Bibliografía
El Personalismo, por Don Ramón de Campoamor
El señor Campoamor, separado de los cargos públicos por el torrente de la revolución de julio, que ha destruido todo lo que existía para hacernos mejores y más felices, se ha dedicado en los largos ocios de la cesantía, no a conspirar, no a dar pábulo a las malas pasiones que naturalmente engendra la injusticia, sino a estudiar, la más noble y la más provechosa tarea del entendimiento.– Y en su afanosa solicitud por la investigación de la verdad, ha penetrado en las regiones etéreas de la filosofía, por donde todos pasan y en que pocos permanecen, porque o falta la perseverancia a causa del genio meridional que nos aparta de los estudios profundos, o antevemos que no hemos de ser escuchados, si llegamos a formarnos un sistema filosófico en medio de la agitación en que vivimos, o desesperamos de formarle abriendo el libro de la historia y recorriendo las inútiles tentativas que en la corriente de los siglos nos han ido legando los genios de la humanidad desde Sócrates hasta Hegel.– Después de tantas elucubraciones, quién podrá lisonjearse de hallar la solución de los grandes problemas concernientes al hombre y su destino. Y aun hallada, ¿a quién se predica filosofía en los tiempos que atravesamos? ¿Donde están los hombres que se resignen a hacer de este sublime estudio la ocupación de su vida cuando nos convida la tribuna parlamentaria con los ministerios, a los cuales no conduce la filosofía, los destinos, que se alcanzan sin esta preparación, y la gloria del momento a que se arriba fácilmente con frases vacías completamente de sentido, si ya no es con hechos previstos y castigados en el código penal?
Así, España que nunca contó entre sus glorias, que son muchas, la de producir filósofos, parece aún más apartada al presente de esta aspiración, por efecto de las circunstancias que pesan desgraciadamente sobre ella. Es, pues, rarísimo fenómeno que se escriba en estos tiempos un libro de filosofía trascendental, y no puedo menos de felicitar a mi amigo el señor Campoamor por haber emprendido esta dificilísima tarea.
Desde las primeras páginas del personalismo se percibe con facilidad que el señor Campoamor está mal avenido con los filósofos alemanes que llevan al presente el cetro de la ciencia universal. Para el señor Campoamor, como para otros muchos, las concepciones de los modernos sabios del otro lado del Rhin son pura y simplemente una jerga tan ininteligible como infecunda de la cual conviene apartarse si hemos de comprender algo de la ciencia del hombre; y como el señor Campoamor tiene grande ingenio, una facilidad de expresión que encanta, y una manera de formular que causa envidia, derrama a torrentes los más agudos y acerados epigramas sobre los grandes maestros que en su concepto no han hecho otra cosa que delirar en un largo sueño, y transmitir a sus adeptos una nomenclatura extravagante que ellos no comprendieron, y que no les ha sido dado, por una consecuencia necesaria, hacer comprender.
Pero si el señor Campoamor está seguramente mal avenido con Kant, Schelling, Fichte, y Hegel, que son objeto de su especial antipatía, no vayan a creer nuestros lectores que se muestra mucho mas apasionado de los otros fundadores de sectas filosóficas, antiguos o modernos. Los filósofos según la expresión del señor Campoamor, son una especie de locos sueltos; en cuyas manos la filosofía ha sido una demencia poco divertida, o por mejor decir una jaqueca de treinta siglos. Por consiguiente el libro del señor Campoamor no es un libro sistemático. Ni es platónico, ni aristotélico, ni cartesiano ni materialista: es un libro destinado a comunicar el resultado de los estudios filosóficos del señor Campoamor, que en este punto no se halla afiliado a bandera alguna: es una crítica, extraordinariamente agradable, de los sistemas de filosofía, crítica que siempre es de utilidad cuando se hace por un hombre de entendimiento, por las ideas que naturalmente sugiere, y al mismo tiempo, es un compendio de lo que ha quedado como positivo e incontrastable en el ánimo del autor, después de largas meditaciones, y de las dudas y contradicciones que acompañan siempre a tan laboriosa investigación.
El punto de partida del señor Campoamor es sin duda alguna el racionalismo, tomando esta palabra, no en el sentido técnico en que se usa al presente y en que aparece contraria al supra-naturalismo, sino en la acepción común, que representa meramente el uso y ejercicio de nuestro entendimiento, así en las cosas humanas como en las divinas. El señor Campoamor, armado de su razón y de su buen sentido, penetra animosamente en el laberinto de las opiniones filosóficas, que han preocupado a la humanidad, desde que la humanidad existe: acepta unas, rechaza otras, llega hasta donde su razón le consiente penetrar, y cuando ve que todos sus esfuerzos se estrellan contra una dificultad insuperable, se resigna modestamente a ignorar, y a confesar que ignora, no sin demostrar que los que antes han recorrido la misma senda han ignorado también sin confesarlo, queriendo dar palabras por ideas, utopías por demostraciones, conjeturas por raciocinios, oropel y hojarasca en suma, en vez de oro puro y acendrado.
Guiado por este sentimiento, trata de las cuestiones más graves que pueden presentarse al hombre; esto es, trata de la creación, del universo, del mundo, de la materia en el libro destinado a explicar lo que es el hombre con relación a todo lo criado: de las razas humanas, de la perfectibilidad de la filosofía de la historia, y de la clave general de ésta en el libro correspondiente al hombre considerado con relación a su especie y a la historia, de todas las formas de gobierno en el libro que dedica a considerar al hombre con relación al Estado; y en fin, de los derechos, de los deberes del hombre moral, del hombre inteligente y de todos los problemas más graves que puede proponerse el entendimiento, derramando a manos llenas el talento que ayuda a resolverlos, y el ingenio y la agudeza, que sirven como de suave atractivo para acercarse a ellos. Cuando trata de las diversas formas de gobierno, por ejemplo, se explica de esta manera:
«Las formas políticas influyen en la esencia de la justicia lo que influyen en los legisladores los trajes con que se visten: nada; es un modo de andar vestido como cualquier otro. El despotismo del Miramamolín de Marruecos y la democracia de Robespierre, el fisgonamiento inquisitorial de la casa de Austria, y las infames delaciones de los Césares, la venalidad del gran Pesides y la corrupción del actual constitucionalismo, no son más que diferentes maneras de vestirse. Poniendo a Pesides un frac moderno, a Augusto el birrete de Felipe II, y a Robespierre un turbante morisco, tendríamos las mismas personas con diferentes trajes: iguales vicios con distintas formas.»
De la república dice:
«La república es la madre y el verdugo de todas las virtudes y de todos los vicios. Como Roma arrojaba al circo gladiadores para que se destrozasen mutuamente, la república abre liza a todas las reputaciones para que recíprocamente se exterminen. La república absorbe al mérito, cuando el mérito no es tan grande que absorbe a la república. Este gobierno es como los planetas: para recorrer su órbita armónicamente necesita un consumo igual de fuerzas centrífugas y centrípetas. La rivalidad, el vaivén, la lucha, son la virilidad de las repúblicas: la tranquilidad, el orden, la atonía son la aurora del despotismo. La salud de las repúblicas es una fiebre remitente. Las repúblicas son sublimes concepciones malogradas: las engendra la fraternidad, las amamanta la anarquía, y el despotismo las ahoga. La república es el verdadero espejo de la plebe: en ninguno otro cristal se ve ni más ignorante, ni más abyecta, ni más desventurada. Al populacho le agrada la república por la misma razón que a las fieras no les gusta la jaula. La plebe no tiene más que dos sentimientos públicos: el entusiasmo y la envidia: se eleva el genio, y aplaude la virtud, y aplaude también…»
Examinando el hombre moral, describiendo la esperanza, se explica en estos términos:
«La esperanza es el eslabón que nos une al cielo. Esta adorable pérfida siempre usa con nosotros perfidias, y siempre la adoramos. Colocada como la fruta de Tántalo, al lado de nuestro deseo, nunca se aleja completamente de nosotros, y jamás se nos acerca del todo. Eterna fiadora de la felicidad, la esperanza nos promete lo que la felicidad casi nunca nos cumple. Un autor llama a la esperanza el sueño del hombre despierto. Hay sin embargo gran diferencia entre el sueño y la esperanza; y es que el sueño suele esperar en lo que no quiere, mientras que la esperanza sueña siempre lo que desea. Vivir sin esperanzas es haberse enterrado en vida: morir con ellas es empezar a vivir. La esperanza es la última hez que apuramos en el fondo del cáliz de la amargura. Si se me diese a escoger entre la felicidad y la esperanza, escogería la esperanza. Todos los cuerdos tienen por lo menos una vena de locos: la esperanza. Este eterno epílogo de la existencia es el contrapeso de todas nuestras desventuras. Sin la esperanza el cielo sería un infierno; y con ella se convierte en cielo hasta el mismo infierno. Este faro, a quien nunca los desengaños llegan a ofuscar enteramente, es la única luz que no deja de alumbrarnos en el camino de la vida; y cuando ya no nos queda en la tierra que pisar ni un solo palmo, se lanza en el centro de la eternidad; y entonces no engañadora por la primera vez, nos augura desde allí una felicidad que debe durar siglos de siglos.»
Como se ve por estas muestras que se han escogido a la ventura, el señor Campoamor es, no solo un escritor ameno y elegante, sino un pensador que sabe penetrar en los más íntimos sentimientos sin extraviarse en ese laberinto inextricable donde lo difícil es apoderarse del hilo conductor. El que tenga formado un sistema sobre ese conjunto de afirmaciones que se llama filosofía, el que leyó en su juventud a Condillac y Tracy perfeccionando sus aspiraciones de materialista con el estudio del gran maestro de la escuela, el doctor Cabanis, y se ha llegado a creer que discurre algo en la materia porque solo reconoce el principio de razonamiento que parte de la sensación, encontrará el libro del señor Campoamor demasiado atrevido, porque allí donde el sensualista enmudece, pretendiendo dar una muestra de sagacidad, el ilustrado autor del Personalismo afirma partiendo de su íntima conciencia, de su yo, por hablar el lenguaje de la filosofía, y describe, y reproduce con viveza y colorido lo que pasa dentro de nosotros; y lo hace de tal manera, que no puede menos de arrancar a sus lectores un completo asentimiento.
El que habiendo sacudido el yugo de esa filosofía desconsoladora que en moral produce el egoísmo, en política la tiranía y en religión la impiedad; el que se ha llegado a persuadir que el libro del hombre máquina, debido a la pluma del tristemente célebre Lametrie no es la suma y compendio de la humana inteligencia; el que ha seguido bajo la tutela de Reid y de Royer-Collard, su elegante traductor, la reacción espiritualista dichosamente comenzada a principios de este siglo, todavía puede considerar como un exceso de poesía el libro del señor Campoamor, en cuanto se separa de la sobriedad de la escuela escocesa que tuvo por fundamento esa idea ambigua, que llamamos buen sentido, que todo el mundo quiere poseer, y que se escapa con más facilidad de lo que parece a los deseos de la humanidad.
Los que han rejuvenecido el panteísmo ya olvidado de Spinoza; los que han exagerado hasta el punto de hacerla inaccesible a la mayor parte de las inteligencias la idea espiritualista, podrán considerar que el personalismo del señor Campoamor no es un sistema completo de filosofía. Pero los que tengan la mente libre de toda preocupación; los que no hayan sacado del sublime estudio de la filosofía una consecuencia incontrastable, arraigada en el alma por los hábitos y por la edad, los escépticos por impotencia intelectual, serán desde luego partidarios del libro de que se trata, que es en sustancia, cual se ha dicho al principio, una crítica racional de los sistemas preexistentes, en que no se deja en pié sino lo que es claro, perceptible y práctico para todo hombre de talento. Podrá pedirse más en filosofía; pero no es fácil combatir lo que se da.
El libro, pues, es recomendable: primero, como sugestivo de ideas nobles y elevadas; segundo, como despertador de las inteligencias, aletargadas con la prosaica política, que la situación actual entrega a la pública discusión; tercero, como libro que encierra útiles y trascendentales enseñanzas; cuarto, como obra de ingenio, el cual se muestra desde la primera hasta la última de sus páginas. Aunque el que se proponga juzgarle quiera ser severo, no podrá menos de convenir en que está dotado de estas cualidades.
El que estas líneas escribe se propuso prescindir de la amistad que debe al señor Campoamor, cosa por cierto de que no es tan fácil prescindir como parece; y sin embargo, ha sido conducido con la lectura de la obra a estas conclusiones hijas de un examen imparcial y no del encanto que produce, ni de la simpatía que el señor Campoamor sabe inspirar a cuantos le conocen.
Por último los hombres de Estado no pueden inquietarse por la aparición del pacífico libro de nuestro amigo, porque por el camino que recorre el señor Campoamor no se va seguramente a la perturbación de la sociedad en el orden moral ni en el político. No anula la libertad como Hobbes, pero no enseña tampoco el materialismo como los ideólogos, ni la anarquía como los modernos reformadores.– Las teorías del señor Campoamor permiten ser cristiano y ser reformador, ser liberal y no entusiasmarse con las doctrinas ininteligibles al par que perjudiciales que ostentaron en 1848 los filósofos de Francfor.