La phi simboliza la filosofía de tradición helénica, la ñ la lengua española Proyecto Filosofía en español
Gómez Pereira

Miguel Sánchez Vega
Estudio comparativo de la concepción mecánica del animal y sus fundamentos
en Gómez Pereyra y Renato Descartes


La concepción mecánica del animal en Gómez Pereyra
III. Los últimos fundamentos filosóficos del sistema mecanicista de Gómez Pereyra


Hemos procurado en las páginas anteriores esclarecer la línea lógica del pensamiento de Pereyra. Como se ha podido observar, nuestro autor se mueve dentro de lo empírico y su argumentación procede siempre a posteriori. Una tal construcción, aparte de tal o cual ingeniosa u original indicación, ofrecería, sin duda, el aspecto de un sistema más o menos coherente, pero falta de una verdadera base filosófica y científica. Máxime cuando es manifiesto el ambiente escolástico en que Pereyra se desenvuelve. Todas las dificultades y argucias presentadas son fácilmente rebatibles desde una doctrina aristotélica. Incluso salta a la vista el confusionismo que presentan muchas de las paradojas expuestas, entre conceptos como sensación, juicio, aprehensión intelectual, &c. Ni tampoco la teoría mecanicista logra darnos del animal la explicación que desearíamos. En suma, el conjunto más parece presentar el aspecto de un sistema construído por un físico metido en los avatares filosóficos desde bases que no ha comprendido bien.

Sin embargo, y he aquí su principal mérito, la obra de Pereyra no termina aquí. Detrás de todo este sistema hay una verdadera base filosófica. Porque él ha cambiado un buen número de tesis escolásticas que tenían precisamente que ver con su idea. Así ha fabricado una doctrina del conocimiento. Es ésta un producto de su época, pero presenta una fuerza y una originalidad dignas de mención. Con ella Pereyra adquiere, sin duda, un puesto en el campo filosófico. Y desde ella puede observarse la coherencia de su mecanicismo: porque es ella quien establece una estricta línea divisoria entre un punto de vista apriorístico, la categórica frase: donde hay sensación hay inteligencia; en consecuencia, entre animal y hombre existe un abismo, precisamente porque de otro modo no cabe más que una solución: colocarlos en el mismo plano. [408]

Esta doctrina acerca del conocimiento constituye el verdadero término medio del mecanicismo animal. En último análisis, todo depende de ella en el plano lógico y deductivo. En efecto, si la sensación es conciencia, conciencia que tiene el alma de su propia afección, acto que se produce en la más fina facultad del espíritu, acto de reflexión al fin y al cabo, ¿cómo puede admitirse en el animal? ¿No sería concederle inteligencia y alma inmortal? He ahí abierta la puerta al mecanicismo. Entre materia e inteligencia no hay término medio.

Es difícil precisar, en un primer análisis, la doctrina de Pereyra acerca del conocimiento. Se presiente que la terminología le traiciona. Es de los autores a quienes estorban las facultades, las especies, &c., y que, sin embargo, no saben ni pueden hablar sino en esos mismos términos. A nadie escapará, por ejemplo, la contradicción que puede encerrar el hablar de una «afección» del alma para luego decirnos que la sensación no es un accidente, sino el alma misma. Sin embargo, las palabras valen, no lo que para nosotros dicen, sino lo que para el autor significan. Después de un estudio detenido de los textos, hemos procurado destacar las líneas principales de nuestro filósofo en la forma que señalamos a continuación.

Pereyra persigue un esfuerzo de simplificación. Su dialéctica es franca y tajante. El halo de una ironía anti-escolástica envuelve siempre su pensamiento. No sería errado tratarle de nominalista y empirista. Apunta acá y allá intuiciones profundas, extrañas en su tiempo. El conjunto, a través de su farragosa literatura, desordenada las más de las veces, aparece coherente, bien conjuntado, presidido por un esfuerzo y un intento centrales.

Nuestra exposición procede de un modo progresivo. El estudio de la sensación, por un lado, y el del conocimiento intelectual, por otro, nos hará ver la identificación que entre ambos establece Pereyra. Pero procediendo más adelante hay que afirmar que este acto de conocer no es un accidente del alma y, en consecuencia, que es su esencia. Así se establece la delimitación entre el espíritu por una parte y la materia por otra.

1. El conocimiento sensible y la cuestión de las especies

No surge este problema al azar. Fácilmente se comprende su entronque con la tesis de la insensibilidad animal. Pereyra ha dicho que el bruto posee un alma material, divisible y caduca, porque es insensible. Quiere ello decir que la sensibilidad supone un principio vital inmaterial, indivisible y eterno. Según eso, podemos preguntarnos: ¿por qué nuestro autor recaba la inmaterialidad como atributo esencial de un alma sensitiva? ¿Esta inmaterialidad es sinónimo [409] de espiritualidad? ¿No cabría dentro de la actitud del filósofo metinense un intermedio entre lo espiritual y lo inmaterial {(56) Jaime Balmes, Psicología, cap. X, § 78. Ed. Casanovas, XXI} que salvara el escollo de una posición extrema en el ámbito de su filosofía?

Todas estas cuestiones nos llevan de la mano a plantearnos en toda su amplitud el problema de la sensación.

La sensación consiste formalmente en la conciencia. Esta conciencia es el elemento esencial de la misma. La advertencia se requiere necesariamente para que se dé sensación, cuida siempre de indicar Pereyra (col. 73, 75, 76, 77 y 72).

Sin embargo, esta toma de conciencia no es espontánea. Viene condicionada por el cuerpo. Es el otro elemento que integra la sensación: la función orgánica. Esta consiste en una afección o inmutación del órgano sensible por el objeto. Por eso, sentir no es otra cosa que la conciencia de la afección que padece el órgano de la facultad sensitiva aptamente dispuesto por una especie del objeto o cualidad homogénea del mismo, (col. 73). Llámase «especie» cuando no es semejante, sino diversa, de la cualidad del objeto, como los colores que vemos y los sabores que gustamos; el calor, en cambio, es una «cualidad homogénea» en el tacto y en el objeto. Esta especie o cualidad no es la sensación, ni constituye el elemento formal de la misma. Su papel, siguiendo la comparación de nuestro autor, se asemeja al del tampón que sella el esperma o al del pie que deja tras sí la huella; en otras palabras, causan en el órgano sensitivo una simple configuración (col. 71). Configuración que lejos de ser un accidente es el alma misma de un modo peculiar configurada (columna 72). Al advertir el alma ese modo de ser conoce la cosa (columnas 75, 76, 77, 126-7 y 128). ¿Cómo llega el alma a advertir esa impresión, a tomar conciencia de esa inmutación? Ante todo, se ha de descartar todo influjo del cuerpo sobre el alma. Claramente afirma Pereyra que el alma realiza tanto la operación de entender como de sentir sin el cuerpo. El alma que indivisiblemente opera al sentir o entender, necesariamente no puede usar del cuerpo, cuantitativo y divisible, como de un instrumento. Una cosa menos perfecta no puede alcanzar a otra más perfecta, como es la sensación o modo de ser del alma espiritual (col. 747).

El lector creerá abocar a un paralelismo que sólo pudiera salvarse en un ocasionalismo o en un una armonía pre-establecida. Pereyra resuelve la cuestión de otro modo. El alma informa al cuerpo, está íntimamente ligado con él (col. 751-2). Por lo mismo, el alma se hace consciente de las afecciones del cuerpo como quien domina y encierra de un modo supraeminente algo contenido bajo él (columna 752). A la afección orgánica corresponde otra en el alma, [410] afección que cuando ésta advierte es la sensación (col. 537, 493). Toda la doctrina pereiriana sobre el papel respectivo del organismo y del alma pudiera resumirse en dos puntos:

Primero, el alma no puede sentir sin el cuerpo en este su estado actual. La intervención del cuerpo es necesaria (col. 753).

Segundo, la afección orgánica tiene un papel completamente extrínseco en la sensación. El cuerpo no influye para nada en el alma, pero es condición indispensable. Pereyra dice que excita o despierta el alma (col. 753). No se trata de una instrumentalidad «quo» del cuerpo respecto del alma, sino más bien de un medio o conducto «per quod».

Al primer golpe de vista pudiera sospecharse que Pereyra ha tenido conciencia del peligro de un idealismo gnoseológico, que una tal doctrina pudiera ofrecer. Sin embargo, consideramos tal peligro como demasiado especulativo para una concepción tan materialista. Recuérdese a este efecto la peregrina noción del conocimiento abstracto, donde late la confusión más ingenua con la cognición de la imagen (col. 752). El problema de la inmanencia de las ideas y de la trascendencia de las cosas es ajeno a su filosofía. La teoría de la «idea» como medio en el cual se conoce la realidad le escapa completamente (col. 76), no obstante ciertos atisbos esparcidos a lo largo de su obra (col. 76). La idea de intencionalidad es extraña a su teoría del conocimiento. Conocer, para Pereyra, es ser afectado (col. 87); siendo, en último análisis, este «ser» la razón y forma de la cognición del objeto (col. 77).

Conviene deslindar el conocimiento de la afección anímica del de la existencia de la misma alma. Aquél es naturalmente anterior. Tan sólo cuando el alma conoce su propia inmutación es capaz de reflexionar sobre sí misma. El objeto terminal es diferente en estos actos cognoscitivos; en el primero se conoce el modo de ser del alma afectada; en el segundo, el alma independiente a toda excitación. Por el conocimiento de la afección intuye su existencia sin necesidad de recurrir al discurso. En otros términos: la conciencia de la afección es, según la expresión de nuestro autor, «quodam antecedens cognitum» para constatar «quod ipsam seipsam noscit» de la siguiente manera: «Nosco me aliquid noscere et quidquid noscit est, ergo ego sum» (col. 760).

Cuanto llevamos dicho podría resumirse en estos renglones de la Antoniana Margarita, que juzgamos fundamental en la exposición, de la doctrina gnoseológica: «El alma racional, cuando percibe algo por medio de los sentidos externos -la inferior de sus dos funciones- no se sirve de ellos como de instrumentos para ejecutar estas acciones inmanentes, porque éstas son meros modos de ser del alma misma, sino que ésta, informando los órganos sensoriales, padece paralelamente a éstos su afección por medio de ellos» (col. 477). [411]

La doctrina de la sensación nos da la respuesta a la pregunta que nos formulábamos al principio de este capítulo: ¿por qué vincular la sensación a un alma inmaterial? Porque sola el alma, en cuanto separable del cuerpo, es capaz de ser modificada de diversos modos sin dejar de ser la misma (col. 92). En otros términos: la inmaterialidad, raíz de todo conocimiento, dentro del sistema pereiriano, se aplica al alma misma.

La especie inteligible

La especie intencional permite, según la teoría escolástica, la unión necesaria entre el objeto y el sujeto. Como la cosa extramental, en su entidad material no puede penetrar en el sujeto cognoscente, hay que apelar a una especie vicaria de realidad puramente intencional. En la producción de la especie inteligible interviene el intelecto agente como causa principal y el fantasma como instrumento objetivo que presenta una materia apta. Frente a esta doctrina tradicional, Pereyra adopta una postura peculiar fundada en las razones siguientes:

a) Ante todo, el fantasma es un ente corpóreo. Difícilmente puede admitirse que de una realidad corpórea surja la especie inteligible de naturaleza inmaterial (col. 190).

b) Tampoco puede pensarse que la especie sea consecuencia inmediata de la corrupción del fantasma producida al conocerse el universal.

Fundados en que una vez conocido el objeto mediante la corrupción del fantasma no podría el intelecto conocer de nuevo ese objeto, pues falta la especie de la cual pueda provenir, después de la interrupción del acto cognoscitivo.

Aun en el supuesto de que se diese tal corrupción, la materia del fantasma corpóreo no es idónea para producir una especie inteligible; ni en nosotros existe una virtud capaz de engendrar algo espiritual a partir de una entidad corpórea, ya que las facultades intelectuales no ejercen hegemonía alguna sobre la materia de los cuerpos de tal modo que pueda resultar un algo incorpóreo a partir de un elemento material.

Así como la materia del fantasma no es apta para llegar a ser una especie inteligible, tampoco es aceptable que concurra como causa eficiente, pues una cosa inferior no puede producir algo superior a sí misma. Así queda descartada toda teoría acerca de una posible sustitución de los fantasmas corpóreos por las especies inteligibles (col. 191).

c) Errónea sería también la consideración de que la especie inteligible [412] pudiera producirse por la fuerza de la luz intelectual. La falsedad de tal aserto queda probada de la forma siguiente:

De ser así, el intelecto otorgaría algo con su luz al fantasma para que juntamente con ella se produjera la especie.

Pero el intelecto no puede conceder al fantasma una substancia inteligible, porque ésta tan sólo Dios la crea.

Y aunque el mismo entendimiento gozase de esta capacidad creadora, jamás podría crear en el fantasma (substancia corpórea) una substancia espiritual.

Ni siquiera podría anexionarle un accidente espiritual, por la repugnancia natural de vincular un accidente inmaterial con algo corpóreo (col. 191).

Tampoco es factible que el fantasma induzca la especie inteligible en el intelecto. El fantasma es algo inanimado y extrínseco al viviente, pese a estar contenido en él. No puede inducir algo en el entendimiento, puesto que éste es la misma alma racional o una virtud de la misma. Tampoco puede alcanzar al alma mediante el cuerpo, pues las partes cualitativas del hombre no son capaces de recibir una especie inteligible que como indivisible e incorpórea requiere un sujeto de la misma especie. Así queda cerrada toda posibilidad de que el fantasma como agente induzca un elemento en el compuesto humano (col. 193).

d) Finalmente, es inadmisible que la especie inteligible sea engendrada por el entendimiento mismo, considerando primero el fantasma para separar las condiciones individuantes y engendrando luego la especie representativa del universal. En semejante caso, la especie inteligible sería superflua, puesto que el intelecto debió conocerlo antes de una manera directa y más perfecta. Es incomprensible cómo el intelecto no posea del universal una noción más clara que la que pueda proporcionarle la especie representativa, cuando la contiene de una manera eminente, al modo que la causa contiene en sí al efecto. Y si lo puede conocer así, es inútil una especie cualquiera, por muy perfecta que sea (col. 193). Se pudiera pensar, sin embargo, que el entendimiento no conoce el universal sino después que ha sido engendrada la especie representativa del mismo. Pero ello significa admitir que el intelecto es capaz de producir algo por lo cual conoce y sin lo cual no puede conocer. Pero de hecho, el intelecto no conoce siempre, ¿cómo, pues, no produce esa especie, si puede? Además, una vez producida la especie, el entendimiento tendría que estar conociendo siempre en acto, lo cual es un gran inconveniente (col. 195).

Como fácilmente se ha podido observar, la postura del autor ante el problema de las especies es bien definida. Dentro de su teoría del conocimiento, tal accidente no tiene cabida. [413]

2. El conocimiento intelectual: identificación de la sensación con la intelección

Para quien sigue el pensamiento de Pereyra, fácil es comprender que su obra tiende al equívoco cuando habla ya de sensación, ya de intelección. A primera vista pudiera parecer que es el plano sensible quien gravita hacia el inteligible, al hacer radicar la sensación en un principio espiritual y al hacerla consistir en la pura y simple afección consciente de la misma. Así, siendo la sensación de un orden superior al que ordinariamente se cree, no cabe suponerla en el animal. Sin embargo, creemos que en el fondo es más bien el plano inteligible quien gravita hacia el sensible, y aquí esperamos encontrar uno de los puntos álgidos de su sistema. El concepto nominalista que muestra tener de los universales, así como su noción de conocimiento intelectual, dejan ver que es más bien la inteligencia quien resulta achicada. Por ello, al verse forzado a negársela a los animales (en fuerza de la fe y del absurdo), tiene que admitir en consecuencia que tampoco sienten. Y aunque bien es verdad que ha elaborado una noción «sui generis» de sensación, haciéndola pura función del espíritu, y aunque tampoco es verdad que él se basa sobre todo en tal noción para negársela al animal, justo es, sin embargo, reconocer que con respecto a los contenidos existe una reducción de lo intelectual a lo sensible, que es, en realidad, quien fácilmente permite establecer a Pereyra el famoso entimema «si siente, entiende», e incluso demostrarlo por la experiencia. Viene a identificar lo sensible con lo inteligible, porque en el fondo identifica lo inteligible con lo sensible.

Veamos, ante todo, el concepto que se ha formado del conocimiento intelectual. Nuestro autor, exponiendo la línea tradicional, alude a un doble género de conocimiento, sensible e intelectual, éste superior a aquél (col. 74). Distinción puramente nominal (col. 209), ya que, como se verá, ambos conocimientos son operaciones del alma intelectiva (col. 209).

El objeto del conocimiento intelectual es el universal. Distingue el universal confuso del distinto. El universal confuso se puede definir por la relación del todo con respecto a las partes. Es aquel que contiene a los demás: como un universal general encierra los otros universales más particulares, de tal modo que por el conocimiento del primero se alcanza de una manera «eminente», y no formalmente, el de los otros (col. 211). Por universal distinto entiende sencillamente todo lo comprendido en los diez predicamentos (col. 212).

El universal no es sensible «per se», sino «per accidens». Presupone su aserto la tesis del estagirita: el intelecto no conoce nada sin el auxilio del fantasma. [414]

Decir que algo es sensible «per accidens» no quiere decir que sea captado por los sentidos exteriores. Estos tan sólo nos dan lo que de accidental hay en las substancias. Los sentidos no pueden penetrar en la substancia misma, porque ésta yace latente tras los accidentes. Los órganos sensoriales perciben la realidad de un modo intuitivo. Sin embargo, la substancia es conocida por medio de una virtud abstractiva, apoyándose en los datos aportados por los diversos sentidos. Hasta tal punto, que si no se conocen las múltiples determinaciones que concretizan la substancia no se puede llegar a su conocimiento (col. 221). En efecto, en una primera aprehensión de la realidad sensible el alma capta los objetos con sus concretizaciones. Posteriormente, por vía de observación, advierte que los accidentes fácilmente se alteran; que a unos suceden otros. Finge la mente que tales accidentes pueden separarse de la substancia misma de la cosa. Y todo este proceso le induce a inferir que en el fondo de todas estas mutaciones debe haber un substrato, un sujeto de inhesión en el cual radican estos accidentes. De lo contrario, habría que admitir su creación y anihilación, lo que repugna a nuestra inteligencia. De donde el alma, en virtud de un proceso de abstracción, prescinde de todas las cualidades individuales del objeto aprehendido y llega al conocimiento de la substancia. Esta se alcanza, no por la intervención de una especie inteligible, sino por el esfuerzo del discurso racional «vi ratiocinii nostri», que ante las mutaciones accidentales de la cosa infiere la necesidad de un sujeto. Este sujeto es la substancia misma de la cosa. Hasta el momento de la inferencia es completamente desconocido. No ha sido nunca objeto de cognición de parte de los sentidos; ahora, conocido, no le interesa al intelecto para la claridad de su conocimiento saber si es en realidad tal cual él la conoce. Por otra parte, como esta substancia desnuda de sus determinaciones accidentales es el universal (substantia accidentibus dimissis, universale sit) (col. 223), fácilmente se colige de todo ello que el universal es un sensible «per accidens».

El acto mismo de conocer intelectual se reduce a una mera afección del alma. No requiere, como hemos visto, las especies. Sin embargo, es necesaria, para que el alma sea afectada de ese modo, una afección correspondiente en el organismo material. Por tanto, el alma es afectada de los diversos modos como pueda ser afectado el organismo mismo por la gama de los diversos sensibles.

En consecuencia, el entendimiento se dice posible en cuanto que es capaz de hacerse todas las cosas según la afección de los órganos corporales. Y ello, porque el alma, existiendo compenetrativamente con el cuerpo orgánico, es afectada a su modo. Sin embargo, ocurre a menudo que el alma así afectada, nada siente ni entiende; y entonces entra en juego el entendimiento agente, del que procede la conciencia [415] de la modificación que el alma padece, contemplando en sí misma su inmutación por una reflexión introspectiva (col. 493).

Para quien intenta, a partir de estas nociones de Pereyra, establecer una línea divisoria entre el plano sensible e intelectual, las dificultades se acumulan. Ya apuntamos, y ahora lo vemos, cómo Pereyra ha seguido una línea de simplificación. De tal modo que, como se probará más tarde, la distinción por él establecida entre intelección y sensación es poco más que de pura razón. Con ello, como es natural, no ha logrado salvarse del confusionismo subsiguiente, y de él padece toda su obra. Tratemos de parangonar ambos conocimientos, sensible e intelectual, para esclarecer bien semejante cuestión.

Desde el punto de vista noemático u objetivo, admite, desde luego, Pereyra la diferencia entre sensible y universal. Pero, ¿de qué diferencia se trata? Recordemos en primer lugar que él mismo se declara nominalista y confiesa que es ésta la doctrina que al respecto más le convence (col. 161). Quien haya seguido con atención las paradojas de la primera parte habrá observado el concepto achicado que tiene del universal. En una de ellas se presumía, por ejemplo, que el bruto conoce el universal por el hecho de su fuga ante el espectáculo del fuego. Esta contestación le induce a sospechar que la proporción universal «todo fuego quema» es inteligible al animal. Amén que se halla en posesión del concepto abstracto de «fuego», que lo ve realizado en ese cuerpo incandescente que le hace huir (col. 267). En todo ello, late la confusión entre el concepto de fuego, representación de su esencia, y la imagen, más o menos borrosa, residuo de cuantos fuegos ha visto. Por mucho que se generalice esta imagen, nunca trascenderá el plano de lo sensible. Analizando lo que acabamos de decir sobre el conocimiento intelectual, se ve que la diferencia fundamental entre lo sensible y lo inteligible es el que uno es sensible «per se» y el otro «per accidens», o, en términos equivalentes para Pereyra, el uno es inmediato o intuitivo; el otro, mediato y abstracto. Naturalmente, tales notas no distinguen razones objetivas formalmente diversas. Todo esto queda corroborado si se tiene en cuenta que para Pereyra el sensible común no es un sensible «per se», sino «per accidens» (col. 158), puesto que supone una comparación de las diversas sensaciones, semejantes a la que el entendimiento debe realizar entre los diversos singulares para llegar a la noción del universal. Ni tiene reparo Pereyra en llamar a la imagen sensible abstracta (col. 223 y 493), puesto que no es fruto de un conocimiento inmediato e intuitivo en presencia del objeto. Confundiendo así el conocimiento abstracto con el de la imaginación y el universal con la imagen.

Desde el punto de vista noético, el acto del conocimiento intelectivo viene descrito en su obra de una manera extrañamente idéntica [416] a la sensación misma: ambos no son sino la afección o modificación del alma correspondiente a la modificación somática producida mediante la especie física por el objeto sentido. Si atendemos, por otra parte, a la potencia, Pereyra hace radicar tanto la sensación como la intelección en un alma intelectual, en cuanto intelectual o racional (col. 209). Por ello, al iniciar su explicación sobre la distinción entre sensación e intelección, la cuestión propuesta por él es: ¿por qué una se llama intelectual con preferencia a la otra? (col. 209). Es el mismo entendimiento quien entiende y siente.

Podemos, por tanto, concluir que en Pereyra existe una verdadera identificación del orden intelectual y del sensible. Sensación e intelección son modos de una misma alma. Ante un objeto presente el alma es afectada según la correspondiente afección corporal: esta afección anímica es sensitiva cuando consiste en percatar la presencia o existencia de ese objeto de un modo intuitivo; es intelección cuando fingiendo de la comparación de los accidentes que debe haber un sujeto substante, llega de un modo mediato al conocimiento del universal (col. 269). En este caso no interesa saber si esa substancia se realiza o no en la realidad, para que este conocimiento resulte claro (col. 224). El uno es, en consecuencia, conocimiento directo; el otro, indirecto. Pero sentir y conocer no son sino dos modos de ser de la misma alma.

3. Identificación del acto del conocimiento con el alma

Pereyra va aún más lejos. Para él no cabe distinguir, como se ha hecho ordinariamente, entre el acto del conocimiento y el principio del que procede. Este principio no lo constituyen las facultades. La cuestión de las potencias, en efecto, no puede propiamente plantearse en nuestro filósofo. Quedan por principio descartadas. El habla ciertamente de entendimiento, de sentidos e imaginación, pero para decirnos a continuación que tales términos no significan otra cosa que el alma misma en cuanto entiende, siente o imagina (col. 172 y 188). Por tanto, es el alma quien es sujeto próximo de sus operaciones, sin necesidad de unas potencias intermedias. Es el alma quien realiza por sí todas estas operaciones.

Se trata, pues, de la identificación del acto cognoscitivo con el alma. Aparece tal tesis bien manifiesta cuando el autor estudia el conocimiento, tanto sensible como intelectual. Procedamos, en consecuencia, por partes:

a) En el conocimiento sensible

En más de una ocasión define la sensación como un modo de ser o de estar del alma: «modus se habendi animae» (col. 74, 73, 87), [417] el alma en cuanto actualmente consciente. Pero este modo de ser del alma no es un accidente, como muchos han afirmado. No es un accidente corpóreo, porque de serlo, nadie percibiría lo cuantitativo. En efecto, si el objeto produjese una modificación accidental en el órgano sensitivo, tendríamos entonces que cada parte del objeto afectaría a una zona determinada del órgano sensitivo. En consecuencia, habría muchas modificaciones parciales, todas ellas independientes; pero como no podemos anularlas, ni compararlas entre sí, nuestro conocimiento de la realidad sería fraccionario y truncado (col. 93). Tampoco es un accidente espiritual. Un ser corpóreo nunca produce una entidad espiritual. Lo espiritual dista de lo material más que el hombre de la piedra. Pero los sentidos externos tienen como objeto propio los seres materiales o anexos a la corporeidad, luego de aquí se desprende que el objeto no contribuye para nada en el conocimiento sensible. Esto no es un producto del objeto y de la facultad, sino tan sólo de esta última (col. 99).

Finalmente, no siendo un accidente corpóreo ni espiritual sería el «non-esse», pues no se da término medio entre ambos. El fenómeno psíquico viene a confundirse con la misma psique. En una palabra, entre el alma y la sensación no hay distinción, sino, tan sólo de razón (col. 92).

Incluso no podemos diferenciar estos modos de ser a priori, puesto que se identifican con el alma misma. Tan sólo los conocemos por una consideración a posteriori a partir de sus efectos. Esto nos permite, sin embargo, conjeturar, y tan solamente eso, que esos modos de ser de nuestra alma son proporcionales a las diversas partes afectadas de nuestros cuerpo (col. 91). De este modo, el sentido común está de sobra en su papel de discriminador y unificador de las diversas sensaciones. Siendo, como ya dijimos en otro lugar, el alma misma, que sin ser inmutada accidentalmente es sensible cuando siente, inteligible cuando entiende y sentido común cuando percibe las diferencias de los cinco sensibles (col. 172).

b) En el conocimiento intelectual

La realidad del acto cognoscitivo, no se diferencia de la esencia del alma, como tampoco de la sensación. La teoría de Pereyra es un grito de combate contra aquella tesis añeja en los ámbitos de la filosofía de la escuela que asigna una distinción real entre el intelecto y la intelección (col. 201).

Con soltura dialéctica, e impulsado de cierto ergotismo, nuestro filósofo razona del modo siguiente: Si el intelecto no es capaz de entender más que cuando el acto intelectivo es un accidente real, síguese [418] que esta realidad accidental debe ser producida: o por el objeto, o por la propia facultad, o por ambos, o por ninguno (col. 201).

1) El objeto no produce ninguna entidad accidental. En efecto, nuestro conocimiento se origina de dos maneras: o captando la realidad en una intuición o con la intervención de un fantasma denominado especie.

a) En el estado actual del alma informando a la materia, no hay sustancia alguna inteligible que pueda presentarse por sí misma al sujeto para ser aprehendida en una intuición. Prueba de ello es que Dios, acto purísimo y máxima realidad inteligible, presente a nuestro espíritu por su ubicuidad, no es objeto de esa intuición. Ni siquiera a los ángeles a cuya custodia estamos confiados, ni a los demonios que nos acechan sin cesar, podemos conocerlos intuitivamente (col. 201).

b) Tampoco puede contarse con el auxilio de unas especies, porque no hay causa alguna que la pueda producir para un conocimiento siempre en acto (col. 202, col. 190).

2) La segunda posibilidad en la producción del acto intelectivo es la facultad misma. De ser así, sería incomprensible la interrupción intermitente en la producción de dicho accidente. ¿Por qué motivos se producirían en un momento determinado y no en otro? Por otra parte, admitir la perenne continuidad en la eficiencia del accidente equivale a la admisión de un continuo conocimiento en acto, lo cual es falso (col. 203).

3) Si no es producto de la facultad, ni del objeto, difícilmente puede serlo de la adición de ambos (col. 203).

4) Finalmente, repugna a nuestra razón la suposición de un accidente incausado, como sería afirmar que no lo produce alguien o algo (col. 201).

Además, considera que esta identificación entre el alma y la intelección es una exigencia misma de las enseñanzas de la Teología católica. En efecto, los teólogos afirman que Dios sólo conoce las reconditeces humanas. Ahora bien, en el supuesto de que el alma requiriese para conocer el auxilio de la intelección accidental, que es su noticia, ésta sería conocida tanto por los ángeles como por los demonios, como unos y otros conocen el alma misma. Pero conociendo el alma, ¿por qué no iban a conocer la intelección, si ésta se identifica con aquélla? Precisamente, responde Pereyra en un tono evasivo, porque nuestros pensamientos no son accidentes distintos del alma permanecen ocultos. De lo contrario, serían cognoscibles. Luego la identificación entre alma e intelección se impone (col. 207, col. 192).

Así cree Pereyra demostrar apodícticamente la exclusión del acto del entendimiento como accidente (col. 229). Es el alma misma, en cuanto inteligente o senciente, la que constituye la realidad óntica [419] del conocimiento. Fuera de eso no cabe hablar ni de facultades, ni de accidentes que sobrevengan en tal alma. El espíritu, modificado en este u otro sentido, es el conocer.

4. Conclusión. El acto es la esencia del alma

El conocimiento no es sino un modo del alma. Pero este modo no es un accidente. Luego el acto de conocer se identifica con el alma. Pereyra afirma claramente que este modo de ser no se distingue del alma sino con una distinción de razón (col. 92). Ninguna cognición es distinta del cognoscente. Es también ésta la razón por la que los diversos modos que puede revestir el alma no se conocen a priori, sino tan sólo a posteriori, y a partir de una conjeturación (col. 91.)

Admitida esta identificación es preciso rechazar toda potencialidad en el alma. El alma es acto. El pensamiento es la esencia misma del alma. Pereyra lo ilustra diciendo que si el pensamiento fuera un accidente real, Dios, por hipótesis, podría privar al hombre de él y adherírselo a la sustancia de una piedra. ¿Diríamos por eso que la piedra es inteligencia? Ciertamente, no. A nadie se le oculta la necedad de una afirmación similar (col. 204).

Siendo esto así, el alma es esencialmente pensar. Pensar y sentir son una misma cosa, no son sino conciencia, espíritu frente a materia.

Desde este punto de mira, el sistema del mecanicismo animal queda esclarecido y adquiere categoría filosófica. Reducidos a dos planos opuestos y antagónicos el espíritu y la materia, debe categorizarse al animal en uno o en otro. Por tanto, si al bruto se le concede la sensación, forzoso es admitir que posee un principio racional y espiritual. Ante semejante absurdo no cabe sino la teoría de su absoluta insensibilidad y, por consiguiente, del mecanicismo más acentuado. [421]


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