Filosofía en español 
Filosofía en español


Armando Palacio Valdés

< Los oradores del Ateneo >

Don Gabriel Rodríguez

Sentado en un rincón de la estancia, y medio oculto entre en un diván y una silla, gozando de la última ráfaga de la luz que se iba, y entregado a la dulce voluptuosidad de no pensar en nada, he visto una vez penetrar con sonora planta en la galería de retratos del Ateneo a uno de los patricios y notables que en ella figuran. Le he visto dirigirse, sin vacilar, hacia su efigie, y permanecer ante ella en atenta contemplación, un tiempo que no me fue posible medir. Y, sin quererlo, algunos pensamientos pérfidos y traviesos, y vestidos de encarnado, cual pequeños Mefistófeles, acudieron a mi desocupado cerebro, y entornaron mi vista hacia aquella muda, pero elocuente escena. [21] El patricio contemplaba al retrato; el retrato contemplaba al patricio; y yo, silencioso, muy silencioso, los contemplaba a ambos. Parecíame asistir a extraña y misteriosa ceremonia de una religión perdida. El patricio rendía con la mirada un tierno y fervoroso culto al retrato; lanzábale con los ojos todo el incienso de su alma, y hasta se me figuró que sus rodillas se doblaban, buscando con ansia el duro pavimento.

El retrato, con impasible y frió continente, dejábase adorar sin dar muestras de que aquel incienso se le subiera a la cabeza; antes, bien, parecía un poco contrariado. Yo guardaba silencio, mucho silencio, pero de mis ojos debía partir un río de ironía, un Mississipí de sarcasmos, porque el patricio separó, con trabajo, su vista del retrato, la volvió hacia mí, y ¡oh, pudor santo y adorable! Cual tímida doncella, que imprudente cazador sorprende en el baño, las tintas de un rojo carmín tiñeron sus mejillas. Giró sobre los talones, y salió con breve, pero cortado paso de la sala. Y yo quedé a merced de mis pérfidos y traviesos pensamientos.

¡Ay! pensé; ¡anch'io son pictore! ¡También yo he dibujado con mano torpe el perfil de muchos de esos señores! ¡Mas a mi pobre galería no vendrán coronados de pámpanos a celebrar festejos en su propio honor, como el ilustre patricio que acababa de salir, porque se respira en ella un ambiente cargado de franqueza y desenfado que los asfixiaría!

Y sin embargo, y a pesar de cuantas quejas voy recibiendo, estoy bien convencido de que no he lastimado a nadie. Yo no puedo lastimar a aquellos a quienes admiro. Tan sólo me he permitido sonreír alguna vez con el borde de los labios, y volviendo la cara a fin de que el público no se diera por enterado. Mas si estas mis sonrisas pudieron molestarles, protesto una y mil veces de su inmaculada inocencia; ¡son cándidas y puras, sí: como la oración de un niño o un exordio de Perier!

¿Quién es D. Gabriel Rodríguez? Vamos a verlo.

Acababa yo de llegar a Madrid de mi insigne cuanto remoto villorrio, y no hay para qué decir que traía almacenado en el pecho un buen cargamento de admiración, del cual he derrochado ya bastante, hasta el punto de que a la hora presente sólo me queda un poco, que procuro gastar con la mayor prudencia. Pues bien; hallábame cierta noche de sesión en la cátedra del Ateneo, cuando acertó a entrar por ella una persona de fisonomía noble y expresiva, que llamó desde luego mi atención. Y ya me disponía a preguntar su nombre al vecino, cuando sobre un leve rumor que se produjo en torno mío, creí percibir el nombre de Rodríguez. Y no sólo percibí el nombre, sino también algunas frases dialogadas que me impresionaron vivamente:

«Ahí está Rodríguez. –¿Rodríguez? –Sí; Rodríguez, el que no ha querido ser ministro. –Eso no puede ser, amigo.»– Y un eco que se produjo en las sillas, repitió varias veces: «No puede ser, no puede ser, no puede ser.» –Esas cosas es necesario verlas para creerlas.– El eco volvió a decir: «para creerlas, para creerlas, para creerlas.» –¿Pero Vds. entienden, señores, que el hombre que no acepta una cartera debe ser enseñado al público a peseta la entrada como un objeto curioso?»– Aquí se me figura que el interlocutor era yo. Toqué la fibra sensible, y entonces todo se volvió patas arriba. –«Nada me parece más natural, dijo uno.» –Si para aceptar hoy una cartera se necesita un valor... —-"Métase Vd. entre esa balumba de expedientes. –Y luego el descrédito y la agitación»... En fin, todos convinimos en que no había en el mundo papel más ridículo y desairado que el de un ministro.

Desde aquella noche concebí el propósito de trazar el perfil del Sr. Rodríguez. Es un hombre tan franco, tan sencillo, tan amable, que no dudo se alegrarán mis lectores de haberle conocido, y hasta llegarán a ofrecerle cordialmente su casa.

Rodríguez ha llegado a ser en nuestra sociedad un personaje aristocrático, pero en el sentido etimológico de la palabra, esto es, uno de los mejores. Es un digno representante de esa aristocracia democrática, si fuera lícito expresarme así, que tiene por únicos blasones, en campo azul –es mi color predilecto, como ya tuve el honor de advertir– virtud y talento. En la vida pública ha sido un caballero sin tacha y sin miedo, una especie de Bayardo político, siempre dispuesto a romper lanzas con toda suerte de iniquidades. Por eso ha merecido que debajo de su efigie, repartida a todos los vientos por la fotografía, se lean sus famosas palabras sobre la esclavitud, las más bellas que nunca se hayan pronunciado en lengua castellana. En la vida privada... pero yo no tengo derecho a entrar en la vida privada, siquiera sea para dejar consignado que nuestro orador pasa con justicia por un modelo de integridad, de modestia y de laboriosidad. En la vida científica hay de todo y de todo voy a decir, contando con un perdón que humildemente demando, y que noble y generosamente me otorga el Sr. Rodríguez.

La inmovilidad es, a mi entender, la cualidad más hermosa de un carácter. Después de las pirámides de Egipto, lo que más admiro en este mundo son esos hombres que, encastillados en sus principios morales, mantienen el alma intacta en medio de las borrascas de la vida. Nadie puede dudar de mi amor a la solidez. Y, sin embargo, [22] repugno bastante los sabios sólidos. La inmovilidad, que tanto me place en los principios morales, me parece cosa extraña y hasta ridícula, tratándose de escuelas científicas. Flotar a merced de todos los sistemas y señalar exactamente como alta veleta los vientos que reinan en la región de la ciencia, me parece pueril: pero dejar pasar en raudo vuelo por delante de los ojos las escuelas y los sistemas en actitud indiferente, suponiéndolos a todos descarriados, lo juzgo insensato.

He aquí por qué siento que el señor Rodríguez haya arrojado el áncora sobre la escuela económico-individualista y aun esté fondeado tranquilamente en su estrecha bahía. No soy de los que desconocen los altos merecimientos de esta escuela, ni pretendo de ninguna suerte menguarlos. Tengo siempre en la memoria el denuedo con que riñó batallas, combates y escaramuzas contra ese socialismo de baja estofa, que hoy también ha encontrado intérpretes en los debates del Ateneo, contra ese socialismo que empieza pidiendo herramientas de trabajo, y concluye negando a Dios. Sé que la debo muchos y buenos oficios. ¡Oh, sí, es mucho lo que debe mi pobre entendimiento a la escuela de los Smith, Say y Bastiat! Cuando ahora cae de nuevo un libro economista en mis manos, se me figura que recibo la visita de mi buena y anciana nodriza. A ésta la estrecho entre mis brazos, pensando en el amante esmero con que en otro tiempo puso en mis labios el jugo de la vida. A aquel le tiendo una mirada cariñosa, busco y leo con placer algún capítulo, cuya huella no se haya borrado de mi espíritu, y torno a colocarlo con el mayor cuidado en su estante, recordando que en otro tiempo ha provisto mi carcaj de escolar con firmes y aguzadas saetas.

Conste, pues, que me duele profundamente el ver al señor Rodríguez tan individualista. Sería muy largo el asunto, y no tengo en este instante tiempo ni oportunidad para dar explicaciones sobre este mi metafísico dolor. Día y ocasión llegarán tal vez en que sea más pertinente el hacerlo.

Mas el señor Rodríguez es un individualista que ha puesto siempre su palabra y su pluma al servicio de todas las grandes causas sociales. Con esto y con la afición que de poco acá se le ha despertado al estudio del Derecho, todavía puede esperarse que rectifique y temple algún tanto su espíritu intransigente. De un hombre de talento se puede esperar mucho: pero de un hombre de talento y sincero, debe esperarse todo.

Como no acostumbro a ocultar nada, tampoco quiero ocultar al señor Rodríguez uno de los efectos que me produce. He pensado muchas veces que el señor Rodríguez es el único que entre nuestros políticos, conserva pura la tradición progresista. Creo ver en él el único ejemplar que hoy nos queda de aquella insigne raza de hombres fervorosos y resueltos, exagerados quizá en su odio a las instituciones del pasado, como en su amor a la libertad, pero firmes y generosos en sus pensamientos y en su conducta. El señor Rodríguez es, como si dijéramos, el último Abencerraje del progresismo. Si algún día tienen mis semblanzas el honor de pasar a la categoría de zarzuelas, pido al ilustre compositor que lleve a cabo tan meritoria empresa, no deje de poner a esta por música el himno de Riego.

No rías, mancebo presuntuoso, tú que apellidas candidos a los hombres del progreso y reservas tus frases más ingeniosas y sarcásticas para el momento en que percibes los acordes del himno de Riego. Recuerda que al son cadencioso de este himno, derramaron tus padres mucha sangre por darte la libertad, que acaso tú no sabrías conquistar. Recuerda que vibró cual música de esperanza en los oídos de muchos moribundos mártires de la libertad y sonó aterrador en los alcázares de los tiranos. Quiero confesarte una debilidad, joven imberbe. Yo, cuando escucho el himno de Riego, creo oír entre sus notas agudas y enérgicas los gritos triunfales de los héroes que lucharon hasta morir por la madre patria y por la santa libertad, y derramo lágrimas de gratitud y de alegría. ¡Lloro joven escéptico, lloro como un cursi!

La oratoria del Sr. Rodríguez, es genial y espontánea. No busca ni esquiva el efecto; esto es, no se entretiene en limar esmeradamente los períodos, pero tampoco llega su austeridad científica, y por ello le felicito, a despojarlos torpemente de sus galas cuando acuden ataviados a su lengua. Toda idea, por abstrusa que sea, puede expresarse en un período castizo, sonoro y terso, y no necesita, como algunos suponen, andar a tajos, barbarismos y mandobles con la gramática para darse a luz. Es fluido, sin dejar de ser sencillo, castizo sin pedantería y enérgico sin afectación. Tampoco deja de poseer todo el donaire y gracejo que caben dentro de los límites que le impone la nunca desmentida y tradicional gravedad de su partido. No echemos en olvido que, ante todo, es él progresista, es decir, la imagen perfecta de la aguja imantada que sólo abandona por breves instantes la idea que señala; pero es el progresista que guarda en su pecho, como precioso tesoro de padres a hijos trasmitido, toda la fe, todo el aliento y toda la inocencia de aquel memorable partido. No sé quién ha dicho que el partido progresista vivió durante algunos años con una idea y una cebolla. Yo creo que el Sr. Rodríguez sería capaz, hasta de prescindir de la cebolla.

Armando Palacio Valdés