras que el de los bizcaitarras, más racial que territorial. El hombre medio considera como su Patria el complejo de territorio, raza y valores culturales a los que pertenece, y no se pone a discurrir que lo constituyen elementos heterogéneos, de los cuales unos son «ónticos»: el territorio y la raza, mientras que los culturales son espirituales o valorativos. Pero de esta heterogeneidad surge el problema.

El pensador –y a veces también el político, el escritor y todo [239] el que intente ejercitar alguna influencia sobre sus compatriotas– tiene que preguntarse si en este complejo de la patria es lo primero y más fundamental el territorio, la raza o los valores culturales: los elementos ónticos o los espirituales. Aunque todavía puede estrecharse la pregunta, porque no se puede discutir el ser de la Patria, ni el de los valores culturales. ¿Cómo vamos a poner en tela de juicio el ser del «Quijote» o el de la batalla del Salado? No se trata de eso, sino de comprenderlos, para lo cual hay que dilucidar si el ser de la Patria, mezcla de elementos ónticos y valorativos, surge de sus elementos ónticos o de los valorativos. La consecuencia práctica de adoptar una u otra solución será de inmensa trascendencia, como hemos de ver más adelante. Se trata de uno de los máximos dilemas que pueden presentársenos en la bifurcación de los caminos: el de la primacía del valor o la del ser. En último término, hay que elegir entre pensar que en el principio era el Verbo, como dice San Juan, y que «el Espíritu de Dios flotaba sobre las aguas», como describe el Génesis, o suponer que nuestro verbo y conciencia y presunciones morales emergen inexplicablemente de la «tierra desnuda y vacía y de las tinieblas sobre el haz del abismo»… Pero la cuestión de la Patria no es tan complicada y será resuelta sin gran dificultad.

Ramiro de Maeztu

(Continuará)