Publicado el análisis hecho por el señor Campoamor sobre la filosofía alemana, damos cabida al artículo con que en su defensa replica el señor Canalejas.
Francisco de Paula Canalejas
Filosofía Alemana
Kant, Fichte, Schelling, Hegel
I
Con este título ha publicado un artículo el señor don Ramón de Campoamor, en el que se pretende juzgar, exponer y valorar las doctrinas que han alcanzado mayor aplauso en la doctísima Alemania, con el propósito declarado de refrenar el inmoderado amor con que la juventud se entrega al estudio de aquellos filósofos, según escribe el articulista, más bien siguiendo el ejemplo de otros, que no movida por la convicción que produce su examen y lectura. Hoy me mueve a publicar estos rasgos de mi tosca pluma, no el deseo de defender las doctrinas maltratadas, que no lo necesitan, ni bastan mis fuerzas a cumplir tal tarea, sino la necesidad de moderar el ardor de los impugnadores de la filosofía llamada vulgarmente alemana, que obran, no impulsados por la invencible oposición que se levanta en su inteligencia al estudiarlos, sino movidos de la voz de las gentes, que sentencian sin conocimiento de causa y horrorizados por lo que se anuncia y propala respecto de escritores que yo considero como dignos de la mayor veneración y del más profundo respeto. Apenas por el conducto de Francia llegaron a España los nombres de Kant, Fichle, &c., se levantó desconocido clamoreo y se escuchó general anatema que condenaba sus doctrinas, por impías y ateas, por misteriosas e infecundas. Se interesó al sentimiento religioso en tal certamen, y el escándalo fue universal y nadie curó de comprobar la verdad de los hechos en que descansaba la sentencia. Impunemente Balmes y otros que dieron a la estampa escritos filosóficos, injuriaron su nombre y sus doctrinas y fue recibido como axioma el escaso valer y poca importancia de las doctrinas aceptadas en Koenisberg, Sena y Berlín. Corrieron días, y la juventud notó, que así la historia como la ciencia del derecho, la crítica y la literatura, vivían con vida nueva y se escondía en su seno riquísimo pensamiento que no alcanzaba a comprender, y llevada de tal maravilla, se dedicó al estudio y comenzó a vislumbrar cómo la filosofía es un poder social, y cómo vivifica artes y ciencias, y, por último, al intentar conocer la inspiración de este siglo, acudió al filósofo de Berlín, inquiriendo su pensamiento.
Hoy, resucitando la pasada lucha, se intenta de nuevo conducir a la juventud estudiosa por distintos senderos; pero ya pocos ignoran cuánto encierra el pasado siglo y los tres primeros lustros del presente, y no es hacedero que se pongan en olvido las fecundas enseñanzas que nacen de sus doctrinas, por más que se dediquen a esta empresa plumas del valer de la del autor de las Doloras.
No es el caso de averiguar cuál es el dogma filosófico que pretende el señor Campoamor levantar, colocándolo en los, según él, derruidos altares del racionalismo: pero antes de examinar sus juicios y sentencias, creemos del caso apuntar, que si la historia tiene su lengua propia y la poesía su idioma, y todos los géneros literarios buscan forma acomodada a la idea que representan, no es justo se prive a la filosofía de lo que se concede a toda ciencia.
Ni en el arte soy partidario de eso que se llama esprit o humour: júzguese ahora cuánto me apartaré de la manera con que el señor Campoamor aborda los problemas filosóficos, y cuánto me desagradará el ver su fácil y ligera pluma entrarse a desplegar las gracias de su poesía, discurriendo por las severas regiones de la conciencia, o por las elevadas esferas de la razón. Y si en la lengua alemana y en la francesa censuro el espíritu de H. Heine, con mayor motivo en la lengua castellana, poco trabajada para estudios e inquisiciones metafísicas, por encontrarse escrita nuestra literatura filosófica en lengua latina. Pasando de esta consideración a otra de género diferente, siempre he creído que el espíritu de Luciano es anuncio de decadencia y próxima ruina. Cuando no se escuchan las prescripciones del método analítico, y se consideran como varias fórmulas los más altos principios de la ciencia, entonces, se tienen en poco los nombres más dignos de estima; se menosprecian los principios racionales, y se cree encubrir lo flaco del raciocinio y lo falso de la deducción, con ligero ropaje de galano atavío y vistosísimos colores.
II
Comienza culpando el señor Campoamor al celebrado autor de la «Crítica de la razón pura,» de proceder a inquirir el principio del conocimiento humano, un principio absolutamente simple, estudiando el conocimiento antes que la cosa conocida. No procede así el filósofo de Koenisberg, ni es su propósito fundar en filosofía, sino que, mirando el descrédito en que yacía la metafísica, deshonrada por los dogmáticos y escarnecida por los escépticos, creyó que provenían tales desaciertos de la falta de una análisis severa y minuciosa de las facultades cognitivas que limitara las pretensiones de los dados a forjar sistemas y teorías, y redujera al silencio a los escépticos de todas las edades. Solo se explica el juicio que se permite escribir el señor Campoamor apartando los ojos de los prefacios e introducción que se leen en las primeras páginas de su primera y aun segunda edición de la «Crítica,» donde palmariamente se muestra el intento y motivo de su empresa, y las observaciones que la historia de la lógica, de las matemáticas y de la física, renovada por Galileo, sugieren a su fecunda inteligencia. Bien conoce Kant que tomar por punto de partida el espíritu humano, determinar exactamente su naturaleza y describir sus leyes y su valor, no era la ciencia, como la ambicionaron sus sucesores, pero sí era la convicción, sin la cual no era posible la ciencia. –«La crítica, es verdad, no es contraria al procedimiento dogmático de la razón, en su conocimiento puro como ciencia (porque la ciencia debe ser dogmática, es decir, estrictamente demostrativa por principios a priori ciertos e indudables); pero sí es contraria al dogmatismo, es decir, a la pretensión de no proceder sino con un conocimiento puro, producto de conceptos filosóficos, siguiendo principios tales como los empleados por la razón há largos años, sin examinar cómo los ha obtenido, y por lo tanto, sin establecer su legitimidad.» –«La crítica es el preliminar indispensable para el establecimiento de una metafísica fundamental, y Reinhold decía "que se puede reducir esta teoría a un punto de partida, a un fundamento común, a un principio universal y establecer así un sistema de donde será fácil deducir &c."» Este fue el pensamiento de Beck y el de Fichte, según confesión propia.
¿Cómo explicará el señor Campoamor, que califica de demencia metafísica las meditaciones de Kant, el extraño espectáculo que ofrece la lógica revestida del alto carácter de ciencia exacta hace largos siglos, sin que se haya visto precisada a retroceder desde los días de Aristóteles? Igual carácter presentan las matemáticas y le ofrecerán duda igual al señor Campoamor.
Movido por tales ejemplos, y cediendo a la tendencia que Hume imprimía a los estudios filosóficos, Kant comenzó por descomponer la facultad de conocer en sus elementos simples, distinguiendo lo que existe de ella en el conocimiento de un modo permanente e invariable, y qué datos variables y contingentes añade la experiencia. No es del caso exponer las teorías de Kant, y solo insisto en este punto, porque desconociendo el valor y alteza de la escuela crítica, no le es posible al señor Campoamor abrazar la ascensión del pensamiento a la idea de Hegel, al través del idealismo de Fichte, de la contrariedad de Schelling.
No se me alcanza por qué «el investigador de la certidumbre absoluta ha fundado la negación absoluta,» porque las leyes del pensamiento se dividen en categorías e ideas, y si las primeras se aplican a las existencias fenomenales, las segundas a las existencias absolutas e inteligibles, como Dios, el alma, el mundo; y aun cuando estas ideas no tengan realidad objetiva, porque no exista ningún objeto en la experiencia interna o externa que les corresponda, levantan a la más alta generalización la materia que procura la experiencia, elaborada ya por las categorías, y abrazan con este producto a las categorías en una extensa y última unidad, teniendo así el mundo interno firmemente cimentado y maravillosamente comprendido.
Me resisto a impugnar el artículo inserto en la Revista, porque amante de las contiendas leales, si hoy continuara en mi propósito, abusaría de mis ventajas. Al señor Campoamor le parece más risible que tremendo el criticismo; le provoca a risa el deicidio nominal del bueno de Manuel Kant; mira nacer la crítica de la razón práctica, en una mañana de esas que divinizan los objetos, y afirma que –«se debe colocar a Kant al frente de esa tropa de filósofos que profesan el materialismo más mazorral, mas ilimitado y más profundo.»– ¿Por qué? «Porque su subjetividad, adelgazada, fundida, pasada por tamiz, acaba por convertirnos en cuerpo y alma en la más completa de las ilusiones.»– ¿Por qué? «Porque sumida la razón en este caos, no solo no puede tener certidumbre de lo que sabe, sino que se declara incapaz de saber nada.»– ¿Por qué? –«Porque después de malgastar muchas veladas en extraer las últimas consecuencias de todo el ultra-psicologismo de Kant, nos hallamos en pleno escepticismo.»– ¿Por qué? –«Porque en ese sistema, el alma es una ilusión y el cuerpo es una mentira.»
Esto no es razonar; y como quizá la intención del señor Campoamor al dar a la estampa ese artículo no fuera la de promover un certamen y únicamente se propusiera dar rienda suelta a su pluma, siempre graciosa y festiva siempre, y como por otra parte conocemos a cuánta altura raya su talento y el caudal de ingenio que atesora, suspendemos nuestra impugnación, esperando acudirá al palenque mejor armado, y en disposición de combatir.
Hay sin embargo una acusación que contestaremos, porque se encuentra en todos los labios, y es la que culpa a Kant de favorecer el escepticismo, convirtiendo al cuerpo en una mentira y al mundo en un caos de tinieblas. Sin entrar en el fondo del problema, copiaré los siguientes párrafos de Kant, que se leen en la por tantos títulos famosísima introducción que encabeza la segunda edición de la «Crítica de la razón pura.»
«El idealismo (entiendo el material) es la teoría que declara la existencia de los objetos en el espacio fuera de nosotros, o simplemente dudosa e indemostrable, o falsa e imposible. La primera de estas opiniones es la opinión problemática de Descartes, que no coloca fuera de toda duda sino la afirmación –«yo pienso»–. La segunda es la opinión dogmática de Berkeley, que considera el espacio y todas las cosas a las cuales se une en cualidad de condición inseparable, como imposibles absolutamente, y concluye por consecuencia, que las cosas en el espacio son puras quimeras. El idealismo dogmático es inevitable, si se considera al espacio como propiedad de las cosas en sí mismas, porque entonces el espacio es con todo aquello de lo cual es condición, un no-ser. Pero el fundamento de este idealismo queda destruido por nosotros en la estética trascendental. El idealismo problemático, que nada afirma respecto a este punto, sino que solamente asienta la impotencia en que nos encontramos para demostrar por la experiencia inmediata una existencia extraña a la nuestra, es racional y conforme a una investigación filosófica y fundamental que profesa el principio de no juzgar antes de poseer una prueba suficiente. Se trata pues de demostrar, no solamente que imaginamos las cosas exteriores, sino que las percibimos, lo cual no puede hacerse sino probando que nuestra experiencia interna, indudable para Descartes, no es posible sino en la suposición de una experiencia externa.
Teorema. La conciencia de mi existencia, empíricamente determinada, prueba la existencia de objetos fuera de mí en el espacio.
Prueba. Tengo conciencia de mi existencia como determinada en el tiempo. Toda determinación de tiempo presupone alguna cosa de permanente en la percepción; pero lo que permanece no puede ser algo en mí, porque mi existencia no puede ser determinada en el tiempo sino por la permanente. La percepción de esta permanencia solo es posible por medio de una cosa que exista fuera de mí, y no por la simple representación de una cosa fuera de mí.
La determinación de mi existencia no es posible en el tiempo sino por la existencia de cosas reales que yo percibo fuera de mí. Luego la conciencia en el tiempo está necesariamente enlazada a la conciencia de la posibilidad de esta determinación en el tiempo: está, pues, íntimamente enlazada a la existencia de las cosas fuera de mí, como a la condición de la determinación de tiempo, es decir, que la conciencia de mi existencia propia es al mismo tiempo una conciencia inmediata de la existencia de otras cosas fuera de mí.»
Recomendamos al señor Campoamor que reconozca esa vigorosa argumentación antes de lanzar las acusaciones que amontona sobre la cabeza del filósofo de Koenisberg.
III
Deploro sinceramente lo poco atendidos que son en España los estudios filosóficos, y siento que el señor Campoamor, que les profesa tanto cariño, dé el funesto ejemplo de entrarse por el campo de la historia de la filosofía, haciendo alarde de una irreverencia, que la amistad me permitirá calificar de impía. Plumas mejor cortadas debieran contestar a su reto, y me excusaría yo de sostener un duelo, que aunque la razón y la justicia me abonan, es muy de temor, atendidas las raras cualidades y talentos del enemigo. Sirvan estas líneas de protesta.
No he querido entrar en el examen de los juicios que escribe respecto de Fichte, Schelling y Hegel, porque no era posible sin que antes rectificara el emitido sobre Kant, primera y gloriosísima alborada de la serie de doctrinas que resume magistralmente el doctor de la universidad de Berlín.
F. de Paula Canalejas