Filosofía en español 
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Ramiro de Maeztu

El ser de la Hispanidad
II

La Patria es espíritu

Digamos, desde luego, que antes de ser un ser, la patria es un valor, y, por lo tanto, espíritu. Si fuera un ser del que nosotros formáramos parte, no podríamos discutirla, como no discutimos sus elementos ónticos. Cada uno ha nacido donde ha nacido y es hijo de sus padres. Por lo que hace a los elementos ónticos, el Sr. Maura tenía razón: «la patria no se elige». Pero la patria es, ante todo, espíritu. Y ante el espíritu es libre el alma humana. Así la hizo su Creador.

España empieza a ser al convertirse Recaredo a la religión católica el año 586. Pero a los pocos años llama a los sarracenos el obispo don Opas y les abre la puerta de la Península el conde D. Julián. La Hispanidad comienza su existencia el 12 de octubre de 1492. Pero muchos de los marinos de Colón hubieran deseado que las tres carabelas se volvieran a Palos de Moguer, sin descubrir tierras ignotas. Con ello se dice que la patria es un valor desde el origen, y por lo tanto, problemática para sus mismos hijos, como el alma, según los teólogos, es espiritual desde el principio, ab initio.

Antes de la hazaña creadora de la patria hay ciertamente hombres y tierra, con los que la hazaña crea la patria, pero todavía no hay patria. Hasta que Recaredo no deparó el vínculo espiritual [344] en que habían de juntarse el Gobierno y el pueblo de España, aquí no había más que pueblos más o menos romanizados y sujetos a un Gobierno godo, al que tenían que considerar como extranjero y enemigo. Gobernantes y gobernados habitaban la misma tierra, comunidad insuficiente para constituir la patria. Pero desde el momento en que los gobernantes aceptaron la fe, que era también la ley, de los gobernados, surgió entre unos y otros el lazo espiritual que unió a todos sobre la misma tierra y en la misma esperanza. Los hombres, la tierra, los sucesos anteriores, la conquista y colonización romanas, la misma propaganda del Cristianismo en la Península no fueron sino las condiciones que posibilitaron la creación de España. Tampoco sin ellas hubiera habido patria, porque el hombre no crea sus obras de la nada. Pero la patria es espíritu; España es espíritu; la Hispanidad es espíritu: aquélla parte del espíritu universal que nos es más asimilable, por haber sido creación de nuestros padres en nuestra tierra, ahora llena de signos, que no cesan de evocarlo ante nuestras miradas.

La patria es espíritu como lo es la proposición de que dos y dos son cuatro, y esta es la razón de que nos equivoquemos tan a menudo en las cuentas. También es espíritu el principio que dice que, de dos proposiciones contradictorias, una, por lo menos, es falsa, lo que no impide que frecuentemente, sin darnos cuenta de ello, sigamos sobre un mismo asunto dos corrientes contradictorias de pensamiento. Toda la ciencia no es sino uno de los modos universales del espíritu. Pero ocurre, además, que el alma, «nuestra alma intelectiva es por sí y esencialmente la forma del cuerpo humano», como enseña Santo Tomás y es artículo de fe desde los tiempos del Concilio de Viena de 1312, por lo que su formación y educación y salvación están ligadas también a las condiciones tempo-espaciales de su cuerpo, que es la razón de que desde el principio de los tiempos la Historia Universal sea la historia de los distintos pueblos y cada uno de ellos aprenda mejor la lección del holocausto en la vida de los propios héroes, que se sacrificaron por defender sus gentes y su tierra, que en la de los héroes de otros pueblos.

Como las obras de nuestros mayores han formado o transformado el medio físico y espiritual en que nos criamos, nos son [345] también más fácilmente comprensibles que las de otros países. La patria es un patrimonio espiritual en parte visible, porque también el espíritu del hombre encarna en la materia, y ahí están para atestiguarlo las obras de arte plástico: iglesias, monumentos, esculturas, pinturas, mobiliario, jardines, y las utilitarias, como caminos, ciudades, viviendas, plantaciones; pero en parte invisible, como el idioma, la música, la literatura, la tradición, las hazañas históricas, y en parte visible e invisible, alternativamente, como las costumbres y los gustos. Todo ello junto hace de cada patria un tesoro de valor universal, cuya custodia corresponde a un pueblo. Puede compararse, si se quiere, al original de un libro antes de haberse impreso y cuando su autor trabaja en él. Ello, naturalmente, mientras: «No es Babilonia, ni Nínive, enterrada en olvido y en polvo.» Mejor fuera decir que cada patria es un sinfonía inacabada, que cada hombre conoce y siente más o menos, en proporción de su memoria y su afición. Hay almas que recuerdan muchos más compases que las otras y las que mejor se saben la música ya oída suelen ser las que más intensamente anhelan la que les falta por oír.

Al decir que la patria es una sinfonía o sistema de hazañas y valores culturales queda rechazada la pretensión que desearía fundar exclusivamente las naciones en la voluntad de los habitantes de una región cualquiera, ya constituídos en Estado independiente o deseoso de hacerlo. Al término de la guerra europea se intentó modificar, con arreglo a este principio, la geografía política de la nueva Europa. Fue el Presidente de los Estados Unidos, Mr. Wilson, quién dedicó a esta finalidad cinco de los Catorce Puntos que propuso a los beligerantes, olvidado, quizás, de que su país libró la más sanguinaria de sus guerras al sólo efecto de impedir que se salieran con la suya los Estados del Sur que quisieron vivir de propia cuenta. Así han surgido las repúblicas de Estonia y de Livonia y caído en la miseria las poblaciones del antiguo Imperio austro-húngaro. Y es que si las naciones no se basan más que en la voluntad, pueden triunfar los cantonalismos más absurdos. Vitigudino proclamará su independencia y hasta es posible que los pueblos vecinos la reconozcan, si están poseídos de la doctrina de que los derechos a la soberanía sólo se basan en la voluntad de quien los alega. Solo que los pueblos mudan de parecer [346] y luego ocurre que sólo se mantienen las nacionalidades que pueden defenderse contra la ambición de sus vecinos, que también suelen ser las que encarnan algún valor de Historia Universal, cuya conservación interesa al conjunto de la humanidad.

En Francia tiene muchos adeptos la explicación voluntarista de las nacionalidades. La frase de Renan que considera las naciones como «plebiscitos permanentes», le incluye entre los voluntaristas. M. Boutroux ha tratado de sistematizar este pensamiento diciendo que la unidad de la nación está constituida «por la voluntad común, consciente y libre de los ciudadanos de vivir juntos y formar una comunidad política». Pero a este intento de definición ha podido objetar triunfalmente el alemán Max Scheler que no tiene sentido decir que la unidad de una persona espiritual colectiva consiste en la voluntad consciente y libre de sus partes, porque así no se constituye persona alguna. Si las partes de la nación, los individuos, son personas es precisamente porque su unidad no depende de «la voluntad consciente y libre» de las células que las constituyen. Sólo que al dar su solución frente a la doctrina de Boutroux, cae Max Scheler en un misticismo colectivista de aceptación difícil para una mente clara. Porque en su opúsculo: Nation und Weltanschauung, escribe:

«La nación es una persona colectiva espiritual que convive originariamente en todos sus miembros (es decir, en sus familias, linajes y pueblos, porque los individuos no son nunca miembros) y ello de tal manera que lo que forma la esencia moral de la nación no es la responsabilidad de las voluntades individuales que pertenecen a ella, sino la solidaria responsabilidad original de cada miembro en la existencia, el sentido y el valor del conjunto.»

En esta definición se salva el escollo de reducir la nación a un acto de voluntad coincidente de los individuos, pero se crea, en cambio, una responsabilidad colectiva de los linajes y los pueblos, que sólo puede tener carácter metafórico, como la sangre y el cuerpo de Francia, de que nos ha hablado M. Daniel Rops, porque la verdad es que no conocemos más responsabilidad que la de los individuos. Tal vez fuera deseable que todas las familias se sintieran responsables de los destinos de un pueblo, pero son muy contadas aquellas cuyos miembros sienten todos la patria de la misma manera. Lo que hace Max Scheler es imaginar un alma [347] colectiva a la que Renan hubiera querido enriquecer dotándola de conciencia propia. El pasaje se encuentra en el capítulo de «Sueños», de sus Diálogos filosóficos:

«Las naciones, como Francia, Alemania, Inglaterra, las ciudades, como Atenas, Venecia, Florencia, París, actúan como personas que tienen carácter, espíritu, intereses determinados; se puede razonar acerca de ellas como de una persona; tienen, como los seres vivos, un instinto secreto, un sentimiento de su esencia y de su conservación, al punto que, independientemente de la reflexión de los políticos, una nación, una ciudad, pueden compararse a los animales, tan ingeniosos y profundos cuando se trata de salvar su ser y de asegurar la perpetuidad de su especie… La célula es ya una pequeña concentración personal: al consonarse juntas varias células, forman una conciencia de segundo grado (hombre o animal). Al agruparse las conciencias de segundo grado forman las conciencias de tercer grado: conciencias de ciudades, conciencias de Iglesias, conciencias de naciones, producidas por millones de individuos que viven la misma idea y tienen comunes sentimientos.»

Es un razonamiento que cae por su base cuando uno se pregunta si es verdad que la conciencia que Renan llama de segundo grado, la del hombre, se crea por el aconsontamiento de las células y cuando se reflexiona que tampoco es cierto que se formen conciencias de ciudades o de naciones al agruparse los individuos. No hay almas colectivas. No hay conciencias colectivas. Lo que hay es valores colectivos cuya conservación interesa a los individuos y a las familias y a los pueblos. Maeterlinck ha escrito que: «Los hombres, como las montañas, sólo se unen por la parte más baja. Lo más elevado que poseen se eleva solitario al infinito.» Este dicho no es del todo cierto. Cuando rezan juntos unos cuantos hombres se están uniendo por la parte más alta. Pero, entendámonos, lo que se une de ellos son las finalidades de sus almas y no las almas mismas. Las almas no se unen entre sí; se unen en Dios o se unen en la patria. Mientras peregrinan por el mundo no pueden unirse en almas superiores, porque no hay en la tierra almas superiores a la humana. En el acto de la oración nuestra alma se eleva solitaria: «sola cum solum.» Sólo de Dios espera la salud. De los santos no pedimos más que la intercesión. [348] Y tampoco hace falta considerar a la patria como una diosa para vivir y morir por ella. Nadie reza a su patria, pero todos estamos obligados a rezar por ella y de hecho rezamos, aunque sin darnos cuenta de ello, cuando pedimos el pan de cada día, porque de la patria lo recibimos casi siempre, lo mismo el del cuerpo que el del alma.

Por eso es insuficiente el patriotismo que sólo se refiere a la tierra o a nuestros compatriotas, aunque sea muy provechoso estimularlo todo lo posible. Es cosa excelente que los hombres se enternezcan el recuerdo del pasaje natal, que crean que las mujeres de su tierra son las más hermosas del mundo, que cifren su confianza en la honradez y virtudes de sus compatriotas y que estén seguros de que no hay alimentos comparables a los de su región. También son valores los biológicos, aparte de que contribuyen a la felicidad de cada pueblo. Hasta pudiera decirse que con la conciencia de estos valores biológicos se forma el patriotismo de la patria chica, de la región nativa. Pero lo que forma la patria única es un nexo, una comunidad espiritual, que es al mismo tiempo un valor de Historia Universal. Imaginémonos un territorio habitado por gentes heterogéneas, sin unidad de lenguaje, ni de ideales. Pues no constituirán una patria. Pensemos que están unidas por un espíritu de mutua defensa y por lazos de consanguinidad, pero no por la conciencia de valor universal alguno. Pues serán una tribu, pero no una patria, porque un día vendrán gentes que tengan verdaderamente patria y hablarán a la parte superior del alma de estos cabileños y los incorporarán a su nación. La patria se hace –perdóneseme si lo repito– con gentes y con tierra, pero la hace el espíritu y con elementos también espirituales. España la crea Recaredo al adoptar la religión del pueblo. La Hispanidad es el Imperio que se funda en la esperanza de que se puedan salvar como nosotros los habitantes de las tierras desconocidas. Los elementos ónticos, tierra y raza, no son sino prehistoria, condiciones sine qua non. El ser empieza con la asociación de un valor universal o de un complejo de valores a los elementos ónticos. Toda patria, en suma, es una encarnación.

El valor de la patria es anterior al ser. Aquí también han de entenderse las cosas a derechas. Desde un punto de vista cronológico es evidente que nada del ser es anterior al ser. Pero el [349] nacimiento de la patria se debe a una idea que se expresa en un acto y el mantenimiento de la patria es un sistema de ideas, expresadas también en actos, que se acumulan en apoyo de la idea originaria o de lo que haya de esencial en ella. En sus Diálogos filosóficos dice Renán: «Yo creo, en efecto, que hay una resultante del mundo, una capitalización de los bienes de la humanidad y del universo, que se forma por acumulaciones lentas y sucesivas, con enormes desperdicios, pero con un acrecentamiento incesante, como en la nutrición del adolescente.» Añade que sólo dura lo que se hace por el ideal y que anula el resto: «Como los egoísmos rivales se hacen en el mundo un contrapeso exacto, no queda para crear un efecto útil más que la suma imperceptible de la acción desinteresada.» La patria es también una acumulación de todas las actividades que la crean, sostienen y engrandecen. Lo que no puede sostenerse es que sea una acumulación incesante o fatal. Renan supone con plácido optimismo que los actos egoístas se contrapesan con exactitud. Lo supone, pero no lo demuestra, ni la experiencia lo confirma. Lo que la Historia Universal nos dice es que las naciones se engrandecen por acumulaciones sucesivas de acciones valiosas, que aumentan su valor original, pero que se disminuyen y se disipan con las ruindades colectivas y los vicios individuales. El ser de las patrias se funda en el bien y en el bien se sostiene, no en ninguna clase de «sagrado egoísmo nacional». Los actos generosos, la contribución de cada pueblo al universal crecimiento del espíritu, es lo que le vale el fervor de sus hijos y aún el de los amigos que le sostendrán en la hora de la necesidad. Y si es cierto que la justicia internacional no prevalece siempre de momento, tampoco las injusticias pueden durar perpetuamente. Al cabo de tres siglos y medio de difamaciones, vemos rehabilitarse la memoria de Felipe II y con ella el buen nombre de España. No durará tanto la popularidad de las naciones que se dejan guiar por el egoísmo en sus relaciones con el resto del mundo y procuran después cubrir su desamor con la propaganda de mentiras o de lemas sonoros, pero sin ningún significado.

Ramiro de Maeztu

(Continuará)