Filosofía en español 
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Los precursores ❦ Capítulo VI

La Sociedad Hispánica de América

Fundola, el 18 de mayo de 1904, el caballero Archer Milton Huntington, quien cedió ocho lotes de terreno –aumentados luego a dieciséis– en el Parque Audubon, entre las calles 155 y 156, de la ciudad de Nueva York. Puso, además, el fundador a disposición del Consejo Administrativo de la Sociedad Hispánica, 350.000 dólares como fondos de la institución. En 17 de noviembre del mismo año aprobáronse sus Estatutos, los cuales señalan como principales fines de la Hispanic Society of América el establecimiento de una biblioteca pública y un Museo e institución cultural, destinados a difundir el estudio de los idiomas, literatura e historia de España y Portugal; editar publicaciones y fomentar el conocimiento de los países de origen ibérico.

Compónese la Sociedad Hispánica de cien socios ordinarios, elegidos entre aquellos norteamericanos o extranjeros que se hayan distinguido por sus servicios a España o Portugal, en el campo de las letras, de las ciencias o de las artes. Cuenta, además, con un número ilimitado de socios correspondientes y honorarios.

Inauguróse oficialmente el edificio de la Sociedad en enero de 1908. En su construcción se han empleado terracota, acero y bronce, sin madera alguna, a fin de hacer incombustible, en lo posible, este museo de tantas joyas literarias y artísticas. El exterior es de clásica y elegante arquitectura. La fachada principal, que mira al Norte, se halla decorada con columnas jónicas empotradas, cornisa y parapeto, y en el centro un pórtico rematado con airoso frontón. El friso que corre a lo largo de esta fachada, lleva inscripto, a la derecha del pórtico, los nombres de Camoéns, Loyola, Velázquez, Goya, Quevedo, Maimón, Ruiz y Berceo; y a la izquierda, los de Colón, Cervantes y Lope de Vega. La fachada posterior, de severo estilo, tiene diez columnas y catorce entrepaños. En el friso de esta fachada están grabados los nombres de Borrow, Dozy, Prescott, Ticknor, Irving, Séneca, Trajano, Averroes, Almanzor, el Cid, Carlos V, Magallanes, San Martín y Calderón.

Penetremos en el interior. En el vestíbulo, lo primero que nos llama la atención es una plancha de bronce, con busto en relieve, a cuyo pie campea la siguiente inscripción: This building is dedicated to the Memory of Collis Potter Huntington. Y el visitante no puede menos de preguntarse: ¿Por qué en lugar de esos otros monumentos a la memoria de los idos, monumentos de mármol o bronce, fríos, inertes, cuya gloria por entero pertenece al artista que los esculpiera, no se levantan monumentos como este –dedicado por el cariño filial a la memoria de un hombre bueno–, en bien del arte y la general cultura? ¿No serán así los monumentos del porvenir, monumentos dotados de vida espiritual, destinados a difundir el saber o la beneficencia, en los cuales se perciba ese calorcillo sentimental que pone en las cosas inanimadas la gratitud de los hombres?... El edificio es de planta baja, con sótano; encuéntranse instalados en este los depósitos de la biblioteca, catalogación y taller fotográfico. El salón principal, donde se halla el museo, es de estilo Renacimiento español, y mide unos treinta metros de largo, por once de ancho y diez de alto, aproximadamente. La fábrica es de terracota, y la techumbre de cristal de roca. A lo largo de los muros corre una arcada que, alzándose hasta la mitad del cuerpo del edificio, sostiene la galería alta. Junto a aquélla, mesitas con vitrinas y bancos de caoba, y en el lado oeste, sobre caballetes, dos magníficos retratos, de medio cuerpo, de los Reyes de España, pintados por Sorolla. En la clave de los arcos, están labrados los escudos de las regiones y algunas provincias, españolas.

En los muros de la escalera que conduce a la galería superior, y en el vestíbulo de esta, hay incrustados gran número de azulejos y mosaicos de los períodos de la dominación romana y morisca en España. En la galería alta y en la baja se exhiben esculturas, tapices, cuadros, y en las vitrinas, preciosos incunables, manuscritos y objetos de arte. Encierra el museo ricas colecciones de orfebrería, herraje, alfarería neolítica y tallados fenicios, romanos y arábigos; alfarería hispano-morisca de lustre metálico; vajillas del Buen Retiro, Alcora y Talavera; mosaicos, azulejos, &c. Posee igualmente una notable colección de ciento setenta y cinco incunables, con varios del primer impresor de España, el valenciano Lamberto Palmart; algunos manuscritos hebreos y latinos; las más antiguas ediciones, incluso la edición Príncipe, de las principales obras clásicas de nuestra literatura; facsímiles, mapas antiguos, ejecutorias, y, en el lado oriental de la galería baja, tumbas góticas, estatuas yacentes y esculturas religiosas del Renacimiento. Del arte pictórico hay en el museo una copiosa y excelente colección de cuadros de Sorolla y Zuloaga; Retrato de una muchacha, Retrato del Conde-Duque de Olivares y Busto de un Cardenal, de Velázquez; El buen pastor y San Francisco abrazado al Crucifijo, de Murillo; Cristo y los seis Apóstoles, a la mesa, y dos Sagradas Familias, de El Greco; La Virgen y el Niño y Sagrada Familia, de Luis Morales; La Ascensión de Santa María Magdalena, de Ribera, Retrato de un cartujo, sentado, de Zurbarán; Retrato de Felipe IV, La Concepción y Retrato de la Reina María de Hungría, de Carreño; Vía Crucis, de Juan Valdés Leal; La Duquesa de Alba y Los fusilados del 3 de Mayo, de Goya; y cuadros de Pantoja de la Cruz, Juan de Pareja, Antonio Moro, Pedro Ribera, Lucas Fortuny, A. de la Gándara, Emilio Sala, y Beruete. Allí puede compararse, mejor que en parte alguna, la labor de los dos maestros de la pintura española contemporánea: la de Zuloaga, el pintor de la España vieja, negra, roñosa, de las Brujas de San Millán y El peregrino; y la labor de Sorolla, el clarísimo pintor de la España contemporánea, de La playa de Jávea y Sol de tarde. El visionario pintor vascuence, cuyos mejores cuadros tienen genialidad, pero les falta aire, sol, fresca brisa, lozanía –y cuyo arte acaso pertenezca al pasado, tal vez al futuro, pero desde luego el presente no le pertenece, porque el presente es del arte de Sorolla–, está representado allí por varios lienzos notables, como La familia del torero, Retrato de Mile. Lucienne Breval, en “Carmen” y el magistral Autorretrato del pintor. En este museo tiene Sorolla también algunos de sus más celebrados cuadros: Aldeanos leoneses, La casa de El Greco en Toledo, entre otros, y la mejor colección de retratos pintados por el maestro valenciano, que existe. Allí esta Galdós, mirándonos con sus ojos entornados, esos ojillos que nada parecen ver, y que en realidad han escrutado el alma y la historia de toda la España moderna; allí, el semblante escéptico, sereno, ecuánime del viejo Echegaray, y el patriarcal de Pidal y Mon. En esta galería de retratos, debida al pincel de Sorolla, figuran, además de los precitados, los de la señora del artista, Blasco Ibáñez, Vega-Inclán, Madrazo, Cossío, y alguno otro, que no recuerdo. Todos los retratos son magistrales. En estas manchas negras y blancas, en estos tonos de la carne se trasluce el carácter, el espíritu de los modelos. En cuanto a los cuadros, todos muestran esa opulencia de colorido, vigor y firmeza de rasgos que caracteriza la obra de Sorolla. El impresionista valenciano posee un certerísimo golpe de vista, y dominio técnico para trasladar al lienzo con fidelidad y animación sus impresiones visuales. Sus cuadros marítimos, que son los que más me gustan, se encuentran en el Museo Metropolitano de Nueva York. En tonalidades, vigor y ejecución no puede pedirse más. Se diría que son chillones y exagerados, por el colorido audacísimo, si no fuese por su maravillosa ejecución. Sorolla no es filósofo trascendental, ni poeta, ni sociólogo, ni humorista, sino pintor, pintor a secas, pero ¡qué maestro de pintores! Artista sin escuela, que solo toma por modelos, como Velázquez, la naturaleza, el cielo, la tierra, el mar, no es, sin embargo, un mero fotógrafo de la naturaleza, porque al representárnosla, y fidelísimamente, nos da también el alma del paisaje. Pero volvamos a la Sociedad Hispánica.

Junto al museo, en el lado oeste, se encuentra el salón de lectura de la biblioteca, sencillo y vasto, con elegante mobiliario y estanterías de caoba. La biblioteca de la sociedad cuenta con unos setenta y cinco mil volúmenes; la mitad de ellos consagrada a la historia y literatura españolas. Unas sesenta obras están impresas en facsímiles.

La Sociedad Hispánica publica a menudo documentos históricos y ediciones críticas de las obras clásicas. Edita además Bibliographie Hispanique, publicación anual; Bibliotheca Hispánica, y Revue Hispanique, trimestral, la revista de crítica e investigación literaria más importante de cuantas aparecen en el extranjero. Dirígela el sabio Foulché-Delbosc, la primera autoridad entre los españolistas extranjeros.

Entre las exposiciones que se han celebrado en el Museo de la Sociedad Hispánica figuran las de Joaquín Sorolla, de febrero a marzo de 1909, y la de Ignacio Zuloaga, de marzo a abril del mismo año, que tanto contribuyeron a dar a conocer el arte moderno español en los Estados Unidos, con no escaso provecho de ambos artistas. En la exposición de las obras del pintor valenciano se exhibieron ciento cincuenta cuadros. Y entre estos y los de Zuloaga, desfilaron más de ciento cincuenta mil personas.

Además de Sorolla y Zuloaga, han estado en Nueva York otros muchos pintores españoles; entre ellos don Raimundo Madrazo. A las exposiciones celebradas en diversas ciudades de los Estados Unidos han concurrido Rusiñol, Villegas, Anglada, Moreno Carbonero, Benedito, Gonzalo Bilbao, Álvarez Sotomayor, Eduardo Chicharro, los hermanos Zubiarre y algunos otros. Gran copia de lienzos españoles se encontrarán en casi todos los museos de los Estados Unidos, en muchos templos católicos –sin excluir, naturalmente, la catedral de San Patricio, de Nueva York, donde, si la vista y la poca luz no me han engañado, hay junto a la principal entrada, en la nave central, un cuadro del granadino Pedro de Moya– y en no pocos edificios públicos y casas particulares.

Digamos, entre paréntesis, que la pintura norteamericana muestra una acentuada influencia de la escuela española. Predomina en ella el realismo, el impresionismo de Velázquez y Goya, el arte austero, vigoroso y sutil de todos nuestros grandes maestros. Aquí ha tenido la pintura española un discípulo genial en Jaime McNeil Whistler, cuyo retrato de Pablo Sarasate, en particular, es de típica factura velazqueña. Guillermo M. Chase, uno de los más ilustres artistas de la escuela yanqui, muy amante de la península y de sus artes, también ha perfeccionado su técnica en el estudio de los maestros españoles. Lo mismo puede decirse de Juan Salvador Sárgent, autor de numerosos lienzos de tema hispano, y cuyo cuadro Jaleo es de lo mejor que se debe al arte contemporáneo de los Estados Unidos. De él se ha dicho que es un norteamericano nacido en Italia, que parece alemán, habla como inglés y pinta como español. Igual influencia ibérica muestran Guillermo T. Dánnat (cuyos cuadros Contrabandista aragonés y Cuarteto son dignos de especial mención), Cecilia Beaux, Roberto Henri y Franck Duveneck. Entre los discípulos de Goya, ninguno aventaja a Jorge Bellows.

Mas ya estamos pisando terreno ajeno al de la Sociedad Hispánica de América, cuya visita rato ha dimos por terminada. Al salir, tornamos a fijar la vista en la placa de la dedicatoria, para preguntarnos: ¿Qué mejor monumento, también, en honor y gloria de nuestra España, que este, que con sus propias artes le ha levantado un caballero artista?

Otro liberal patrono de nuestras letras, el benemérito español D. Juan C. Cebrián, se propone fundar una institución por el estilo de la Hispánica en el Estado de California, donde desde hace medio siglo reside.