Armando Palacio Valdés
< Los oradores del Ateneo >
Don Emilio Castelar
Estudio
¡Castelar y el P. Sánchez!
No es posible negar que nuestra patria es incomprensible y caprichosa por extremo. Unas veces se dedica a lo sublime, y sumergiendo su mano en lo profundo, arranca del rizado mar de su poesía una figura como Castelar. Otras se entrega con pasión a lo cómico, y despide de su seno entre muecas, carocas y contorsiones oradores como el P. Sánchez. Castelar y el P. Sánchez son el alfa y la omega de mi humilde trabajo. He salvado como pude el paso que media, según dicen, entre lo ridículo y lo sublime.
Pero abordar el carácter y la fisonomía oratoria del señor Castelar ofrece un sin número de dificultades. La primera y más principal, en mi concepto, es la falta de perspectiva. La figura de Castelar, como orador, diré, empleando una locución técnica, que está tallada en colosal, y es de todo punto [121] imposible, sin alejarse un tanto, apreciar con exactitud su valor artístico. Confieso que no puedo darme cuenta cabal del sitio que ocupa en el horizonte del Arte, y entrego por lo tanto esta mi semblanza a la enmienda de los futuros. Otra de las más grandes dificultades que se me ofrecen es el compromiso formal que he contraído al comenzar mi tarea de eliminar por entero el aspecto político del orador para ceñirme exclusivamente a su aspecto académico. ¡Oh! si a mí me fuera dado mirar, siquiera fuese con el rabillo del ojo al Parlamento, ¡con cuánto grande hombre pondría a mis lectores en contacto! Les contaría la vida y milagros de aquel insigne orador que al terminar su discurso se sentó con la mayor dignidad sobre el vaso de agua; y los de aquel otro que tratándose de la langosta pidió la palabra para una alusión personal; sin olvidarme tampoco de aquel que al llegar en su discurso cargado de apostrofes, epitomemas, perífrasis y concatenaciones a la frase: «pensáis tal vez, hombres ilusos, que Napoleón...» la repitió trece veces, y murió con Napoleón en la boca, realizándose en los escaños del Congreso aquel día un Waterlóo de risa. Pero yo no soy cronista del Parlamento, sino del Ateneo, y es fuerza que guarde en el fondo de mi pupitre las historias que acabo de mencionar y otras muchas no menos sabrosas y divertidas. De ello me pesa con toda el alma, porque estos señorea académicos tan graves y comedidos que no son capaces de romper un plato, ni de sentarse sobre un vaso de agua, me obligan a guardar demasiada ceremonia. Siento que allá, por los laberintos de mi imaginación, viene, va y torna un espíritu retozón y travieso que está ganoso de reír a toda costa, y me empuja fuertemente a ocuparme de otra ralea de oradores menos sabios, menos artistas, pero más amenos.
También hoy es necesario que dormite en la más enervante postración. Se trata de Castelar, del más grande de nuestros oradores, y me veo en la precisión de ponerme el frac y adoptar un continente grave y respetuoso. Castelar, como orador, no pertenece solamente al Ateneo, pertenece a España, pertenece al mundo, pertenece a la libertad. La tiranía ha tenido a su servicio grandes filósofos, juristas y hasta poetas, jamás ha tenido un grande orador. Cicerón, Demóstenes, Mirabeau, Oconell y Castelar son hijos de la libertad. Es que el filósofo, el jurista y hasta el poeta mandan sus cuartillas corregidas a la imprenta, mientras el orador lanza su alma toda entera, sin tachas ni raspaduras, por la boca y por los ojos a la muchedumbre. La muchedumbre, que no es capaz de percibir toda la perfidia que puede esconderse entre los renglones de un libro, ve con admirable instinto la que se oculta bajo los ojos de un hombre, y sabe matar con el desprecio al que la engaña.
Castelar en la ciencia, en el arte y en la vida, representa un pensamiento amable, pero inverosímil y extraño para nuestra deforme sociedad. Este amable pensamiento se llama en la ciencia panteísmo, en el arte realismo y en la vida armonía.
Diez y nueve siglos hace que el espíritu, por un acto de energía sobrehumana, redujo a la impotencia las exageradas pretensiones de la carne, y desde entonces mostróse el vencedor a tal punto soberbio, que negó con desprecio toda intervención en sus olímpicas decisiones a las influencias de la naturaleza. Durante toda la Edad Media se escuchan los lamentos desgarradores de aquella víctima propiciatoria del ascetismo cristiano. La edad presente ha tendido una mirada compasiva a esta sierva de la gleba del espíritu. ¡Cuánto tiempo habrá de transcurrir, no obstante, antes que el espíritu nos convenza de las sinrazones del espíritu!
Castelar es un campeón de la causa de la naturaleza. Es panteísta en el gran sentido de la palabra, en un sentido fundamental. Esto ha hecho pensar a muchos que el famoso orador es hegeliano. No puedo creerlo. No es Hegel el que ha hecho panteísta a Castelar, sino que, siendo el panteísmo inherente y virtual en su modo de ser, ha permitido que la filosofía hegeliana influyera poderosamente en su espíritu. Pero Castelar no es el panteísta especulativo que procede con rigorosa dialéctica para encerrar el pensamiento en un sistema, no; es el poeta, es el enamorado de las formas vivas que percibe con la claridad de un iluminado el lazo invisible que existe entre los dos aspectos, bajo los cuales el universo siempre idéntico y el mismo se ofrece al espíritu y a los sentidos. La filosofía de Castelar no permanece inmóvil y como cristalizada en el abstracto recinto de una fórmula matemática o dialéctica, es una filosofía que arranca del fondo mismo de su naturaleza, es una filosofía puramente individual.
Esto significa que nuestro orador no siente la imperiosa necesidad de dar a la vida soluciones concretas, que es a la postre de todo lo que hace brotar los sistemas; la vida le parece demasiado rica, demasiado varia para someterla al imperio de una fórmula inflexible y abstracta. Sin embargo, busca con ansia la generalización, la síntesis que son leyes del espíritu, huyendo de un particularismo estrecho y falto de perspectiva con el que no podría acomodarse jamás su elevado pensamiento.
Esta filosofía individual no puede menos de engendrar una religión excesivamente flexible y humana. La inmortalidad se ofrece a su inteligencia como una trasformación incesante, como [122] un progreso sin fin, en el cual el espíritu jamás llega a agotar todas las formas de la vida infinita. Esta religión tiene su catecismo en el gozoso panorama de la naturaleza. En todas las páginas de este catecismo se encuentra grabado el excelso nombre de Dios. Mas el Dios de Castelar (digámoslo muy quedo a fin de que no se entere el cura de mi pueblo con quien he reñido largas peleas sobre este asunto) no es el Dios crucificado, no es el Dios transido de dolor, sino el Dios en quien se expresa todo lo que vive y siente, que incesantemente se trasforma, que incesantemente se modifica, que muere en la naturaleza para renacer en el espíritu, y se ofrece, total y absoluto en una evolución infinita. El buen párroco tenía razón; Castelar es un hereje. Pero yo también la tenía; Castelar no es un hereje.
El arte es una de las formas que ese Dios afecta al bajar sobre la tierra, y nuestro orador le rinde un culto apasionado. Si he dicho que Castelar era realista, entiéndase que no es el realismo efímero de los tiempos presentes el que le cautiva, sino el realismo que parte de la célebre fórmula de la lógica hegeliana, toda idea es realidad, toda realidad es idea. La idea realizándose bajo forma sensible, ese es el arte, y artista el que siente palpitar la idea bajo la forma. También aquí percibo claramente toda la razón de mi párroco. Castelar siente que bajo las curvas elegantes de la Venus de Médicis se entraña una idea. El piadoso ministro de Cristo opina que se esconde una infamia. ¿Cómo armoniza pareceres tan contrarios? ¡Allí donde el uno juzga que se le muestra el infinito, el otro no ve más que los torpes desahogos de un cincel liviano!
No obstante, aunque Castelar representa en la esfera del arte la apoteosis de la forma, no se le puede acusar de haber alentado con su ejemplo ese cúmulo de producciones frívolas, donde la miseria del fondo aspira a velarse por los artificios de la forma. El fondo y la forma en el arte no se distinguen perfectamente como a primera vista parece, sino que mantienen tan estrecho enlace, que es imposible separarlos en la obra bella. ¿Quién sería capaz de distinguir el fondo y la forma en un cuadro de Velázquez o en una melodía de Schubert? Castelar expresa bellamente lo que acude bello a su pensamiento. ¿Será por ventura responsable de que algunos se empeñen en expresar de un modo bello lo que acude feo y desgraciado a su imaginación? Lo que es preciso buscar en el arte, y lo que nuestro orador alcanza en grado superlativo, es la espontaneidad individual disciplinada y corregida por la regla, que debe presidir a toda concepción artística para comunicarla las proporciones convenientes.
Pero se le censura, a mi juicio, con señalada injusticia por el empleo, según se dice abusivo, de las formas artísticas. Es opinión demasiado extendida que Castelar sacrifica la precisión y el rigor, que son los atributos de la exposición científica, en aras de la fantasía, la cual quebranta y destruye con sus imágenes el encadenamiento lógico y necesario con que el entendimiento enlaza los juicios a los juicios, y las consecuencias a las consecuencias. Veamos lo que hay de fundado en esta censura. Indudablemente el empleo de las formas artísticas en el discurso tiene un límite, y no hay estético que no se apresure a señalárselo. Pero este límite todos convienen que está determinado, de un lado por la naturaleza del discurso y de otro por la naturaleza de lo bello. La belleza de la expresión contribuye poderosamente a llevar el convencimiento al ánimo del auditorio, mas según que el discurso se proponga demostrar lógica y razonadamente una idea o sólo infundir el amor a esta idea o hacerla triunfar en el ánimo del auditorio, así se habrá de restringir o extender el uso de la forma artística. A este propósito, dice el gran Schiller: «Existen dos clases de conocimientos: un conocimiento científico que está basado sobre nociones precisas, sobre principios reconocidos; y un conocimiento popular que no se funda más que en sentimientos más o menos desenvueltos. Lo que es ventajoso para el segundo es con frecuencia contrario al primero.» Ahora bien: no debemos echar en olvido que Castelar es el tribuno, no es el disertante, es el apóstol de la libertad y la libertad es una verdad popular. No hay duda que fue necesario demostrarla científicamente; pero esta es la obra de la filosofía moderna, a partir de Kant. Castelar concibió la titánica empresa de hacerla amable en este país, cuyo sentido político hubieran pervertido largos siglos de tiranía y fanatismo. Es el fundador de la democracia en España, es el propagador de una idea esencialmente popular y nunca se vio que las ideas populares fuesen difundidas por maestros y pedagogos, sino por poetas y oradores. El profesor busca en su discurso un resultado futuro, el desarrollo intelectual de su discípulo mediante la adquisición de ideas perfectamente deducidas y probadas: el orador popular aspira a un resultado inmediato y para esto es indispensable que trabaje sobre la imaginación de sus oyentes, individualizando, haciendo sensibles las ideas. De aquí nace ese estilo animado, lleno de vida y colorido con que los escritores y oradores populares como Castelar difunden sus conceptos, el cual representa una transacción feliz y armónica entre el entendimiento que busca sobre todo el encadenamiento, la continuidad, y la imaginación que aspira a tocar y sentir la realidad y [123] el calor de las ideas. Castelar, por el esfuerzo de su naturaleza armoniosa y comprensiva, junta y agrega lo que la abstracción había separado, y en vista de las facultades espirituales y de las facultades sensibles del hombre se dirige a él todo entero y lo atrae por ese encanto irresistible que producen cuando se encuentran reunidos lo verdadero y lo bello.
En la vida Castelar tampoco representa un fragmento, sino toda la humanidad. La moderación y la actividad que se observa en su conducta es un signo de fuerza. Sólo los débiles son obstinados e impacientes. Contempla la vida con mirada serena y recoge en conjunto todos sus elementos sin predominio ni monstruosidades, porque es un espíritu equilibrado. Se ajusta fácilmente al medio y a las condiciones de su existencia, pero las modifica mediante la influencia da su genio. Castelar entiende que la vida es un arte y no una fiebre, que la continuidad moderada de la acción vale mucho más que una agitación estéril y morbosa: por eso no opone diques inútiles a las corrientes de las ideas, sino que busca el medio de encauzarla para que lo conduzca al resultado que se propone.
Hay muchos hombres que aun cuando fabricados de barro como todos los demás, aspiran a tañer la consistencia de los peñascos o creen cumplir con su conciencia, ofreciéndose inermes al torrente devastador de las preocupaciones, como aquellos indios que se arrojan voluntariamente entre las ruedas del carro triunfal de sus ídolos para ser aplastados. Estos hombres merecen respeto por la pureza de los motivos que los impulsan; pero es necesario convenir en que no deben ser hombres de acción en ninguna causa, porque lejos de contribuir a su triunfo, lo retardan considerablemente. Tienen un puesto señalado en las esferas de la pura teoría, porque son impotentes para discurrir por los laberintos de la realidad. La vida es una continua transacción entre lo ideal y lo real, y aquel que no sabe transigir no debe acudir a ella.
Castelar tiene un fin que llenar en nuestra patria y lo persigue con un celo y al propio tiempo con un sosiego que me traen a la memoria aquellos hermosos y profundos versos de Goethe: «Como la estrella, sin prisa, pero sin tregua que cada uno se mueva dentro de su propia naturaleza.» No puede petrificarse en la defensa obstinada de una sola verdad porque pertenece a su obra y su obra es grande y comprende muchas verdades. No puede retraerse de la lucha porque el retraimiento enerva y enmohece la inteligencia. Todavía en estos tiempos en que la vida política arrastra una existencia precaria, cuando se ha hecho un silencio mortal en todos los locutorios de la opinión, cuando no se escucha el crujir den una pluma sobre el papel, cuando no se mueve una hoja en los árboles ni una lengua en la tribuna, sólo el gran orador es capaz de sostener la contienda, porque él solo habla un lenguaje que no es el de las parcialidades políticas, un lenguaje que no lastima a nadie y que a todos seduce.
Una vez preguntaron a Sieyes: ¿Qué habéis hecho durante el Terror? ¡Qué es lo que he hecho! He vivido. Y había hecho bastante. Cuando rodando los tiempos le pregunten a Castelar: ¡Qué habéis hecho durante el período del Silencio! ¡Qué es lo que he hecho! podrá contestar, he hablado. Y aquellos hombres casi no podrán creerlo.
II
Los que voy a trascribir son datos suministrados por un espíritu, o si se quiere trasgo con quien suelo celebrar conferencias de importancia suma. Es un trasgo verídico, al menos por tal le tengo, pero se ha dedicado últimamente con harta asiduidad para lo que corresponde a un duende de su significación, a las lecturas de Hoffman, Poe, Fernández y González y otros escritores no menos alcohólicos, y me temo un poco que su cabeza, como la del ilustre hidalgo manchego, no rija de un modo cabal. Ustedes decidirán después de haberle escuchado, si conserva un pizca de juicio o si será preciso oírle como quien oye... a Perier.
No hace muchas horas vino a mí con aire de afectado misterio, y me dijo: «¿Estás escribiendo la semblanza de Castelar, no es verdad?» Sí. «Pues yo, que he vivido con todas las generaciones y en todos los países, te puedo comunicar datos interesantes para tu trabajo». –Vengan esos datos,– repuse. Y entonces el fantasma comenzó a silbar con sigilo en mi oído este inverosímil y descabellado relato:
«¡Castelar! Castelar tiene una historia mucho más larga de lo que tú te figuras. Vosotros sabéis admirar y aplaudir a los grandes espíritus, pero rara vez os detenéis a estudiar su procedencia o filiación histórica, ni las fuerzas ideales anteriores que han concurrido a su generación. Vosotros los humanos... –aquí el fantasma se despachó a su sabor contra nuestra raza, y hago gracia a los lectores de su filípica, que no les habría de complacer gran cosa–.
«Castelar, –prosiguió el espíritu,– es el perfumado regalo que el viejo Oriente envía al Occidente. Salió de la cabeza de Brama cierta noche, en que las estrellas, con un dulce titular llamaban el pensamiento hacia lo infinito, cuando las oscuras [124] ondas del sagrado Ganjes relataban muy quedo a la flor del lotus, que se inclinaba sobre su corriente los misterios inescrutables de la muerte, cuando el piadoso anacoreta postrado en tierra, murmuraba tembloroso su enigmática oración, cuando el ruiseñor turbaba sólo el silencio augusto de la naturaleza con su grito de amor y de esperanza.
«El dios luminoso que le diera el ser, envióle como fiel mensajero de su abdicación cerca de su hermano Zeos, y éste le prodigó mil agasajos, haciendo brillar su Olimpo con todo el esplendor de sus encantos perdurables. Todo cuanto una imaginación sobre-humana puede apetecer de dulce y halagüeño, derramólo el monarca de los dioses en su feliz morada para honrar al venturoso embajador. Hasta se pensó en celebrar corridas de toros, pero el dios Apolo, con su séquito de musas, declaró rotundamente que en este caso, no tomaría parte en las fiestas, y fue abandonado el proyecto. Aquella serie sin tregua de placeres y delicias, comenzó a cansar a vuestro orador, comenzó a aburrirle la conversación del dios Júpiter, que no le dejaba ni a sol ni a sombra, y llegó a empalagarle la ambrosía. Así, que un día, tomando de aquel la regia venia, descendió por los suaves declives del Olimpo a las llanuras del Ática, y bajo los plátanos del Ágora, comenzó a arengar a la multitud de libres cuantos ociosos ciudadanos que allí rendían a la sombra culto a la libertad y al arte.
«Después le vi multitud de veces, ya en el taller de Fídias, ora en los jardines de Academo escuchando atentamente los discursos de Platón, ora también en los misterios de Eleusis dedicado a interpretar los ruidos de las hojas del árbol sagrado al ser heridas por el viento. Parecía feliz y no me preocupé más de él.
«Mucho tiempo después le volví a encontrar en Roma, cuando ésta, fatigada por las discordias civiles, plegaba sus brazos y bajaba su orgullosa frente ante la majestad de Octavio Augusto. Fue en una sesión del Senado. Se hallaba éste reunido en la Curia Hostilia sobre el Foro. Una docena de lictores que a la puerta vigilaban, anunció la llegada del cónsul Josefo que debía presidir la Asamblea. Antes de penetrar en el templo detúvose en el peristilo para consultar los auspicios, siguiendo la antigua práctica. Parecióme, sin embargo, que al observar las entrañas de la víctima inmolada, se dibujaba en su rostro angular y glacial una sonrisa ambigua y poco ortodoxa. Los sacerdotes declararon que los padres de la patria podían deliberar, y el cónsul entró en el recinto seguido de su cortejo. Una vez dentro, se aproximó al altar de Jano (el de las dos caras) y ofrecióle incienso y vino. Después fue a sentarse en su silla, y como la sesión aún no se había abierto, muchos senadores rodearon al cónsul departiendo entre sí con grande animación. Pude notar que aún cuando todos dirigían un diluvio de preguntas al presidente, éste apenas desplegaba los labios, limitándose a sonreír de aquella manera equívoca que ya antes me llamara la atención y a sacar de su esportilla algunos caramelos que ofrecía con agrado a los padres. Estos revolvíanlos en la boca con no poco regocijo comentando al propio tiempo en detalle todos los matices de la sonrisa que los había acompañado. Los unos pretendían que aquélla era una sonrisa de oposición, mientras los otros la juzgaban de todo punto ministerial. Y entre estas y otras azucaradas razones se abrió la sesión. Uno de los ediles del Senado se levantó para leer una proposición en la cual se elevaba al príncipe del Senado Antonio a la categoría de Eterno, la cual hubo de agradar tanto a la Asamblea que prorrumpió en calurosas muestras de entusiasmo. En vano fue que Antonio rehusara con fuerza esta pequeña distinción, pues la mayoría en masa, como un solo empleado, decidió a todo trance votarla. El edil proponente se levantó entonces a dar las gracias al Senado y suplicó a los padres se sirviesen decretar que para conmemorar tan fausto acontecimiento se inmolasen en el templo de la Concordia 150 ilegales. En este instante el tribuno Emilio pidió la palabra desde su subsellium y reconocí en él a Castelar. Pronunció una brillante arenga combatiendo esta sangrienta proposición, y haciendo la defensa de las antiguas formas republicanas tan escarnecidas en aquellos días, por los que volvían su rostro al sol del Imperio, que era el que más calentaba por entonces. Me fue imposible oír por entero su discurso, pues las continuas y ruidosas interrupciones de que era objeto impedían que su voz llegase muchas veces a mi oído.
«No volví a verle en Roma y perdí su pista durante toda la Edad Media. En el siglo XV me dijeron que haciendo unas excavaciones en la ciudad de Agrigento, al levantar la tapa de una urna, maravilloso trabajo del cincel griego, lo encontraron dormido profundamente sobre el manuscrito de las obras de Homero.
«Por último, le vi una vez más en la Universidad central de Madrid. Explicaba la historia del universo en una cátedra de diez pies en cuadro con honores de pasillo.» ¡Ay! –exclamé para mis adentros– y cómo echarás de menos, ilustre heleno, aquellos tapizados jardines del Ática donde tantas veces te he visto conversar con Isócrates y Platón.
En aquel momento el profesor fijó en mí su [125] mirada perdida, y cual si viese mis adentros o fueran también los suyos, dijo:
–«......... Al posar, señores, nuestra vista sobre los campos resplandecientes de la Grecia, sobre el Olimpo, ornado de mirtos floridos, de lentiscos, de laureles, en cuyas hojas brillan eternamente gotas de rocío que descomponen la luz en mil varios matices; monte coronado de un cielo siempre etéreo y azul, desde cuya cima se descubren a lo lejos las ondas del mar, que se rizan en blancas espumas, y el Oriente, la cuna del sol, la cuna también del paganismo, y al ver aquel templo misterioso convertido en ruinas, sus dioses en momias, secas las flores que lo cubrían, perdidos sus cánticos sin que de ellos quede ni un eco en los aires, desiertas las rientes playas por donde corrían, coronadas de verbena, sus teorías, sus procesiones, una indefinible tristeza se apodera de nosotros y parece que se despierta en nuestra alma un sentimiento hostil al cristianismo.»