Revista Contemporánea
Madrid, 30 de marzo de 1877
año III, número 32
tomo VIII, volumen II, páginas 149-175

Rafael María de Labra

El Ateneo de Madrid >

Hacia el promedio de la bulliciosa calle de la Montera, inmortalizada por la galantería madrileña del siglo XVI y enriquecida por el comercio extranjero, que hizo de ella, ya va para trescientos años, su bazar predilecto; frente a la iglesia de San Luis, al alcance de los gritos y los olores de la remozada plazuela del Carmen, lunar y vergüenza de la corte, y en el centro de la manzana que flanquean dos de las calles más céntricas, menos limpias y peor afamadas de la recoronada villa (las de la Aduana y de Jardines) alza sus tres pisos una de esas espaciosas casas que en Madrid el común de las gentes llama de grande y que a los ojos del curioso no ofrece otras particularidades que su ancho y hondo portal, la larga línea de sus nueve amplios balcones de fachada y el número y variedad de las tiendas que pueblan la planta baja, donde el genio de las condescendencias y las pequeñeces humanas, parece desafiar bajo las formas de la revoltosa modista, el plácido hortera y el agridulce lotero, lo mismo al tembloroso y atribulado frecuentador de las cuarenta horas que al vibrante y centelleador espíritu a quien asedian las brujas de Macbeth y la sombra de Prometeo.

Esta última circunstancia y la de no aparecer en el dintel de la puerta el añoso y satisfecho personaje de levitón hasta los pies y gorra de hule que en otros análogos edificios se presenta, ya bastarían para que el conocedor de los usos y costumbres, las personas y las cosas de Madrid, afirmara que [150] aquella casa no pertenecía al grupo de esas privilegiadas, que habita un sólo inquilino y cuya suculenta cocina insulta con sus vapores al inofensivo y adietado transeúnte que, ipso facto, da en los espejismos del hartazgo. Pero lo que seguramente nadie sospecharía, ni por la apariencia, ni por el sitio, ni por la vecindad, ni aun por el aviso de algún mozo del año 30, que recordará que allí habían existido las oficinas del Banco español de San Fernando; lo que de positivo nadie pensaría es que en aquel ancho, pero vulgarísimo edificio, alienta, vive y fulgura –¡ahí es nada!– ¡el Ateneo de Madrid!

¡El Ateneo! Qué mundo de ideas despertará en tu abrasada frente esta sola palabra, ¡oh! mísero provinciano, a quien el demonio de la crítica moderna ha levantado los cascos para hacer limpieza en el cerebro, sofocar a fuerza de resoplidos la dulce fe tradicional, y poner aquí y allí el germen de esa enfermedad terrible, que cunde como la peste, que cuenta las víctimas casi por el número de los atacados, y que en los libros puros y sanos se llama la manía de pensar! Lo has visto, sí, lo has visto en tus horas de insomnio, bajo el fuego de la calentura, entre las sombras de tus deseo, al término de tus ansias de luz, de aire, de movimiento, de vida...; lo has visto abrasado, centelleante, magnífico, imponente, vomitando ideas, difundiendo principios, repercutiendo la voz vigorosa que habla allá en Inglaterra, en Italia, en Francia, en Alemania, y que de nuevo dice: ¡El Dios Pan ha muerto! Lo has visto, lo has oído, llamándote con el atractivo del abismo, con el acento poderoso de lo desconocido, pero de lo grande y de lo irresistible. Para tí, junto al Ateneo no hay nada. La Universidad, las Academias revisten no sé qué formas monótonas, mates, pesadas, mezquinas. La ciencia allí se cultiva, sí, pero ceremoniosamente, en cierta medida, bajo la preocupación de un prudente alcance: con uniforme y gafas de oro, bajo condiciones extrañas a la ciencia misma... Sus discípulos son los matriculados; su círculo el de la adolescencia… El Ateneo se levanta por cima de todo. Llama a su seno a todos. Sus favoritos son los designados por la opinión pública, por esa soberana invisible, impalpable, sin tratamiento ni gastos de representación, sin guarda-sellos ni bayonetas; que se impone al espíritu más rebelde, imprimiendo [151] en la fisonomía del común de las gentes el ceño de la repulsión o la sonrisa del desdén, y a la cual se vuelven, y a la cual invocan, en los momentos más críticos, en los instantes de angustia y en los días mismos de la victoria, los poderes más soberbios de la tierra y los triunfadores más despreocupados de nuestros tiempos. Para el Ateneo no hay diplomas ni títulos, no hay consagraciones oficiales ni respetabilidades de partido. Todos los oradores tienen acceso a sus cátedras; todas las ideas derecho a su estima. Donde halla lo bueno, allí lo toma; donde ve la elocuencia, el talento, el saber, el amor a lo verdadero, la laboriosidad, el buen deseo... allí va, alarga la mano, y con generoso espíritu sostiene y hace subir los escalones de la gran tribuna, quizá de la primer tribuna de nuestra patria, al mérito reconocido como a la modestia desatendida, a la doctrina consagrada como a la propaganda innovadora. Su público es... todo Madrid; los chicos y los grandes, los viejos y los jóvenes, que asaltan las galerías de la calle de la Montera para asistir, alborozado el espíritu y conmovido el corazón, a una de esas grandes fiestas del pensamiento, en que dilatándose los horizontes de la vida, parece doblarse la existencia, un tanto emancipada de lo accidental, lo pasajero y lo contingente por la contemplación de la realidad eterna. Su público es mayor todavía... es todo el país, porque las ideas emitidas y desarrolladas en el Ateneo, luego corren de labio en labio, o, al fin se condensan y toman la forma de letras de imprenta, y como libro y con la autoridad que les da su procedencia, llaman atrevidas a todas las puertas. Allí, en aquellos salones, se da cita y se congrega todo lo que en Madrid siente palpitar algo bajo la huesosa y pálida frente; y a ellos vuelven la mirada triste o anhelante los que una vez los frecuentaron, y ahora de ellos la fortuna los separa, como la implacable ola separa al náufrago de la playa, o los que, devorados por no sé qué espíritu misterioso, oyen una voz que en secreto les dice que aquel es su escenario y su fuoco. Allí, en noches inolvidables, han chocado, como vigorosos aceros, brotando del choque rayos de luz incomparable, las escuelas más renombradas y trascendentales, las doctrinas más llenas y exuberantes. La elocuencia, arte insuperable en esta tierra de oradores y en este mundo del color y de la fantasía, [152] ha cincelado allí sus obras más acabadas y prestigiosas; y allí ha resonado por vez primera, y quizá con más energía que nunca, la voz que ponía en tela de juicio los sagrados fundamentos de todas nuestras ideas y nuestros intereses tradicionales. Hijo de los nuevos tiempos, de la revolución moderna, con la tolerancia, con la libertad, con la audacia, con el vigor, con la fe propias de ella, ha sido a la vez uno de los propulsores, uno de los obreros más felices de la última renovación moral y política de nuestra patria... Tal lo imaginas tú, pobre provinciano; tal supones a este Ateneo, cuyo nombre ves en periódicos y libros, asociado siempre a la aparición de una idea, al esplendor de un debate, a la acción y la palabra de tales o cuales hombres ilustres; tal lo crees; tal lo adivinas...!!

Y tienes razón. Pocas veces la realidad responde tan de cerca a lo que finge el deseo o esboza la fantasía. –Porque todo cuanto hasta aquí llevo escrito, no es cosa mía. Nada de eso. Todo, palabra más o menos, con más o menos calor dicho, todo lo he escuchado cien veces a cien leguas de la villa de San Isidro y de Felipe IV –en provincias; allí donde las cosas se exageran vistas por el agigantador cristal de la imaginación, bajo la influencia de las preocupaciones locales o al calor de los rebeldes sentimientos que la estrechez de la prisión despierta en los espíritus ansiosos de amplio espacio, aire libre y esplendente luz.

Obra del esfuerzo individual, el Ateneo de Madrid no es sólo una empresa única en la historia española por su origen, sus condiciones y sus resultados, sí que en nada comparable a otras instituciones que, al parecer, revisten o han revestido análogo carácter en el extranjero. Desde el primer día sus fundadores quisieron mantenerle absolutamente fuera de la acción oficial, y extraño a toda tutela de cuerpo, y todo exclusivismo de iglesia o de bandería; empeño punto menos que maravilloso en la tierra de la Mesta, la Inquisición, el absolutismo del golilla y la sopa boba de los conventos.

Nacido en la época gloriosa de la restauración de la libertad política en España, fiel a su origen, el Ateneo ha representado en su ya larga, laboriosa y brillantísima carrera, los nuevos intereses y servido la causa del progreso de tal suerte, [153] que a él ha llegado también la dura mano del poder en los días más tristes para la libertad española. Asociación particular, bajo apariencias modestas y con recursos limitados, es la única de su tiempo que, no sólo vive después de atravesar momentos dificilísimos y angustias de muerte, si que no ha retrocedido un instante, ensanchando su acción, dando más importancia a sus empeños, subiendo por el áspero camino de la indiferencia y de las contrariedades hasta llegar al grado de esplendor que demuestran sus elegantes salones, capaces de contener los ochocientos socios que hoy sufragan un gasto anual de más de once mil duros; su magnífica biblioteca de trece mil volúmenes, sin duda la primera de Madrid, y aun de España, en cuanto a obras contemporáneas, particularmente de filosofía, historia y política; sus vastos gabinetes de lectura, surtidos con noventa y seis periódicos y revistas nacionales, siete de Alemania, dos belgas, quince ingleses, dos suizos, cinco de Italia y cuarenta y siete de Francia; y, en fin, su célebre salón de sesiones y su soberbia cátedra, que vivirá eternamente en la memoria patria, mientras en España tenga altares la elocuencia.

Campo neutral de todas las opiniones, institución sostenida muy principalmente con los recursos de las clases tímidas y recelosas, teatro levantado así a la amable literatura, como a las especulaciones de las ciencias naturales, como a los debates de carácter moral y político, por la lógica de las cosas y bajo la ley del tiempo, éstos han logrado sobreponerse de tal suerte, que todo a su alrededor ha palidecido, y de aquellos salones y de aquella cátedra puede afirmarse que han bajado en fecundantes oleadas las ideas madres del gran movimiento regenerador que de veinte años a esta parte, y sobre todo después de 1868, han comunicado a nuestra vida política y social el sello de la civilización contemporánea; y todo sin violencia, sin privilegio, por la virtud misma, por la propia superioridad de las ideas. Círculo establecido bajo la acción de la autoridad pública, academia fundada por españoles y bajo el imperio de las leyes patrias, sin inmunidades diplomáticas ni exenciones parlamentarias, por un acuerdo tácito, del cual han participado los funcionarios oficiales de casi todas las situaciones políticas y que una constante práctica ha convertido en ley de la institución, [154] allí todo, absolutamente todo se ha discutido con tanta elevación como mesura y templanza, en medio del respeto universal, sin que jamás se haya producido el menor disgusto; de tal manera, que en aquellas épocas de intolerancia religiosa y política en que eran posibles el escándalo de la persecución de los protestantes de Granada y la denuncia del programa democrático de La Discusión, el espíritu de exclusivismo y de injusticia parecía estrellarse, pagando un tributo de involuntario acatamiento al genio de la libertad y del derecho, al pié de lo que desde entonces comenzó a llamarse La Holanda de España.

A más de un extranjero, vencido por poderosa simpatía hacia nuestras cosas, pero con no bastantes datos para apreciarlas, he oído yo, buscando semejanzas allende el Pirineo, hallar ciertas afinidades y ciertas analogías entre nuestro Ateneo y el famoso Colegio de Francia. Otros, más prudentes, se inclinaban a buscar parecido con algunas asociaciones que, cual The Atheneum de Londres, gozan en tierra extraña de no escaso valor y envidiable fama. A mi juicio entrambos pareceres son equivocados. Nada de eso es nuestro Ateneo, que reviste caracteres tan singulares que casi me atrevo a decir que es una institución propia, indígena, nacional, esencialmente española.

Con el Colegio de Francia tiene la analogía del carácter innovador y expansivo de sus públicas y gratuitas conferencias, la variedad y el brillo de sus cátedras, el aparente desorden de sus enseñanzas, la amplitud y el desinterés de sus cursos sin matrícula ni efectos académicos, y su poderosa influencia en la juventud inteligente y atrevida de nuestra época. Aquel Colegio fundado en los primeros días del siglo XVI, cuando llenaban el cielo los relámpagos precursores de la Reforma y el mundo no se había aún restablecido de la profunda emoción del Renacimiento; aquel Colegio, fundado por dos amigos de Rabelais (por Jean Du Bellay y el magistrado Budé, inspirados en el ejemplo y el sentido de las irregulares cuanto esplendorosas escuelas de Guillermo de Champaux y de Abelardo), ha sido desde su comienzo hasta los días presentes, el afortunado rival de la fille ainée des rois, de la Universidad de París, y el enemigo odiado del clericalismo insaciable e intransigente, [155] que sacrificó a Ramus y expulsó a Renan. En aquellas aulas frecuentadas por un público de hombres más que de estudiantes (como decía uno de sus más ilustres defensores bajo la monarquía de Julio), embellecidas por la presencia de inteligentes damas, y a las veces teatro de grandes explosiones del espíritu progresivo y liberal de nuestros tiempos y aun de protestas estrepitosas, como las que siguieron a la expulsión del eminente autor de la Vida de Jesús y las que acompañaron a las vacilaciones del espiritual escritor de París en América, allá en 1860, después del plebiscito (espectáculo que felizmente nunca se ha dado en nuestros salones de la calle de la Montera), en aquellas aulas ha resonado también la voz de casi todas las ilustraciones de la Francia moderna, desempeñando una enseñanza que, como afirmaba el príncipe de Broglie al rechazar las tentativas clericales y reaccionarias para contener aquel espíritu, original del establecimiento, «participaba de las libertades de la prensa, viniendo a ser como un libre examen de todas las grandes cuestiones que interesaban al mundo.» Ayer fueron Cuvier, Ampere, Champollion, Burnouf, Remusat, Mickiewicz, Quinet, Buch, Michelet, Philarete Chasles, Saint-Beuve...; hoy son el eminente Serret que profundiza los vastos problemas de la mecánica celeste; Regnault que explica las fuerzas físicas de la naturaleza; Berthelot y Claude Bernard que discurren sobre química orgánica y medicina; Elie de Beaumont que hace la historia natural de los cuerpos inorgánicos como Flourens la de los organizados; Coste que sorprende los misterios de la embriogenia comparada; Monk, Caussin de Perceval, Mohl, Stanislas Julien y Rossignol, que explican las lenguas orientales; Lomenie y Leveque y Paris que popularizan las literaturas modernas, y Michel Chevalier que profesa la ciencia económica, como Laboulaye la historia de las legislaciones comparadas, Franz el derecho natural y de gentes, Baudrillart la historia de la economía política, Daremberg la de la medicina, Renier la epigrafía y antigüedades romanas, Alfred Maury la historia y la moral de los tiempos modernos, y Legouvé los grandes intereses de la familia en el siglo XIX.

Pero el Colegio de la plaza de Cambray fue puesto desde los [156] primeros días bajo la protección de los monarcas, y desde los tiempos mismos de Francisco I, en cuyo nombre fue instituido, el Estado tuvo que subvenir a sus gastos, que fueron los del Colegio de las Tres Lenguas, primero, y después los del Colegio Real, nombrando sus retribuidos profesores por concurso o libremente, y ejerciendo en sus enseñanzas una intervención, que ha hecho posible la salida de Quinet y Michelet en 1852, y una cierta organización de sus treinta y dos cátedras, que hacen juego, aunque entrañen diverso sentido y revistan diferente forma, con las de la Sorbona, la Escuela de Medicina, la Normal y los salones de la plaza del Panteón. Demás de esto el Colegio de Francia nunca tuvo otro carácter que el de una Institución de enseñanza, careciendo, por tanto, de las sesiones y debates de nuestro Ateneo, y extraño absolutamente al tono y forma de un círculo de amistad y esparcimiento.

Bajo este último punto de vista, más parecido hallo con el magnífico club de la plaza de Watterloo, inaugurado en 1824 (casi en la misma época de la iniciación de esta empresa en España) por los esfuerzos de sir Henry Davy, el presidente de la Sociedad Real de Ciencias, y de sir John Wilson Cucker, el secretario del almirantazgo, con el concurso de Makintosh, sir Thomas Lawrence, Walter Scott, Samuel Roger y casi todos los hombres ilustres en las letras y las artes de la moderna Inglaterra.

Pero el Ateneo de Londres, con sus mil trescientos socios, con su soberbio palacio, construido en 1830 según los planos del célebre Decimus Burton, y en el que se gastaron cerca de 175.000 duros, aparte de los 25.000 que importó el menaje; con su gran biblioteca de más de 24.000 volúmenes, de un valor de 4.000 libras, y a cuyo engrandecimiento se dedican anualmente sobre 2.500 duros; con sus vastos gabinetes de lectura, donde se hallan casi todos los periódicos y revistas que se publican en el mundo, y a cuya suscrición están dedicados otros 50.000 rs. al año; y en fin, con la rara esplendidez y exquisito tono de sus salones, inundados de luz y servidos por numerosos dependientes, de calzón corto y media de seda, el Ateneo de Londres, repito, es ante todo, y sobre todo, un club. Es decir, [157] un círculo cerrado, de no fácil acceso para el extranjero ni aun para el mismo inglés, que aspira a ver de cerca y a mezclarse con la crema de los escritores y los artistas de la soberbia Britannia; una especie de casino donde no se juega ni se grita, donde se lee y hasta se estudia, donde los afines se buscan y se hallan, y donde también se come espléndidamente, y se bebe sin tasa, y se expectora sin reparo, y se duerme con tranquilidad, y en una palabra, se vive con un confort y con una magnificencia imposibles, fuera de allí, para todo el que no se llame el duque de Westminster, o el heredero de los inagotables Percy.

El implacable y atlético Samuel Jhonson, decía que todo inglés ha nacido clubbable, y el discreto Esquiros ha añadido, que el club tiene tal importancia en la vida inglesa que, prescindiendo de él, difícilmente el estudioso podría conocer la historia de la literatura, la política, las costumbres y el genio doméstico de la Gran Bretaña. A mi juicio, el individualismo sajón, bajo el inexcusable imperio de la ley de sociabilidad, ha hecho dos cosas tan elementales e irreductibles en la vida de Londres, de Liverpool, de Chester, de Edimburgo... como en la amplia vida nacional lo son la familia y el municipio; a saber: el home y el club. John Bull no puede vivir enteramente solo; como un águila en el pico de una montaña, pasa diez, quince, treinta años de su existencia allá en la playa de una de las islas de Sonda... pero, al fin, vuelve, vuelve a su tierra, vuelve a la sociedad, para que no muera la raza. Necesita ponerse en contacto con otros seres, comunicar sus impresiones, tirar un poco el tiempo, vivir con los demás y para los demás; y entonces forma esos centros de vida colectiva, cerrados absolutamente para los profanos, donde todo se hace para dentro, donde sólo alienta la intimidad. Buscar en Londres algo como nuestro caliginoso y alborotado Suizo, algo como los movibles restaurants del Palais-Royal; ¡qué locura! Para vivir fuera de la camiseta de lana, allí sólo hay el home sagrado, misterioso, infranqueable, con su humeante taza de té, –y más allá... el club, que para el público de la calle sólo tiene la suntuosa fachada de Pall Mall; que nunca aparece como una personalidad que mantiene relaciones externas; que no encabeza ni dirige acción alguna; que no palpita, ni se alborota, ni se desenvuelve con el [158] aparato teatral y el calor comunicativo de nuestro simpático Ateneo. ¡Oh! No. El Atheneum inglés es pura y sencillamente el lugar de cita de los ingleses devotos o aficionados de las letras o las artes, como el Traveller's club lo es de los turistas y los extranjeros; el casino de la Reforma, que costó no menos de 400.000 duros, lo es de los políticos avanzados; y el suntuoso Carlton de los conservadores; el imponente Army and Navy de los marinos, y los dos del United service (verdaderos padres de todo el moderno sistema de clubs-houses), lo son de los oficiales del ejército británico. Ni más ni menos. No hay que pedir al Atheneum otra cosa. Nada de cátedras, ni de debates, ni de academia. Algunos jóvenes, para acostumbrarse a la vida parlamentaria, allá han creado sus clubs especiales, sus debatings clubs, pero esto no es EL CLUB, y sobre todo, no es The Atheneum, donde el socio pone su atención y sus cuidados por igual en el surtido de su incomparable gabinete de lectura que en el esplendor de su afamada cocina, cuyo material no vale menos de 12.000 duros, y en la provisión de su bodega, donde constantemente aguardan la hora solemne del taponazo, botellas de todas procedencias y de un valor total de 300 a 400.000 reales.

De suerte que nuestro Ateneo es algo distinto, especial, característico; algo que por lo modesto o por lo grande, por su trascendencia, por su color, por su historia, por sus condiciones no halla verdadero parecido fuera de nuestra patria, cuya historia política contemporánea entiendo que difícilmente puede prescindir de darle un importante sitio.

Y sin embargo ¡quién lo creyera! nadie, que yo sepa, ha dedicado un par de horas a conocer y a publicar la historia de este importantísimo establecimiento. Unas cuantas líneas en el curiosísimo libro que mi amigo el laborioso Sr. Fernández de los Ríos acaba de dar a luz con el título de Guía de Madrid, otras tantas en la Guía que editó en 1854 el diligente Sr. Mesonero Romanos, secretario y bibliotecario del Ateneo por espacio de muchos años y autor de un artículo ligero y de puro interés del momento que sobre aquel círculo y el célebre Liceo vio la luz en el inolvidable Semanario Pintoresco de 1838, y en fin, otro bello artículo, que uno de los miembros más brillantes y [159] más laboriosos del actual Ateneo (el Sr. Revilla) publicó en La Ilustración Española de hace dos o tres años, fotografiando el carácter moral y la vida íntima de la casa en aquellos días, no por cierto los más esplendorosos... Pero referencias al pasado, detalles, incidentes... para esto hoy existen sólo los libros de actas de la secretaría y las memorias del ya casi desmemoriado grupo de antiguos de la calle de la Montera.

Y valía la pena de inquirir el pasado y trazar la historia del Ateneo. Lo uno, porque vuelvo a repetir que está íntimamente unida con la del renacimiento político y literario de nuestra patria: lo otro... porque el Ateneo parece adquirir cada día nueva vida, promete un porvenir magnífico, sobre todo si no renuncia a lo que le están brindando las circunstancias y la suerte; y siempre es grato, y, después de todo, útil, recoger y consignar los progresos hechos para fortificar el espíritu y animarle a nuevas empresas. Rara vez se convence el hombre de lo que puede, como reparando en lo que ha podido.

Y los progresos han sido enormes. Yo no soy viejo (puedo permitirme todavía esta jactancia, a pesar de mi riqueza en cabellos de plata), y sin embargo, he asistido a una transformación casi completa del Ateneo, a lo menos en sus condiciones externas. Allá hacia 1860, el Ateneo apenas ocupaba la mitad del actual espacio. No existían entonces ni las cañas doradas, ni los grandes candelabros, ni las campanillas eléctricas, ni los elegantes divanes, ni las amplias librerías, ni los azules casacones con botón de plata y el deslumbrador chalecón grana de los dependientes de la casa. Faltaban totalmente los cuarenta retratos de los ateneístas más renombrados dentro y fuera de la Institución, que debidos a pintores como Llanos, Casado, Puebla, Gisbert, Rosales y en fin, la nata y flor de nuestros artistas, hoy constituyen una de las curiosidades más estimables de Madrid, toda vez que sólo en el Ateneo y en el salón de conferencias del Congreso, es dado conocer de vista a los hombres que mayor brillo han disfrutado en la política y la ciencia española, en estos últimos cincuenta años. Brillaban por su ausencia (como diría un famoso revistero de la high life) los mapas murales, los grandes relojes, la colección de bustos de españoles célebres de Gregorio Cruzada, las butacas de rejilla de la sala de sesiones, [160] y en fin, todo lo que hoy es aparato y denuncia un espíritu harto distinto al que conserva el sucio, feo y acongojado farol del portal de la venerable Academia Española. Vivíamos entonces estrecha, pobremente. La puerta, que estaba donde hoy el monetario y la sala de revistas, permitía el acceso a una grande y deteriorada mesa, tras la que, y en torno de clásico brasero, de tarima de pino, cuchicheaban o despuntaban el sueño una robusta y vieja matrona, un conserje sexagenario, dos criados de la casa y algunos vecinos que de abajo y arriba venían al Ateneo a defenderse del frío, que sin duda no molestaba al descomunal gato que en perpetua limpieza, pero sin bajarse nunca de la mesa, a modo de inmenso pisa-papeles, gozaba con la seguridad de que también con él hablaba, y muy expresivamente por cierto, el presupuesto del establecimiento. Algo más adentro, en el vestíbulo del actual lujoso salón, que por la edad y circunstancias de sus concurrentes se llama el Senado, allí donde ahora aparece un bajo-relieve, veíanse las bandejas de las copas de agua y de los azucarillos, cuyo consumo (que no bajaba de 3.000 reales al año) era el obsequio tradicional que el establecimiento dispensaba a sus miembros, enronquecidos de continuo por las tremendas discusiones que allí al pié de enchapada consola y afrentoso espejo, súbitamente y de la propia suerte que en estos tiempos, se levantaban... a la española. Y allá en un rincón, sobre su giratorio pié de pino, desafiaba la sonrisa de las gentes un soberbio botijo blanco, al cual acudíamos todos, sin llamar a ujier, groom, ni camarero con el limpio cristal en la mano. La actual sala de periódicos era la gran cátedra, y los adornos de aquella tribuna, que habían ya inmortalizado López y Alcalá Galiano, y Martínez de la Rosa, eran de pintada percalina. La biblioteca difícilmente sería la mitad de la actual, y pienso que no existía el alegre saloncito que por su artístico menaje y el juvenil ardor de sus habituados hoy se llama la cacharrería. Todo aquello era la habitación del segundo inquilino de la antigua casa del Banco. Vivíamos pobres, muy pobres.

¡Pero qué recuerdos! Todavía veo en la estrecha biblioteca a Federico Balart, con su larga melena y su prematuro levitón, sorbiéndose los trece tomos de [161] Le vite dei piu eccellenti pitori, scuttori e architecti de Vasari, o tomando notas del Diccionario filosófico de Voltaire. El pobre Godoy Alcántara aparéceseme rodeado de las colosales entregas de Los monumentos arquitectónicos de España y de los grabados de L’architecture, de Gailhabaud, tratando de rectificar, a despecho de su embarazosa lengua, los errores de los críticos a lo Planche. En una esquina, surge la figura inmóvil de un antiguo y discretísimo comerciante, allí esculpido por espacio de quince o veinte años, y que como a cargo de conciencia tomó la empresa de leer todos los libros ingleses y alemanes del Ateneo. Revolviendo tomos con verdadera fiebre aparece el elocuentísimo Moreno Nieto, apercibiéndose para reñir grandes batallas con los economistas, con los krausistas, con los demócratas, con los socialistas, con los doctrinarios, con los racionalistas... con todo el mundo, como el genio del debate, como el espíritu de la contradicción, que principia por ser contradicción él mismo, –sus ímpetus y su carácter, su cabeza y su corazón, y que va consumiendo en esta titánica empresa una vida tan exuberante como prodigiosamente simpática. Allá en el otro extremo el laborioso Costanzo, el compatriota de Cantú, el mísero emigrado envuelto en su capotón de rotas pieles, concluyendo la cuartilla mil y tantas de aquella obra de literatura latina que un espléndido editor recompensó con ¡ochocientos reales!

Los veo a todos, sí, a todos abstraídos, preocupados, siempre en el mismo sitio, infatigables bajo la lámpara de Fausto, de repente levantar la cabeza en son de protesta contra el vocerío y las risas del corredor vecino, donde Camus con su blanda tijera, y en medio de una treintena de excitados oyentes, hace las siluetas de nuestras modernas notabilidades... Allá va Monroy con su negra y ensortijada cabellera, la nariz al aire, el andar suelto, y prendidas las gafas de oro: por el otro lado se desliza Castelar con los libros de Ozanam, La ciudad de Dios y la Historia de Fleury bajo el brazo, esbozando en su poderosa fantasía una de aquellas electrizadoras lecciones sobre la «Civilización en los cinco primeros siglos del cristianismo.» Morón, con el paso apresurado y dando vueltas a una ligera caña, como el gran tambor mayor de Heine, [162] en voz alta ajusta cuentas con la Biblia, que, por su lado, analiza, desmenuza y comenta uno de nuestros cónsules en Oriente, de tal suerte que el público llega a dudar muy de veras que haya existido hasta la Judea. Formando corro cerca del famoso botijo conversan entre los economistas, Gabriel Rodríguez sin barbas, y Joaquín Sanromá con las de un capuchino. En el quicio de una puerta, el amable, el tierno Fulgosio, trata de desembarazarse de aquel inquieto anciano cuyos últimos días corrieron bajo el deseo de ocupar la gran cátedra para desde ella decir algunas cosas de familia, aprovechando la acostumbrada presencia de uno de sus más empingorotados y desdeñosos parientes, y asediado por la necesidad de llevar ante los tribunales de justicia al elocuente Galiano, que en notas de Hallam había osado negar la existencia del Cid, de quien en línea recta procedía el demandante reducido por el ilustre comentador al insoportable carácter de un mito. Poblaba el inmortal orador de la Fontana, el Senado con agudezas y epigramas de que sólo oyéndolos puede tenerse idea, y atajándole el camino salía la lentísima e irónica palabra del consejero Gallardo, a quien todo el mundo llamaba simplemente D. Manuel. Moret aparecía con la frescura de la adolescencia, y los serenos ojos de Nicolás Salmerón vagaban buscando el cielo en aquella cárcel...

Todo pasó. Hace de esto ya muchos años. La muerte, de algunos nos ha separado... De otros... la desgracia, los accidentes de la vida, las luchas terribles de estos últimos tiempos. Mas parece que al recordar aquellos días las cosas vuelven a tomar sus colores, la existencia a revestir sus encantos. Y las heridas se cierran y las penas callan. ¡Casi veinte años! en los cuales los niños nos hemos hecho hombres –casi viejos– corriendo peligros, afrontando tormentas, cosechando pesares, decepciones, terribles experiencias, costosas enseñanzas. ¡Y felices los que en este tremendo período no hemos perdido la fe, y en quienes, si unas esperanzas han muerto, ha sido como las hojas del árbol, para que otras nazcan!

Pues bien: de 1860 a esta parte, los cambios, el progreso, las mejoras, han sido enormes; pero con ser tan grandes los adelantos en el orden material, no son comparables con la importancia y la trascendencia que han llegado a tener los [163] esfuerzos morales e intelectuales del Ateneo, cuyos resultados, al fin, palpamos.

Y ve por donde a mí se me ha antojado, no hacer la historia de aquella institución, si que recoger algunos datos, agrupar algunas consideraciones, tomar nota de algunos recuerdos que quizá sirvan para que otro más apto y más desocupado, pueda hacer revivir en el papel el pasado del Ateneo. Tenga el lector paciencia y escuche un poco de las cosas de otros tiempos.

I

Es frecuente en la conversación común (y hasta en letras de molde se ha dicho) atribuir el origen del Ateneo Madrileño a la época laboriosa y revuelta del 20 al 23, explicando no pocos por esta procedencia el carácter un tanto político, siempre en el alto sentido de esta palabra, que a despecho de reglamentos, protestas y deseos ha revestido desde sus primeros días aquel cada vez más brillante y famoso círculo. Y la verdad es que precisamente en el acta de constitución del actual Ateneo –acta que lleva la fecha de 31 de Octubre de 1835,– uno de los más autorizados individuos de la comisión nombrada para solicitar del Gobierno el permiso correspondiente y presentar a los ateneístas (que así dieron en llamarse los individuos del nuevo instituto) las bases para llevar a efecto el común proyecto, decía sin empacho ni reserva de género alguno, que «ni la comisión ni la sociedad se habían propuesto restablecer el anterior Ateneo, sino crear uno semejante con las variaciones y mejoras que las circunstancias, después de un tan largo transcurso, exigiesen y permitieran; por lo que los señores que habían pertenecido al Ateneo antiguo, no habían sido convidados ahora (a aquella junta) por el derecho que les pudiera dar este concepto, sino por el bueno que sus prendas personales les habían merecido.» Y esto lo decía el inolvidable D. Salustiano Olózaga, expresamente solicitado para emitir su parecer sobre la cuestión previa de «si había de verificarse el establecimiento de un nuevo Ateneo, o más bien reinstalar el antiguo, supuesto que existían muchos de sus individuos que no le consideraban disuelto más que de hecho y que tal [164] vez se conservaban algunos efectos del mismo.» Resultado fue que todos los concurrentes se adhirieron a la idea de Olózaga; y si bien en el curso de la existencia del nuevo círculo hasta se le hizo el ofrecimiento de algunos muebles, libros y otros objetos pertenecientes al de 1820, mediante una cierta indemnización, al cabo no se llegó a inteligencia ni se realizó la entrega de aquellos efectos.

Todavía entrando más en el fondo de uno y otro establecimiento, es fácil topar con serias diferencias, por más de que sea preciso reconocer que un mismo espíritu, el espíritu liberal y progresivo de la España contemporánea, fue el que presidió a la constitución de entrambos cuerpos y el que ha mantenido su influjo durante la corta, aunque gloriosa vida del antiguo y la existencia rica y esplendorosa del nuevo, comunicándole el carácter a que antes he aludido. Aparte de esto hay que tener en cuenta que la idea, la iniciativa, el ensayo de un establecimiento de las condiciones de un Ateneo, corresponde indudablemente a los hombres de 1820; y fuera grave injusticia y negra ingratitud prescindir de aquella experiencia al trazar estos mal pergeñados renglones, rastreando la historia del Ateneo de Madrid.

El 14 de Mayo de 1820, noventa y dos ciudadanos (bastantes de nombre ya acreditado en la esfera de la política y pocos en la de las letras) firmaban los «Estatutos para el régimen y gobierno» de una asociación que por este acto se constituía con el nombre de El Ateneo Español, y que debía vivir (según el art. 40) mientras hubiera diez individuos que se opusiesen a su disolución; detalle que patentiza la fe y la energía que aquellos hombres entusiastas ponían en todas sus obras.

El objeto de la sociedad era (según el art. 2.°) «discutir tranquila y amistosamente, cuestiones de legislación, de política, de economía y, en general, de toda materia que se reconociera de pública utilidad, a fin de rectificar sus ideas los individuos que la componían, ejercitándose al mismo tiempo en el difícil arte de la oratoria; de llamar la atención de las Cortes o del Rey con representaciones legales en que la franqueza brillase a la par del decoro; y, por último, de propagar por todos los medios los conocimientos útiles.» El segundo de estos fines [165] quedaba más claramente determinado por el art. 3.° de los Estatutos, que declaraba «nula toda relación con el Gobierno entablada en nombre de la sociedad,» y prevenía que «las representaciones que pudieran dirigirse al Rey o a las Cortes se consideraran únicamente como la expresión de los individuos que las firmaran.»

En vista del fin social, los Estatutos establecían, primero, la celebración de reuniones para debatir cuestiones de diverso orden, quedando obligado el presidente del Ateneo a resumir las discusiones; segundo, la consulta a éste de las obras que los socios escribiesen y quisiesen someter al círculo, como medio de tantear la opinión pública, a cuyo efecto se invitaría a los salones del Ateneo a «personas de ambos sexos, distinguidas por su amor a la ilustración;» y, por último, la profesión de la enseñanza de «ciencias análogas a los objetos que se proponía la sociedad» por medio de cátedras públicas, cuyo acceso era libre así a los socios como a los que no lo fueran, previo conocimiento y aprobación del círculo.

Harto dicen estos preceptos el sentido generoso y expansivo de los fundadores del Ateneo de 1820; y ya bien claro se ve el carácter acentuadamente político y profundamente liberal de aquel instituto; pero todavía es más explícito el breve preámbulo de esos mismos Estatutos.

«Sin ilustración pública, no hay verdadera libertad: de aquélla dependen principalmente la consolidación y progresos del sistema constitucional, y la fiel observancia de las nuevas instituciones. Penetrados de estas verdades, varios ciudadanos, celosos del bien de su patria, apenas vieron felizmente restablecida la Constitución de la monarquía española, se propusieron formar una sociedad patriótica y literaria, con el fin de comunicarse mutuamente sus ideas, consagrarse al estudio de las ciencias exactas, morales y políticas, y contribuir, en cuanto estuviese a sus alcances, a propagar las luces entre sus conciudadanos. Tales son el origen y el objeto del Ateneo Español. Le han dado este nombre, porque ningún otro expresaría con más propiedad el lugar donde hombres, ansiosos de saber y amantes de su libertad política y civil, se reúnen para adelantar sus conocimientos, [166] difundirlos y cooperar de este modo a la prosperidad de la nación.»

Así se expresaban D. José Guerrero de Torres (que fue el primer presidente del Ateneo), D. Mariano Lagasca (vicepresidente), y los Sres. Heceta (primer secretario), Montojo, Martín Foronda, Ángel Calderón de la Barca (segundo secretario), Sánchez Toscano, Pons y Moruau, Orense (D. Casimiro), Don Joaquín Blake, D. Claudio A. de Luzuriaga (que luego fue secretario), el conde de Calderón, el marqués de Villacampo, D. Javier Castaños (que más tarde subió a la presidencia), Palarea, Arco-Agüero, La Sagra, el marqués de Cerralvo, Onís, Sánchez Salvador, D. José M. Vallejo, La Guardia, el conde de Superunda, el de Torrejón, Alcalá Galiano, Ferraz, el duque de Frías, Flórez Calderón, Surrá, Palafox, Páez Jaramillo, y, en fin, todos los fundadores del bien inspirado establecimiento.

Con este sentido y bajo estas ideas, el Ateneo Español comenzó sus tareas en el mes de Junio, o hablando más exactamente en el otoño de 1820, puesto que desde los primeros días de su instalación se acordó la suspensión de sus trabajos durante los meses de Junio, Agosto y Setiembre, y la inauguración solemne y pública del que pudiera ser llamado académico el día 1.° de Octubre de cada año. Mas para realizar detalladamente los propósitos de los asociados, luego fue precisa la redacción de un Reglamento que, aprobado por la Junta general de accionistas, lleva la fecha de 18 de Setiembre de 1820, y que subsistió hasta la promulgación de otro nuevo y más amplio fechado en 20 de Junio de 1822, y que precedió muy poco a la disolución del simpático círculo.

El Reglamento de 1820 no sólo desarrollaba fidelísimamente la idea de los entusiastas fundadores del Ateneo, si que lo hacia dándole un alcance que tal vez no se había sospechado en los primeros días de su planteamiento. Por él debía el Ateneo dividirse en seis secciones que hoy diríamos, clases como se decía entonces, apellidadas de ciencias primitivas «que se derivan de la descripción de los cuerpos y de la clasificación de los objetos y de los hechos»{1} (cosmología, cosmografía, [167] zoología, botánica, mineralogía, meteorología, química y física natural); –ciencia del hombre (anatomía, fisiología, medicina, ideología, gramática universal, educación, moral universal, legislación, historia y cronología); –ciencias matemáticas y físico-matemáticas «que se derivan de la expresión analítica de las cantidades y de las operaciones del espíritu sobre la porción mensurable de nuestras ideas» (aritmética, álgebra, geometría, mecánica, anatomía, óptica, cálculo de probabilidades y artes físico-matemáticas o ciencias prácticas); –artes mecánicas (acción del hombre sobre la materia) e industria humana (arte de alimentarse, de vestirse, de alojarse, de armarse; artes nacidas del trabajo y del empleo del hierro; artes nacidas del trabajo y del empleo del oro; artes nacidas del trabajo y del empleo del vidrio, &c., &c.); –Bellas artes y bellas letras (dibujo, pintura, grabado, escultura, poesía, música, idioma de acción, elocuencia y arqueología) y «verdadera metafísica y verdadera filosofía o análisis universal; –«ciencia» decían los autores del Reglamento– que resulta de todas las ciencias y de todas las artes que la sirven de base y de la que también es reguladora.»

Estas secciones o clases nombraban dos directores para que las presidiesen, y a ellas había que recurrir para obtener dictámenes sobre alguna cuestión científica especial y con particular fin, o sobre aquellas obras de ateneístas que lo pretendieran del Ateneo. Cuando no se tratara de esto, si que simplemente de debatir puntos determinados de ciencias morales, políticas o físicas, o de hacer conocer al Ateneo alguna producción literaria, reuníase éste en sesión o junta general. Asimismo el Ateneo se proponía publicar obras literarias y científicas, ya con el carácter de propias de este círculo, a cuyo efecto habría de nombrar una comisión de su seno encargada de redactarlas, ya protegiendo y haciendo suyos los trabajos de algunos de sus socios o los que obtuviese de extraños mediante libres concursos, con el aditamento de premios costeados del fondo social.

Por último, el Ateneo debería establecer enseñanzas públicas, retribuyendo a los profesores cuando de aquéllas no quisieran o no pudieran encargarse los socios, debiendo preferirse «las de idiomas y de ciencias morales y políticas –dice el Reglamento– [168] por ser en el día de más urgencia y de menos coste.» Todas las cátedras serían públicas y gratuitas; pero los alumnos oyentes (que así se llamaban) habrían de proveerse de papeletas de entrada y quedar sujetos a una especie de matrícula, debiendo el profesor advertirles «la obligación que voluntariamente contraían de frecuentar la cátedra, de modo que si por sus ocupaciones u otros motivos no pudieran asistir a las lecciones con la constancia necesaria para sacar fruto de ellas, se servirían dejar las papeletas a fin de que pudieran distribuirse a otras personas que se hallasen en estado de aprovecharse de la enseñanza.»

Además, el Ateneo reservaba el título de socios honorarios, exentos de toda contribución, a las personas que le hicieran servicios importantes, y el de corresponsales para los que con la oportunidad debida le proporcionasen fuera de Madrid noticias y desempeñasen sus encargos.

Dentro de este cuadro y en estas condiciones comenzó y desarrolló su vida el círculo de nuestra segunda época constitucional, y del curso de 1820-21 conservase en el archivo del actual Ateneo de Madrid un acta o resumen «leído en la sesión pública de 1.° de Octubre de 1821 por el socio secretario D. Manuel de Parga, teniente supernumerario del regimiento infantería de Fernando VII.»

Por aquel discurso, acta o resumen sábese que en el Ateneo Español se discutieron larga y detenidamente en esta época los siguientes temas:

La cuestión de los diezmos{2}, que entrañaba los siguientes puntos:

  1. Si son de derecho divino. –Si no siéndolo, tienen las Cortes facultades para abolir, modificar o variar esta contribución. –Si convendría abolirla enteramente, reducirla a una mitad o a un tercio. –Y qué medios podrían subrogarse a dicha contribución.
  2. Interpretación que se debía dar al artículo 5.º del decreto [169] de las Cortes extraordinarias de 6 de Agosto de 1811 sobre señoríos.
  3. Autoridad a quien compete en un gobierno constitucional la facultad de disponer o interpretar una ley.
  4. De la suerte de nuestras Américas; medios que deben emplearse para evitar la absoluta independencia de la metrópoli y conseguir su pacificación{3}.
  5. De los empréstitos.
  6. De las colonias, y en particular de las ventajas o perjuicios que hayan traído las españolas, y de cómo «no habiéndose adoptado respecto de ellas el sistema más ventajoso,» podría adoptarse al fin.

Los principales discursos y memorias leídos, y que merecieron la aprobación del Ateneo, fueron estos:

«Memoria Físico-geográfica sobre la provincia marítima de Santander,» por D. Félix Cavada.

«Utilidad del estudio de la Botánica,» y «Traducción de la Teoría elemental de Decandolle,» por D. Mariano Lagasca.

«Discurso de Bentham sobre los Consejos de las Cortes,» traducido por D. Joaquín Mora.

«Sobre la instalación de los jueces de hecho en España, respecto no sólo de las causas criminales, si que también de las civiles», por D. Santiago Jonana.

«Sobre el estado y situación de Francia en tiempo de la Asamblea legislativa,» por D. José Guerrero de Torres.

«Sobre el método que debe seguirse en la primera educación,» por D. Manuel Flórez Calderón.

«Sobre la importancia del estudio filosófico de la Gramática para enseñar con claridad nuestras ideas,» por D. Manuel Caviedes.

«Sobre la situación de Nápoles atacado por los austriacos,» por D. Antonio Teureyro.

«Sobre la necesidad de las buenas costumbres en los pueblos para cimentar las leyes y suplir a lo que éstas no alcancen,» por D. Juan Pedro Daguerre. [170]

«Sobre la inconveniencia de la libre importación de tejidos ingleses, de algodón,» y

«Sobre el origen y naturaleza de los diezmos que se pagan en España,» por D. Joaquín Fleix.

Por otra parte, el Ateneo realizaba sus propósitos abriendo doce cátedras públicas a saber: de alemán, por D. Manuel Ramajo; de inglés, por don Antonio Garrido; de francés, por D. Cristóbal Garrido; de teoría de cuenta y razón, por D. Santiago Jonana; de derecho natural, por D. Joaquín Mora; de matemáticas, por D. Martín Foronda y después por D. Joaquín Blake; de economía política, por D. Casimiro Orense y después por don Manuel Flórez Calderón; de historia, por D. Francisco José de Fabra; de taquigrafía, por D. Manuel Varinaga; de derecho público internacional, por D. Faustino Rodríguez Monroy; de griego, por D. Saturnino Lozano; de fisiología aplicada a la moral, por D. Antonio Fernández Vallejo, y de física, por don Saturnino Montojo.

Pero lo que de una parte dio más importancia al Ateneo Español y de otra atrajo hacia él la curiosidad de las gentes fue, primero la consulta en forma que la comisión constitucional encargada de la redacción del Código penal hizo a aquel círculo, y después las lecciones de armonía que D. Mariano Ledesma comenzó a dar en aquella sociedad en el invierno de 1820.

Para corresponder al singular honor que la comisión parlamentaria dispensó al Ateneo, éste nombró otra de su seno compuesta de doce individuos para que emitiesen el dictamen, lo cual hicieron, remitiéndolo al Congreso de los Diputados, después de haber sido leído y aprobado en Junta general, en todo el mes de Octubre de 1821, pudiendo aventurarse la especie de que las discretas observaciones de la comisión del Ateneo, inspiradas siempre en un profundo sentido liberal, no fueron desatendidas en una de las obras más características y más importantes de la segunda época constitucional española: en l= a redacción de Código penal promulgado en 1822 y que a poco derogó la reacción.

Las lecciones comenzadas por el Sr. Ledesma pronto dieron un interés excepcional a las reuniones del Ateneo; porque [171] acogida la idea de ilustrar las explicaciones con ejercicios musicales, luego se dieron algunos conciertos vocales e instrumentales, en los que tomaron parte artistas distinguidos y españoles y señaladamente la señora doña Josefa Martínez de Cabrero, y las señoritas doña Ángeles Novales y doña Vicenta Michans.

Por lo demás, la vida del Ateneo era modestísima. Los dos locales que ocupó de escasas condiciones. A pesar de los pasos dados para obtener del rey Fernando el gabinete de física que pertenecía al infante D. Antonio, ofrecido por aquél a la instrucción pública y que yacía abandonado en una sala, con grave riesgo de perderse, al cabo no produjeron resultado alguno; y el Ateneo tuvo que adquirir el modesto gabinete que poseía un extranjero, Mr. Robertson, pudiendo tal vez asegurarse que inició y excitó los estudios de física experimental en Madrid. Su biblioteca apenas merecía el nombre de tal, a pesar de haberse adquirido casi todos los libros publicados en aquellos días, y coleccionado las obras de Rousseau, Mably, Fontenell, Marmontel, Diderot, Montesquieu, Monfaucon y otros escritores desde entonces muy en boga entre nosotros.

Vése bien, por todo lo dicho, que los trabajos y las condiciones todas de vida y progreso del Ateneo Español de 1820, correspondían perfectamente al pensamiento y fin de su creación; y que habida cuenta de unos y otros estaba yo en lo cierto al afirmar el carácter acentuadamente liberal de aquel círculo y su espíritu entusiasta e innovador. Era aquello una obra y a la par una señal del tiempo.

El período de 1820 a 1823, se caracteriza por un cierto desbordamiento del espíritu liberal español, curado un tanto de la excesiva confianza de 1812, corregido de la gran benevolencia de la primera época constitucional y preocupado seriamente de batir de todas suertes y a toda costa al enemigo, que era la tradición. No quiero decir con esto que los hombres de 1820 dejaran de caer en el lazo, ni que sus empresas quedaran dentro de los límites de la prudencia; ni, en fin, que sus actos merezcan incondicional aplauso. Pretendo sólo que se entienda que, a mi juicio, aquella es la primera tremenda lucha de las dos Españas. La obra inmortal de las Cortes de Cádiz [172] produjo en los adversarios de la nueva idea sorpresa y asombro; y por la intimidad que desde luego, y a mi entender lógicamente, se estableció entre la causa de la libertad interior y de la independencia de la nación, fue imposible mirar cara a cara, con torvo ceño y crispadas las manos a aquel genio que por las puertas de casa se nos entraba con la palabra reforma en los labios, después de entrever airado el palacio del innovador José Bonaparte, y de apartar la vista, entre doliente y severo, del descompuesto y confuso círculo de los afrancesados. En 1820 ya no había franceses en España, y en cambio palpitaban enérgicamente los recuerdos del horrendo período de la reacción de 1814. Los enemigos se conocían y la revolución de Marzo, más que una victoria para los liberales, era la apertura del campo de batalla y el comienzo de la primera y más ruda contienda entre los partidarios del antiguo y del nuevo régimen. Bajo este supuesto, es preciso estimar aquella época; y antojanseme más que poco juiciosos, ridículos esos reparos y esas censuras que las más de las gentes de nuestros días dedican a aquel período de nuestra historia contemporánea, en el cual sólo ven gritos, alborotos, conspiraciones, sociedades patrióticas, medidas violentas, pasión exaltada y desasosiego permanente. ¡Claro! ¡Cómo que éstas eran las condiciones indispensables de la situación; cómo que aquello era pura y simplemente una batalla! Pedir en tales circunstancias, en tales momentos orden, circunspección, silencio... ¿a quién se le ocurre? Esperar que la atención de las multitudes y el espíritu de los hombres ilustrados se fijase en altas y desinteresadas cuestiones científicas, en problemas de pura especulación, en trabajos puramente científicos, prescindiendo un sólo instante de la vida política, que por su naturaleza y por la ley de la historia moderna, a sí atrae toda la existencia social... ¡qué locura!

Toda la obra de las Cortes ordinarias y extraordinarias de 1820 a 1823, se reduce a la supresión de la Inquisición, de los jesuitas y de los monacales, a la ley de Abril de 1821 sobre conspiraciones a mano armada, a la reducción de los diezmos, a la extensión de la ley abolicionista de los señoríos, al Código penal de 1822 y a la organización de la milicia, medidas todas de combate. [173] Todo el empeño del rey se contrae a suscitar dificultades a las Cortes, y a proteger incesantes conspiraciones y motines, suficientes por sí solos para desacreditar una sólida situación política. Todo el esfuerzo del partido liberal se pone en vigilar a Palacio, en mantener vivo el espíritu de desconfianza, en luchar a brazo partido contra los realistas que poblaban de insurrectos los campos, y contra la famosa Santa Alianza que desde el primer día sentenció a muerte a la revolución española. Si los temores de nuestros padres (porque yo me declaro hijo de los hombres de 1820 y hago mías sus responsabilidades) eran o no justificados, díganlo los 100.000 hijos de San Luis y la bestial reacción del 23. Muchas veces he leído que los hombres de la segunda época constitucional, los hombres del 7 de Marzo y los héroes del Trocadero, debieran haber limitado su acción entrando en la vía de las contemplaciones y las condescendencias. Jamás he participado de esta opinión. A ellos les tocó un tristísimo lote: su misión fue harto difícil e ingrata. ¡Batallar para la posteridad! he aquí su destino, y lo cumplieron como buenos y como bravos (porque yo no conozco nada más simpático ni más imponente que la actitud de las Cortes extraordinarias frente a la Santa Alianza) con aquellas sociedades patrióticas, aquellos masones, comuneros, hijos de Padilla, y carbonarios de que hoy tanto nos reímos; con aquellas sesiones de la Fontana, de San Sebastián y Lorencini, que personalmente no me hubieran encantado; con aquellos milicianos pródigos de su sangre por una idea al parecer abstracta. ¡Ah! ¿sin ellos hubiera sido nunca posible el exuberante renacimiento de 1836? ¡Glorioso pero imponente y difícil destino el suyo! Salir del presidio con el cuerpo maltrecho, pero llena el alma de fe viva e inquebrantable; luchar titánicamente sin pena ni reposo, con el espíritu de la tradición, servido quizá como en ninguna otra parte por todos los intereses creados, por la monarquía legítima, por las instituciones religiosas y por la coalición de las grandes potencias de Europa; en el seno de una sociedad embrutecida por estancamiento de la vida moral y el imperio del más espantoso oscurantismo; caer vencidos por la fuerza del número y por lo colosal del empeño, acribillados, destrozados, aplastados... pero con la seguridad de haber herido [174] en el corazón al antiguo régimen, y de abrir a la patria, con sus dolores, con sus lágrimas, su miseria y su sangre, con su abnegación y su heroísmo el porvenir esplendoroso de la libertad y la democracia!!... ¡Benditos ellos para quienes la Historia tendrá siempre un acento de admiración y una palabra de aplauso!

Y perdóneme el lector este desahogo, y absuélvame de esta digresión, que importa para explicar, de un lado la escasa importancia científica y el sentido esencialmente político y avanzado del Ateneo Español, uno de los primeros hijos de la revolución de Marzo; y de otro lado la suerte que le cupo en los albores de la reacción de Octubre. Ya se ha visto que los mismos fundadores del Ateneo le apellidaban en 1820 Sociedad Patriótica y Literaria, y bien puede decirse que entre el oleaje de los clubs de la Carrera de San Jerónimo, las vociferaciones de las logias y la pasión de la prensa periódica, desde El Censor hasta El Zurriago; las modestas salas del nuevo Instituto, donde no resonaban las voces de Galiano, ni de Mejía, ni de Romero Alpuente, eran como una excepción y un oasis, por la relativa templanza de sus debates y la consideración que a la indagación científica y los intereses puramente intelectuales se dispensaba, siempre dentro del sentido general de todas las instituciones de la época.

Por todo esto –porque está averiguado que la reacción odia, tanto como las instituciones políticas que abiertamente la niegan, todo aquello que tiende a sacudir el espíritu y a avivar las ideas,– por todo esto el Ateneo Español se vio amenazado de muerte desde el instante en que las Cortes extraordinarias tuvieron que trasladarse a Andalucía. Y cuando el absolutismo apostólico se impuso, hollando todos los respetos y violando hasta la misma independencia nacional, no fueron obstáculos las observaciones y súplicas del vencedor de Bailén, del general Castaños, a la sazón presidente de aquel círculo, para que éste fuese prohibido en redondo, disponiendo la autoridad (y no falta quien atribuya la orden al mismo rey Fernando VII) que todos los documentos (actas reglamentos, memorias, &c.) del Ateneo Español se recogiesen y archivasen en el archivo de Palacio. [175]

Allí fueron a parar en cumplimiento de orden tan severa, y allí debieron extraviarse algunos papeles, pues que cuando en estos últimos años (en 1870), por el celo del entonces secretario del actual Ateneo de Madrid, D. José López Molinero, se sacó copia de los que existían en un volumen de Impresos varios, en la sala 9, estante, A, pluteo 2.º de la Biblioteca del Real Palacio, no se hallaron más que los Estatutos, dos Reglamentos y un acta del círculo fundado en 1820{4}.

Rafael M. de Labra

(Continuará.)

——

{1} Sírvome de las palabras mismas del art. 15 del Reglamento que adopta la clasificación de los conocimientos humanos de Lancelin.

{2} Esta cuestión y la de América fueron quizá las capitales del Congreso de Diputados por aquellos tiempos.

{3} Este tema llenó muchas sesiones y atrajo mucha concurrencia.

{4} Las copias se hallan hoy en el archivo del Ateneo de Madrid, y merced a la amabilidad de los Sres. Moreno Nieto y Burgos, presidente y secretario respectivamente de aquella corporación, he podido consultarlos.

 
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