Filosofía en español 
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Blanca de los Ríos

Menéndez y Pelayo, revelador de la conciencia nacional

II

A la muerte del maestro comenzó Europa a reconocer su deuda; así el egregio hispanista Farinelli se preguntaba entusiasmado ante la labor del gran polígrafo: «¿Imaginaba él acaso el fermento de ideas nuevas que había dado a su pueblo y a los mejores ingenios de otras tierras?» Y juntamente, encarecía refiriéndose a la admirable estética del insigne Croce, «cuanto debe esta obra fortísima, audacísima y limpidísima a la «Historia de las Ideas Estéticas de Menéndez y Pelayo». Brunetière citó justamente como autoridad las Ideas estéticas en su Manual de Literatura francesa, y el profesor inglés Georges Saintsburg reconoció que «no es pequeña honra para su lengua y para su patria que el libro que ocupa absolutamente el primer lugar entre los de esta materia sea obra de un español».

Otra obra que bastaría a la inmortalidad del gran polígrafo es la inconclusa y monumental historia de los Orígenes de la novela cuyo plan primitivo fue el autor –como él dice– dando [2] tales ensanchas que la Introducción resultó «no un mero prólogo, sino una historia bastante detallada de la novela española anterior a Cervantes».{1}

En esta obra, donde el alto sentido psicológico y la penetrante agudeza de la observación crítica, la perfección acrisolada de la forma y el noble sentido de reivindicación y apología nacional logran su más alta expresión, hay estudios enteros, y sobre todo retratos, en que la pluma de Menéndez se iguala con el pincel de Velázquez, cuando éste en su última manera sintética realizó el milagro estético de pintar suprimiendo el color y prodigando el alma. Quien lo dudare, lea el retrato moral de Celestina, el retrato de Fernando de Rojas y el análisis de su obra inmortal.

Esta completa historia de la novela anterior a Cervantes debió haber terminado, como el autor anunciaba al fin de su Introducción, con un estudio del «Género picaresco» y también de otras formas novelísticas o análogas a la novela, como los coloquios y diálogos satíricos. Pero la muerte cortó la obra del maestro y nuestra novela picaresca no tiene hasta ahora más que historiadores extranjeros. Sin ese vacío, puede afirmarse que Menéndez y Pelayo escribió entera la Historia de la Novela española, porque con la anterior a Cervantes puede enlazarse su admirable estudio «Cultura de Miguel de Cervantes y elaboración del Quijote»; y como complemento y continuación de tal obra pueden considerarse las dos memorables monografías de Galdós y Pereda, ya que el estudio de Galdós, en quien admira a un hacedor de multitudes vivientes, de la estirpe hercúlea de Balzac, que aspiró temerariamente, pero con temeridad heroica sólo permitida a los grandes, a la integridad de la representación humana, estudia el proceso de la novela desde el siglo XVII hasta el autor de los Episodios Nacionales, pasando sobre la laguna del siglo XVIII, en que el genio de nuestra novela picaresca transmigró a Francia con Lesage y a Inglaterra con Fielding y Smollet, y por la monstruosa novela histórica de nuestros románticos y los primeros ensayos de nuestra novela de costumbres. Y al estudiar a Pereda en una semblanza tan bella, tan cálidamente artística, tan entrañablemente montañesa como la obra misma de Pereda, hace la [3] historia de nuestros costumbristas, desde Cervantes hasta Fernán Caballero, madre de nuestra novela de costumbres regionales.

Entre las grandes reedificaciones que debemos al esfuerzo ciclópeo de aquel hombre de estirpe de símbolos, ninguna acaso tan cara al sentimiento nacional como la reedificación de nuestro inmortal teatro, expresión la más sintética y representativa del genio de nuestra raza. Nadie ignora que Menéndez y Pelayo no escribió la historia completa de nuestra dramática, pero hizo mucho más por tal historia que si sistemáticamente la hubiera escrito uncido a la cronología, y sin perdonar nombre de autor; nos la reveló toda entera, allanó el camino a la investigación, orientó los pasos de la crítica, sacudió sobre la fosa del pasado la antorcha de su genio de poeta y nos enseñó cómo se resucita todo un arte y con él a los hombres que lo produjeron.

Las comedias, tragicomedias, autos y entremeses, sepultos en embrollados manuscritos, en mendosas, apócrifas y enredadísimas ediciones o en estragadísimos pliegos de cordel; los, librotes farragosos, las pedantescas poéticas y los comentos formidables, allá se estaban entre moho y telarañas, retando a la incuria nacional a que se atreviera a extraer de su follaje muerto el jugo vital, y a resucitar de sus páginas roídas de gusanos a los ingenios y preceptistas que crearon y adoctrinaron o combatieron, estimulándola con sus propias detracciones, a nuestra gloriosa dramaturgia española, arte tan grande que fue la mayor de las manifestaciones literarias de la Edad Moderna, arte tan nuestro, tan pegado al alma étnica, que acaso en él más íntegramente que en el sagrado terruño, reside y alienta nuestra nacionalidad insumergible.

Semejante resurrección era digna de los creadores alientos y del fervoroso españolismo de Menéndez y Pelayo, y él sólo la realizó íntegramente con aquella generosa prodigalidad de sí mismo con que nos daba en cada cual de sus obras mucho más de lo que nos prometía, en cuatro estudios colosales, de cuyas páginas desborda a cada paso el torrente de su saber y el esplendor de su mente reveladora.

Porque si por orden de épocas le seguimos, hallaremos que también cronológicamente le debemos la reconstrucción completa de la historia del teatro español, ya que su crítica resucitadora abarca los cuatro grandes siglos de nuestra historia dramática; [4] desde la Celestina –estudiada en sus más remotos precedentes– hasta el advenimiento del Romanticismo, es decir, desde las postrimerías del siglo XV, en que se produjo la tragicomedia inmortal, hasta bien entrado el siglo XIX, hasta el estreno de La conjuración de Venecia, en que Martínez de la Rosa nos anticipó el romanticismo.

Evidente es que los cuatro grandes estudios a que me refiero, son los «Orígenes de la Novela», los «Prólogos» a las «Obras de Lope de Vega», «Calderón y su teatro» y la «Historia de las ideas estéticas», amén de algunas páginas de la «Historia de la Poesía hispano-americana» y de los varios opúsculos, discursos, artículos, prólogos o monografías en que el insigne polígrafo trató de nuestra dramática, trabajos casi todos resumidos o incorporados en los cuatro grandes estudios. Comienzan éstos, en orden al tiempo, en los «Orígenes de la Novela», juntamente con los cuales reconstituye Menéndez y Pelayo los orígenes de nuestro gran teatro indígena, partiendo de la Celestina y de sus imitaciones novelescas y dramáticas.

Lo que la Celestina es, lo que atesora, lo que sugiere y significa, el caudal enorme de elementos propios y extraños de que se nutrió la grande obra, asimilándoselos mediante la energía transformadora del arte, la innovación que representa en la dramática europea, el inestimable contenido estético, la inmensa aportación de materiales con que ella sola contribuye a la formación de nuestra dramaturgia, más aún que a la de nuestra novelística, evidéncialo Menéndez y Pelayo en el portentoso estudio que alumbra con vivísima luz todo nuestro siglo XVI, y que de hoy más será base granítica de la historia de nuestro teatro.

El comentario de Menéndez y Pelayo a la Celestina, es tan clásico y vividero como la Celestina misma.

De tal modo la crítica avasalladora del maestro se apodera de la magna tragicomedia, que llega a hacerla tan suya como si él la hubiera concebido; vemos su inteligencia soberana penetrar en la intimidad creadora del autor del viviente poema de amor y muerte, sorprender los secretos de su arte, montar y desmontar a su antojo el mecanismo estético de su producción inmortal, señalar los caminos que trajeron las ideas y reminiscencias refundidas en su obra, que nació de la conjunción de la antigüedad clásica con la España del siglo XV, y adquirimos la convicción [5] de que Menéndez y Pelayo hubiera sabido crear con creces de gloria ésta como cuantas obras estudiaba y exponía, y la certidumbre de que sólo quien tal impresión nos da merece el nombre de maestro de la crítica y resucitador de la Historia. Lástima no poder seguir al maestro en su viaje a través de la típica literatura del siglo XVI, toda impregnada en humanismo y en fuerte jugo de realidades, y verle revivir, juntamente con sus autores, aquellas obras que fluctúan entre el libro y el escenario, tragicomedias para leídas y novelas para representadas, obras concebidas, en la sabia atmósfera de las escuelas y en el suelto vivir estudiantil o soldadesco de aquel siglo, en que cada bachiller soñaba en escribir su Celestina, después de haberla vivido; y ver cómo entre la imitación ineludible de la Celestina y la creciente exaltación del sentimiento del honor, entre la orgía pagana del Renacimiento y el arder de la fiebre mística, en aquella resaca moral que hervía espumosa desde el Boccacio a Santa Teresa, se va cuajando la forma nacional, desde Torres Naharro hasta Lope.

Pero aún después de todo ese proceso de elaboración de nuestra dramática, el milagro de la creación estética, no se hubiera cumplido sin el genio animador de un gran poeta. Y este poeta fue Lope, que halló en nuestro polígrafo, historiador digno de su grandeza sin ejemplo.

Leyendo a Lope, comentado por Menéndez y Pelayo, siéntese emoción semejante a la de ver el cielo reflejarse en el mar; son dos inmensidades que se afrontan, y en sus ilimitadas lejanías se confunden en una sola unidad sublime.

El teatro de Lope es una de aquellas asombrosas síntesis de que sólo fueron capaces los proteos de aquellos grandes siglos, es el alma romántica y brava de España encerrada en la urna plateresca del Renacimiento; es la Iliada nacional cantada por un Homero quinientista; más aún, como con alta conciencia de lo que fue y de lo que no fue Lope, dice Menéndez y Pelayo: «La mayor gloria del padre de nuestro teatro, es haber reunido en sus obras todo un mundo poético, dándonos el trasunto más vario de la tragedia y de la comedia humanas; y, si no el más intenso y profundo, el más extenso, animado y bizarro de que literatura alguna puede gloriarse».

Conocedor como nadie Menéndez y Pelayo de la psicología y [6] aun de la fisiología de Lope de Vega, pudo con lógica rigurosa deducir del árbol el fruto y del hombre la obra. Seguro de que aquel hombre de llama y de borrasca que vivió la vida de los andantes, de los poetas, de los aventureros, de los soldados, de los clérigos –¡todo el vivir de sus tiempos!– desencantado en lo erótico, arrebatado en lo místico hasta desmayarse celebrando misa, pronto siempre a escapar de la realidad por las puertas del ensueño, de la pasión o de la fantasía, no pudo ser y no fue jamás sereno y desinteresado observador de la vida; cierto de que Lope, que procedía por ráfagas, por llamaradas, por relámpagos, con los ímpetus de las fuerzas magníficas de la Naturaleza, era un poblador de la escena, pero no podía ser, a un tiempo, síntesis y análisis, perfección y equilibrio, en esta segura conciencia de lo que fue y de lo que no fue Lope, inspiróse el gran crítico al estudiar aquella producción ciclópea.

El curso impetuoso de la inspiración de Lope, arranca no menos que de la creación del mundo; bordea el sagrado Oriente reflejando escenas bíblicas, vidas ascéticas, leyendas semihagiográficas, historias semifabulosas; fluye entre nieblas de ensueño por las regiones de la clásica mitología; intérnase y corre a rienda suelta por las rientes praderías de la Arcadia y por los prestigiosos dominios de la andante caballería; pero donde se explaya más grandioso, donde hierve con más generosos bríos, donde canta con más levantados tonos es en los tendidos, gloriosos campos de la épica nacional. Allí es donde Lope se revela entero; allí donde inagotablemente se prodiga; en aquellas «rapsodias épicas dramatizadas –habla Menéndez y Pelayo– con cuyos hilos de oro fue tejiendo el poeta los anales de la patria común, llevando de frente toda la materia histórica, o tenida por tal, desde el drama que enaltece la final resistencia de los cántabros contra Roma, hasta aquellos que conmemoran, a modo de gacetas, triunfos del día o del momento, como el asalto de Maestricht, o la batalla de Flerus». Asombra la suma de erudición que significa la obra inmensa de Lope y su estudio y comentario realizados por Menéndez.

Pasma el considerar que esa labor ciclópea que requería un hombre, un sabio todo entero, y que hubiese quebrado los bríos a los más atléticos luchadores, sea una sola de las gigantescas reedificaciones de ese Atlante de las letras, del único escritor digno de [7] eternizarse en la misma constelación gloriosa al lado del gran Lope, creador de nuestro teatro. Y aún le debemos mucho más: al reconstituir la personalidad y dictar la crítica de Lope, esbozó la semblanza estética de Calderón y erigió lo fundamental de su crítica, ya genialmente adivinada por él desde su mocedad en aquellas ocho conferencias improvisadas con bríos y fogosidades de combate que constituyeron el libro Calderón y su teatro; y aunque el maestro, en su prólogo a un libro mío,{2} se doliera de la crudeza con que están expuestas y del espíritu polémico y agresivo con que aparecen animadas sus ideas críticas acerca de Calderón en aquellas torrenciales improvisaciones, no revocó sus juicios, «porque creo verdaderas en el fondo –dice– la mayor parte de las ideas críticas que allí se apuntan»; y aquella crítica adivinatoria, anterior a la crítica histórica, anterior a los Documentos Calderonianos, en que Pérez Pastor exhumó la vida del gran poeta, subsiste casi íntegra. Menéndez y Pelayo declara en este libro que Calderón era altísimo poeta religioso, tanto, que «en la historia de la alegoría, dentro de la literatura cristiana, habría que colocarle en puesto muy cercano al Dante, pero no era el único ni el mayor de nuestros poetas dramáticos». Después de Sófocles, después de Shakespeare, debemos colocar a Calderón, con todos sus grandes defectos, por más que personalmente no nos sea tan simpático como otros dramáticos nuestros.{3} Inmediatamente cita a Lope, Tirso y Alarcón, y en otro lugar declara «ya entonces y coincidiendo con Grillparzer, antes de haberlo leído, mi íntima predilección se inclinaba hacia Lope.{4} Sin embargo, el libro Calderón y su teatro, contiene con la crítica de Calderón la apología de Tirso. Más tarde, al comparar El médico de su honra, de Lope, con la creadora refundición calderoniana, trazó en cuatro valientes rasgos la semblanza estética de que «no era el genio indómito y desbocado que soñaron los románticos», sino al contrario, un espíritu muy reflexivo, un gran conocedor de las tablas que [8] rayó a insuperable altura en el arte de llevar a perfeccionamiento sin igual una invención totalmente ajena. Y tanto en los Prólogos a Lope como en los «Orígenes de la Novela», aportó el maestro un tesoro de noticias acerca de las fuentes y elaboración de La vida es sueño, así como de la génesis y precedentes de El Purgatorio de San Patricio, Los hijos de la Fortuna, El Castillo de Lindabrides, Amar después de la muerte, El Astrólogo fingido y otras obras del autor de El Alcalde de Zalamea.

En cuanto a Tirso, ya dije que el libro «Calderón y su teatro», contiene con la crítica de Calderón la apología de Tirso, a quien el autor concede resueltamente la primacía y superioridad en cada uno de los géneros en que Calderón le sigue o le imita la Comedia palaciega y la de Capa y espada, la de Carácter, la Tragedia, el Drama histórico y el Drama religioso, reconociendo además la primacía de Tirso en los más esenciales dotes del dramático: «la creación de caracteres vivos enérgicos y animados», la fuerza cómica y la trágica, la gracia, la discreción y la pintoresca soltura, la profunda ironía, las novedades felices y pintorescas audacias, de la lengua, el dominio de la psicología femenina y los dotes de hablista y de escritor. En suma, a pesar de ciertos reparos más de índole ética que estética que Menéndez y Pelayo puso a esas lecciones suyas en su prólogo a mi libro Del siglo de oro, tanto en ese prólogo como en su discurso acerca de los autos sacramentales, que fueron su última palabra sobre Calderón, mantuvo en todo lo esencial la crítica que formuló en «Calderón y su teatro», que fue la sustentada por él en toda su magna obra: en los Orígenes de la Novela, en la Historia de las Ideas Estéticas, en sus Prólogos a Lope, en su artículo «Tirso de Molina».

Reconoce además Menéndez y Pelayo, la alta significación de Tirso como defensor y apologista de la forma dramática nacional.

Blanca de los Ríos

(Continuará)

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{1} Orígenes de la novela, tomo I. Adiciones y rectificaciones.

{2} Del Siglo de Oro, (Obras completas, T. III., Ed. agotada.)

{3} Calderón y su teatro, pág. 400.

{4} «Tirso de Molina», Estudios de Crítica literaria, 1895.