Filosofía en español 
Filosofía en español


Pensamiento Crítico

 
Fernando Pérez

Memorias del subdesarrollo

Pensamiento Crítico, La Habana, julio de 1970, nº 42, páginas 149-155.

Las tumbadoras del Pello irrumpen ensordecedoramente en la pantalla y una multitud abandonada al ritmo y a la música, se estremece bajo los tres o cuatro pasillos que varias afrokanas marcan con una sensualidad cercana al delirio. Los compases del mozambique «Teresa» no dejan lugar a ninguna reflexión: sólo movimiento, voluptuosidad, fruición de los cuerpos. En un momento, entre los tambores y la «gangarria», se escuchan dos disparos como si fueran otro instrumento de percusión o una nueva variación del ritmo. Por encima del cadáver –un desconocido, un cuerpo sin música– el río humano describe una ondulación casi eléctrica y vuelve a tomar poco a poco la forma de una resaca que arrastra en su empuje todo lo que sea ajeno a la exaltación inmediata. Los pies no han dejado de moverse, el ambiente no ha tenido tiempo para asimilar el corrientazo sangriento. Cuando termina este instante, la cámara capta en detalle algunas imágenes de la multitud que se diluye inconscientemente en la cadencia frenética, entregada en cuerpo y alma al baile total. Por último, se detiene ante el asombrado rostro de una joven negra, sudorosa, jadeante, ¿subdesarrollada?

Desde las primeras imágenes, Memorias del subdesarrollo se revela como un film dispuesto a exigir del espectador una participación activa. Esta participación impone, por encima de cualquier resultado, la necesidad de una definición por parte del público: no es solamente la captación del mensaje lo que interesa, sino la toma de posición, el compromiso que hará todo espectador una vez terminada la proyección. El expediente seguido para lograr este fin no se reduce a la simple narración de una historia, sino a la presentación de los elementos que serán necesarios para poder emitir un juicio definitivo sobre el punto sometido al análisis. En este sentido, Memorias ofrece una sólida estructura en la que se entretejen y ponen en juego dos planos contrarios: la realidad vista a través del prisma subjetivo de un individuo y la realidad tal cual es. El hecho no tendría mayor significación si no se tiene en cuenta que el punto de partida del film es la presentación de una problemática desde el ángulo contrario. Para ello, el protagonista (Sergio, un hombre inteligente, ex-propietario de una mueblería, y con inquietudes que lo elevan por encima de la pobreza intelectual de la burguesía cubana) es el que sostiene, en un principio, el diálogo directo con el público. Las razones que justifican esta inversión se encuentran en el doble objetivo del film: presentar limpiamente un enfoque que responde a las limitaciones ideológicas de un determinado individuo y, al mismo tiempo, ofrecer las premisas de su negación. El resultado es una relación dinámica en la que se enriquece el desarrollo del argumento y se permite analizar a profundidad las contradicciones más sutiles del protagonista. El camino escogido en la realización del film, por tanto, pone en evidencia la necesidad de un acercamiento no estático a los problemas que plantea y asegura la efectividad de sus propósitos (definición de un personaje a través de sus puntos de vista, contraposición de un segundo punto y compromiso del espectador respecto de lo que está viendo). Es dentro de estos tres niveles que Memorias del subdesarrollo se desenvuelve con una fluidez extraordinaria, permitiendo establecer entre cada uno de los planos independientes una armónica interrelación siempre en movimiento, siempre interactuante. A partir de esta idea, el film tiene a su disposición todas las posibilidades para expresar el contenido: su estructura es sólida y compacta, pero es también libre, abierta, despejada –como las novelas de Pío Baroja: «un saco donde todo cabe». La intención llega a plasmarse como un collage, pero un collage hábilmente organizado desde el punto de vista cinematográfico. Por un lado, está la puntuación nerviosa del diálogo de Sergio con el público; por el otro, la realidad vital que llega por las vías más inesperadas (noticieros, documentales, simples fragmentos de historia).

La libertad de esta línea narrativa va siguiendo –en contra de las apariencias– una lógica absolutamente necesaria, que incorpora a la estructura de Memorias su verdadero sentido: la historia de Sergio y la realidad revolucionaria confluyen, mediante una dialéctica interna, hacia la tesis última del film. El itinerario seguido por el protagonista se va definiendo con una objetividad que permite la exégesis por parte de cada uno de los espectadores, pero que al mismo tiempo demuestra la precisa intención del realizador. Vale la pena examinar de cerca esta trayectoria, que es en definitiva el mejor logro de un film cuya principal característica es la de hacer reflexionar.

Cuando Sergio despide a su familia que parte hacia el Norte, comprende que entre ellos se extiende una barrera mucho más infranqueable que el fino cristal del aeropuerto empañado por labios y dedos. Su decisión de permanecer en el país puede tomarse como una necesidad de romper con un sistema de vida puesto en duda o como la simple voluntad de observación de un individuo interesado en lo que pueda suceder. Desde un principio, las cartas están sobre la mesa: el personaje ha llegado a un momento clave de su vida, en el que sus valores más permanentes han comenzado a tambalearse, han caído en crisis. El primer paso de la trayectoria está dado: al quedarse, Sergio ha escogido el camino de la confrontación con la historia. La situación entra de esta manera en una fase mucho más compleja, porque el protagonista va a tratar de asimilar, desde sus limitaciones y sus concepciones caducas, una circunstancia esencialmente nueva y totalizadora como es la Revolución –y en este punto el film deja entrever una nueva arista que no sería arriesgado señalar: Sergio, más que un simple burgués ex-propietario, es un típico intelectual burgués, lo cual enriquece aún más el enfrentamiento. La manera en que el personaje aborda la realidad lleva el sello de su enfoque superficial y epidérmico. Su intento de asimilación se produce a distancia, con una mezcla de rechazo y objetividad que es algo más que un mero rasgo de autosuficiencia: es producto de su mentalidad formada dentro de los ideales de una clase. En su exclusivo papel de observador, nunca de elemento activo, Sergio va recibiendo los fogonazos de una realidad cambiante que le echa en cara su propio vacío y arroja una lúcida mirada sobre su pasado. Esta es la oportunidad que, en su segundo nivel, el film aprovecha para desmembrar, en un análisis dinámico y de un montaje ágilmente cinematográfico, las claves definitorias que caracterizaron al conjunto de las fuerzas mercenarias de Playa Girón. Como en un impensado volumen de antología, el ejército de invasión pasa ante los ojos de los espectadores –y de Sergio– ofreciendo una reproducción condensada de la República: en él están «el sacerdote, el hombre de la libre empresa, el torturador, el filósofo, el político y los innumerables hijos de buena familia». Las imágenes los muestran separados en tiempos de paz, pero unidos por los hilos invisibles que los han agrupado en una misma empresa mercenaria. Para Sergio no escapa que «la verdad del grupo está en el asesino» ni que sus propias búsquedas no pueden encauzarse en los ideales de una burguesía subdesarrollada, pero es incapaz de comprender que su actitud de espectador pasivo es incompatible con un momento histórico que le plantea urgentes respuestas (no está de más recordar la frase de Fanon: «todo espectador es un cobarde o un traidor»).

El episodio cumple su doble función expresiva (rompimiento del protagonista con su vida anterior –simbolizada por su amigo Pablo– y desarrollo del segundo nivel comparativo), mientras que la estructura va equilibrando su dialéctica interna –cosa que está ausente en la novela que adapta el film, aunque en este caso es mejor no hablar de adaptación, sino de la magnífica colaboración Desnoes-Alea.

Es entonces que el personaje comienza la segunda etapa de su trayectoria, marcada por una actitud crítica que intenta explicar su no insertación en el proceso revolucionario. Sergio logra rechazar la inutilidad de una vida compartida hasta el momento con su clase, porque la Revolución ha puesto en evidencia la esterilidad, el vacío y la definitiva conclusión histórica de un periodo cerrado en sí mismo. Atrapado entre el fin de una sociedad en la que se ha formado –y a la cual no puede regresar– y el inicio de una nueva posibilidad, Sergio se refugia en un dualismo estático, en la zona intermedia de sus contradicciones. El cinismo original deja el paso a una crítica defensiva, que es el reflejo de un desgarramiento –y en este sentido hay que señalar la justeza de Memorias en el enfoque del personaje, que es tratado con una profundidad psicológica nada esquemática.

El subdesarroUo se convierte necesariamente en el punto de referencia de esta actitud: de todas las circunstancias que acosan a Sergio, es ésta la que acelera su crisis (por ser precisamente la que en el proceso revolucionario exige las más altas tensiones, la más profunda disposición práctica). El diálogo se establece en el terreno de las formulaciones organizadas por el protagonista, que observa minuciosamente la apariencia externa y las reacciones típicas de la masa subdesarrollada que lo rodea (en la pantalla se verán rostros primitivos, mujeres telúricas, altares ancestrales, actitudes machistas: toda la violencia vital de esta parte del mundo). La mirada de Sergio –diestramente escrutada por la cámara– fija toda su atención en el lado moral del subdesarrollo, que es en definitiva el que más le golpea. Su poder de penetración es casi siempre certero (y a ratos humorístico), pero carece de vigencia histórica, al no relacionar los juicios superestructurales con las causas económicas que lo producen –otro acierto del film: las ideas jamás escapan de las circunstancias ideológicas que determinan al personaje. Es así como la secuencia inicial del mozambique adquiere su capacidad de choque: aislada de un contexto que explique las causas, la violencia del acontecimiento queda como un acto abstracto, difícil de comprender tal como lo percibe Sergio.

La lectura de un párrafo de la II Declaración de la Habana actúa como un catalizador ante las concepciones estáticas del personaje: el subdesarrollo es una realidad viva, cambiante, en plena transformación y su presencia exige más de un sacrificio. La urgencia de esta verdad provoca en Sergio un nuevo avance de la espiral: su frustración como ente social va acompañada de una evasión en frecuentes aventuras eróticas, principalmente con Elena, uno de los personajes mejor delineados del film y un perfecto ejemplar de lo que Oscar Lewis ha bautizado como «cultura de la pobreza»: no sabe relacionar las cosas, no acumula experiencias, vive en el presente. Aquí, el segundo nivel de la línea narrativa se subordina al primero, respondiendo a una necesidad expresiva: Memorias, más que un film sobre subdesarrollo, es el estudio de una determinada actitud frente a los problemas que el mismo plantea.

La agudización del conflicto mueve entonces los resortes psíquicos del personaje hacia un nuevo refugio, otra forma de huir. La mirada corrosiva del pasado se convierte en un recuerdo evasivo y se hace necesaria la secuencia con Hanna, en la que Sergio evoca con nostalgia su única oportunidad de realización. Pero ya no es solamente el recuerdo de Hanna, sino todos los recuerdos: su amigo Francisco, las diarias escapadas a los prostíbulos, los sitios frecuentados, todo lo que adquiere en su memoria la dignidad de lo lejano. Para Sergio, el ciclo está totalmente cerrado: ya es un hombre fuera de la historia, un ser sin posibilidades. El desplome moral del personaje resulta inevitable: la Revolución le ha enseñado la conclusión de sus valores más arraigados, pero Sergio es incapaz de romper con su mentalidad caduca, es incapaz de actuar.

El desarrollo lógico del film lleva así a su culminación exacta: la definitiva aniquilación del individuo que no ha sabido vivir a la altura de su época ocurre en uno de los momentos más hermosos del proceso revolucionario: la Crisis de Octubre. Encerrado en su apartamento, ajeno a una ciudad que muestra sin miedo las maniobras de una «cuatro-bocas» o el rostro sereno de los milicianos de un pelotón de artillería, Sergio asiste al fracaso de su no-compromiso. Afuera, un amanecer de una luminosidad blanquecina y cegadora (definitivamente uno de los planos más logrados de nuestro cine) anuncia la actividad de un pueblo seguro de la dignidad con que ha de vivir.

Es en esta secuencia en la que la estructura de la obra alcanza el punto de convergencia de los dos niveles que ha mantenido la narración y propicia la definición del tercero (compromiso del espectador). Sin embargo, la descripción de la Crisis de Octubre está presente, pero sólo a medias, y esta es una de las pocas fisuras (junto con el episodio «Una aventura en el trópico», en el Museo Hemingway, un tanto forzado) que presenta la sólida estructura del film. La misma lógica del argumento desemboca en la Crisis como una necesidad dramática y ahí es cuando la película debería abandonar el nivel subjetivo del personaje, para incorporarse a lo que verdaderamente importa: el nivel opuesto, la tremenda realidad que no ha podido comprender Sergio, la tensión de los hombres que sí han entendido su papel histórico.

Lo que resta por señalar se desprende evidentemente de lo afirmado en un principio: la perfecta estructura de la obra parte de una problemática expuesta desde el punto contrario y concluye con la unidad necesaria: Memorias es un film sobre el compromiso y un film comprometido, y esto en definitiva sigue siendo su mayor mérito a los dos años del estreno. Su realización –hay que mencionar la música, la fotografía, la correcta actuación– logra una objetividad que, sin dejar de ser dialéctica, es partidaria: la objetividad del artista revolucionario. En este sentido. Memorias es un claro ejemplo de análisis, una lección de oficio cinematográfico.

Facsímil del original impreso de esta parte en formato pdf