Filosofía en español 
Filosofía en español


Armando Palacio Valdés

< Los oradores del Ateneo >

Don Carlos María Perier

¡Suaves ondas que besáis las playas de la Italia, tibias auras que mecéis los cedros del Líbano, gentiles corderillos que triscáis en la pradera, aroma de las flores, perfume de los campos, venid! Vengan los elementos todos de la bucólica, y mójese mi pluma en la rica miel de Chio y en los lagos azules de la Helvecia. No tardéis. Ved que el orador se encuentra en pie, y yo impaciente por dar comienzo a la semblanza.

La voz llega ya a nuestros oídos.

Sentados bajo la frondosa y secular encina, en esas horas ardientes del medio día en que el ruido de los humanos se apaga casi por completo y el de los insectos toma proporciones sofocantes; cuando todo dormita buscando con anhelo la sombra deleitosa, ¿no escuchasteis los errantes sonidos de la flauta? Las cadencias se prolongan de un modo indefinido, la misma frase se repite sin cesar, pero sus notas llegan unas veces puras y vibrantes, otras, cuando atraviesan por los juncos que crecen a orillas del arroyo, melancólicas y vagas, estremeciendo el aire con dulzura y cerrando blandamente vuestros ojos. Os halláis dormidos, y todavía percibís los mismos sones. Despertáis, y los seguís oyendo. Después de algún tiempo, la flauta llega a ser uno de tantos insectos y forma coro con los cantos penetrantes del grillo y la cigarra.

Trasladaos al Ateneo de Madrid, y, si no os inspira algún temor, sentaos en una de esas butacas de color de cielo –¡a tal punto es cierto que el hábito no hace al monje!{1}– El Sr. Perier se levanta y da comienzo la sinfonía. La flauta entona con dulzura una melodía delicada que regalará vuestros oídos; mas ya se viene repitiendo cinco veces, y el artista no piensa en buscar un nuevo tema. Después de algún tiempo quedareis dormidos. Cuando abráis los ojos, las cosas se encontrarán probablemente en el mismo ser y estado, esto es, las auras que vienen de la derecha traerán a vuestros oídos la misma melodía. Acontece que el artista pretende introducir algunas variaciones en la frase; pero no me engaña, la percibo tan clara y tan distinta como si por vez primera saliera de la flauta.

El Sr. Perier, pues, un orador, pero orador de una sola cuerda, y sobre ella nos da luengos conciertos. Orador de exordio interminable, aunque hemos de advertir que jamás empleará el conocido en la retórica con el nombre de exabrupto: se lo veda su exquisita cortesía.

Que en el horizonte de las discusiones del Ateneo se deje ver un tema por fas o por nefas relacionado con la religión, la familia o la propiedad, y ya tienen ustedes a mi orador con verdadera comezón de acudir a la muralla de estas instituciones, para que ninguna reforma clave en ella su bandera. Quizá sea el más constante de los sitiados, pero es carabina de chispa la que empuña y sus fuegos no son mortíferos. Avezado el enemigo a contemplarlo derecho sobre el muro, le dispara saetas sin veneno, porque ni su actitud es arrogante, ni son muchas las bajas que causa.

Esfuérzase en pedir respeto y gracia para las sagradas instituciones que defiende, y no demanda la muerte y el exterminio para las que combate. Mis plácemes por ello. Poco hay tan destemplado y ponzoñoso como el lenguaje de los que toman por oficio la defensa incondicional de nuestras tradiciones. El Sr. Perier, al separarse totalmente de esta forma, merece con justicia los elogios de todas las personas sensatas e imparciales, porque en ello revela comprender que las instituciones de orden y de paz, pacífica y ordenadamente necesitan defenderse, y deja ver, además de esto, una buena fe que en vano han de alardear los que adoptan otros modos de polémica.

Muy lejos, pues, de erizarlo con argumentos de mala ley, sabe envolver con gran esmero el proyectil entre algodón y seda, barnizándolo después bonitamente de aceites olorosos antes de enviarlo al enemigo. Es tan manso y sosegado el juego de su palabra, que esta fluye de sus labios, como dice Homero que fluía de los del prudente Nestor, dulce cual la miel de las abejas.

Acabáis de entrar en una de nuestras góticas basílicas, y es la hora en que con toda pompa se oficia ante los fieles. Los cánticos sagrados y las plegarias fervorosas adquieren resonancia en los ángulos del templo. Las flores silvestres esparcidas por todo el pavimento «ofrecen mil olores al sentido.» El incienso que arde en los pebeteros del altar suspende por algunos instantes vuestro pensamiento, y os pone en deseo de reclinar la cabeza para recibir en plácido desmayo las tristes y graves [305] melodías del órgano. Todo es paz y sosiego. Los ruidos mundanales no quieren vibrar en aquella atmósfera seráfica.

Si oís al orador de que ahora estoy tratando, experimentareis sensaciones muy análogas. Parece que no vive en medio de la lucha de creencias y doctrinas cuyo fragor conturba nuestros ánimos, y su oratoria es, pudiéramos decir, extramundana. En los momentos más críticos de la contienda, cuando el coraje inyecta de sangre los ojos de los héroes y la muerte cierne sus alas sobre el campo de batalla, levántase un orador con sereno continente, saca del bolsillo una encíclica romana, y da comienzo a su lectura, que impasible y tranquilo hace prolongar un buen lapso de tiempo. ¡Quién lo diría! Esta lectura es la lluvia copiosa y refrescante que apaga los ardores de la tierra. En adelante, los oradores se levantan a hablar entumecidos, y la sesión figura padecer de reumatismos.

Sigamos con el agua. No escucháis los ruidos medrosos y solemnes de poderosa catarata que se despeña, sino el susurro monótono del arroyo que serpea entre yerbas aromáticas, y al cual acompaña el no menos triste y monótono rumor que el viento produce en los árboles. En vano anheláis nuevas y variadas emociones. El orador, como la Naturaleza, languidece sin morir jamás. Navegamos por el mar Muerto, sin que un soplo de la brisa hinche nuestras velas.

Muchas veces me he preguntado: ¿qué actitud pensaría tomar el Sr. Perier dentro de la Convención francesa? Después de las enrojecidas palabras de Marat, ¿cómo sonarían sus discretas disertaciones? De aquella Montaña partían torrentes espumosos y violentos huracanes; ¡qué cefirillos tan suaves llegarían si el Sr. Perier se viera en ella!

Las distancias que de su homónimo Casimiro Perier le separan son inmensas. Aquel orador, cuya energía borrascosa tiranizaba a todas las fracciones de la Cámara, se hubiera visto en grave aprieto ante la cristiana mansedumbre de su tocayo. ¡Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra!

Para figurarse con cierta exactitud a este orador, es indispensable haber contemplado mucho tiempo un cielo siempre límpido, que si primero serena y dulcifica nuestro espíritu, luego empezará a causarnos tedio y concluirá por abrumarnos. ¡Con qué ansia pedimos entonces a ese cielo que en sus senos profundos condense los vapores que recibe y un momento nos cubra al astro del día! ¡Ay! en el cielo del pensamiento del Sr. Perier jamás ha estallado tempestad alguna!

La dicción es correcta y el ademán sosegado; pero le falta color y animación.

Armando Palacio Valdés

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{1} Estas butacas fueron sustituidas al fin por otras, si no tan vistosas, un poco más cómodas. ¡Loado sea el señor secretario!