Revista Contemporánea
Madrid, 15 de enero de 1876
año II, número 3
tomo I, volumen III, páginas 329-341

Federico Max Müller

La educación nacional como un deber de la Nación

Me habéis dispensado{1} el gran honor de pedirme que viniese a Manchester para distribuir los premios y certificados otorgados por las Universidades de Cambridge y Oxford en los últimos exámenes locales a los candidatos procedentes de esta ciudad y sus cercanías.

Algún tiempo he vacilado antes de aceptar vuestra lisonjera invitación, porque no podía dejar de comprender que si los que en años anteriores se encargaron de este cometido dieron solo con su presencia honor y lustre a estas reuniones y las revistieron de importancia política, no me era dado prestaros tal cooperación.

Si al fin me dejé persuadir por las reiteradas instancias de vuestro Comité, fue porque creo que, sea cual fuere la superioridad que mis predecesores tengan sobre mí en otras cosas, no necesito cederles la primacía en el vivo interés que he sentido toda mi vida por la causa de la educación, en el más amplio sentido de la palabra; debiendo añadir que siento y he sentido desde un principio el interés más profundo por este sistema de exámenes locales que se verifican con creciente éxito, y cuyos resultados estamos tocando.

Pocos recuerdan tal vez entre los presentes los comienzos de esos exámenes locales, establecidos bajo los auspicios de las dos Universidades, Oxford y Cambridge. Los recuerdo bien, y cuando veo cómo ha crecido y sigue creciendo el árbol, y extiende más y más sus ramas todos los años, experimento una satisfacción no escasa, pensando que estuve [330] presente cuando se plantó, o mejor, que presté alguna ayuda, aunque pequeña, para que se plantara.

Y puedo aseguraros, señores, que no era cosa muy fácil plantar este árbol. El primer generoso impulso vino de Oxford; pero de Oxford vino también el primer obstáculo. Me remonto en mi pensamiento al año 1857, en que Mr. Acland, sir Thomas Acland en la actualidad, me habló primero de esa idea y de que podía hacerse mucho para fomentar las escuelas intermedias en toda Inglaterra si las Universidades se encargaran de examinarlas, y de otorgar ciertos diplomas académicos a los mejores candidatos y a las mejores escuelas.

Hombres había en Oxford que comprendieron desde luego la excelencia de ese plan; pero hubo otros también que lo trataron abiertamente con desprecio y escarnio. Se nos dijo por unos que nadie vendría a sufrir el examen por su propia voluntad; por otros, que habría tantos candidatos, que la Universidad no podría reunir suficiente número de examinadores, y se consideraba al mismo tiempo como alta traición el otorgar títulos académicos de Asociado en artes a gentes que no conocieran el griego ni el latín.

Mientras estas disensiones continuaban, Mr. Acland y algunos amigos suyos resolvieron hacer el experimento, y en Junio de 1857 celebraron el primer examen de las susodichas escuelas en Devonshire. No hay nada como hacer experimentos, y el de Mr. Acland probó al menos tres cosas:

1.º Que las escuelas intermedias (middle-class schools) debían ser objeto de más cuidadosa atención.

2.º Que las escuelas intermedias deseaban que se las atendiera más cuidadosamente.

3.º Que los exámenes no tropezaban con dificultades insuperables que debieran asustar a las Universidades llamadas a cumplir este importante encargo.

Yo fui en Exeter uno de los examinadores, y recuerdo muy bien la entusiasta reunión que allí se celebró, pues fue aquella la primera vez que me presté a hablar, o mejor, a tartamudear en público{2}. [331]

El plan de Mr. Acland fue aceptado muy luego por la Universidad; y cuando miro los excelentes resultados que ha producido en toda Inglaterra durante los últimos diez y siete años, me parece que sir Thomas Acland, digno hijo de un padre digno, ha merecido bien de su patria, y que ningún honor que la nación le dispensara sería demasiado alto como recompensa del grande y duradero beneficio que por haber tomado la iniciativa de esos exámenes locales ha hecho a la nación.

No hablo a la ventura, y sé que puedo apelar a todos los que aquí están, padres, profesores y alumnos que han sido enseñados sucesivamente por este sistema, y que se han reunido hoy en este sitio para recibir sus premios y certificados con objeto de que me sostengan cuando diga que esos exámenes son una verdadera bendición para los maestros y para los discípulos.

Y sus medios de ser útiles no se han agotado en manera alguna.

En la actualidad las escuelas consideran como un honor el triunfo de un corto número de discípulos y que varios conquisten premios y certificados. Día vendrá, lo espero, en que las escuelas no quedarán satisfechas si casi todos los discípulos no son aprobados, y si la mitad al menos no obtiene premios y certificados. Mientras no se consideren las escuelas en el deber de presentar a examen en ciertos períodos todos sus alumnos, el verdadero fin de estos exámenes estará por realizar: no, temo que su objeto no se conseguirá, si se anima a los maestros para que aspiren a sobresalir en algunos en vez de proponerse un aprovechamiento igual en todos los alumnos.

Y no ganarán solamente las escuelas con estos exámenes locales, sino también la educación doméstica, y muy particularmente la educación doméstica de las jóvenes. Permitidme que os dé cuenta de mi propia experiencia en la materia. Como antes no había ninguna buena escuela de jóvenes en Oxford, y tengo el gusto de anunciar que se abrirá en la semana próxima una escuela superior de jóvenes en esa población, [332] mis niñas tenían que educarse en casa; pero a ellas y al aya les dije que les haría examinar anualmente en los exámenes locales. Esto les dio nuevo ardor, impuso una dirección determinada a sus estudios, les hizo tomar afición a su trabajo, y a despecho de todos los inconvenientes de la educación doméstica, los resultados han sido sumamente satisfactorios. Hice que mis dos niñas mayores se examinaran el año pasado, principalmente para enterarme de los puntos en que flaqueaban y de aquellos en que estaban mejor instruidas, las he presentado nuevamente este año como candidatos juniors, y si miráis la lista que tenéis en vuestras manos, encontrareis sus dos nombres en puestos muy honrosos. Las volveré a presentar el año próximo y todos los años hasta que su educación termine, y puedo asegurar a todos los padres que se ven obligados a educar sus hijas en casa, que por grande que el mérito del aya sea, encontrarán en estos exámenes el guía más útil, el más eficaz estímulo, y por último, la más lisonjera recompensa, así para quien enseña como para quien aprende.

En 1857, sin embargo, yo no tenía aún ese interés egoísta en estos exámenes, y os sorprenderá tal vez el motivo que me llevó, desde Oxford a Exeter para asistir y ayudar en la primera prueba de estos exámenes locales. Pues bien: sabéis que la educación ha sido mucho tiempo nuestro objeto favorito en Alemania, el único lujo grande que ha disfrutado libremente un país tan pobre como es y será siempre Alemania. Pero debo confesar que yo estaba influido quizá, no solo por una inclinación nacional, sino también por lo que se llama ahora propensión de familia o atavismo, ese misterioso poder que preserva ciertas peculiaridades hereditarias en determinadas familias y que, si es verdad que descendemos de algunos animales inferiores, podría servirnos tal vez para explicar algunos extraños y sorprendentes rasgos de la humana naturaleza. Mi propio Atavus, o en otros términos, mi bisabuelo, fue Basedow (1723-1790), cuyo nombre no ha oído quizás ninguno de vosotros hasta hoy, pero que es muy conocido en Alemania como reformador de nuestra educación nacional, como precursor de Pestalozzi, como el primero que en el pasado siglo movió la conciencia del pueblo alemán y de sus gobernantes, [333] y les enseñó por último esta gran lección; que después del deber de la propia conservación, no hay para las naciones ninguno tan alto, tan sagrado como la educación nacional.

Suena esto para nosotros como verdad evidente; pero no sucedía lo mismo cien años ha. La idea de que una nación en general y cada hombre y cada mujer en particular son responsables de la educación de cada niño, es muy moderna: no es en realidad mucho más vieja que los ferrocarriles y los telégrafos. Grandes hombres, como Alfredo y Carlomagno, vislumbraron esa idea; pero los tiempos eran demasiado oscuros e inflexibles para ellos. Durante casi toda la Edad Media casi no vemos otra cosa que escuelas monásticas y episcopales principalmente organizadas para la educación del clero, pero abiertas también en algunas partes para los seglares; pero escuelas para la nación en general y sostenidas por la nación en general, no había ninguna. Entonces vino la Reforma, verdadera germinación de la lectura de la Biblia por los seglares. Los reformadores clamaron de una vez por escuelas; pero esto fue como un grito en el desierto. Mucho hicieron sin duda los reformadores, muchos de los cuales eran excelentes maestros de escuela, y sabían perfectamente que el cristianismo podía degradarse y aun destruirse en países en que la educación popular estuviera descuidada. Todo clérigo protestante se hizo ipso facto maestro de escuela. Tenía que cuidar de que los niños de su parroquia fueran capaces al menos de leer la Biblia y decir el Catecismo. Esto explica históricamente que en los países protestantes la escuela haya sido tanto tiempo un mero apéndice de la Iglesia.

Después de algún tiempo, sin embargo, teniendo el clérigo mucho que hacer, se aseguró el concurso del sacristán o sepulturero, que a más de sus ordinarias obligaciones de campanero, organista, asistente en bautizos y bodas y enterrador, tuvo la del maestro de escuela y que enseñar por tanto a los niños lectura, escritura y cuentas. Así comenzaron nuestras escuelas y nuestros maestros; pero en Alemania hasta estos mismos comienzos fueron barridos pronto por la guerra de treinta años.

Cuando en el siglo XVIII empezaron las gentes a respirar [334] y a curar de estas cosas, el estado de las clases bajas y medias de Alemania era deplorable tocante a la educación. había escuelas eclesiásticas, civiles, privadas, esparcidas aquí y allá, algunas buenas, algunas insignificantes, malas las más, pero nunca se pensó en un mecanismo que asegurara la educación de todos los niños del país.

Mi Atavus, el viejo Basedow fue quien unos cien años ha levantó el primer grito de guerra por la educación nacional en Alemania. Necesitaría yo mucho tiempo si tratara de daros una reseña de su vida. Tuve que escribirla últimamente; para la Deutsche Biographie, publicada por el Gobierno bávaro. fue una vida agitada la suya, como fue y será siempre la de todos los verdaderos reformadores. Intentó tal vez demasiado y se adelantó demasiado a su tiempo. Pero sean cualesquiera sus aciertos y sus errores, proclamó este gran principio que ha quedado desde entonces firmemente afirmado en el pensamiento alemán, el principio de que la educación nacional es un deber sagrado, y que entregarla al azar, a la Iglesia o a la caridad es un pecado nacional. Esta convicción ha quedado impresa en el pensamiento alemán aun en los días de mayor degradación política para nosotros, y a esta convicción y a la actividad de la nación para llevarla a la realidad, debe Alemania lo que es, su misma existencia entre las naciones de Europa.

Otro principio que se afirmaba desde que el primero era aceptado, es este: que en las escuelas nacionales, que en las escuelas sostenidas por la nación solo puede enseñarse lo que todos admiten. De aquí que no se pueda enseñar teología, cuando los niños pertenecen a diferentes sectas. Por irresistible que este argumento sea, levantó una terrible protesta. Pensó Basedow algún tiempo en formar una especie de religión lata que no atacase a ninguna secta cristiana, ni aún a los judíos o mahometanos. Pero fracasó naturalmente en esta tentativa. Era la suya una inteligencia profundamente religiosa; pero la educación nacional había llegado a ser para él una pasión tan absorbente, que todo debía cederle el paso, en su juicio.

Confieso que estoy completamente, de acuerdo en este [335] punto con Basedow. Si fuera posible imaginar una religión o una secta que tratara de dificultar o de retardar la educación popular, yo diría que esa religión no puede ser verdadera, y que por lo tanto mientras más pronto desaparezca, ha de ser mejor para todos. Digo lo mismo de la educación nacional. Si hubiese, si pudiera haber un sistema de educación nacional que excluyese la educación religiosa, ese sistema no puede ser verdadero, y mientras más pronto desaparezca, mejor será para todos.

El pobre Basedow se encontró pronto en un conflicto con la Iglesia: le privaron de su cátedra en Dinamarca, aunque el rey, más ilustrado que su pueblo, le conservó todo su sueldo como pensión vitalicia. En Alemania fue excomulgado, no por el Papa, sino por el clero protestante de Hamburgo, que lo excluyó a él y a todos los individuos de su familia de la comunión. La canalla se levantó en Hamburgo contra él, sus libros fueron prohibidos y no halló reposo hasta que el duque de Dessau, un hombre que se atrevía a pensar y a obrar con riesgo propio, le invitó a residir en su capital para que le ayudase a introducir en su pequeño ducado un sistema más perfecto de educación nacional.

Todas estas cosas han pasado a la historia y están casi olvidadas hoy, aun en Alemania. Muchas teorías de Basedow tenían que ser abandonadas, pero los dos principios fundamentales de educación nacional quedaron firmemente establecidos y no han sido nunca socavados. Se han extendido por toda Alemania, están adoptados en Dinamarca, Suecia, Rusia, y se han abierto paso últimamente en Italia, nación que está consagrando los mayores esfuerzos a la educación nacional, conociendo que depende de esta su misma existencia.

Dos países solamente, Francia e Inglaterra, se conservan todavía apartados. Y sin embargo, cuando oímos a un ministro de la Instrucción pública en Francia (Julio Simón) estas palabras: «Sí, hay escuelas, muchas escuelas; pero una cosa nos hace falta todavía, y por eso no desfallezco; no hemos obtenido todavía la instrucción gratuita y obligatoria;» cuando vemos en Inglaterra que las convicciones respecto de la educación adquieren demasiada fuerza para los partidos, que [336] Mr. Forster preferiría romper con sus amigos a prescindir de sus profundas y honradas convicciones, que Mr. Cross es más liberal, más atrevido que el mismo Mr. Forster en favor de la educación nacional obligatoria; cuando consideráis de qué modo uno de los predicadores más distinguidos de la Iglesia de Inglaterra, cuya muerte llora hoy mismo el país, insistió toda su vida en la separación de la Iglesia y la enseñanza escolar como solución única del problema de la educación; más aún: cuando recordáis las palabras pronunciadas no ha mucho por vuestro excelente y reputado obispo, según el cual es mejor para la Iglesia entregar todas sus escuelas que consentir en la existencia de una sola escuela insuficiente, podéis tener la seguridad de que ha llegado el tiempo en que Inglaterra reconocerá también esos dos principios fundamentales, educación por la nación y para la nación, y completa separación de la enseñanza de la escuela y de la enseñanza de la Iglesia. Y creedme; luego que estos dos principios sean reconocidos, la mayor parte de las dificultades, así teológicas como económicas, que complican actualmente el problema de la educación, habrán desaparecido.

El clero se verá libre de su falsa y envidiosa posición actual. Ellos, así los protestantes como los no-conformistas (nonconformists) y los católicos romanos, podrán enseñar a ciertas horas en cualquier día de la semana o en escuelas dominicales la religión que tienen el derecho y el deber de enseñar. No ha de faltarles tiempo, pues lo mejor será siempre que los niños aprendan lo menos posible teología, como cosa distinta de la religión. No se impondrá ninguna condición a las conciencias ni habrá escrúpulos que perturben a los que enseñen religión. Tendremos en realidad educación religiosa en todas las escuelas, no educación religiosa a medias; y en cuanto a la remuneración particular, entiendo que si todas las cantidades que están presupuestadas actualmente para las escuelas de las Iglesias se diesen al clero, particularmente a los curas pobres, como maestros de religión de su rebaño, el dinero estaría bien empleado.

Entonces los gastos íntegros de la educación nacional, que en no pequeña parte se cubren actualmente por la caridad [337] particular, tendría sin duda que pagarlos la nación, no de otra suerte que el ejército, la armada y la administración civil.

Siempre que digo esto, la contestación que recibo es la siguiente: «Sí, se comprende muy bien que lo diga un extranjero; pero esa es una idea completamente extraña a los ingleses; ningún inglés verdadero hará caso de ella un solo momento.»

Yo juzgo siempre esa contestación señal llena de esperanzas; muestra que todos los otros pertrechos de la argumentación contraria se han gastado, pues nadie hace fuego con pólvora sola cuando todavía le queda una bala.

Nadie está más distante que yo de sostener que el sistema alemán de educación nacional debe transplantarse a Inglaterra. Hablo tan solo de los grandes principios que son buenos o malos en sí mismos y no tienen nada que ver con el carácter nacional o las circunstancias históricas. Nadie puede haber pasado la mitad de su vida en Alemania y la otra mitad en Inglaterra sin comprender que es completamente impracticable trasladar las instituciones inglesas a Alemania y las instituciones alemanas a Inglaterra. Alemania ha tenido que sufrir grandes penalidades por su tentativa de copiar la forma inglesa del gobierno constitucional, y la educación nacional fracasaría ciertamente en Inglaterra, si hubiera de ser una imitación del sistema alemán o del francés. Vosotros no queréis un ministro de la Instrucción pública que pudiese mirar al reloj y deciros que en ese instante todos los niños de Francia estarían leyendo Gallia est omnis divisa in partes tres. Pero si tuvierais un presidente del Consejo que pudiera mirar al reloj y decir: en este momento ningún niño mayor de seis o menor de trece años está malgastando el tiempo en las calles, ¿sería eso, por ventura, tan intolerable?

La parte que habría de corresponder a las autoridades en el régimen de las escuelas, las materias que deberían enseñarse, los libros, las horas, los sueldos que debieran señalarse, son cuestiones de detalle, que consienten gran diversidad, una vez admitido el gran principio de que la escuela pertenece al Estado y que el Estado es responsable de su eficacia, como es responsable de las condiciones del ejército, la armada y aun [338] del servicio de correos. Es un mal proceder no conducir las cartas por el correo. Es criminal la venta de los venenos. ¿Sería llevar demasiado lejos este principio que el Parlamento insistiera en que nadie debe abrir una escuela privada, sin que el Gobierno esté satisfecho de la salubridad del alimento moral e intelectual que se expenda en esas escuelas a los niños desamparados? Sé que el gobierno paternal no suena muy bien, en los oídos ingleses; pero si hay quien tenga derecho a un gobierno paternal, son ciertamente «esos pequeñuelos que no deben perecer.»

Estas no son cuestiones políticas, son cuestiones que conciernen a todos los hombres, sin distinción de nacionalidades. Son cuestiones religiosas en el sentido más verdadero de la palabra.

Apenas quiero referirme a los puntos más secundarios que se relacionan con la gran cuestión de la educación nacional. Por grandes que ahora parezcan, disminuirían desde el momento en que la educación nacional fuese considerada como un deber de la nación. Fijémonos, por ejemplo, en las dificultades económicas.

¿Qué hacéis convirtiendo en carga anual del Tesoro público la educación nacional? Sustituir, pura y simplemente, con un tributo racional y nacional, un tributo irracional y accidental. John Bull paga los impuestos, John Bull paga las obras de caridad, y los únicos que tienen un motivo comprensible para oponerse a la distribución equitativa de los impuestos de educación son aquellos que no quieren pagar la parte que les corresponde.

En segundo lugar, nada podría ser más costoso que el sistema actual, en que cada parroquia, o en general todo clérigo, necesita tener su pequeña escuela. Refundiendo en una tres o cuatro escuelas, no solo obtendréis una economía, sino estaréis también en condiciones de elevar la enseñanza, que con frecuencia es en la actualidad miserable, al más alto grado de influencia.

En este punto quisiera decir algunas palabras más, si me dais vuestro permiso. Para tener buena educación necesitáis gentes que sepan educar. Verdad es que ya no empleamos al [339] sepulturero que, además de repicar, tocar el órgano y enterrar, tenía que enseñar a los niños en la escuela. Pero todavía estamos muy mal. El maestro de escuela es todavía en muchas partes criado del clérigo: su trabajo es rudo, y nunca gana mucho más de 150 libras esterlinas al año. ¿Qué se puede esperar en tales condiciones? Un joven maestro de escuela podría empezar con mucho menos si se le abriese una carrera. En el ejército, un hombre empieza con el grado de teniente; pero puede acabar con los entorchados de general. ¿Es por ventura la enseñanza una profesión inferior a la de adiestrar soldados en el ejército? En todos los departamentos civiles una persona decente empieza con poco, pero asciende y tiene la perspectiva de una pensión de retiro cuando termina. ¿Es el cargo de maestro demasiado inferior para una persona decente? Dejad que os lea lo que dijo Nieburh sobre este asunto, y recordad que lo dijo después de haber sido embajador de Prusia en Roma:

«El cargo de maestro de escuela, en particular, es uno de los más honrosos, y a despecho de todos los contratiempos que de cuando en cuando perturban su belleza ideal, es para un corazón verdaderamente noble el más noble camino de la vida. Es el camino que elegí para mí, y mucho me alegraría de haberlo seguido.» ¿Es el enseñar tan repulsivo, aunque sea enseñar el A, B, C? ¿Se retiran las gentes de funciones que son a primera vista más repulsivas en la carrera médica? ¿Tiene el maestro de escuela menos ocasiones de hacer bien que el clérigo? Si las personas decentes pueden ser inspectores de las escuelas, ¿porqué no han de ser maestros de escuela? Haced que sea la educación un ramo de la administración; haced de los maestros de escuela lo que son realmente en el verdadero sentido de la palabra, servidores de la reina, y encontrareis dispuestos en el país los mejores talentos y el mejor material moral para hacer maestros de escuela realmente útiles.

Sin embargo, a pesar de todas las economías que podrían conseguirse con la refundición de escuelas, habría, sin duda, que hacer al principio un considerable gasto. Solo quiero que se nos deje llamarlo por su nombre: no es un gasto, es [340] inversión, la mejor y más lucrativa del mundo. Esto es lo que predico siempre a los padres que creen demasiado costosa la educación de sus hijos. Yo no digo que la educación no es demasiado costosa. Es a menudo escandalosamente cara. Pero sostengo, sin embargo, que es mucho mejor gastar el dinero en la mejor educación que se puede tener, que dejar a cada hijo mil libras más. Esto mismo debía predicarse en todo el país hasta que la nación, que consiste, después de todo, en muchos padres de familia, entienda que sacará un interés mucho mayor al dinero invertido en la educación inglesa que al capital que se invierta en los fondos ingleses, o mejor, en los turcos. Así como los padres necios tienen que pagar las deudas de sus hijos, las naciones necias tienen que emplear en cárceles y casas de corrección, o en manicomios, lo que hubieran podido gastar en la educación nacional.

Pero no es eso solo: Todas las naciones están tratando actualmente de mejorar sus condiciones por medio de la educación nacional, y en la pacífica, pero no menos fiera y resuelta contienda de la competencia mercantil, en la permanente lucha internacional por la vida, el país menos disciplinado, menos educado será arrojado al suelo. Un hombre que en los días que corren no sabe leer se asemeja a un ciego: un hombre que no sabe escribir se asemeja a un sordomudo. ¿Son estos los hombres que quiere formar Inglaterra?

Mostrad una vez al pueblo inglés lo que es bueno, y lo hará. ¿Es Inglaterra un país más pobre que Alemania, Dinamarca, Suecia, Rusia o Italia? Si todos estos países se imponen las más penosas cargas por la educación obligatoria y gratuita, ¿podrá decir Inglaterra que no puede hacer otro tanto? Cuando se trató de abolir la esclavitud, ¿calculó Inglaterra el coste? Cuando, más tarde, se libró al ejército del estigma de la compra de grados, ¿vaciló el Parlamento en pagar la ley? Sea cual fuere el coste, más tarde o más temprano se tendrá que acudir a las escuelas. En períodos de guerra, Inglaterra puede soportar un impuesto sobre la renta de diez y ocho peniques por libra y considerarlo como cosa de escasa importancia: los deberes de la paz, de la paz asegurada a este país por una bondadosa Providencia, son tan sagrados [341] como los que impone la guerra; y si los ingleses adquieren, por fin, la convicción de que la educación nacional es un deber nacional, pensarán tanto en negarse a este deber nacional como en negar la deuda de la nación.

Pasarán, tal vez, algunos años antes de que se realice todo esto; pero a medida que vuestro ideal de educación nacional sea mayor, más valdrá. Un hombre sin ideales es una miserable criatura: una nación sin ideales nacionales es más miserable todavía.

Oigo decir a menudo que Inglaterra haría por la educación nacional lo que ha hecho Alemania, lo que Italia está haciendo. No: eso no basta. Hemos hecho cuanto hemos podido en Alemania; pero lo que hemos podido hacer es obra de poca importancia. Nuestras dificultades son enormes. ¿Cómo pagar las escuelas y los maestros con la debida esplendidez? El suelo, en la mayor parte de Alemania, es pobre, y por eso el país no será nunca rico. Por otra parte, haremos lo que se quiera, pero viviremos siempre entre dos peligros, entre Francia de una parte y Rusia de la otra, y tendremos que gastar siempre nuestras mayores fuerzas en la propia defensa. Existe entre los hombres de Estado alemanes la más profunda convicción de que nuestros mayores esfuerzos deben consagrarse al progreso de la educación nacional: lo único que necesitamos para eso, y al parecer sin fundadas esperanzas de conseguirlo, es una larga paz y un Bismark y un Moltke fundidos en un Ministro de Instrucción pública. En Inglaterra tenéis todo lo que os hace falta y no hay razón para que Inglaterra no esté tan adelantada en la educación nacional respecto de Alemania, como Alemania respecto de China. tenéis dinero, tenéis paz, tenéis espíritu público y tenéis lo que vale más que todo, religión práctica; quiero decir que hacéis todavía las cosas, aunque os disgusten mucho, porque creéis que tal es la voluntad de Dios. Invertid, pues, vuestro dinero, utilizad vuestra paz, levantad vuestro espíritu público y convenced a las gentes de que la mitad, las tres cuartas partes, las nueve décimas de una verdadera religión práctica es –educación, educación nacional obligatoria, y si puede ser, gratuita.

F. Max Müller

——

{1} Discurso pronunciado en la Asociación libre-cambista de Manchester el 27 de Octubre de 1875 por el profesor Max Müller.

{2} Some Account of the Origin and objects of the new Oxford [331] examinations for the Title of Associate in Arts and certificates, for the year 1858 By T. D. Acland Esq. London: J. Ridway 1858.

 


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