Filosofía en español 
Filosofía en español

cubierta del libro Ramón de Campoamor

El personalismo.
Apuntes para una filosofía.

Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra, Salón del Prado, núm. 8.
Madrid 1855, 378 páginas.

——

Muerto Campoamor (1817-1901), sus amigos Urbano González Serrano, Vicente Colorado y Mariano Ordóñez, publicaron sus Obras completas (Madrid 1901-1903, 8 vols.), en las que añadieron, para esta obra, la siguiente:

«Nota bibliográfica. Publicada esta obra el año 1855 en la Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra, no ha sido reimpresa, que sepamos, hasta ahora. Criticaron El personalismo, desde sus respectivos puntos de vista, Sanz del Río, Canalejas, Alzugaray, Morayta y otros. M. de Rayón, que transcribió varias ideas de El personalismo en sus Pensamientos de Campoamor (Madrid 1861, Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra), publicó dos artículos, criticando dicho libro, en el periódico “La Razón” dirigido por el señor Pí y Margall (1854 a 1856). –Juicio, aunque breve, de la misma obra expuso Vidart en su Filosofía española (1866) –El P. Blanco también se ocupa de ella en el tomo II de la Literatura española en el siglo XIX. Posteriormente, en el año 1871, Valdés Achúcarro, en un juicio crítico de El Drama Universal, se ocupa de El personalismo. –De todos estos trabajos, que constituyen, hasta donde llegan los resultados de nuestra investigación, la literatura científica de El personalismo, daremos cuenta, insertando íntegros unos, extractando otros, en el tomo último de la colección de estas obras, que titularemos: Campoamor y sus contemporáneos.– UGS.– VC.– MO.»

En 2003 Pentalfa Ediciones y la Fundación Gustavo Bueno publicaron, a partir de las Obras completas de 1901-1903, las Obras filosóficas de Campoamor en dos tomos (Oviedo 2003, 494+488 pág.; El Personalismo en el tomo I, págs. 15-221).

Veinte años antes ya había reproducido Pentalfa, en microfilm, el facsímil de la edición original de 1855 (en su colección Libros en Microficha, Oviedo 1983, ISBN 978-84-85422-44-9). Bien avanzada la segunda década del siglo XXI, distintas instituciones comenzaron a ofrecer, por internet, facsímiles de la edición de 1855.

 

1855 «Hemos recibido un artículo del señor don F. de P. Canalejas en contestación a lo que sobre la filosofía alemana dice en su libro del PERSONALISMO, nuestro amigo el señor don Ramón de Campoamor. Esta circunstancia, y la de haber visto en la Soberanía Nacional que el señor don Emilio Castelar se propone también romper lanzas contra el señor Campoamor, y en defensa de la moderna filosofía alemana, nos hacen creer que el debate será interesante y animado.» (Campoamor, “Filosofía Alemana: Kant, Fichte, Schelling y Hegel”, La España, 20 noviembre 1855.)

1856 «Librería de A. Durán y C.ª calle del Empecinado (antes de la Victoria), núm. 3. EL PERSONALISMO. Apuntes para una filosofía por don Ramón de Campoamor. Madrid, 1856: un tomo en cuarto de 378 páginas y de impresión esmerada. Precio, 20 rs. La Librería Española y Extranjera de Alfonso Durán (antiguo dependiente de la de Monier), se ha trasladado a la calle del Empecinado, (antes de la Victoria), núm. 3, bajo la razón social de A. Durán y compañia.» (Diario oficial de avisos de Madrid, domingo 6 de abril de 1856, pág. 4; El Clamor Público. Periódico del Partido Liberal, Madrid, martes 8 de abril de 1856, pág. 4; &c.)

«Nuestro estimable colega no ha comprendido en efecto, que con ese cuadro demostrativo ha completado el nuestro; pues así se verá palmariamente, que mientras los moderados ahogaban en sangre los menores síntomas del desorden, los progresistas ponen a los culpables a disposición de los tribunales; que al paso que aquellos fraguaban conspiraciones para fusilar a ilustres patricios, estos no solo no las fraguan sino que las evitan con su proceder tolerante y justo; que en tanto que aquellos no se hartaron jamás de perseguir, de deportar y de derramar sangre generosa, estos dan repetidas pruebas de su tolerancia y proclaman la abolición de la pena de muerte, la cual, como ha dicho el autor de El Personalismo, es un castigo insensato, porque es la desesperación de la venganza.» (“Sección política”, El Clamor Público. Periódico del Partido Liberal, Madrid, miércoles 16 de abril de 1856, pág. 1.)

«El señor Campoamor, separado de los cargos públicos por el torrente de la revolución de julio, que ha destruido todo lo que existía para hacernos mejores y más felices, se ha dedicado en los largos ocios de la cesantía, no a conspirar, no a dar pábulo a las malas pasiones que naturalmente engendra la injusticia, sino a estudiar, la más noble y la más provechosa tarea del entendimiento.» (F. Villasanda, “El Personalismo, por Don Ramón de Campoamor”, La España, 22 de mayo de 1856.)

Índice

libro primero

Capítulo único. Certidumbre, método y punto de partida, 5

libro segundo
Del hombre con relación a todo lo creado

Generalidades, 27

Cap. I. La Creación, 31

Cap. II. El Universo, 41

Cap. III. El Mundo, 46

Cap. IV. La Materia 56

libro tercero
Del hombre considerado con relación a su especie y a la historia

Generalidades, 65

Cap. I. Sobre la unidad de la especie humana, 665

Cap. II. Razas humanas, 70

Cap. III. Raza negra, 71

Cap. IV. Raza cobriza, 74

Cap. V. Raza amarilla, 77

Cap. VI. Raza blanca, 81

Cap. VII. Paralelo entre las razas humanas, 84

Cap. VIII. Perfectibilidad humana, 86

Cap. IX. Clave general de la historia, 95

Cap. X. Filosofía de la historia, 103

libro cuarto
Del hombre considerado con relación al Estado

Generalidades, 113

sección Primera. Política

Cap. I. ¿Qué es el Estado?, 116

Cap. II. Formas de gobierno, 119

Cap. III. Gobierno de familia, 120

Cap. IV. Gobierno de tribu, 121

Cap. V. República, 122

Cap. VI. Despotismo, 124

Cap. VII. Monarquía, 125

Cap. VIII. Teocracia, 1272

Cap. IX. ¿Qué forma de gobierno es la mejor?, 129

Cap. X. Porvenir de las formas de gobierno, 131

Cap. XI. ¿Dónde reside la soberanía?, 138

sección segunda. Derechos

Cap. I. La providencia, 147

Cap. II. El destino, 149

Cap. III. La ley natural, 153

Cap. IV. La ley ¿es el derecho?, 155

sección tercera. Deberes

Cap. I. Libre albedrío, 158

Cap. II. Crimen, 163

Cap. III. Educación, 165

Cap. IV. Corrección, 166

Cap. V. Castigo, 168

 
libro quinto
Del hombre considerado individualmente

 
sección primera

Capítulo único. El hombre, 173

 
sección segunda. El hombre afectivo

Generalidades, 175

Cap. I. Amor a la vida, 176

Cap. II. Amor a la especie, 178

Cap. III. Amor a la prole, 179

Cap. IV. Amistad, 180

Cap. V. Amor a la patria, 181

Cap. VI. Amor a las cosas, 184

Cap. VII. Amor al progreso, 188

Cap. VIII. ¿Qué son las pasiones?, 189

 
sección tercera. El hombre moral

Generalidades, 191

Cap. I. Orgullo y vanidad, 192

Cap. II. Firmeza, 199

Cap. III. Esperanza, 200

Cap. IV. Temor, 201

Cap. V. Reserva, 202

Cap. VI. Idealismo 206

Cap. VII. Imitación, 207

Cap. VIII. Justificación, 208

Cap. IX. Religiosidad 209

Cap. X. Benevolencia, 217

Cap. XI. ¿Qué son los sentimientos morales?, 218

sección cuarta. El hombre inteligente

Generalidades, 220

Cap. I. Complexidad de la inteligencia, 222

Cap. II. Complexidad de los caracteres, 225

Cap. III. ¿Qué es la inteligencia?, 230

 
libro sexto
Del hombre considerado con relación a Dios

Capítulo único, 235

 
epílogo
Aplicación crítica de la parte doctrinal del personalismo

Cap. I. Vida e ideas del autor con respecto a la religión, 245

Cap. II. Vida e ideas del autor con respecto a las ciencias y a la literatura, 261

Cap. III. Vida e ideas del autor con respecto a la filosofía, 277

Cap. IV. Vida e ideas del autor con respecto a la política, 333

Cap. V. De cómo se escribió este libro, 353

Cap. VI. Del por qué se publicó este libro, 366

(páginas 375-378.)

Epílogo · Capítulo V. De cómo se escribió este libro

I

Ahora diré al lector cómo y por qué ha sido escrito este libro, y concluiré diciéndole cómo y por qué lo he publicado.

Después que la revolución del año 54 tuvo la bondad de no dejarme más cuidados que los de mi familia, me dediqué a poner en orden los manuscritos de esta obra, que fui componiendo durante algunos intervalos de los años de mi primer periodo oficial, para conllevar los disgustos que me producían las exigencias del mando; exigencias que confieso que me son insoportables.

Escribía una vez Cicerón: –«Diré la verdad: mientras la política me enredaba y ataba con muchos deberes, tenía encerrados los libros de los filósofos; sólo para precaver el olvido los repasaba, leyendo algunos ratos, según que el tiempo me lo permitía; mas ahora, cruelmente maltratado por la fortuna y exonerado del gobierno de la república, busco en la filosofía un honesto solaz en mis ocios y un lenitivo a mi dolor.»

Yo no he sido, como Cicerón, maltratado por la fortuna; al contrario, cuando las circunstancias me han exonerado del gobierno de la república, en el cual siempre he tomado parte como si fuera un penoso deber, no he buscado en la filosofía, como el ilustre romano, un lenitivo a mi dolor, sino que he hallado en ella el complemento de mi felicidad.

II

Muchas veces, leyendo la historia, me he preguntado a mí mismo que por qué unos pueblos tan inteligentes, tan enérgicos, tan personales, tan superiores, como el judío, el esparciata, el romano y el inglés, han sido y son tan enemigos de la filosofía especulativa, de esta ciencia que debe ser el principio de todos los conocimientos morales, el fundamento de todo poder, la regla de todos los deberes, el original de todas las verdades. Andando el tiempo, he conocido que el desprecio tenido por estos pueblos tan elevados en la categoría de la racionalización por la filosofía especulativa es justo. La filosofía, que debe ser la ciencia de los principios de todas las cosas, no es más que una rancia abstracción, es la ciencia de los principios de ninguna de las cosas. Como estas tres cuestiones, por ejemplo:

La extracción de la materia de la nada; la eficacia de la causa creadora y el modo del acto creado; la identidad o no identidad de la fuerza productriz y de la cosa producida.

Sabiendo que las ciencias sólo pueden interesar por sus consecuencias, la filosofía parece que ha ido acaparando, para formar su patrimonio científico, todas las cuestiones cuya resolución es indiferente a la libertad, a la virtud y a la felicidad del género humano. –El origen y formación de las ideas, –la cuestión de la certeza, –el espacio, –el tiempo, –la idea de movimiento, –la sustancia, –&c., &c.,– he aquí los principales campos de Agramante de la filosofía; campos que recorreremos a escape, mirándolos con el desdén que se merecen.

III

La antigua metafísica, condenada a no ser más que la ciencia de la formación de las ideas, y la lógica, reducida a ser el arte de su combinación, parecen dos ramas de la filosofía, muy propias para que cualquier persona de sentido común crea que, como a mí el latín y otras cosas, se las enseñan para hacérselas aborrecer. El análisis de las ideas, sea en su formación, sea en su combinación internas, es la guerra civil del espíritu, es una lucha fratricida, donde todas las ideas son respectivamente Abeles y Caínes. Hoy la facultad pensamiento se arroga la autoridad de hacer el proceso, de analizar, de corpusculizar, de asesinar a la facultad razón; y mañana la razón, que no es más que una facultad comparativa, una hermana menor, como las demás cualidades del espíritu, se erige en suprema legisladora, y haciendo el juicio de las demás facultades interiores, las va analizando, las va decapitando una por una, hasta que, en la crisis de su fiebre de destrucción, ella misma se cuelga de los pies de la última facultad, con lo cual se acaba el drama, sin haber quien aplauda ni quien silbe. Todas estas degradantes representaciones tienen lugar hasta que el yo, la síntesis de todas nuestras facultades, la conciencia, la autoridad común, vuelve en sí, y enristrando su látigo de loquero, encierra a las ideas simples en sus respectivos calabozos cerebrales, haciendo desaparecer esos imperios de teatro, esos reinados de un cuarto de hora.

IV

Con respecto a la certeza, los filósofos deducientes preguntan con formalidad –«si existe o no existe algo».– El vulgo, los filósofos inducientes, siempre oyen esta pregunta con una sorpresa mezclada de hilaridad. Sin embargo, los partidarios de la deducción, entre ellos el ultra-psicólogo Kant, sostienen formalmente –«que el hombre produce todo lo que él ve, y crea el mundo observándolo».– Yo bien sé que no existe nada real más que nuestro espíritu, y que todo lo que no es él tiene una existencia accidental; pero eso de producir lo que se ve y crear lo que se observa me parece, como al vulgo, una inconcebible monstruosidad.

Entre todos los filósofos del mundo han podido conseguir sentar como verdades primeras algunos principios de certeza, que se pueden reducir a estos cuatro: el primer principio de evidencia es este de contradicción: –«Es imposible que una cosa sea o no sea a un mismo tiempo.»– El segundo es este de sentido común: –«Lo que se ve con toda claridad en la idea de una cosa puede afirmarse de ella.»– El tercero es de conciencia: –«Pienso, luego soy.»– El cuarto es de sensación: –«Siento, luego soy.»

Estas cuatro columnas de la certidumbre no sirven ni para cuatro pies de un banco.

Sentado el yo sobre sus cuatro lados, la razón o evidencia, el instinto o sentido común, el juicio o conciencia, y el acto pensado o sensación, está seguro de sí mismo, pero nada más que de sí mismo. Y aun suponiendo al yo con esta seguridad, puede dudar de todo lo demás. Los ultra-cartesianos no creen ni en el testimonio de la conciencia. Los psicólogos, que conceden que el yo es una verdad, dudan por lo menos que lo contingente, la naturaleza externa, el no yo, sea una cosa cierta. A estos dubitadores de oficio no hay más que hacer que los muerda un perro como a Pirrón, y entonces se verá que, como a aquél, –«les es difícil despojarse enteramente de la naturaleza humana»,– y creen en su yo y en el perro. En la cuestión de certeza lo que importa saber es cómo lo contingente corresponde, o parece corresponder, a lo necesario, la naturaleza al espíritu, lo eventual a lo eterno, la apariencia a la realidad. Lo equivalente vale tanto como lo equivalido. Lo que se supone necesariamente tiene más realidad que una verdad que no se necesita. Las suposiciones necesarias son unas mentiras ciertas. Una apariencia consecuente tiene más verdad que una realidad movible. Y en materia de certidumbre, –«¿qué importa que no sea lo que parece que es?»

La cuestión de la certeza es interminable, como todas las cuestiones capciosas. Ruego a mis lectores que nunca entren en ella con formalidad, y que cuando alguno ponga en duda, ya la realidad eterna del espíritu, ya la verdad temporal de la materia, le cuenten la anécdota de Pirrón, y le digan en seguida: –«Mira que te suelto el perro.»

V

Pasemos al espacio.

Hay cuatro opiniones sobre el espacio: 1.ª El espacio no es nada. 2.ª El espacio es una cualidad de los objetos. 3.ª El espacio es un continente real. 4.ª El espacio es una representación subjetiva. Escoja el lector la opinión que más le agrade: a nosotros todas nos son indiferentes; en la inteligencia que después de haber adoptado una de estas cuatro opiniones, el lector sabrá una cosa innecesaria más. Existe el espacio como la extensión en el fondo de un cuadro, porque nos lo parece; es una cuestión de perspectiva intelectual. Yo no me esforzaré, porque no conduce a nada, en probar al lector que el espacio es una ilusión del ser, pero una ilusión inmensa como él, necesaria para él, y por consiguiente real como él, porque esta necesidad es una de las condiciones de su realidad. ¿Donde había de existir el sujeto contenido sin suponer un objeto continente? Adonde quiera que va el sujeto se supone contenido en un objeto. Lo real no concibe la nada. El ser inmenso necesita la inmensidad por atmósfera.

Todo esto se debe entender con respecto al espacio que el vulgo, con más exactitud que los filósofos, llama espacios imaginarios.

Pero es menester no confundir el espacio imaginario con la extensión real de los cuerpos.

El espacio es una creación puramente subjetiva, es lo que llama Kant una idea necesaria, y los frenólogos el órgano de la extensibilidad. La extensión real de los cuerpos es una forma objetiva, que es comprendida por esa facultad innata llamada extensibilidad por unos, y por otros idea necesaria.

Pero repito que mi objeto no es entrar en la cuestión de si existe o no existe el espacio imaginario. Pero exista o no exista, la geometría es una ciencia de axiomas ciertos, aunque no parta de ningún principio, o parta de un principio supuesto. ¡Ojalá llegase a esta perfección la filosofía!

Y así como la geometría no es posible sino con la suposición del espacio, la estática, la mecánica, y en general todas las ciencias de movimiento, no son posibles más que con la suposición del tiempo. Y el tiempo ¿existe o no existe? ¿Es una cosa subsistente por sí misma, o es otra suposición necesaria del espíritu? Así como la existencia del sujeto supone el espacio, su duración supone el tiempo. Pero no se afane el lector en averiguar si el tiempo es una cosa percibible o sólo una representación del movimiento. Sea cualquiera de las dos cosas, yo estoy dispuesto a aprovecharme de esa idea de sucesión llamada tiempo, y estudiare los efectos de esta idea, sin remontarme a las causas. En esta parte, tengo por útil el estudio de los fenómenos de esa idea necesaria de sucesión llamada tiempo, así como ningún filósofo me hará disputar sobre su esencia, como antes no empiece por estrellar su reloj por inútil contra la pared de enfrente.

La idea de movimiento supone el espacio y el tiempo. Y ¿que es el movimiento? Una cosa que nos importa poco después que Galileo se apercibió de que no tanto nos importa conocer su naturaleza como sus leyes.

Y por regla general debemos estudiar leyes, y no naturalezas. Estoy convencido de que si supiéramos la naturaleza de las sustancias, sabríamos una porción de cosas completamente inútiles.

Y después de todo, de que estas cuestiones y otras parecidas, cuyo conjunto constituye para algunos entendimientos abstrusos el catecismo de la metafísica, se resolviesen con más o menos exactitud, no se seguiría más beneficio a la humanidad que de la resolución de este argumento que tanto dio que discurrir en la edad media: –«Cuando un hombre lleva a la feria un cerdo atado con una cuerda, el cerdo ¿es llevado a la feria por la cuerda o por el hombre?»

VI

Yo declaro que no tanto aspiro a conocer mi ser, como a conocer con mi ser. Bien sé que mucho antes y mucho mejor que Descartes la celebre palabra –«Nosce te ipsum»– marcó la divisa y el símbolo de la filosofía. Conocerse a sí mismo es abarcar desde el principio al fin todo el curso de la ciencia. Estudiarse a sí mismo es filosofar. Nosce te ipsum es toda una ciencia, cuyo principio no embaraza, cuyo objeto está determinado y cuyo procedimiento es libérrimo.

Por el contrario, el hecho de conciencia de Descartes, el pienso, luego soy, es un principio de ciencia tan cierto y tan inflexible como una montaña de granito: esta montaña, o se hunde donde nace, o vive donde ha nacido; es inconmovible. Con el principio de Descartes solo se puede caminar de dentro afuera, mirando hacia el punto de partida, como quien camina de espaldas. Con el nosce te ipsum se puede llegar al yo por dos vías opuestas, procediendo de lo interior a lo externo, o de lo exterior a lo interno. El pienso, luego soy no se hace más que ilusiones, cree que nos lo enseña todo, no enseñándonos más que a sí mismo; y la verdad es, que no nos enseña nada, no ligándonos el acto al agente, o el fenómeno al ser. Ni ¿cómo puede haber ciencia donde es un mismo sujeto lo que es sabido y lo que sabe, y en la cual el observador y lo observado son una cosa idéntica? Si el pienso, luego soy puede ser una grande entrada de la filosofía, estoy convencido de que el nosce te ipsum puede ser una más grande entrada y una mejor salida. Porque, ¿qué me importa no conocer las cualidades esenciales de la razón, si conozco las leyes fenomenales por las cuales se rige el ser razonable?

VII

Tal ha sido mi norma al escribir este libro. Inaugurar una escuela en la cual se estudien leyes, y no naturalezas; donde el lenguaje no sea técnico, ni el método excepcional, ni las conclusiones paradojales.

Los filósofos fundan su superioridad en no ser comprendidos por el vulgo, y el vulgo tiene a vanidad el no comprender a los filósofos. Mientras estos toman lo vulgar por despreciable, el vulgo tiene a la filosofía por ridícula. El vulgo es un discípulo sin maestros, y los filósofos unos maestros sin discípulos. La plebe no cree que hay más criterio de verdad que la evidencia inmediata, y los iniciados en la filosofía niegan que haya más razón de certidumbre que la evidencia derivada. El vulgo llama a su talento inductivo, sentido común; los iniciados decoran su ciencia deducida con el nombre de filosofía. El sentido común y la filosofía, la razón deductiva y la deducida, van a un mismo punto por diferentes caminos. ¿Cuál de ellos es el mejor? Ambos son inmejorables. Sin embargo, entre el vulgo y los filósofos, debo decir que la intuición intelectual de mil millones de hombres vale más que la afirmación o negación arbitrarias de cualquier tonto, por muy filósofo que sea.

Bajemos de la región de las nieves de la inteligencia, y dejando de convertir la filosofía en filosofismo y la superficialidad en sutileza, escribamos con el vulgo y para el vulgo unos sistemas filosóficos que tengan claridad en sus máximas, utilidad en sus consecuencias y dignidad en su carácter. La filosofía puramente especulativa es una iglesia sin fieles, y entre los sacerdotes de este culto hay filósofos eminentes que no tienen sentido común. Las cuestiones que suscitan suelen ser unos verdaderos bailes de máscara, y las divagaciones con que las enuncian se parecen a las líneas formadas en el horizonte por los fuegos fatuos, o a las sendas trazadas en la arena por los reptiles escurridizos.

Acudamos, acudamos a paladear los manjares del banquete de la inteligencia y de la vida, dejando a los marmitones de la filosofía el cuidado de estudiar los sistemas de su composición química.

De este modo, si yo no soy un filósofo a la moderna, o lo que es lo mismo, un loco que raciocina, seré lo que entendían los antiguos por un filo-sofo, un aficionado a saber.

VII

Así pues, todas las ideas de este libro deben tener una clave central de pensamiento, porque aseguro que todas han sido emitidas bajo la inspiración de un mismo sentimiento. Mis opiniones tienen algo de orgánicas. Estos apuntes para una filosofía no son más que actos de rebeldía por medio de los cuales mi naturaleza más íntima se ha negado en todo el curso de su vida a ahogar su individualidad en ese saco universal llamado género humano. Y téngase en cuenta que aunque he dicho individualidad, se debe entender personalidad. El individualismo es la apoteosis de los sentidos, la preferencia de la materia sobre el espíritu: el egoísmo. El personalismo es la deificación de la razón, el dominio del espíritu sobre la carne: la abnegación. Del individualismo al personalismo hay la misma distancia que de lo que es objeto conocido a lo que es sujeto conocedor, de la materia a la razón, de lo físico a lo moral, de la nada a la realidad, de lo contingente a lo necesario, de lo temporal a lo eterno. El individualismo es el materialismo, es un epicureísmo degradado. El personalismo es la más elevada expresión del espiritualismo, es la deificación del racionalismo.

Conocida mi repugnancia a ser considerado como parte integrante de ningún todo colectivo, es fácil de inferir la manera como ha sido elucubrado este libro. Yo no sé si valdrá mucho o poco. Lo que concibo, y si no lo concibo, lo siento, es que en el camino del personalismo es donde soplan los vientos alisios que nos han de llevar al Perú de nuestros sueños; es el que nos ha de dar un timón para ese navío de la filosofía, que sin derrotero fijo da vueltas y vueltas incesantemente, sin entrar nunca en el pacífico océano del progreso. Seguid ese derrotero, y veréis como ponéis en práctica la filosofía, que sin concebirla, la sentía el gran corazón de Sócrates. Con ese timón llegaréis a todas las regiones del mundo moral donde prevalecen los únicos frutos que tienen realidad subjetiva, intimidad, racionalización, personalidad: en moral el Evangelio, en historia las vidas paralelas, en literatura Don Quijote. Con la posesión de este gran nivelador haréis abdicar a todos los viejos poderes religiosos, políticos, sociales y científicos; elevaréis un sistema, que será el culto, no he dicho bien, será más todavía: un sistema que será la moral, que acabará por socratizar al mundo. Seguid ese derrotero, y cuando lleguéis al puerto de la redención humana, acordáos con gratitud, como Colón y sus compañeros, de la estatua que hallaron en una de las islas Afortunadas, y que mirando al occidente y con la mano tendida hacia el Océano parecía decirles: –«¡Por allí!…»

(páginas 353-365.)

Epílogo · Capítulo VI. Del por qué se publicó este libro

I

Puestos, como ya he dicho, en orden estos apuntes, fui instado más de una vez a publicarlos por jóvenes de tan sólidos estudios como los Sres. Berzosa, Lorenzana, Barca, Castelar, Canalejas, Rayón, Alzugaray, Moraita, &c., &c. El objeto que nos hemos propuesto personas de tan distintos caracteres y tan diferentes escuelas, es el de que, publicada una obra original cualquiera sobre filosofía, diese lugar a una viva polémica; polémica que, sostenida por cada uno de nosotros bajo el punto de vista de nuestras respectivas escuelas, produjese en el país el objeto contrario del que se proponía cierta universidad que el año de 1824 decía a Fernando VII: –«Señor, felicitamos a V. M. porque ha concluido con la fatal manía de pensar.»– Francamente, con permiso de esta estulta universidad, desde la de hacer tiempo se pueden reconocer en los españoles todas las manías imaginables, menos la de pensar.

Voy yo pues a ser el hijo de Tell de esta polémica, y me presento resignado con la manzana sobre la cabeza, para que a costa de mi sensibilidad se hagan las pruebas más difíciles de puntería intelectual. Este libro es aquel manto de púrpura que César afectaba llevar en los días de batalla...

II

Ea pues, amigos míos.

¿Quién ha de sacar a los universos del caos de nuestra ignorancia? Una palabra. Y ¿quién la dirá? Lo probable es que un genio, y acaso un afortunado.

El día en que esa palabra se diga, el autor que acierte a formular esa idea-tipo será el Omar de esos mil millones de volúmenes en folio que constituyen el monumento más vasto que han levantado la demencia y la ignorancia del hombre. Escribamos, pensemos, discutamos, precipitemos la llegada de la grande hora de este gran auto de fe hecho por la razón humana.

Filósofos, caballeros de la inteligencia, Bayardos de la verdad absoluta, libertad a vuestra dama de manos de los infieles de la ciencia, de la virtud y de la inmortalidad. Que ¿de qué armas os habéis de valer? De todas: de la sensación de Bacon, del yo de Descartes, de la idea lógica de Hegel. Que ¿en qué parte se puede ocu1tar? En cualquiera: lo mismo en el huerto de Newton, donde se crió la manzana que reveló la ley de la gravitación universal, que en la retina de Copérnico, donde se dibujó la inmovilidad del sol. Nuestra dama querida puede estar, y está realmente, en todas partes, en todo el mundo; he dicho poco, en todos los mundos. Escribid, pensad, discutid, y el que acierte con la fórmula del gran conjuro verá a la verdad-matriz surgir ante sus ojos desde no sé dónde, y con un solo rayo de luz romper el encantamiento en que tiene sumido al universo el mago de la barbarie.

Yo también, débil escudero de esta santa cruzada, romperé una lanza en defensa del ídolo de nuestros sueños, con la seguridad de perecer sin gloria en la demanda; pero, como a todos los débiles que son buenos, si no me salvan mis merecimientos, me salvará la fe.

Ya habéis visto el arsenal de mis armas. ¿Que es insuficiente? ¡Harto lo temía yo! Sin embargo, mientras no se me den otras de mejor temple, permítaseme marchar con mis armas a la conquista de la verdad. Con ellas haré una guerra a muerte a todas esas absurdas promiscuidades generales que, anulando lo individual, la realidad del ser, la verdad de las verdades, solo dan importancia en lo universal a la especie, en lo general al Estado, y en particular a nada. Yo proclamo en este mundo y en el otro el personalismo más íntegro, más libérrimo, más absolutamente unificado. Vengan a agruparse al rededor de mi bandera todos los que sintiendo en sí cuanto hay de más digno en la naturaleza y en Dios, quieran romper las cadenas de esa esclavitud universal en que se tiene amasados a los hombres por medio de federaciones materiales, intelectuales y morales: Este es nuestro lema: –«La emancipación gradual y absoluta de todo lo personal.»– A la luz de este principio hemos desenglobado de entre la masa terráquea, de este panteísmo de la materia, el ser individual. Después hemos proclamado la libertad humana al pasar al hombre, desde la cuna al sepulcro, por entre esa atmósfera ciudadanil que se llama política, y en donde, ora esclavo, ora republicano, se ve absorbido, ya por el monstruo material llamado emperador, ya por el implacable fantasma denominado patria; ambos frailismos seculares o regulares, panteísmos sociales, Procustos de la personalidad, asesinos de la libertad, del entendimiento y de la virtud. Y por último, al advenimiento de la muerte, de esa ultra-personalizadora, damos al hombre, ya ángel, la plenitud de la individualidad, que es la moral perfecta, la inteligencia completa, la voluntad absoluta. No lo vertemos en Dios como una gota de agua en el Atlántico; lo colocamos en frente de él como el espejo de su hechura más semejante y más predilecta. El personalismo es la negación de todas las sustancialidades generales, lo mismo en física que en política, que en teodicea, y a las cuales tengo un horror tan involuntario, que si supiera que por término de este Calvario de la existencia me había de embeber en su sustancia, renegaría de Dios.

Yo no quiero que se difunda mi espíritu ni en el mismo cielo, como en nuestra atmósfera una partícula de incienso. Detesto esos sistemas que, anulando el sujeto, lo convierten en una ola de un mar sin orillas, en un átomo de un mundo sin fronteras. Creo con todo mi corazón que, si el panteísmo fuese una verdad, más valiera ser cerdo que Espinosa.

¡No, no! Ya que Dios por medio de una elaboración de tantos siglos me ha elevado a la aptitud de que pueda arder en mí ese fuego del cielo, esa misteriosa luz del alma, no volveré a dar un paso atrás en el camino del infinito positivo. Y como no sea arrastrado por los cabellos, no me prestaré a volver a ser fundido en ningún conjunto, a retroceder hacia el infinito negativo. Defenderé hasta la muerte lo que hay en mi ser de inteligente y de moral, ayudando en su obra a la creación, que por medio del amor y del dolor se va desintegrando para integrar la personalidad, última conquista de esta batalla eterna.

III

¿Qué es, pues, el personalismo?

El personalismo en las obras de la inteligencia recomienda especialmente lo que hay de individual en el estilo, que es lo que forma la novedad, y lo que se revela de personal en el fondo, que es lo que constituye la originalidad.

El personalismo en física ennoblece la materia. En cada hecho parcial nos revela el camino de un principio universal. Y no solo levanta el mundo de entre el lodo de la inercia, sino que acerca más a Dios, alejado de nosotros por la ignorancia y la superstición. Mejor que Prometeo, con un rayo de fuego anima el mundo y todos los planetas, pues de unas masas inertes que en estado de impensancia rodaban por el espacio sin causa y sin objeto, nos enseña que son grandes laboratorios de volición, de sentimiento y de razón.

El personalismo en política es la proporcionalidad, es la proclamación gradual de la libertad ilimitada contra toda clase de absorción del individuo por el monstruo indeterminado e implacable del Estado; protesta contra ese cloroformismo que desvanece de la generalidad; contra ese rasero del comunismo, que, borrando con sus sombras los lineamentos de los individuos, establece la grandeza fantástica de las nieblas, la repelente igualdad del caos. Es la razón que condena el insustancial patriotismo de las formas, ese fetiquismo político que adora el gobierno por su organización externa, y no por su resultado intrínseco; que se apasiona del modo, y que descuida la esencia. Es la negación de la ambición, porque antepone todos los particularismos a una sola generalidad; porque al acto público prefiere la virtud privada, y en vez de ilusionarse por el poder, esa mentida gloria de este mundo, practica la virtud, gloria imperecedera del otro.

En legislación, midiendo la responsabilidad por el termómetro de la personalidad, de esta unión de la moral y de la inteligencia, el personalismo es la justicia equitativa; da perdón a la desgracia, luz a la ignorancia, a la inteligencia corrección, y a todos benevolencia. En este sistema el mayor bien propio es la utilidad ajena. No existe más castigo que la corrección ni más verdugo que el maestro, y el principal y más inexorable juez es la conciencia del reo. La instrucción, purificando el corazón, elevando la moral y desarrollando la inteligencia, levanta un cadalso misterioso en el alma de cada delincuente, en el cual sufre más lentamente, pero no con menos dolor, una crucifixión interna.

Y subiendo a la moral, el personalismo tiende a desprenderse de la pasión, de esa parte todavía terrenal de nuestra naturaleza, desarrollando los sentimientos morales, que son las alas del alma, y perfeccionando su inteligencia para buscar el saber absoluto, el principio típico que explique las dos naturalezas, divina y humana. Refrena la ambición, aconsejando la práctica de las virtudes particulares, porque cuando llega la muerte, esa gran personalizadora, las virtudes públicas son tan secretas como las privadas, disipando de este modo el homo enardecedor de la ambición. Y por último, proscribe el egoísmo, porque, a imitación de Dios, el recuerdo del bien ajeno es la inefabilidad más completa, el placer más absoluto del ser unipersonal. La moral del personalismo podemos resumirla en la siguiente fórmula: –«¡Desgraciados los felices! ¡Felices los desgraciados!»

Bajo el punto de vista del personalismo, la metafísica no es mas que la investigación del principio absoluto que sirve de llave para abrir el gran templo de la naturaleza. Tal como lo comprenden los espíritus estrechos, la metafísica es una cirugía de fantasmas; es, como dice Dugal Stewart, –«una virgen consagrada al Señor, que no da ningún fruto»;– es una especie de misticismo intelectual, que se entretiene en analizar las creaciones del espíritu en la plenitud de la más evidente locura. Si la metafísica es lo que es, y la física lo que aparece, nosotros vamos a escribir la física de la metafísica. Ya que después de tres mil años no se ha podido explicar lo que aparece por lo que es, intentemos explicar lo que es por lo que aparece.

La metafísica no consiste en esfuerzos de saltimbanquis, sino en buscar la palabra del enigma del universo, en encontrar la fórmula que desde arriba abajo explique hasta el átomo, y desde abajo arriba nos patentice a Dios.

Este tipo, o más bien esta fórmula de todas las ideas, ha de tener por principio la nada, por término el todo y por medio la virtud. Nuestra clave filosófica ya dejamos dicho cuál es: –«del supremo conjunto a la unidad suprema.»– El que con este principio no resuelva, como nosotros, todas las cuestiones pasadas, presentes y futuras, que lo sustituya con otro, que nosotros lo adoptaremos lealmente siempre que nos parezca más sencillo y más superior que el nuestro. Tenemos cariño a nuestras ideas, pero antes que a nuestras ideas, adoramos la verdad.

IV

Finalmente, si prestamos nuestra admiración a sistemas filosóficos que, aunque reconocidos como falsos en su totalidad, resuelven dignamente alguna de las infinitas cuestiones de la moral, yo reclamo para el personalismo alguna benevolencia, porque, además de ennoblecer la materia, es en política la libertad, en administración el patriarcalismo, en legislación la caridad, en literatura el intimismo, en moral la virtud, en ontología la plenitud del ser, en teodicea el libre albedrío y el Dios unipersonal, en metafísica lo absoluto; en todo, por todo y para todo, la inteligencia concreta, el determinismo, la condensación de todos los plurales en un solo singular, el resumen del supremo conjunto en la unidad suprema.

¿Quiero decir con esto que yo me lisonjeo de ser el Juan Sebastián Cano que ha dado el primero la vuelta al rededor del mundo moral? De ningún modo. Al entregar a los demás la regla con que mi escasa inteligencia mide la extensión de todos los fenómenos, desde sus causas hasta sus efectos, no tengo más objeto que excitar el ardor de otras inteligencias más osadas y más perspicuas que la mía en la investigación de la última palabra de la ciencia.

¿Qué me importa que el personalismo sea el milésimo náufrago que se vaya a fondo en el inexplorado mar de lo infinito? En último resultado, algún honor merece el escritor que, vuelto hacia el hombre y aplicándole el bálsamo de la virtud y de la inteligencia, le dice al Lázaro de la dignidad humana: –«Levántate y anda.»

FIN

(páginas 366-374.)

 

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