Hemos recibido un artículo del señor don F. de P. Canalejas en contestación a lo que sobre la filosofía alemana dice en su libro del PERSONALISMO, nuestro amigo el señor don Ramón de Campoamor. Esta circunstancia, y la de haber visto en la Soberanía Nacional que el señor don Emilio Castelar se propone también romper lanzas contra el señor Campoamor, y en defensa de la moderna filosofía alemana, nos hacen creer que el debate será interesante y animado. La España, dejando a cada contendiente la responsabilidad de sus ideas, no tomará más parte en este asunto que la de insertar en sus columnas los respectivos ataques y defensas, pero cree sumamente útil insertar esta polémica científica para que sus entendidos lectores sepan a qué atenerse en las grandes cuestiones religiosas, políticas y sociales, que ha suscitado esa filosofía que tanto ocupa la atención de todos los sabios del mundo. Esperamos que algunas de las demás redacciones de los periódicos, ya que no toman una parte activa en la discusión, se constituirán al menos, como nosotros, en órganos de ella para sus respectivos suscritores.
Antes de insertar ninguna de las contestaciones, publicamos a continuación el sangriento análisis que de la filosofía alemana ha hecho el señor Campoamor. Dice así:
Ramón de Campoamor
Filosofía Alemana
Kant, Fichte, Schelling y Hegel
Figuraos un filósofo que buscando un principio a priori del conocimiento humano, cierra herméticamente las ventanas de su estudio, se sienta de codos sobre una mesa, abisma la cabeza entre las manos, y después de abstraerse hasta tocar en los límites del sueño, lanza en el vacío el principio de Descartes –«yo pienso, luego soy;»– y después de despojarle de toda evidencia sentida, dejándole solo una evidencia lógica, analiza –«el principio de todo conocimiento humano»– que quiere decir –«el conocimiento del conocimiento»–. Buscando este noúmeno, que en su lenguaje significa una cosa como es en sí, un principio absolutamente simple, Kant procede a fundar ese artificio metafísico que se llama idealismo transcendental.
Según el método de Kant, su noúmeno todavía es un fenómeno, pues antes del –«conocimiento del conocimiento»– está el –«conocimiento del conocimiento del conocimiento»–, y antes de éste, otro, y así indefinidamente hasta llegar al último –«conocimiento del conocimiento»– que pudiese extraer una imaginación toda indiana con una paciencia toda china.
Desde esta subjetividad indeterminada; desde este –«pienso»– difundido en el éter, desde esta demencia metafísica, Kant procede a crear su idealismo transcendental, la más clarividente, la más ingeniosa y la más admirable pesadilla que un sueño de los diablos ha podido engendrar jamás en una cabeza humana. Es inútil advertir que partiendo de esa –«razón de la razón»– que es la frontera del caos, el término del viaje, debe ser el país de la nada. Después de todo su artificio metafísico, Kant, lo mismo que Sexto Empírico, deduce como última consecuencia de su ponderado criticismo –«que nosotros no podemos afirmar la realidad objetiva de nada, porque todo lo que está fuera de los límites de la experiencia se nos escapa absolutamente.»– Francamente no valía la pena de explorar tantos horizontes, para descubrir tan pocos países. La conclusión del criticismo se parece bastante a la relación del demente de que habla Shakespeare, que perora y perora:
«Hasta que al fin conocen los oyentes,
que la conseja no les cuenta nada.»
Algo, sin embargo, se deduce de esta crítica, y este algo, en verdad, es más tremendo que risible. El investigador de la –«certidumbre absoluta»–, ha fundado la negación absoluta. Entre las garras de su crítica, y en el abismo de su razón pura, arrojando todo lo particular y contingente en el sumidero receptivo de lo universal y necesario, ha proclamado el más radical escepticismo; no solamente enterrando en él todo lo creado, sino que en el período álgido de su inspiración ha llegado hasta matar al mismo Criador. Mas no os horroricéis de este deicidio nominal cometido por la lógica del bueno de Manuel Kant, porque a los siete años de haber perpetrado este asesinato científico en la Crítica de la razón pura, una mañana de esas que divinizan todo lo objetivo, y en la cual el inocente criminal se bajó de la nebulosa cumbre de su desenfrenada subjetividad, tuvo el buen sentido de resucitar a Dios, acabando su escepticismo por un acto de fe religiosa fundado sobre la crítica de la razón práctica. ¡Cosa rara! Kant quita a la razón teórica la posibilidad de conocer la existencia de Dios y la espiritualidad del alma, y las recibe como ciertas en virtud de la razón práctica. Es decir, que lo mismo que niega por la razón de la razón, lo concede por la razón de la necesidad: reniega de Dios en teoría porque no lo necesita, pero lo adora en la práctica, porque lo ha de menester. Este modo de ir a Dios por la razón práctica se parece bastante a la voluntad de los forzados a galeras que nunca conocen ni la conveniencia ni la justicia de su viaje.
Concretándonos. Según el modo de ver de Kant, ¿qué se entiende por sujeto? Sujeto es una cosa en sí misma, es decir, un noúmeno, un ser de razón y, como resultado de la crítica de la razón pura nos es absolutamente desconocido. Y siéndonos desconocido sujeto, ¿qué es el objeto? Según el criticismo, el objeto es un fenómeno que no tiene más realidad que la que le supone el modo de ver del sujeto, de modo que las causas de los fenómenos, es decir, los cuerpos, causas de nuestras sensaciones, no está en manera alguna probado que tengan una existencia fuera de nosotros.
Así a Kant, queriendo estudiar el conocimiento antes que la cosa conocida, le ha sucedido lo que al escultor que queriendo afilar demasiado el cincel lo desgastase completamente, quedándose de este modo sin cincel, y por consiguiente sin estatua; exactamente lo mismo que Kant, sin conocimiento y sin cosa conocida. De este examen del conocimiento del entendimiento, de esta disección de la razón que no es más que una parte de nuestra naturaleza moral, es decir de nuestro yo; no podía menos de resultar el cansancio, el desvanecimiento, la nada. No sé cuáles serían las verdaderas intenciones de Kant al emprender una crítica que concluye por convertir al sujeto en un presentimiento, y al objeto en una ilusión; pero aun suponiendo que fuesen buenas, se debe colocar a Kant al frente de esa tropa de filósofos que profesan el materialismo más mazorral, más ilimitado y más profundo. Su idealismo universal, su subjetividad adelgazada, fundida, pasada por tamiz, y perdida por último entre los filtros del disector, acaba por convertirnos en cuerpo y alma en la más completa de las ilusiones. Sumida la razón en este caos, no sólo no puede tener certidumbre de lo que sabe, sino que se declara incapaz de saber nada. Así, después de malgastar muchas veladas en extraer las últimas consecuencias de todo el ultra-psicologismo de Kant, nos hallamos en el mismo caso que después de haber leído este argumento de Gorgias –«lo que es finito y variable, es mera ilusión; lo infinito es incomprensible para el hombre; luego nada puede afirmar la razón humana»–. Este argumento por lo menos tiene la ventaja sobre la última consecuencia de la filosofía de Kant, de ser sencillo, claro, y sobre todo, conciso.
El criticismo de Kant no es ese materialismo sencillo, aunque algo brutal, que precedió a la revolución francesa, y que creía a pies juntillas en el cuerpo, si bien dudaba algunas veces del alma, sino que es el escepticismo más perfeccionado, más universal, más profundo, que jamás se ha predicado a los hombres, pues en él no solo el alma es una ilusión, sino que el cuerpo es una mentira, mentira e ilusión que nos causaría la más completa de las desesperaciones, si no nos promoviera antes el más profundo de los desprecios.
No sirviéndonos para ningún resultado práctico la ilimitada negación de Kant, pasemos a la afirmación de Fichte. Este, desubjetivizando un poco el impalpable noúmeno de Kant abre un si es no es la ventana de su estudio, y a una de esas luces que como dice Milton –«solo sirven para ver las sombras»– enseña un personaje llamado yo, más determinado que el priorismo o primer principio de Kant, pero infinitamente más indómito, más voluntarioso, más intratable, y más fantasmagórico. Este ser tan natural y tan sencillo de Descartes –«pienso, luego soy»– lo convierte Fichte, en una especie de Hugolino, que, encerrado en la torre del hambre de su cerebro, se ve precisado a engendrar hijos para devorarlos. Este prisionero feroz y sin ventura, a fuerza de hallarse solo, de no ver nada, de sentir hambre y de roer sus mismas creaciones, acaba por figurarse –«que las cosas no tienen realidad más que en él mismo.» –«Que él (Hugolino, el yo) es todo, y todo es él.» –«Que el yo es igual al yo.» –«Que él, es quien es.» –«Que lo exterior procede del yo, y no tiene verdadera existencia más que en el yo y por el yo.»– Todo esto creo que quiere decir: que no existe nada, que todo es creación de nuestro espíritu.
Según estas fórmulas, variadas y siempre equívocas, el yo fenomenal de Kant llega a ser para Fichte el yo absoluto, ser único, creador del universo y de Dios, fuera del cual no hay realidad alguna, ni aun aparente o fenoménica. Vamos a cuentas. Dice Fichte –«que el yo se forma por sí mismo en virtud de su propia actividad.»– Esto se entiende bien. ¿Y el no yo? Fichte asegura: «que el no yo no existe antes del yo, ni independientemente del yo.»– ¿Quiere esto decir que el yo y el no yo son completamente idénticos, como nos lo enseñará luego Schelling?…
¿Y este yo es uno o múltiple, particular o general, colectivo o individual? Fichte asegura –«que la conciencia de todos es una sola y misma conciencia.»– ¿Quién es entonces ese yo? ¿Es Fichte, que piensa por el espíritu de la humanidad, o es el espíritu de la humanidad que piensa por Fichte? El autor no lo sabe, ni nadie lo ha podido averiguar tampoco.
Sin embargo, los que estamos un poco iniciados en los secretos de la historia de la filosofía, sabemos que la creación de Fichte es una especie de subjetividad universal copiada exactamente de uno de los sistemas filosóficos de los Bauddhas –«que no admite otra sustancia real mas que la del yo, y supone que este yo es eterno, y que todos los fenómenos son emanaciones de su sustancia»–. El yo de Fichte, tan solitario como salvaje, puerco espín de las abstracciones, que por donde quiera y como quiera que se le mida, de arriba abajo, de fuera a dentro, de derecha a izquierda, solo muestra inexorables púas, es un verdadero Segismundo en el drama de Calderón La vida es sueño. Segismundo se siente en su cárcel, fuerte, enérgico, inteligente, y se impacienta y gruñe y maldice; y cuando se le saca a dar una vuelta por el exterior, comete desafueros, hace mil fechorías; y después que se le vuelve a encerrar por su mala índole, adormecido con un narcótico, filosofa al volver en sí, asegurando que cuanto ha pasado es un sueño; que todo lo objetivo es una ilusión, y construyendo lo real por lo ideal, se abisma en su conciencia como un caracol en su concha y a fuerza de cavilaciones cae en el sistema de Fichte, es decir, en el idealismo trascendental.
Este idealismo es un panteísmo moral. El yo, causa y objeto, principio y fin, actor y espectador, creador y criatura, unas veces es Dios y otras es hombre; ora se difunde en la naturaleza, y ora es un inmenso ladrón que todo se lo apropia. Enigma de sí mismo, este encantador, este fantasma que siempre se aparece por cualquier lado que se le busque, confuso, activo, palpitante, vive para poder delirar, y delira para poder vivir. Traidor a todas las causas, primero se hace objeto para negar al sujeto, y luego sujeto para negar al objeto. Siendo el yo un problema de sí mismo, tiene la arrogancia de crear a Dios. Este Proteo fantasmagórico que lo es todo en teoría, en la práctica acaba por ser nada. Luz y reflejo de sí mismo, el yo de Fichte parece un mono ocioso y solitario haciendo muecas en frente de un espejo, y después de estudiado el conjunto de todos sus gestos y todas sus actitudes, solo se saca por consecuencia que el yo de Fichte, que el sistema del idealismo trascendental, es el gran caricato de la farsa de este mundo.
Schelling, combatiendo el idealismo subjetivo de Fichte refundió el sujeto y el objeto, es decir, el yo y el no yo en un principio superior, en cuyo seno se confunden e identifican, por cuya razón se le llamó el sistema de la identidad. Este principio superior es lo absoluto, en el que se confunden lo finito y lo infinito, y cuyo desenvolvimiento constituye el universo, la naturaleza y el hombre. De esta manera Schelling crea un panteísmo idealista. No pareciéndole el yo absoluto bastante abstracto, buscó un principio más indeterminado, más subjetivo, más incomprensible todavía, y sobre lo ideal y lo real del yo y de la naturaleza, puso una esencia que ni él ni nadie sabía lo que era, lo absoluto.
¿Y qué es lo absoluto? Son muy varias las formas dadas por Schelling para hacerlo comprender; unas veces poéticas, otras ambiguas, otras contradictorias, y todas ininteligibles. Para empezar a formarse una idea aproximada de lo que es lo absoluto de Schelling, recuerde el lector aquel toro misterioso formado por Ormuzd; éste ser puro y bueno por excelencia, la luz, la palabra creadora. El toro misterioso, símbolo de la fuerza orgánica, origen de toda vida, era una especie de alma universal que animaba a toda la naturaleza. Lo absoluto no es el toro de Ormuzd objetivado, sino su fuerza orgánica considerada en abstracto. Veamos lo que Schelling entiende por lo absoluto. Lo llama en su Bruno: –«el santo abismo del que sale todo lo que es, y al que todo vuelve»–Otra vez dice que –«lo absoluto ni es infinito ni finito; ni ser ni conocimiento; ni sujeto ni objeto.»– Entonces ¿qué es? Dejemos hablar al mismo Schelling en otra parte: –«Lo absoluto es aquello en que se confunden y desaparecen toda oposición, toda diversidad, toda separación, como la de sujeto y objeto, de ciencia y existencia, de espíritu y naturaleza, de ideal y de real.»– Y por si todavía no lo entiende el lector, continuamos dando otra descripción de Schelling: –«Lo absoluto es la fuerza universal en estado de simple poder.»– Por último, Schelling otras veces llama a su absoluto –«Dios;»– y entonces distingue en Dios dos estados: primero, Dios en sí mismo, en estado de idea; y después Dios manifestándose al mundo y por el mundo, llega a su existencia completa. Y para no tener fijeza en nada, en otras partes no hace de Dios más que una de las formas de lo absoluto, uno de los puntos de vista bajo los cuales se le puede considerar.
Resumiendo. Parece que aquella fuerza única que crea eternamente el universo, y que se puede llamar natura naturans, no es, hablando propiamente, el universo, natura naturata, mas que en tanto que se halla en el estado de desarrollo o de actualidad.
Pero ya se considere la naturaleza en potencia o en acto, en realidad es siempre una sola y misma cosa, esto es, lo absoluto. La naturaleza manifestada en sus individuos, es siempre la naturaleza, y sus individuos no son más que sus formas, sus fenómenos, porque todo es uno y lo mismo.
En razón de un hecho primitivo que Schelling no explica, porque es inexplicable, el yo y el no yo, lo subjetivo y lo objetivo, el espíritu y la materia, se desprenden del seno de lo absoluto: uno y otro van a recorrer cada uno por su lado una serie de trasformaciones y de evoluciones. El mundo real no es más que el mundo ideal, pasando de potencia al acto, y objetivándose, es decir, manifestándose progresivamente bajo una forma visible y palpable.
He expuesto a mis lectores todo lo más claramente que me ha sido posible, el principio del sistema de Schelling. Sin embargo, para más claridad, añadiré la descripción de lo absoluto que hace Mr. Cousin, discípulo del mismo Schelling: –«Lo absoluto es la sustancia común y el común ideal del yo y del no yo, del hombre y de la naturaleza; es Dios.»
Es decir, que después de tanto divagar, nos hallamos de nuevo sumidos en la sustancia única, en el santo abismo de Espinosa. ¡Qué diferencia, sin embargo, hay entre la poderosa, clara y matemática inteligencia de este primer Adán, y la de sus exiguos y pecadores hijos! Cuando después de haber leído a Espinosa, se quieren investigar los sucesivos sistemas filosóficos, parece que se está viendo una colección de monos sabios, esforzándose con gesticulaciones ridículas en imitar las hercúleas acciones de un gigante.
Fichte construye lo real por lo ideal; Schelling hace salir lo ideal de lo real; aquel llega por la operación del entendimiento al mundo de los hechos; por el pensamiento él crea la naturaleza; por lo ideal, lo real. Este, al contrario, el mundo de los hechos lo resuelve en puras ideas, la naturaleza en pensamiento, lo real en lo ideal. Fichte enseñaba la identidad de lo ideal y de lo real. Schelling la identidad de lo real y lo ideal. Decía Fichte que Schelling era un plagiario de su sistema, y tenía razón. Cuando Vasco de Gama llegó a la India por el cabo de Buena Esperanza, con igual motivo Colón podría llamarle plagiario de su idea, pues no hizo más que llegar al punto designado por éste, aunque llegó por diferente camino. Desgraciadamente la India descubierta por nuestros dos filósofos, tiene mucho menos precio que la de aquellos ilustres marinos, pues no solo no se encuentra en ella oro ni cosa que lo valga, sino que no se puede hacer pié en sus costas para evitar un naufragio.
Habiendo Schelling concebido a Dios como la razón absoluta e impersonal, como el mundo ideal, la idea de todas las ideas, tomó de aquí Hegel la base de su idealismo lógico, o por mejor decir, su ideísmo.
Antes de hablar de Hegel, tengo que hacer la confesión de que me es el autor más antipático de todos los filósofos del mundo. Siempre me ha parecido risible ver a sus innumerables adeptos ocuparse del sistema de Hegel con toda formalidad. Este sistema carece de los dos méritos principales de toda obra científica, de la originalidad y de la claridad. Hegel es el gran mistificador del género humano. La mayor parte de las veces no solo no sabe lo que dice, sino que sabe que no lo sabe. Cuando Hegel se sienta en su trípode, expende sin misericordia oráculos sobre oráculos sin más objeto que dejar hechas un bombo las cabezas del vulgo de nuestros sabios. Con los principios de este gran embaucador se crean centros, izquierdas y derechas; constitucionales, demócratas y monárquicos; deístas, ateos y místicos; en una palabra, de este sistema no se puede deducir nada, porque se deduce todo. Jamás puedo leer a Hegel sin que se me figure que su sombra está detrás del libro riéndose de mi credulidad con un aire pedantesco. Si es así, su respetable sombra está muy equivocada, pues si alguna vez lo leo, no es por gusto, sino por contagio, porque lo lee todo el mundo, y porque algunas veces no tengo presente que la opinión común suele no ser más que la necedad común.
El sistema de Hegel, según dice Mr. Weise, se anuncia, no solo como el fin de la filosofía, sino como el perfeccionamiento de la ciencia en general. Añade que es el primer sistema que, tendiendo rigurosamente a la unidad de la filosofía especulativa, no excluye ninguna ciencia, y se declara pronto a responder a toda cuestión científica, o al menos cree estar en posesión de una clave cuyo uso legítimo suministra infaliblemente una respuesta a todo: es el primer sistema que no solamente se juzga verdadero, sino que asegura poseer toda especie de verdad. Vamos a verlo.
Decía, pues, que habiendo Schelling concebido a Dios como la razón absoluta e impersonal, como el mundo ideal, la idea de todas las ideas, combinándola con un poco de la objetividad fenoménica de Kant, y otro poco del idealismo absoluto de Fichte, produjo Heqel su idealismo lógico, o por mejor decir, su ideísmo.
Según Hegel, todo parte de un principio, y vuelve a él. Este principio es la idea. La idea es una especie de archi-idea, una esencia lógica que el entendimiento contempla como un ser distinto de sí. Esta idea primitiva, esta idea en sí, es Dios antes de la creación, no teniendo conciencia de sí mismo, no conociéndose y no existiendo todavía por entero; es Dios al nacer, sumido aún en la estupidez de su infancia: Esta idea luego sale de sí misma. ¿En virtud de qué principio? En virtud de la orden de un arquitecto interior. ¿Y para qué sale esa idea de sí misma? Para contemplarse. Esta idea incógnita se vuelve idea conociente y conocida: por medio de sus momentos o movimientos se transforma de nulidad en realidad; se objetiva, y en esta evolución, que dicen que quiere decir desarrollo orgánico por crecimiento, la idea va produciendo la naturaleza universal, el entendimiento y Dios. Ya tenemos la idea teórica convertida en idea práctica; la idea en sí, con el conocimiento de sí; la nada o casi nada, hecha naturaleza, pensamiento y Dios. ¿Y después? Después que la idea se ha manifestado como naturaleza, pensamiento y Dios, se vuelve otra vez a la idea en sí. ¿Por qué razón? No se sabe. ¿Vuelve tan ignorante como ha venido? No señor; vuelve todo lo sabia que es posible serlo, pues vuelve con la experiencia, con el conocimiento de sí misma. ¿Y qué es esto para Hegel? La idea revertida, concentrada, la conciencia, el espíritu, la consumación de las cosas, la terminación de Dios. ¿No es verdad que lo mismo la ridícula, pero sincera creación de Fichte, que la desvanecida, pero inspirada, modificación de Schelling, son dos sistemas, si bien tan inobjetivables, tan indóciles y tan infecundos como el de Hegel, infinitivamente superiores en sencillez, en entusiasmo y claridad?
Para hacer mas obviable el desarrollo de la idea de Hegel, supongamos que esta idea es la sustancia de Espinosa. Hegel declara de la manera más formal que su idea, su espíritu divino, universal, no es la sustancia única de Espinosa. Pero no hagamos caso de Hegel; lo mismo en este punto que en otros muchos tengo el sentimiento de no creerle una palabra. Supongamos, digo, que la idea de Hegel es la sustancia de Espinosa. Esta idea se desarrolla como la sustancia, por su propia virtualidad, en naturaleza y espíritu, así como la sustancia en pensamiento y extensión. ¿No es cierto que apoyándonos en Espinosa pasamos con más seguridad por encima de los abismos de Hegel? Pues continuemos asidos de tan seguro guía. ¿Qué son el cuerpo y el alma con respecto a la sustancia? El cuerpo un átomo de extensión infinita, y el alma un rayo del pensamiento infinito. ¿Y qué son el cuerpo y el alma con relación a la idea? Dos diferentes tiempos, dos diferentes apariencias de un mismo principio, de una misma idea, de una misma sustancia. En Hegel como en Espinosa, el pensamiento individual es una abstracción, es un rayo, una parte de la actividad del espíritu universal. El genio humano es uno: en su marcha a través de los siglos, todas sus direcciones en la apariencia tan diversas, tienden sin cesar al mismo fin; se adelanta en una progresión interrumpida, sufriendo metamorfosis, mas siempre idéntico en el fondo, hacia un mismo objeto fatalmente predeterminado.
Después de la objetividad fenoménica de Kant, del yo de Fichte que produce lo real por lo ideal, y de lo absoluto de Schelling que crea lo ideal por lo real, ¿esta idea-veleta de Hegel que, sin marcar ningún norte, señala a tiempos y de un modo fatal los cuatro vientos, no les parece a mis lectores una invención miserable? ¿No es verdad que en este dialecticismo mecánico hay un no sé qué de frío, de caprichoso, de hinchado, de puff, tan estéril como repelente? Después de leer a Hegel no es difícil prever la caída del imperio filosófico de la Alemania moderna. Todos los doctores del bajo imperio no han reunido en sus cabezas la mitad del sofistiquismo del gran metafísico alemán. Después de tan alta degradación de la ciencia filosófica, solo falta un emperador Justiniano mande cerrar las aulas como si fuesen boticas donde se confeccionan potingues para envenenar el sentido común, hasta que después de algunos siglos aparezca de nuevo otro Descartes iniciando la ciencia con convicción, sencillez, sinceridad y entusiasmo.
Y ya que hemos hablado del fondo, digamos algo en cuanto a la forma.
En su modo de raciocinar Hegel casi siempre sienta una primera proposición llamada tesis, opuesta a otra segunda llamada antítesis, y por fin procura conciliarlas ambas en una tercera llamada síntesis. Este procedimiento general es la triplicidad de las proposiciones, o lo que la escuela de Hegel llama la trichotomia, y que considera como el ritmo de la ciencia, como la fábula absoluta del saber. A mí esta especie de estribillo recitado me parece un juego monótono y pueril, que convierte el pensamiento en una gaveta, cuyos cajones están colocados bajo la influencia armónico-mecánica de una simple adoración al numero tres. Así toda la glosofía, es decir, toda la gaveta de Hegel, está dividida en tres partes o cajones, los cuales se vuelven a subdividir en otros tres cajones o partes. La filosofía se divide en lógica, filosofía de la naturaleza, y filosofía del espíritu. Y fraccionando inexorablemente nuestra subjetividad bajo la material presión de su número sacramental, cada una de estas tres partes principales las vuelve a subdividir en otras tres partes secundarias. La lógica: en teoría del ser, teoría de la esencia, y teoría de la noción. La filosofía de la naturaleza: en mecánica, física, y orgánica. La filosofía del espíritu: en espíritu subjetivo, espíritu y espíritu absoluto. Y continuando del mismo modo, se vuelven a subdividir el espíritu subjetivo: en antropología, fenomenología del espíritu y psicología. El espíritu objetivo: en el derecho, la moralidad y las costumbres. En fin, el espíritu absoluto: en el arte, la religión revelada y la filosofía.
Para cosas tan formales como la filosofía, no se pueden inventar cosas más ridículas que la triplicidad de Hegel.
Supongo que los lectores españoles habrán entendido muy poco de todo este galimatías. Más claro: supongo que los lectores españoles habrán conocido que yo tampoco lo entiendo mucho. Acaso la repulsión que me inspira Hegel será despique por la dificultad que me cuesta penetrar su doctrina. En este caso disculpo mi torpeza, con la torpeza de los filósofos mismos. Kant en su vejez no entendía las objeciones que se hacían a su doctrina. Y esto no será estultez de viejo, pues decía Fichte, su discípulo, –«que Kant no se entendía a sí mismo,»– lo que creo firmemente. Cuando Reinhold pensaba como Fichte, aseguraba este que –«aquel era el que mejor le había comprendido»– y después que Reinhold se separó de su doctrina, dijo: –«que nunca le había comprendido,»– lo cual honra menos a Fichte que a Reinhold.
Llevando Hegel su representación teatral hasta donde ya no es lícito llevarla, hasta el mismo lecho de muerte, dijo: –«un solo hombre me ha comprendido» –y añadió en seguida– «y ni aun éste me ha comprendido.»– Y una vez que Hegel ha asegurado tan sinceramente que nadie le ha comprendido, siendo así que en la hora en que él lo dijo debiera haber asegurado, despojándose de su túnica cómico-doctoral, –«nadie me ha podido entender»– permítaseme aplicarle las palabras de Fichte a su maestro –«y ni aun él se entendía a sí mismo.»
Después de todo, la filosofía alemana no se separa del sistema de Espinosa más que en diferencias nominales. Excepto el nombre, es uno mismo el principio, y unas mismas las consecuencias. Al principio del infinito de Espinosa, es decir, a la identidad universal de la sustancia, Fichte la llama el yo, Schelling lo absoluto y Hegel la idea. La sustancia de Espinosa es un pensamiento determinado, perceptible, único. Esa quisicosa llamada yo, absoluto, o idea, es un principio vago como un presentimiento, indeterminado como un sueño, incoloro como una alucinación. El desarrollo de la sustancia de Espinosa es un acto sencillo como las leyes de la naturaleza, claro como la luz del sol. El proceso, esto es, el desarrolla del yo, de lo absoluto y de la idea, es una obra de romanos explicada por los griegos, quiero decir, es una elaboración interminable descrita por medio de un sofistiquismo más interminable todavía. La consecuencia del sistema de Espinosa es la de suprimir al hombre en este mundo y en el otro. Pido perdón a Kant, pero las consecuencias de los sistemas filosóficos de los discípulos de este divino orate de la Alemania, son las de volver al hombre loco en la tierra y suprimirle en el cielo.
Si ha habido algún lector, que lo dudo, que haya tenido la constancia de seguirme hasta esta parada, que me diga si no es verdad que todos estos filósofos no parecen, más bien que hombres leales, una sociedad de mineros en comandita que están concertados en dar a sus acciones un valor inmotivado sobre la garantía de un filón imaginario…
¡Atrás! ¡atrás! volvamos a desandar nuestro camino, pues prefiero ver a los filósofos empíricos con mucho egoísmo y un poco de filantropía; hablando algo de los demás, haciéndolo todo por sí; riéndose de lo objetivo, mientras explotan lo objetivo; todo con mucha franqueza y con extremada alegría, que presenciar esos aquelarres tenebrosos donde los brujos de la filosofía, llamando trascendental a lo que a nada trasciende, con unas hipótesis risibles y un charlatanismo dialéctico indigerible, arman unas danzas tan fantásticas que parecen sonámbulos que bailan al compás de unos estribillos mentales ventrílocuamente tarareados por algún Pan evocado, por algún espíritu invisible…!
Entre la sociedad de beodos alegres y la de locos lúgubres, prefiero la compañía de los beodos alegres.
R. de Campoamor