Filosofía en español 
Filosofía en español


discurso

El mejor indigenismo es el hispanismo…
…que busca en el indio al hombre, no a las plumas

por Alfonso Junco

El viernes último en el Palacio de Bellas Artes, Alfonso Junco, actuando como mantenedor de los Juegos Florales organizados por la Beneficencia Española como culminación de los festejos de su centenario, pronunció el magnifico discurso que La Nación da a conocer con todo gusto a sus lectores, y en el que el noble escritor precisa el auténtico indigenismo a lo hispánico, tan lejano de ese otro indigenismo turístico que apenas llega a las plumas, los collares y los colorines de nuestro indio.

Reina y Corte:
Señoras y Señores:

Poesía y mujer

Alfonso Junco
Junco: “…lo hispánico no excluye ni desprecia lo indígena, lo incorpora y lo funde…”

Flota en la atmósfera y canta en la luz de esta noche de gala, un coro de inspiraciones generosas: la España materna, descubridora y fundadora, que hace 450 años besó con sus carabelas jadeantes las playas de un mundo nuevo; la beneficencia hispánica, que madrugó en los misioneros y en Cortés, –fundador del Hospital de Jesús que todavía perdura–, y que se dilató con ingeniosa multiplicidad y eficacia por los tres siglos del virreinato, pero que, ya en la era independiente, se concretó en un organismo propio cuyo primer centenario conmemoramos; y la Poesía cuya fiesta floral hoy nos congrega, bajo el hechizo propiciatorio de la Mujer, reina de amor y de hermosura, fuente de ensueño y de gracia, sonrisa de Dios que se pasea por el mundo para hacernos sentir la nostalgia y la sed del paraíso.

Juntar a la Poesía y a la Mujer es un instinto poderoso y certero, consagrado en la tradición caballeresca de los juegos florales; la Mujer y la Poesía se identifican en el ministerio de elevar transfigurando; y ante los ojos de mujer que presiden, como un símbolo, esta noche de gala, viene espontáneamente a los labios aquella extasiada invocación del poeta:

Cuán límpido el claror de los serenos
ojos que Dios en tu semblante quiso
cual reflejo poner del paraíso
a que aspiran las almas de los buenos.

Así, de gracia y de inocencia llenos,
quien su fulgor recibe, de improviso
siente en su ser el misterioso aviso
de ignotos mundos, al dolor ajenos.

Si anuncias a los míseros mortales
la excelsitud de una inmortal aurora
con la luz de tus ojos celestiales,

deja que en esa luz de tu mirada
se purifique el alma pecadora
para alcanzar la eternidad soñada.

* *

La España materna, descubridora y fundadora de pueblos, misionera y benefactora, alborea en la portentosa claridad del 12 de octubre: aquel memorable día en que Colón, sollozando de júbilo y de victoria, alzó la cruz en tierras de América, cuando, pretendiendo abrir nuevo camino para las Indias y creyendo tocarlas, topó con un inmenso continente que se alzaba a mitad de su carrera y que ni en sus sueños desmesurados existía. Quedó así integrado el mundo, y quedó potencialmente incorporado nuestro hemisferio a la civilización y al cristianismo. Que estas grandes repercusiones suelen tener los grandes propósitos, y, aun a despecho de los yerros humanos, suele Dios coronar con imprevistas verdades el tesón de la heroica voluntad.

Aquella empresa substancialmente española –del toda ajena al rincón nativo de Cristóbal, vana y puerilmente disputado–; aquella empresa acariciada en la Rábida, auspiciada por fray Hernando de Talavera, acometida en nombre y al impulso y amparo de los Reyes Católicos, con el concurso decisivo de los Pinzones y con naves y gentes españolas, inauguró el contacto, doloroso y glorioso, de Europa con América, inauguró la efusión y la fusión de sangres que gestaría el alumbramiento de nuestros pueblos. Acaso por ello ha venido designándose el 12 de octubre como el Día de la Raza. Pero raza no significa para nosotros exclusión altanera, sino amorosa compenetración; no implica la teoría materialista y pagana de un racismo aislante, sino al revés, la doctrina espiritualista y cristiana de un ecumenismo integrador. Integrador, en nuestro caso –dentro de la vasta hermandad de todos los hombres– de esta egregia comunidad espiritual que llamamos la Hispanidad. Común denominador, signo unitario que no borra, sino levanta a superior armonía, las diferencias étnicas, las aportaciones locales, los valores autóctonos.

Méjico no es España, Pero ¿qué fue lo que integró a esta patria nuestra? ¿De dónde recibimos la comunidad de lengua, de religión, de espíritu, de territorio, de instituciones, de estilo vital? ¿Qué es lo que forjó lo que constituye la nación mejicana?

Ella no existía, ciertamente, cuando tribus aborígenes, extrañas y aun adversarias entre sí, ocupaban zonas más o menos distantes, y carecían de comunidad de idioma, de comunidad de territorio, de comunidad de régimen jurídico y social, de comunidad de ideales.

Lo que integró a nuestra patria

Lo que hizo posible, lo que creó de hecho la nación mejicana, fue, por el pensamiento y por la acción, el aporte hispánico; la cultura católica y europea, de personalísimo sello, que con España recibimos; que amalgamó y dio nexo de unidad a lo heterogéneo; que imprimió carácter, fisonomía, modos genéricos que a lo largo de nuestra patria –y de manera semejante a lo largo de toda la América Española–, percibimos fácilmente como signos de hermandad.

Lo hispánico no excluyó ni despreció lo indígena. Al contrario. Precisamente lo genuino, lo típico, lo singularmente glorioso de la Hispanidad, es el haber incorporado y fundido en sí, con abrazo de amor, tanto la sangre como las peculiaridades y excelencias aborígenes. Sin prejuicio ni soberbia racial, con sentido ejemplarmente cristiano, consumó España la fusión de sus gentes con las gentes nativas; y así surgió el gran mestizaje de América, que ofrece sin duda aportaciones y modalidades propias, pero que reconoce por común denominador la Hispanidad.

Basta ejemplificarlo, señoras y señores, con unos cuantos datos cardinales.

¿Qué fue, entre nosotros, lo que vinculó a las tribus distintas y adversarias? Nada tenían de común los tarascas o los mayas con los aztecas. Estos tiranizaban cuanto podían a los tlaxcaltecas, a los zapotecas, a los mixtecas, a otros grupos étnicos. No eran hermanos, sino enemigos. Por eso, para pelear contra sus opresores, los tiranizados se aliaban con Cortés. Lo que puso unidad en aquella diversidad heterogénea y antagónica, fue el régimen español, fue el mensaje hispánico.

Igual en la lengua. Respetando y estudiando el hervidero de idiomas y dialectos que separaba a los aborígenes, les comunicó España la maravilla de su propia lengua, con que pudieron ellos salir de su oscuro aislamiento particularista, hermanarse entre sí, insertarse en la cultura universal.

Lo propio en la religión. Ante la babel de dioses primitivos –a menudo feroces y rivales–, llegó el cristianismo que, además de abolir los sacrificios sangrientos y la antropofagia, levantó a los indios a un plano superior de convivencia amorosa, de dignidad humana y de común fraternidad.

Y lo mismo en la geografía. Ocupaban las diversas tribus, regiones relativamente cortas, discontinuas, dispersas. El territorio vastísimo de la Nueva España –y aun nuestro actual territorio reducido a la mitad de aquél–, no es, simplemente, lo que tenían las indios. Es ello y muchísimo más, que se descubrió, se pobló y se civilizó por el asombroso esfuerzo hispánico. Es esa gran totalidad traída a nexo político por el régimen virreinal.

Por eso es una insigne y apocadora tontería, que se designe a México, a menudo, como “la nación azteca”. Nuestro conjunto étnico, nuestra lengua, nuestra religión, nuestra cultura, nuestro territorio, no son los de los aztecas: rebasan y superan con enormidad aquella cosa exigua, restricta, adversa y opresora de los demás pobladores.

En cambio, la Hispanidad sí es –para nosotros como para los otros pueblos hermanos de América–, lo que he llamado el común denominador, que no excluye sino incluye lo indígena; el común denominador, que así como en aritmética sirve para sumar quebrados, así integra aquí lo fraccionado, lo inconexa, lo quebrado, en un espléndido total, en una suma generosa.

El hispanismo es el mejor indigenismo

Santa Teresa de Jesús
Teresa, mujer de nuestra raza… santa, femenina, reformadora

No hay, en consecuencia, disyuntiva ni oposición, entre el hispanismo y el indigenismo. Al revés. El hispanismo auténtico es el mejor indigenismo.

Al afirmar lo hispánico, afirmarnos precisamente lo indígena, que no es ya cosa contrapuesta ni ajena a la Hispanidad, sino fundida con ella en una totalidad étnica e histórica objetivada por veinte pueblos.

El hispanismo católico –único hispanismo entero y verdadero, porque lo católico es la entraña misma de lo hispano–, ama y siente al indígena como cosa propia. No lo segrega, sino lo incorpora. Quiere su mejoría y exaltación integral, como persona humana. No mira al indio como bicho raro, sino como hombre.

Hay cierto indigenismo descaminado y angosto, adorador del dialecto y de la orejera y del collar, que busca ejemplares de aborígenes como buscaría ejemplares de fauna exótica, que suele prescindir de lo hispánico y aun repudiarlo, para quedarse con el indio en vivas plumas. Lo cual resulta, a la postre, denigrante para aquellos a quienes pretende exaltar.

El hispanismo, nutrido de católica savia, no entiende al indio como novelería pintoresca, sino como dramática humanidad.

Hispánicos son todos los que iniciaron y arraigaron en América el conocimiento y la dignificación del indígena, su incorporación fraterna y sin repulgos a una comunidad más anchurosa y a una cultura superior. Todo ello respetando cuanto en los modos y costumbres indígenas era bueno o indiferente; corroborando con amor sus peculiares actitudes y sus gustos nativos; y sólo repudiando las cosas inhumanas o inferiores: sacrificios sangrientos, antropofagia, idolatría, poligamia…

Siguiendo las huellas de Isabel –que porque fue de veras la Católica fue de veras la indigenista–, la Corona de España defiende siempre a los indios ante los abusos y ferocidades engendrados por la guerra y el apetito dominador.

Un pariente de Carlos V viene a esconderse en un rincón de México –en el convento de San Francisco, cuna de la civilización del Nuevo Mundo–, y muere nonagenario, todo absorto en su portentosa tarea educativa. Es Pedro de Gante.

Del colegio franciscano de Tlatelolco salen indios doctos y respetables, que saben latín y de gobierno, que descuellan en la vida intelectual y social, como aquel don Antonio Valeriano, evangelista de la “buena nueva” del Tepeyac.

Don Vasco de Quiroga, primer obispo de Michoacán, junta a los indios en comunidades ideales, fomenta la limpieza de su alma y de su cuerpo, organiza el trabajo y la economía con un realismo tan certero y tan eficaz, que todavía el cabo de cuatro siglos deja huellas vivientes.

Un encomendero, Bartolomé de las Casas, siente el grito cristiano de su hispanidad, y deja sus indios, y llega a obispo, y vuélvese feroz adalid de todos ellos. ¿Quién ha exagerado y vociferado contra los españoles con tan abrupta intemperancia –y tan respetada libertad– como él? ¿Y quién ha dicho más suaves y enamoradas cosas de los indios que otros también mitrados: Julián Garcés, el venerable Palafox?…

Escudriña el Padre Sahagún y registra acuciosamente la historia y peculiaridades de los nativos; la pléyade de los misioneros lleva luz científica al intrincado laberinto de las lenguas. Mas todo ello con calor vital: no para arrellanarse en la filología y el folklore, sino para lanzarse a la redención de aquellas almas humanas.

Lo que da nervio y profundidad al heroísmo de aquellos grandes indigenistas, es puntualmente lo que tienen de hispanos, lo que tienen de cristianos. La mera inspiración indígena sería impotente para esos frutos. Necesitábamos precisamente la inspiración hispánica, la aportación providencial de la cultura y la religión que España trajo y consubstanció en nuestra vida.

Nadie es, pues, mejor indigenista que un buen hispanista. Quien desdeña o repudia lo hispanocatólico, podrá ser un selecto explorador del indígena como curiosidad: nunca un entrañable amador del indígena como hombre.

* *

Nosotros, justamente por nuestra herencia hispánica, jamás hemos sentido diferencias por el color de la piel: indios, mestizos, criollos, convivimos naturalmente y sin reparar en ello; nunca es la raza motivo de acrimonia ni de exclusión; lo mismo en la escuela que en la oficina, en el foro que en el ejército, en la mitra del prelado que en la silla del Presidente, pueden alternar y alternan, sin asombro ni repulgo de nadie, todos los “pigmentos”.

Esta excelencia, genuina y medularmente cristiana, que anula todo racismo teórico o práctico, y que es base primaria e ineludible para la dignificación del indígena; esta excelencia, que nos pasa inadvertida por lo mismo que nos es connatural, pero que no suele alcanzarse ni en países del mayor auge democrático, la tenemos nosotros, y la tenemos como herencia y mensaje de nuestra cristianísima hispanidad.

No existe, en suma, oposición entre indigenismo e hispanismo. Podrá haber variedad de dosis y de acentos en la estimación; podrá haber, de ambos lados, espíritus angostos que no abarquen y sobre todo que no vivan esta síntesis. Pero el hispanismo auténtico es el mejor indigenismo.

El acercamiento por la poesía

Somos, sin melindre de colores, una vasta familia de veinte pueblos. Pero nuestra hermandad es más un hecho histórico y una disposición de espíritu, que una operante realidad. Y hoy, en medio de la borrasca del odio y la violencia que se exaspera sobre el mundo y alcanza jerarquías de ideal y doctrina, es alto y oportuno pensamiento convocar todas las fuerzas vinculadoras de los hombres, levantar en nuestra América el signo unificante del amor, y auspiciar en el arte –señaladamente en la poesía– una de las potencias más profundas de espiritual acercamiento.

Porque tiene en el arte, y tiene con singularidad en nuestros pueblos hispánicos, un sitio tan egregio y tan ejemplar la poesía, que su imagen radiosa se levanta como una evocación imprescindible, cuando se piensa en el acercamiento de lo distante, en la fraternidad de lo diverso, en la unificación de lo mejor.

Porque el hombre –complejo misterioso de lo ínfimo y de lo supremo–, guarda un elemental instinto que lo empuja a apretarse con sus semejantes buscando meramente calor animal bajo el trueno de la tormenta y el estímulo del miedo, y atesora también un instinto celeste que lo sube a buscar el inmaterial calor de los espíritus afines, para apretarse y unimismarse con ellos en invisible comunión fruitiva.

Esta aproximación por lo más alto, este abrazo fraterno de las almas en sus horas mejores, este vínculo de amor en la excelsitud, tiene en la poesía su motivo quizás más operante, su realización tal vez más prestigiosa.

¿No es verdad que en nuestra América, a despecho del recíproco desconocimiento material, de lo lento y precario de nuestras físicas comunicaciones, hay una voz de espíritu que resuena a lo largo del continente, y anuncia y presagia y cumple en parte nuestro conocimiento futuro y nuestra soñada unificación?

Poco hemos practicado el viaje intercontinental, poco sabemos de la política y circunstancias de nuestros hermanos de América: pero alguna vislumbre tenemos de su entraña y alguna anticipación de nuestra venidera unanimidad, en la poesía que canta por Díaz Mirón y Amado Nervo, por Othón y González Martínez, por Rubén Darío y Guillermo Valencia, por Santos Chocano y Zorrilla de San Martín, por Leopoldo Lugones y Gabriela Mistral.

Dijérase que así como el paisaje se reconoce por sus cumbres, y así como el torso de la América se vertebra y unifica por la egregia vinculación de sus montañas, así nuestro paisaje ideal se identifica por nuestros poetas, y de sus altas bocas surge un grito de alerta continental, y por sus bravos riscos va en cadena pasando –como por brazos de gigantes en maratón magnífico– la antorcha soberana que desgarra la noche.

* *

Casi en noche recíproca estaríamos aún, sin ese resplandor de poesía. Ella ha preludiado el conocimiento cabal que ha de venir, ha suscitado la simpatía que se ha de fortalecer, ha puesto en vigilia nuestra inquietud de acercamiento que ha de llegar a plenitud lograda. No en vano llámase al poeta, vate: que poesía es vaticinio, augurio, profecía. Profetas de la América futura son nuestros poetas: no es cosa vacua el lírico clamor, ni el penacho romántico es baldío. Toda acción eficaz va precedida del lampo del concepto; todo acometimiento generoso lleva en la punta de la vanguardia un cántico.

Debe venir y vendrá –en cintas de asfalto y de hierro, en rutas aéreas y marítimas– el acercamiento físico que nos falta; debe venir y vendrá el intercambio comercial y económico, la aproximación por el radio, por la prensa, por el cinematógrafo, por el teatro, por todas las corrientes intelectuales, universitarias y artísticas. Pero ya la poesía dio su fulgor de aurora.

Y es necesario y justo que su fulgor vaya en aumento con el día que aguardamos. ¿Y quién como la mujer para auspiciar la plenitud soñada de esa luz?

Recordáis –¡cómo no!– la rima de Gustavo Adolfo:

–¿Qué es poesía?– dices, mientras clavas
en mi pupila, tu pupila azul.

–¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?
¡Poesía… eres tú!

Poesía eres tú, mujer. Poesía sois vosotras, mujeres. Y porque sois poesía, nadie como vosotras para darle regazo y presidir sus justas incruentas; y porque sois poesía, sois idealismo, ensueño, fe, y nadie como vosotras para suscitar este acercamiento de las almas en lo excelso; y porque sois poesía, tremoláis, en las horas de abatimiento y de catástrofe, sobre el abúlico pesimismo el gonfalón de la esperanza, sobre los alaridos del odio la clarinada del amor.