Enrique Suñer Ordoñez Los intelectuales y la tragedia española

Capítulo XII

Sumario: Caída de la Dictadura. – El nuevo Gobierno no respondió a los peligros que rodeaban a la Nación. Renace la influencia de los institucionistas. – Se crea una cátedra para Fernando de los Ríos. – Nuevos Consejeros de Instrucción pública. – Se decretan cesantías. – Comisión de estudiantes católicos en demanda de protección. – Mitin en el Teatro Alcázar: sus consecuencias. – Temperamentos luchadores.

Cayó la Dictadura, y pasó a ocupar la Presidencia del Consejo de Ministros D. Dámaso Berenguer, después de haber estado a punto de perder la carrera, por lo menos, si el expediente Picasso, formado con motivo del desastre de Annual, hubiese llegado a las Cortes, para que éstas, constituidas en supremo Tribunal, dictaran la definitiva sentencia. El «golpe» de Primo de Rivera hizo fracasar el proyecto, y con este fracaso se salvaron varias cosas por el momento, siendo una de las más importantes el peligro que amenazaba al general Berenguer.

Constituyó un desacierto encomendar la dirección de los asuntos públicos, en momentos tan críticos para el país, a una persona que, aparte de [128] hallarse bajo el peso de un gravísimo expediente militar, estaba en absoluto desprovista de experiencia gobernante.

Fue empeño, desde el primer momento, del Gobierno formado, apartarse en lo bueno del camino glorioso de la anterior etapa, sin remediar en nada los errores cometidos por sus predecesores. Pronto se marcó una tendencia a buscar la colaboración de los viejos políticos, a entronizar a los que habían sido los más crueles enemigos de Primo de Rivera, a mimar a Sánchez Guerra y secuaces; en una palabra, a seguir una conducta totalmente contraria a la de la Dictadura, sin imitarla en el prestigio, ni en el acierto para lograr el desarrollo de los intereses públicos, ni siquiera el mantenimiento de aquella elevación del tono, en parte resultado de la prestancia personal de D. Miguel Primo de Rivera, y en gran parte consecuencia de la colaboración de hombres nuevos, de alta mentalidad y extremados deseos de hacer el bien del país.

Nombróse Ministro de Instrucción pública al Duque de Alba, quien pasó a ocupar la poltrona ministerial desde la Presidencia de la Junta para Ampliación de Estudios. D. Elías Tormo, a la sazón Rector de la Universidad de Madrid, en cuyo puesto sustituyó a Bermejo, fue a desempeñar el cargo de Presidente del Real Consejo de Instrucción pública, en expectativa de más elevado ascenso, y el sitio que dejaba vacante fue adjudicado a don Blas Cabrera. [129]

Indiscutiblemente, la «Institución» estaba de enhorabuena.

Uno de los primeros actos del nuevo ministro, ayudado por los amigos del Consejo de Instrucción pública, fue la creación en el Doctorado de la Facultad de Derecho de la nueva cátedra de «Estudios superiores de ciencias políticas», destinada ab initio para D. Fernando de los Ríos, catedrático de Granada. Con una elaboración a marchas forzadas, el Consejo aprobó la propuesta de la nueva disciplina, salvo el voto contrario de unos pocos miembros. No solamente se hizo esta discutida reforma, sino que, para mayor prueba del propósito oculto, se decidió que dicha cátedra fuese anunciada a turno de traslación. Inútiles fueron los esfuerzos de D. Miguel Vegas y los míos, dentro de la Sección 4ª. La mayoría venció, y el expediente por ella aprobado pasó para su resolución definitiva a la Comisión permanente, de la que yo formaba parte. En ésta, a pesar de la confianza que el Sr. Obispo de Madrid tenía en personas como el Dr. Sarabia y el profesor Manzanares, la votación final tuvo para nuestra causa el mismo éxito desgraciado. La cátedra fue creada para adjudicarla en turno de traslado, con los tres únicos votos en contra del Sr. Obispo, del P. Clemente Martínez y el mío. En aquella ocasión, como dijo en un comentario el diario madrileño El Sol, los reaccionarios nos habíamos quedado solos. Notoria injusticia, de la que protesté ante el periódico, manifestando que, aparte de que mi relación [130] personal e ideológica con los dos compañeros de voto era muy inferior a la que exhibían algunos de los votantes en contrario, el propósito de sacar a oposición dicha cátedra revelaba un espíritu de libertad más amplio que el manifestado por los defensores de un privilegio poco gallardo para el ahijado, que deseaba, no obstante sus dotes intelectuales, deslumbrantes, quitarse adversarios de la contienda, pour si les mouches, como hubiese dicho un castizo francés españolizado. Demostración fue, el resultado de la discusión acerca de la citada cátedra, de la escasez de hombres esclavos de sus convicciones. ¡La casta de los hipócritas, de los cobardes y de los hábiles ha sido siempre muy prolífica en todas partes!

Consumado este acto caciquil, tuve yo la previsión de comprender que mis días, como Consejero, estaban contados. El pronóstico, efectivamente, se cumplió al poco tiempo.

Antes, el Ministro, seguramente asesorado, como era natural, por el Presidente del Consejo de Instrucción pública, se apresuró a designar personas para los puestos vacantes que existían. Entre los nombrados estaba el Dr. Marañón, quien desde los primeros días, a partir de la toma de posesión de su nuevo cargo, puso un especial empeño en modificar el procedimiento para proveer, por oposición, las cátedras vacantes. Era evidente que no tenía cariño a los ejercicios en los que hubiera que retener y probar una considerable suma de conocimientos. [131] So pretexto de que las oposiciones eran algo anticuado e incompatible con la «civilización europea», se adivinaba su deseo de hacer fáciles las pruebas a personas no dotadas de las máximas cualidades retentivas. Sorpresas, no. Preparación posible para lucir en cada acto sin grandes dificultades, sí. Rompí yo una lanza en favor de nuestros clásicos métodos. Le hice ver que eran corregibles en sus defectos; que las lacras universitarias no dependían de las oposiciones; que en España cualquier otro procedimiento era peor (después, en la República, se ha visto la facilidad con que medianías que nunca hubieran podido alcanzar puesto con el tan reprobado sistema de ingreso, lo conseguían con el Reglamento pedantesco que aún regía en los últimos tiempos, y que las injusticias han sido mayores y de más factible ejecución con los «nuevos modos» republicanos). Finalmente, ante sus nerviosos desplantes, le hice ver, con bibliografía moderna alemana, cómo escritores imparciales se quejaban en aquella gran nación de la manera de adjudicar los puestos en el profesorado. (Liek: Der Arzt und ihre Sendung.)

Nueva crisis política completó la evolución deseada por los primates directores de la Enseñanza. Dejó la cartera de Instrucción pública el Duque de Alba, y en su lugar fue nombrado D. Elías Tormo, quien trajo como Subsecretario al Sr. García Morente, muy bien relacionado con los elementos izquierdistas universitarios. Tan pronto como Tormo fue ministro, se precipitó a darnos el cese a ciertos [132] elementos que habíamos colaborado con matiz independiente, y hasta derechista, en los años anteriores, como D. Miguel Vegas y yo. No se libraron del «barrido» algunos de los votantes de la cátedra que después fue adjudicada a Fernando de los Ríos. Recuerdo entre ellos al Sr. Manzanares: lo que demuestra el poco resultado que a veces tienen las complacencias indebidas. Quedé libre de un intenso, aunque no siempre grato trabajo, y llené mi experiencia con nuevas enseñanzas sobre la vida y los hombres; entre estos últimos, con los que, apareciendo de matiz francamente religioso, proceden en los momentos decisivos cual si fuesen perdidos demagogos.

Tranquilo me hallaba en mi casa, dedicado exclusivamente a mi cátedra y a mis clientes, cuando, al cabo de algunos meses de haber dejado el Consejo, recibí una noche la visita de una comisión de estudiantes católicos que venían a quejarse de lo que en la Universidad les había sucedido. Contaban que, habiéndose dirigido al Rector para que les facilitara un local, con objeto de celebrar una asamblea pacífica, éste se había opuesto a ello, al mismo tiempo que concedía el permiso a escolares pertenecientes a la FUE. Deseaban, en vista de la negativa a sus pretensiones, dada también por el Sr. Tormo, realizar un acto de protesta extrauniversitario, en el cual pretendían que yo tomase parte. Mi primer movimiento fue el de rechazar la oferta, puesto que [133] no me consideraba, entre los profesores, con matiz derechista tan destacado como para intervenir en el mitin que proyectaban realizar en el Teatro Alcázar. Pedí un plazo para reflexionar, sin embargo. En aquella noche medité sobre la falta de valor de aquellos colegas míos que no apoyaban una tan justa demanda. Creí ver que un sentido de justicia nos debía mover en pro de una defensa natural; que, precisamente por tener un espíritu independiente, me hallaba, caballerosamente pensando, en el imperativo moral de mi modesto auxilio a jóvenes escolares tal vez más distantes de mí ideológicamente que otros –no me refiero, claro está, a los de la FUE–; pero que, por el hecho de ser discípulos míos, merecían todo mi afecto y ayuda ante una tan notoria falta de equidad como era la cometida por las autoridades académicas. En suma, admití el encargo y me dispuse a ocupar la tribuna del Teatro Alcázar en un próximo domingo.

Realizóse la intervención mía, con el entusiasmo de una gran masa de concurrentes. En mi discurso hice observar los derroteros lamentables por los que marchaba la vida académica. Aludí a la constante indisciplina de los escolares y al carácter especialísimo de la misma. Las huelgas de ahora –decía yo– en nada se parecen a las de mis tiempos mozos. Entonces era el anticipo de vacaciones, un acontecimiento público solemne, el simple aburrimiento en la asistencia a clase, lo que motivaba [134] algaradas sin matiz político ni trascendencia pública. Al estudiante le pedía el cuerpo «hacer novillos», marcharse al Retiro o a la Moncloa, correr, saltar, tomar el sol, chicolear a las muchachachas: ¡nada entre dos platos; pura alegría juvenil! Mas ahora las cosas habían cambiado. Los movimientos turbulentos eran sombríos, tenaces, llenos de contumacia. Los propósitos tenían un alcance político y social insospechado. Existían «agentes provocadores», directivos ocultos, cerebros escondidos, maduros y saturados de tenebrosos planes. En los rótulos de los tableros de anuncios, a la puerta las Facultades, aparecían palabras frecuentemente de hondo sentido subversivo. Los grupos «sin Dios» anunciaban en caracteres impresos sus ateas inclinaciones. Parecía absolutamente evidente que un plan misterioso fraguaba una conmoción importante en la vida española. Hasta llegué a expresar mi convencimiento de que la táctica empleada recordaba exactamente la seguida por los comunistas rusos. Traducía yo entonces los primeros vagidos de la criatura engendrada por mi cerebro, que sin duda se hallaba alojada en el seno más íntimo de mi subconsciencia. Con verdadero sentido profético lancé al exterior la génesis de una revolución judaico marxista que, a la hora aquella en que hablábamos (1930), se estaba incubando en España.

Muchas veces, posteriormente, he pensado en las razones por las cuales hablé de aquella manera. Indiscutiblemente, me había saturado de [135] «observación» durante los años anteriores, y allá, en lo subliminal, se había forjado una concepción no hipotética, sino real. Esta lucubración no era otra cosa que la visión futura de la tragedia española.

Ocupáronse los periódicos extensamente de aquel mitin, con marcada preferencia los derechistas. Al siguiente día, D. Ángel Herrera, director de El Debate, me escribió una carta atenta, en la que, después de felicitarme calurosamente por mi discurso, me pedía hora para entrevistarse conmigo. Fui yo a verle: me mostró una conformidad absoluta con mis puntos de vista, hasta con los que yo tenía, en cierto modo, como un poco heterodoxos, y concluyó rogándome que colaborase en su periódico, siquiera una vez por semana, con temas profesionales; por ejemplo: los de «Puericultura».

Es indudable que el rumbo de la vida depende de un movimiento anímico. En el hombre y en la mujer, algunas veces, a este impulso del alma se le denomina «desliz». Es el que produce a menudo las más inesperadas consecuencias. Pues bien, hoy lo expreso con la franqueza de mis propósitos de morir diciendo lo que siento: yo cometí un desliz.

Estas sorprendentes y al parecer un tanto incongruentes manifestaciones mías, merecen una explicación con varios comentarios.

Por una parte, debo declarar que, para los temperamentos un tanto luchadores, la prensa ofrece un singular encanto. Por otro lado, el acto realizado [136] con mi participación en el mencionado mitin significaba una «definición de conducta». Me sentía ligado a una empresa patriótica y creía llegado el momento de participar sin titubeos en la contienda que se avecinaba por y contra España. Para mí no había opción: mi patriotismo bien templado me colocaba al lado de España. ¿Junto a quines? Junto a los que la Providencia había situado mi camino. Esta concepción resultará en los oídos de muchos un poco fatalista; pero es la exacta: un sentimiento de amor a la patria me llevó a luchar al lado de personas significadas, y en un caracterizado órgano de prensa, en favor de la tierra donde había nacido. Por eso me entregué sin reserva a la amistad, con inocencia verdaderamente paradisíaca, como hubiera dicho Cajal.

Claro está que no deben interpretarse estas declaraciones mías como una prueba de arrepentimiento en mi posición ideológica. Mis sentimientos y opiniones sobre los problemas nacionales han sido, son y serán, con la ayuda de Dios, constante y fundamentalmente rectilíneos. Lo que lamento, al decir lo expuesto, no es la prosecución de un camino noble y claro, sino el no haber encontrado en el trayecto mayor cordialidad ni igualdad de tono afectivo en todos los momentos, aun en aquellos en que la fortuna nos volvió las espaldas. Esta conducta me ha parecido siempre muy poco conforme con el espíritu cristiano.

Continuando mi relato, diré que en mi [137] colaboración en El Debate –no de muy larga duración– me ceñí a desenvolver temas especializados, con los cuales creo haber hecho una divulgación no del todo perdida entre los lectores del gran periódico de derechas.

Con tiempos de paz, mi esfuerzo divulgatorio hubiese tenido una larga existencia. Esto no fue así, porque la perturbación en los espíritus se acentuaba por instantes, y en el subsuelo de la tierra española rugía el terremoto tremendo que pronto había de conmocionarla.

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Enrique Suñer Ordoñez Los intelectuales y la tragedia española
2ª ed., San Sebastián 1938, págs. 127-137