La phi simboliza la filosofía de tradición helénica, la ñ la lengua española Proyecto Filosofía en español
Gómez Pereira

Miguel Sánchez Vega
Estudio comparativo de la concepción mecánica del animal y sus fundamentos
en Gómez Pereyra y Renato Descartes


La concepción mecánica del animal en Gómez Pereyra
I. Las pruebas de la insensibilidad animal: análisis, clasificación y desarrollo


El propósito de Pereyra es único: deshacer por la base la teoría de la sensibilidad animal para substituirla por el más riguroso mecanicismo.

Naturalmente, no es tarea fácil trastrocar todos los puntos y cabos de una filosofía que estaba a la base de toda su formación. Sin embargo, Pereyra emprende su tarea y la prosigue a través de todas las páginas de la Antoniana Margarita con una seguridad absoluta. No hay para él problema que no se pueda fácilmente resolver.

Advirtamos, ante todo, que su pensamiento no ofrece un orden fácil. Sin embargo, hay una lógica y una trabazón de fondo que puede incluso hacer pensar en un sistema.

Hemos procurado deslindar campos para ofrecer una exposición más coherente. Comenzaremos resumiendo las pruebas que indujeron a Pereyra a admitir una absoluta insensibilidad animal. Esto aboca necesariamente a un intento constructivo en que explicar toda la vida animal. Todo ello pudiera aparecer muy interesante y muy ingenioso, pero al mismo tiempo, de carecer de fundamento, ofrecería el aspecto de una pura logomaquia. Sin embargo, no lo es: en buena lógica, Pereyra ha llegado hasta a trastrocar las bases filosóficas del sistema escolástico y hacer una doctrina sobre el conocimiento, que finalmente revela ser el fundamento último de toda su teoría. Desde ella se puede observar la importancia que adquiere su mecanicismo animal.

Pereyra reacciona contra la opinión corriente de la época: comunidad de sensibilidad en el hombre y en el bruto. Quiere, ante todo, desarraigar este sentimiento tan compenetrado con la mentalidad de la Edad Media, que a decir de nuestro filósofo, salvo raras excepciones, [366] nadie dudaba de ello, como no se duda de que el todo sea mayor que la parte (col. l). {(25) El número entre paréntesis indica la columna correspondiente a la edición príncipe de la Antoniana Margarita, Medina del Campo 1554. El lector encontrará todos los textos necesarios para la intelección del pensamiento en este mismo número de esta Revista, a continuación de este trabajo}.

Ataca a quienes admitiendo una sensibilidad común a hombres y a bestias opinan que la sola «razón» es piedra de toque en virtud de la cual se discierne la esfera racional de la animal (col. 6). Finalmente, pretende confundir a los simpatizantes de la «racionalidad del bruto» que sitúan ese criterio diferenciador en el conocimiento «universal» (col. 25).

Contra todas estas opiniones, teorías y tendencias levántase la voz de Pereyra con el doble propósito de probar la insensibilidad animal y de determinar el criterio que distingue al hombre del bruto (col. 7).

Su obra pudo muy bien intitularse Paradojas. Es el encabezamiento que mejor le cuadra. Su genio inclinaba al autor hacia ellas e incluso pensó en tal denominación para su libro. El parecerle pedante para un tratado que estaba lejos de ser arquitectónico ni sistemático, le apartó de su propósito {(26) Cf. De ratione inscriptionis operes hujus}. No obstante, la Antoniana Margarita es una urdimbre mal hilvanada de paradojas que insinúan en el ánimo del lector la tesis de la insensibilidad animal.

El valor de estas pruebas paradójicas es muy desigual. Trata, sirviéndose de la experiencia, la más variada e interpretada de un modo sui generis, de hacer ver que la sensibilidad es en el animal un absurdo. El autor ha ido acumulando argumentos, sin preocuparse mucho ni del valor que pudieran tener, ni de la conexión existente entre unos y otros.

La verdad le aparece tan clara, que los absurdos se siguen en abundancia, y a Pereyra le gusta recalcarlos, a veces con cierto sentido irónico que excusan ciertas razones casi pueriles que en ocasiones aduce. En consecuencia, es preciso considerar el conjunto de estas pruebas en su totalidad, sin hacer mucho hincapié en tal o cual detalle, que en realidad no tiene sino importancia secundaria.

La fórmula empleada por nuestro autor es la proposición condicional. Consta, por tanto, de un condicionamiento, v. g.: «Si bruta actus exteriorum sensuum ut homines exercerent» (col. 7), «Si concedatur... convenire in sentiendo homines ad bruta» (col. 22), y un condicionado introducido ordinariamente por «ita» o «etiam», v. g.: «Si bruta..., etiam in ratiocinando et universalia intelligendo futura nobis simillima» (col. 7); «si..., etiam ipsa bruta de sede animarum [367] suarum post obitum curam habitura» (col. 22). En el primer término se pone el error contrario al de la tesis que se desea defender. En el segundo se coloca el absurdo que se seguiría de tal posición. Todo el esfuerzo probativo recae entonces en demostrar la lógica de tal consecuencia para que la paradoja quede bien patente. Lo hace, como hemos dicho, apoyándose en un hecho de experiencia, ya de la actividad psíquica humana, ya del dinamismo mecánico animal (col. 8 y col. 32). En último análisis, las pruebas son argumentos ad absurdum y que concluyen a posteriori. Toda su fuerza reside en el hecho empírico del que se concluye el absurdo de una tesis contraria a la del autor.

Tan es así, que lo que menos preocupa a Pereyra es el orden o la sistematización. Repite con frecuencia. No desarrolla el plan que anunció. Arguye, diserta y hace disgresiones. Por eso resulta difícil encajarlas todas en un cuadro establecido. Nosotros seguimos un plan que acaso peque de artificial, pero que ayudará a hacer luz y a valorar como es debido cada una de las pruebas. Agrupamos en dos partes los argumentos de más peso y que tanto en la forma como en el fin de los mismos poseen una unidad central. Pereyra los llama en una ocasión «especulativos» (col. 26). La razón de esta división nos la dan los postulados mismos del autor: trata precisamente del fallo que éstos sufrirían de conceder la sensibilidad al animal. Si el bruto siente, entiende; en efecto, un bruto que tiene sensibilidad exige el juicio, y el conocimiento de los universales, y el razonamiento incluso. He ahí el primer grupo de pruebas. El segundo gira en torno a la divisibilidad del alma animal. Porque si el animal siente, tiene un alma indivisible e inmortal. Y Pereyra lo va demostrando por la integración de los sensibles: por la sensación táctil, por la percepción de la cantidad, del calor y del frío. Colocamos, finalmente, unas cuantas pruebas esparcidas a lo largo de la Antoniana Margarita. Entran aquí más bien a título de curiosidad, como en la misma obra de Pereyra, a nuestro parecer. En un primer vistazo pueden parecer hasta ridículas. Muestran, sin embargo, el genio del autor y la seguridad con que se mantenía dentro de su tesis.

Nuestra exposición seguirá por tanto el orden siguiente:

A) Pruebas negativas

a. Si el animal siente, tiene inteligencia. Si el animal siente, tiene inteligencia. He ahí el nervio de la argumentación: «si los brutos son semejantes a nosotros en el sentir, también lo serán en el raciocinar y en el entender los universales» (col. 7). El intento del [368] autor es mostrar una tal proposición mediante la experiencia. El absurdo aparece entonces evidente: nadie puede admitir una tal conclusión; luego la doctrina de la sensibilidad animal cae por su base.

1) El animal, en ese caso, juzgaría como los hombres. Es la primera de las paradojas y a la que más larga experiencia le dedica.

Se trata de mostrar que las manifestaciones de la vida animal, si se quieren explicar en razón de un conocimiento, requieren no sólo sensibilidad, sino también la facultad de juzgar. En efecto: el hombre, a la vista de un objeto cualquiera siente por él la aversión o el aprecio. Semejante conducta exige de parte de él la emisión de un juicio neutro: constatación de la existencia de la cosa. Después, valorativo: conveniencia o disconveniencia de la misma en función de su interés. Finalmente, siguen los actos de prosecución o fuga. Análogamente a la conducta del hombre se da la del animal. Pereyra presenta dos casos concretos de experiencia. El perro, ante una persona adopta una actitud diferente que ante otra, según sea o no su amiga. La oveja sigue en el rebaño a su madre de una manera segura. Quien quiera explicarlos por vía de conocimiento debe admitir en el animal el poder de formar proposiciones mentales (columna 7), de distinguir y discernir unas personas de otras (col. 8), «quod est praecipuum Opus rationis», y de emitir un juicio valorativo (col. 9).

Se daría, en consecuencia, el caso de un animal inteligente y, por tanto, inmortal, lo cual es absurdo.

La explicación corriente no tiene, pues, valor. Habrá que buscar otro cambio para satisfacer las exigencias de esas analogías entre el hombre y el animal.

Pereyra razona con seguridad y fuerza. Con un profundo sentido real hace pensar en los empiristas sajones más de una vez, y con una lógica tenaz rechaza las objeciones que pudieran producirse en la mente del lector.

No basta decir que sería suficiente una simple aprehensión de la cosa, sin afirmar ni negar nada de ella (col. 9). Nada de eso, responde el autor. Tal concepción implicaría el error de una inadecuada aplicación aristotélica: aprehensión y juicio, operaciones del intelecto, a la vida sensitiva (col. 14). Además, todo movimiento que tiende hacia algo requiere un conocimiento de la existencia de la cosa y del lugar en que se halla (col. 11).

Supone un juicio que no se efectúa sin la composición. Si la oveja sigue inconcusamente a su madre es porque ve en ella una serie de notas individuantes (quod ei inest) que anteriormente había observado (col. 15). En última instancia, conocer si éste es mi amigo o enemigo, no es otra cosa que formar proposiciones mentales (columna 12). [369]

Por lo dicho se echa de ver que para Pereyra el conocimiento de la existencia actual implica necesariamente un juicio, o sea la formación de una proposición mental que evidentemente conviene tan sólo al intelecto. Se vincula así la experiencia inmediata de un existente con la conceptuación del mismo y con la composición de un predicado con un sujeto, asentando con ello la tesis inversa: sin inteligencia no hay experiencia sensible de la realidad existente. Repetidas veces, a lo largo de estas páginas, aparecerá esta misma afirmación bajo ropajes distintos.

El equívoco procede de la distinción aristotélica, mal entendida, entre la simple aprehensión y el juicio. Distinción que, al decir de Pereyra, fue causa y origen de cuantos errores pululan en torno al problema del conocimiento del animal (col. 10). Por otra parte, la doctrina del mismo estagirita de que la verdad y el error se dan tan sólo en el juicio, vendría a favorecer su propia teoría, puesto que la vida animal no se explicaría sino en función de la verdad y del error y, por tanto del juicio.

Tampoco cabría objetar que todo se explica mediante un instinto. Porque, ¿que es el instinto? O afirmamos que es una propiedad oculta o alguna otra cosa. En el primer caso no podemos deducir la existencia de una vida sensitiva. En el segundo, ese «otro algo» no puede ser sino conocimiento, desde el momento en que entre esta propiedad y el conocimiento no se da término medio. Pero entonces se siguen todos los inconvenientes apuntados, puesto que la prosecución y la fuga exigirían una sensación y una estimación semejantes a las nuestras.

Además, apurando más la objeción, ese instinto de que se nos habla, ¿exige un conocimiento previo o no? Si lo último, no cabe hablar de sensibilidad. Si lo primero, ¿es ese conocimiento semejante o diferente del nuestro? En el caso de que sea como el del hombre, se siguen todos los absurdos arriba indicados. En el otro, ¿qué animal ha manifestado a los físicos que así objetan ese tipo de sensaciones? ¿No podrían ellos describirnos ese conocimiento? Será, sin duda, una inmutación vital por la que conocen algo del objeto, o no, lo que equivale a decir, o que afirman o niegan algo como conveniente o disconveniente, o que no conocen. Siempre surge la disyuntiva fatal entre dos extremos inconciliables: o conocimiento o mecanicismo (col. 15).

2) Si el bruto siente, conoce el universal. Se recurre también en la presente prueba a un hecho empírico: el animal, al acercarse a un fuego que nunca ha visto, huye. Este huir exige un conocimiento previo de este fuego concreto «hic et nunc» que en ningún modo le viene al animal de la experiencia. En el plano de lo sensible nadie puede explicar por qué el bruto sabe que ese fuego concreto [370] quema. Se requiere que conozca que todo fuego quema, para ante éste, y el otro, y el fuego de más allá, el animal huya de la quema. Pero la proposición «todo fuego quema» es universal y supone necesariamente un conocimiento previo del universal, que, en consecuencia, nadie podrá negar al animal (col. 28). Conoce, en efecto, una propiedad común a muchos individuos de la misma especie, como ocurre también en todos los casos semejantes de huída o prosecución (col. 267). En esta misma línea de argumentación se mueve la afirmación que Pereyra hace en otro lugar: los animales conocen la privación, operación que, según Aristóteles, pertenece al intelecto. Para ello apela a la experiencia de que el animal se aleja de los precipicios, que no son sino privaciones. Si esto no se explica natural o mecánicamente, como hace nuestro autor, hay que conceder al bruto una «vis, cognoscens privativa», que es función intelectual (columna 535).

A idéntica conclusión de la necesidad del conocimiento del universal en el bruto se llegaría si partiendo de la analogía existente entre él y el hombre se le concediera el sentido común. Funciones propias de este sentido son las percepciones de los actos de los sentidos externos y la diferenciación entre los diversos actos y objetos de esos sentidos. Pero esto es afirmar mentalmente que un color no es otro y que la visión es diversa de la audición, &c., lo que exige nada menos que distinguir entre accidentes y substancias. «Puesto que afirman, son sus propias palabras, que este color no es aquel, necesariamente conocerán, como se den a un mismo tiempo, que no son cuerpos ni entes por sí subsistentes, desde el momento que ninguno de éstos puede ser visto al mismo tiempo por los brutos ni por los hombres» (col. 36). Y si no las conocen como substancias las conocen como accidentes.

3) Si el bruto siente, discurre. Los hechos alegados anteriormente implican no sólo el conocimiento del universal y el juicio, sino incluso un razonamiento. El discurso está, en efecto, implícito. El bruto no podría, por ejemplo, huir de un precipicio sino en fuerza de una inferencia. Pereyra explicita del modo siguiente el raciocinio que el hombre en semejante ocasión forma: ningún precipicio soporta un cuerpo grave; los hombres somos cuerpos, luego... Idéntico razonamiento exigiría en el animal un proceso cognoscitivo que diera razón de un hecho tan simple como ese. Tiene que darse una ilación, y mediante una nueva percepción nadie explicaría semejante fenómeno (col. 535). Además, una vez concedido que los animales forman juicios se sigue necesariamente que pueden razonar, según la opinión del filósofo de Estagira: «es imposible, dice, que conociéndose unas premisas, su modo y figura, que infieren necesariamente una conclusión, se ignore ésta» (col. 27). En consecuencia, si el hombre, gozando de libre arbitrio, no puede menos de asentir [371] a la conclusión evidente, una vez que ha aplicado su mente a la consideración de las premisas, cuánto más quien no goza de libertad, como los animales (col. 28).

Así, el mismo hecho de conocer la propiedad de quemar un fuego concreto exigiría para Pereyra, en último análisis, un razonamiento o paso de la proposición universal a la conclusión particular contenida en aquélla.

Considerando en su conjunto estas tres primeras paradojas, la conclusión aparece evidente: conceder el sentido al animal es concederle la razón. Tendría, en ese caso, hasta más inteligencia que algunos hombres (col. 17; col. 131-2).

Es absurdo, por tanto, la tesis de una sensibilidad animal, puesto que nadie admite esta conclusión extrema del intelecto bruto, y puesto que no se requiere el conocimiento para explicar la vida del mismo, como lo demostrará Pereyra más tarde.

b. Si el animal siente, goza de un alma indivisible. Cuando hablemos de la estructura del alma animal se verá cómo Pereyra tiene una noción totalmente material de la misma. Desde luego, no cabe en su mente la tesis de un alma indivisible, puesto que eso lleva a la inmortalidad, lo cual es manifiestamente impío. Y, sin embargo, admitir una sensibilidad es admitir a la base un principio indivisible. Porque la sensación es en general un fenómeno complejo que no se puede explicar por la materia extensa. Veamos por partes los diversos argumentos que alude nuestro autor en pro de esta tesis.

1) La percepción de la totalidad exige un alma indivisible. Es un hecho que el animal se comporta distintamente ante un amigo y ante un enemigo. Se dice que toda esa conducta animal es debida a un conocimiento; conocimiento que no puede ser otro que el de un todo o conjunto, como son las partes o las cosas: integración de una serie de notas y partes en una totalidad. Pero, he aquí la inconsecuencia: esta cognición indivisible, «tota in toto et tota in qualibet parte», requiere un alma indivisible y de ningún modo puede explicarse con el concepto de alma animal tal como lo entiende Pereyra.

En efecto: en un alma divisible material, cada una de sus partes es afectada por una parte correspondiente del objeto, sin que nada pueda explicar la espiritualización de una afección semejante. El conocimiento del animal, por tanto, como inherente a una potencia orgánica y material es limitado. No abarca la totalidad en el conjunto de sus partes, puesto que viene producido por un objeto material en una potencia orgánica (col. 31). Se trata de un conocimiento divisible. A cada parte de la facultad cognoscente le corresponde una parte del objeto. La misma potencia, como cuantitativa y divisible, no puede parangonar las partes conocidas, ni [372] podrá distinguirlas unas de otras, porque toda distinción supone a la base una cognición (col. 32). Así, por ejemplo, un animal, en lógica consecuencia, no puede distinguir la parte anterior de la posterior de su propio padre a quien ve. Aquella zona de la facultad afectada por la parte anterior del objeto no puede conocer la parte posterior, ni viceversa: ambas son realmente diferentes y no pueden compenetrarse. Tal compenetración sería tan sólo posible en el caso de un principio superior que abarcando a ambas desde arriba pudiera distinguirlas, compararlas y unirlas, Principio que, desde luego, debería ser necesariamente indivisible. Por tanto, la inconsecuencia de la explicación corrientemente aceptada es manifiesta: es precisamente todo cuanto Pereyra quiere hacer ver.

2) La sensación táctil requiere un alma indivisible. Supuesta en el bruto un alma divisible, la experiencia táctil quedaría sumamente fraccionada. El órgano aportaría un conjunto de sensaciones táctiles atomizadas, independientes unas de otras, pero nada más. No podría en ningún caso establecer las relaciones existentes entre estas impresiones, de donde su conocimiento sería totalmente parcial. En frase de nuestro autor, el bruto se hallaría con el conocimiento de estas sensaciones aisladas en la misma situación que dos individuos frente a dos objetos diversos e independientes. En tal estado, no teniendo un punto común de referencia no podrían proceder a establecer un juicio comparativo sobre esos objetos (col. 33).

Tal ocurre en el tacto respecto no de dos objetos diversos, sino de partes de un mismo objeto. Cuanto se ha dicho en la prueba anterior, principalmente por el sentido de la vista, se puede aplicar en el caso particular del topo al sentido del tacto, como confirmación de cuanto acabamos de apuntar. El topo, en efecto, conocería a sus hijos por medio del tacto, experiencia que requeriría en él un alma indivisible, puesto que, según hemos dicho, un alma divisible no puede tener sino sensaciones táctiles aisladas e independientes (col. 33).

3. La percepción de la cantidad arguye la indivisibilidad del alma. Lo que se dice de la sensación táctil puede aplicarse también al conocimiento de la cantidad. En efecto: ésta viene dada como resultado de una percepción simultánea de varias partes. Pero ya hemos establecido la impotencia por parte del alma material y divisible en parangonar estos diversos datos empíricos entre sí. Luego el animal no percibe la cantidad (col. 35).

4) Idéntico proceso basado en la sensación de calor y frío. El ser sensible percibe las sensaciones cualitativas de calor y frío en conexión con otras cuantitativas. De tal modo que, a juicio de Pereyra, cualquier cuerpo dotado de cierta capacidad calorífica, es susceptible de ser dividido en infinitas partes; porciones que, por tratarse de dimensiones tan exiguas llevan anexas una diminuta cantidad [373] de calor y apenas si son perceptibles. Como no cabe la posibilidad de que una zona afectada de la potencia pueda percibir al mismo tiempo varias sensaciones caloríficas, ni que estas zonas entre sí entablen una conexión, el animal permanece siempre en el desconocimiento de la sensación táctil cualificada de calor o frío (col. 34).

c. Otros absurdos que siguen de la sensibilidad animal. Pudiéramos dar por terminadas las paradojas anunciadas, pero queremos consignar otra serie de imposibles que Pereyra va amontonando a través de su obra. Y es que una vez sacadas de madre las aguas tiene que trastrocarse todo, hasta no dejar títere con cabeza. No faltan entonces razones para apuntar el absurdo a troche y moche. Así, nuestro autor afirma que la sensibilidad exigiría en el animal nada menos que una virtud adivinatoria y un cuidado de la vida futura, amén de traer consigo la más terrible acusación contra la humanidad entera en sus procedimientos de trato con los animales. ¿Cómo de otro modo explicarían los sesudos filósofos el que el pájaro recién salido del cascarón sepa distinguir entre las semillas y adivinar la que le conviene? (col. 33).

Y si se concede al animal la previsión de ciertos hechos futuros, como el de las estaciones y otros semejantes, ¿por qué no admitir que pueda prever su muerte y, en consecuencia, preocuparse de lo que después de la misma vendrá? ¿Qué nos puede forzar a creer lo contrario? (Col. 22.)

Finalmente, todos convendrían en que la crueldad humana supera toda ponderación, puesto que el trato que propina al animal es más propio de cosas que de seres sensibles (col. 21).

B) Pruebas positivas

Ocupan en la Antoniana Margarita una parte mínima en comparación de las negativas que acabamos de considerar. A veces no constan sino a modo de insinuación más o menos clara. Pero no podemos dejar pasar por alto su consideración, particularmente porque descubren otra faceta interesante del autor: allí procuraba precisamente descubrir en los fenómenos animales explicados cognoscitivamente una muestra de inteligencia; aquí se trata de mostrar que esa misma experiencia no requiere ningún elemento cognoscente, puesto que todo se puede explicar perfectamente de otro modo.

Pereyra señala tres hechos:

Primero, el bruto carece de sensación de olor en cuanto deleitable. Según reconoce Aristóteles, el animal se mueve al olor del alimento que le conviene y no se dirige hacia aquéllos que aparte de los alimentos son deleitables (col. 571). [374]

Segundo, el animal no percibe la armonía de ciertos sonidos convenientemente ordenados, que el hombre escucha plácidamente. De otro modo amaría la música (col. 573).

Tercero, no hay quien fuerce al bruto a hacerle comer o beber cuando no tiene ganas, por más que se le fustigue o apalee, prueba de un determinismo ciego causado por una especie (col. 571).

De aquí se deduce una diferencia extrema entre la conducta animal y la humana. Falta precisamente en todos estos hechos alegados el elemento espiritual, espontáneo, que señala precisamente el paso de la materia a lo sensible e intelectual. Todo parece insinuar el mecanismo animal. Sobre todo si se considera que la explicación mecánica da perfecta razón de la inflexibilidad y de la rigidez en los hechos apuntados.

Entre el animal y los alimentos mediarían unas especies determinadas que necesariamente inclinan al mismo como el imán atrae al hierro, sin que otros olores le puedan atraer, pues no existe esa proporción ni exigencia natural. Esta exigencia es tan poderosa, tan maquinal, que ni tan siquiera el látigo puede variarla. Naturalmente, la perfecta comprensión de todo este argumento requeriría el conocimiento del mecanicismo tal como le entiende su autor.

Todo ello se corrobora con la consideración del lenguaje, al que vuelve Pereyra en dos ocasiones diferentes, sin elaborar, sin embargo, propiamente una prueba.

El lenguaje está en íntima conexión con la inteligencia. Comporta el paso de la voz a su significado, operación que únicamente puede realizarla un alma intelectual. Por otra parte, el fenómeno del lenguaje señala un límite entre el animal y el hombre. El animal no habla: es hecho admitido por todo el mundo (col. 270). Miguel Palacios, a partir de la sentencia aristotélica de que el niño recién nacido es comparable al animal, achaca a Pereyra el reducir toda la vida infantil a mera complejidad mecánica {(27) «Objectiones Michaelis a Palacios cathedarii sacrae theologiae in Salmantina Universitate adversus nonnulla ex multiplicibus paradoxis Antonianae Margaritae et Apologia eorundem», pág. 309. Madrid 1749}. Pero Pereyra no tiene por qué fiarse de Aristóteles, arguye que el niño para los dos años sabe hablar, mientras el animal, por muy vivaz que sea, jamás lo consigue, por buenos maestros que pueda tener. Esto vale tanto más cuanto que no es cuestión de órganos, que el animal posee incluso más perfectos que el hombre. Es cuestión de conciencia, de vida sensible e inteligible que, como se va viendo, se hallan para nuestro autor en idéntico plano {(28) Gómez Pereyra: «Apologia Gometii Pereyrae ad quasdam obiectiones adversus nonnulla ex multiplicibus paradoxis Antonianae Margaritae», página 328, Madrid 1749}. [375]

C) Conclusión

Esta mera acumulación de las pruebas alegadas por Pereyra hará ver el cuidado que puso en dejar bien sentada la tesis de la insensibilidad animal. Con ello se oponía a toda la tradición anterior. Pero esto no arredra a nuestro filósofo; más aún: procura poner de manifiesto la contradicción de una tal postura.

Una incongruencia íntima en un sistema es el más flagrante delito contra la filosofía y la lógica. La teoría de que el conocimiento universal es propio del intelecto, de modo que el hombre, ni con mayor razón el bruto, pueden conocerlo con sus sentidos, junto con la idea de que animal es semejante al hombre en la sensación, incurre en ese pecado. Puesto que de esta última hipótesis se sigue, como lo acabamos de ver, la inteligencia en el animal y la indivisibilidad de su alma (col. 26).

No asustan a Pereyra las objeciones que pudieran presentársele: Si Aristóteles ha deducido del fenómeno de la prosecución y de la fuga, la necesidad de un apetito ilícito y consecuentemente de un conocimiento sensible, se le objeta que hay en la naturaleza muchos casos semejantes en los que no se exige dicha cognición: los cuerpos graves caen hacia el centro de la tierra, las limaduras de hierro son atraídas por el imán..., &c. La consecuencia aristotélica es falsa: el hecho de la prosecución y de la fuga no va vinculado necesariamente a un conocimiento (col. 566).

Tampoco es conveniente otro de los argumentos del estagirita, que discurre a partir de la facultad de andar que el animal posee. Si se quiere salvar el principio de que la naturaleza nada hace en vano, esa facultad exige la de sentir. Pero la conclusión falla si se considera, en primer lugar, que todo ello se puede explicar perfectamente por medio de las especies materiales, teniendo en cuenta, por otra parte, que ese poder le fue puesto en el animal más para utilización por parte del hombre que para la alimentación de la misma bestia, para todo lo cual importa poco que se mueva por medio de la sensación o de un modo mecánico. De todas formas, la intención de la naturaleza no resulta frustrada (col. 567).

El animal se halla, en consecuencia, en el mismo plano que el imán o la máquina. Pereyra ha establecido una línea divisoria tajante entre el mundo de lo consciente y sensible y el mundo de la materia. O todo o nada. Pasar la barrera sería admitir la inteligencia del animal, y junto con ella la indivisibilidad y la inmortalidad de su alma, en último término afirmar que el hombre y la bestia pertenecen a la misma especie, lo cual no sólo es absurdo, sino impío (col. 27). Es curioso observar cómo la última razón por [376] la que Pereyra se decide por la insensibilidad animal es una razón religiosa: afirmar lo contrario es ponerse en manifiesta contradicción con la Escritura y el Dogma Católico. Hacer sensible al animal es concederle la misma inmortalidad del hombre.

La fe viene, por tanto, a sancionar la especulación de Pereyra y al mismo tiempo corrobora su tesis.

Como corolario de los argumentos expuestos síguese que la sensibilidad va a ser en lo sucesivo en la mente de nuestro autor el deslinde entre los dominios de lo racional o irracional. El hombre, amén de racional, es sensible. El animal, además de irracional es insensible. Porque desde el momento que se admita la sensibilidad en el bruto deberá concedérsele inexorablemente el discurrir, según rezaba en el cuasi axioma pereyrano anteriormente formulado. Las pruebas sobre la insensibilidad del animal han abocado necesariamente en el fatal sorites: si el animal siente, entiende; si entiende posee alma inmortal.

Ante estos horizontes creados por su propia filosofía Pereyra se estremece. Es absurdo pretender la espiritualidad de un alma bruta. Ello roza lo impío. Este temor que refleja el pensamiento del filósofo, lo advierte F. Valles cuando escribe en su Philosophia Sacra: «Hace poco tiempo, alguno de los nuestros, temiendo, pienso, que al conceder al bruto cierta racionalidad se viese obligado a otorgarle la inmortalidad, negó toda sensibilidad a todo ser, a excepción del hombre. Y cuantas acciones ejecutan los brutos, al parecer en virtud de cierto sentido, las explicó por la intervención de la simpatía y antipatía, diciendo que se trataba de actos más bien de la naturaleza que del alma.» {(29) Philosophia sacra, pág. 412, apud Augustam Taurinorum, 1587.}

En parecida forma se expresa el profesor salmantino Miguel Palacios. Le argüía éste a partir de la diferencia entre cuerpo y animal, consistente precisamente, según el árbol lógico de Porfirio, en la sensibilidad. Gómez Pereyra reconoce cierta diferencia, pero no admite el empleo del adjetivo «sensible» sino con reservas, y ello por causa de que no hay una palabra adecuada para expresar dicha diferencia: el animal posee cierta semejanza en sus órganos sensibles y en su movimiento con «lo que siente», que es el hombre. Pero de ninguna manera el sentir propiamente tal {(30) Gómez Pereyra, Apologia, pág. 328, Madrid 1749}. El empleo de la palabra «sensible», en consecuencia, ni tan siquiera es análogo, sino sencillamente equívoco.

La diferencia específica corrientemente admitida no es sino una invención de los lógicos que no consideran las distancias reales en las cosas, sino que se dedican a dividir los seres en géneros y especies «aliis methodis». Así caen en incongruencias tales como la de [377] establecer una diferencia específica tan sólo entre hombres y animales, y genérica entre animales y plantas. Cuando la distinción real es en ambos casos idéntica (col. 806).

Otra diferencia entre el bruto y el hombre es consecuencia de la precedente. Mas porque ello se ha de tratar con más extensión posteriormente, nos limitaremos a mencionarlo aquí de soslayo.

Mientras que el bruto se mueve necesariamente en virtud de toda inmutación operada en zonas similares a nuestros órganos sensoriales, el hombre, consciente y dueño de su actividad, no se ve obligado naturalmente a seguir al conocimiento sensitivo. Esta facultad sensitiva no sólo sirve para ejecutar algunos actos (v. g., de locomoción) en el hombre, sino para alcanzar un puro saber (col. 537). En esta actividad independiente, emancipada del imperio del instinto, estriba para Pereyra esta segunda nota característica que ofrece el análisis del hombre frente al bruto.

Recapitulando: sensibilidad e independencia del conocimiento del acto operativo son las notas peculiares que distinguen el dominio del hombre del dominio animal. [379]


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Miguel Sánchez Vega, Estudio comparativo... Gómez Pereira y Renato Descartes (1954)

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