Filosofía en español 
Filosofía en español


Luis Araquistain

El krausismo en España

El krausismo español, que con el tiempo llegó a ser algo así como una filosofía del Estado, nació a la sombra de un gobierno progresista y casi por razón de Estado. A conocimiento de los españoles que avizoraban las novedades intelectuales del mundo había llegado la noticia de que en Alemania imperaba una filosofía fabulosa por sus dimensiones y su originalidad, o más bien una nueva mitología teutónica presidida por la diosa razón, que eclipsaba y reducía a la nada a las demás filosofías europeas. Las primeras nociones de esos gigantescos y misteriosos sistemas filosóficos entraron en España, precisamente, a través de los traductores y comentaristas franceses, pues hasta para enterarse de lo que acontecía en el resto de Europa necesitaban los españoles de la lengua francesa. ¿No era humillante para el amor propio nacional tanta dependencia? Se sabía que Monsieur Cousin hacía viajes frecuentes a las múltiples Mecas filosóficas de la sabia Alemania y que de ellos volvía cargado con tesoros de las novísimas ideas; por cierto que en uno de ellos la vigilante y perspicaz policía alemana le detuvo por sospechoso de ser carbonario, y pasó varios meses en una cárcel bien poco filosófica. ¿Por qué no imitar a Cousin y enviar un filósofo propio a beber directamente en las fuentes de aquella desconocida ciencia germánica?

La ocurrencia fue del ministro progresista Pedro Gómez de la Serna, y el emisario Sanz del Río. El aprendiz de filósofo celtíbero había nacido en 1814, en un pueblecito de la provincia de Soria, territorio de la antigua Celtiberia; salió para Alemania en 1843. Se detuvo unos días en París y visitó a Víctor Cousin. Le bastó tan corto tiempo para averiguar que en Francia «la philosophie n'y est cultivée ni avec profondeur ni avec sincérité» (la filosofía no se cultiva ni con profundidad ni con sinceridad), y que Cousin, «comme philosophe il a fini de perdre le peu de prestige quil avait à mes yeux. Je déplore chaque jour davantage l'influence que la philosophe et la science française –science confuse et toute extérieure– exercent parmi nous depuis un demi-siècle» (como filósofo ha acabado por perder el poco prestigio que tenía a mis ojos. Cada día deploro más la influencia que la filosofía y la ciencia francesas –ciencia confusa y toda exterior– ejercen entre nosotros desde hace medio siglo){1}.

No debió de ser mejor el juicio que se formó Cousin de Sanz del Río, y desde luego no le pareció bastante importante para dejarlo consignado: por lo menos el diligente Pierre Jobit no lo ha encontrado en ninguna parte. El efímero contacto entre los dos filósofos, a juzgar por las palabras del español, tuvo bien poco de fraterno. Véase ahora cómo describe e interpreta ese encuentro un padre jesuita de nuestros días: «Hay aquí un enlace interesantísimo que nos explica la trayectoria del krausismo masónico alemán hasta parar en la pedagogía institucionista de Giner. Este enlace fue Víctor Cousin. Porque es el caso que al pasar Sanz del Río por París camino de Alemania, sin rumbo fijo, Víctor Cousin le recomendó que estudiara la filosofía de Krause: es decir, la filosofía masónica, o sea la filosofía puente entre el catolicismo y el ateísmo.» Esto es lo que dice el jesuita Herrera{2}. Lo que no dice el discípulo de San Ignacio de Loyola es la fuente de tan rara novedad; no podía decirlo porque sólo existe en su exacerbada imaginación. Así se escribe la historia actualmente en España.

Quien le hizo esa recomendación fue Henri Ahrens, en Bruselas, donde Sanz del Río se detuvo también algún tiempo. No le era desconocido Ahrens, alemán que hubo de abandonar su país en 1831 por complicaciones en una revuelta política; fue profesor en la Sorbona y luego en la Universidad de Bruselas. Su Cours de Droit natural ou philosophie du Droit se había publicado en español en 1841, y Sanz del Río, que había estudiado Derecho, lo conocía a fondo{3}. En realidad, fue esa obra la que le inició en los misterios del krausismo. Ahrens era krausista, y es natural que cuando Sanz del Río fue a verle, le aconsejara que se trasladase a la Universidad de Heidelberg. Krause había muerto en 1832, pero sus discípulos mantenían allí el fuego sagrado de la doctrina del maestro y la propagaban a diversos países europeos.

Sanz del Río permaneció en Alemania hasta 1844, y parece ser que no volvió a aquel país aunque repetidas veces se ha dicho lo contrario. ¿Cuál fue su cosecha del krausismo? Como cantidad, bien parva, si se compara lo publicado por Krause y por Sanz del Río. Krause fue uno de los escritores filosóficos más prolíficos de los tiempos modernos y quizás de todos los tiempos. No publicó mucho en vida, sin duda porque las prensas editoriales no podían dar abasto a tanta producción; pero dejó montañas de manuscritos, que sus fieles discípulos y sobre todo su yerno, Leonharhi, fueron entregando poco a poco a la estampa; no sé si terminaron. En el manual de la historia de la filosofía de Ueberweg-Heinze, entre las obras publicadas en vida de Krause y las póstumas cuento cuarenta y ocho, algunas en varios volúmenes{4}. Y eso que las parcas, acaso piadosas con él y con la humanidad leyente, cortaron el hilo de su vida a la edad de cincuenta y un años.

Sanz del Río, si se juzga por sus traducciones y glosas de Krause, apenas pudo digerir más que dos o tres obras del maestro. Era el tipo del sabio de un solo libro o poco más: poco extenso en el conocer, pero muy intenso en lo que conoce; tipo de creyente más que de creador, de historiador o de crítico. En 1849, redactó un resumen de la filosofía analítica de Krause, como justificante de la pensión que en 1843 había recibido del gobierno para hacer sus estudios en Alemania. La comisión oficial encargada de examinar el tardío trabajo manuscrito lo juzgó en estos términos: «En ningún modo y bajo ningún concepto puede aprobarse ni admitirse semejante trabajo, sino guardarse como una de tantas muestras del punto a que en ocasiones puede llegar el desarreglo del entendimiento humano.»

La dura sentencia nos hace reír, pero es injusta. El desarreglo, si lo había, no era de Sanz del Río, sino de Krause, y tampoco era de su entendimiento, sino de su lengua. [5] Krause se empeñó en inventar un nuevo lenguaje filosófico, lleno de neologismos bárbaros, repelentes hasta para los muy asimilativos estómagos alemanes. De ahí su escasa boga en Alemania mientras vivió, pero luego creciente a medida que los exegetas fueron descifrando el galimatías de sus conceptos y construyendo una hermenéutica krausista. No era tan mediocre pensador como los antikrausistas españoles pretendían. Pero si su jerga filosófica era ininteligible hasta para los alemanes mismos, calcúlese lo que sería para los españoles, que leían tal jerigonza por primera vez, un estilo como el de este párrafo de su discípulo español:

«Lo particular, que en su particularidad es lo otro –como siempre de, en, con, a… otro–, se dice tal de todos lados, y llama de todos lados infinitamente lo otro, sin límite de relación en su propia eterna particularidad, es la realidad subsistente de su particularidad»{5}.

El eje de la filosofía de Sanz del Río, es decir de Krause, está en dos traducciones, con comentarios, que hizo de su maestro: la Metafísica, primera parte o analítica, y el ideal de la Humanidad para la vida, publicadas ambas en 1860. La segunda parte de la Metafísica, o sea la síntesis, anduvo manuscrita en manos de sus discípulos, pero no llegó a imprimirse. Ni el espacio disponible ni el valor intrínseco de la doctrina krausista permiten una exposición detallada; con todo, habrá que dar una idea sucinta de los fundamentos de una filosofía que tuvo tan enorme influencia en España como fenómeno histórico y sociológico.

La Metafísica de Krause, base de toda su voluminosa filosofía, es una especie de viaje de ida y vuelta entre el hombre y Dios. Primero se asciende: es la parte analítica. El punto de partida es el yo. Concentrándonos en nuestro yo, descubrimos que consta de dos elementos: cuerpo y espíritu. Pero no son incomunicantes, como en Descartes. La noción del cuerpo nos lleva al conocimiento de otros cuerpos, y todos juntos forman la Naturaleza, que es infinita, pero de un infinito relativo. La noción del espíritu nos conduce al conocimiento de otros espíritus, cuya totalidad constituye el Espíritu, también infinito relativo. Del contacto de Naturaleza y Espíritu nace la Humanidad, también un infinito relativo. Esta trilogía de infinitos relativos, separados e independientes entre sí, necesita una síntesis superior que los enlace y coordine. Un paso más y ya estamos en la cumbre de la montaña ideal que penosamente vamos escalando: allí nos espera, descubierto a nuestra «vista real», el Ser absoluto, el infinito absoluto, eterno y perfecto, o sea Dios. Visto el Ser, comienza el descenso. La descripción de lo que se contempla en el viaje de retorno es el objeto de una serie de ciencias: la doctrina de los entes o seres originarios (Urwesenlehre), las ciencias de la sociedad, o sea de la religión, de la moral, del derecho, &c., &c.

Como dice uno de los discípulos más brillantes y sagaces de Sanz del Río: «Cuando la última página del libro (la Metafísica analítica) nos forzó a mirar al cielo después de haber escrutado los profundos de la conciencia humana, se nos apareció el verdadero método, la escala mística de Jacob, la escala de conceptos lógicos que, como coros de arcángeles y querubines agrupados en torno de Dios, se abrían para permitir el vuelo de la enamorada razón del hombre que ascendía a conocer al Ser infinito y absoluto, incondicional y eterno»{6}.

Esta filosofía, en efecto, es una mística y, en el fondo, un enlace con la mística española del siglo XVI. Esta es una de las explicaciones de que tuviera tanto arraigo en la España del siglo XIX. Se equivoca Menéndez y Pelayo cuando afirma que «pocos saben que en España hemos sido krausistas por casualidad{7}. No hubo tal casualidad. Sanz del Río fue al krausismo, como quien dice, a tiro hecho. Ya era krausista, por lo menos potencial, antes de salir de España. Lo confiesa en su primera carta a José de la Revilla: la convicción de que la doctrina de Krause es «la eterna, la absoluta Verdad» nace de la doctrina misma, «que yo encuentro en mí»{8}. Llevaba el krausismo consigo: era krausista avant la lettre.

Probablemente este misticismo latente en la conciencia de muchos españoles venía de más lejos, quizás de la Edad Media. Según [6] Canalejas, «los rabinos y los árabes, y después Raimundo Lulio, nos separaron del estudio de Platón y de Aristóteles… Quizás sea ésta una de las causas que nos han tenido alejados del gran movimiento cartesiano, que para nosotros no tenía razón de ser, porque en nuestro suelo no se habían desarrollado las doctrinas platónicas y aristotélicas… De las dos grandes escuelas árabes, la mística y la propiamente aristotélica, la que en España se arraiga con más fuerza es la mística, y esta tendencia ha sido y es tan natural en nuestro pueblo, se presenta tan obstinadamente en todos los períodos de la historia, se apodera con tanta facilidad de nuestros espíritus, aun de los más circunspectos y reflexivos, que con razón ha dicho uno de nuestros más discretos escritores contemporáneos que «aun los que se llaman racionalistas, más pecan por místicos que por racionalistas»{9}.

El autorretrato y al mismo tiempo el retrato de casi todos los krausistas, en las palabras finales transcritas, es perfecto. Desde luego sorprende que buen número de los primeros krausistas y de los sucesores más importantes fueron oriundos de Andalucía, una tierra donde la cultura semita, árabe o judaica, echó hondas raíces. Francisco de P. Canalejas, Salmerón, Castelar, Federico de Castro, Giner de los Ríos son andaluces. Sanz del Río, como sabemos, nació en Castilla, pero a los diez años va a educarse a Córdoba y más tarde estudia derecho en Granada. Y aun en nuestros días asombra la cantidad de apellidos judíos que se destacan en la vanguardia de lo que puede llamarse el humanismo liberal español, continuación del krausismo.

No todos los que ostentan esos apellidos están en ese frente. Descendiente de judíos conversos o marranos, como entonces se les designaba, es el general Franco, y nadie, ni el más ciego de sus partidarios, dirá precisamente que es un humanista. Pero también él sigue una tradición, que es asimismo una tradición, si bien exigua en el número: los peores enemigos de los judíos fueron algunos conversos, por aquello de que no hay peor cuña que la de la misma madera. Y quién sabe si el aborrecimiento de muchos católicos por el krausismo, adaptado a la mística española, no era una supervivencia subconsciente del odio de la España cristiana contra moros y judíos. sobre todo en los siglos XIV y XV.

Américo Castro, en un libro valioso que mencionaré más adelante, estudia algunos aspectos de la influencia árabe y judía en la cultura castellana, especialmente en la literaria; pero la historia de las relaciones filosóficas entre las tres culturas, judía, árabe y cristiana, está por escribir, y cuando se escriba, tal vez se expliquen muchas anomalías en la historia de la España contemporánea que hoy nos parecen inexplicables. Entre otras, por ejemplo, quizás se explique el militarismo español del siglo XIX y XX, único en el mundo, salvo en la América española, que lo copió de la antigua metrópoli. La filosofía de ese Estado de fuerza armada es la misma del Estado de los bereberes nómadas que Ben Jaldún (1332-1406) describe y comenta tan penetrantemente en sus Prolegómenos y que tanto influyó en la España cristiana y sigue influyendo{10}. Es la idea sociológica del Estado, del Estado primitivo de conquista, que sobrevive, con toda su brutalidad originaria, en algunas razas de África y en España. Esta España del siglo XIX y XX, en que luchan constantemente una mística inerme o mal armada (como en 1936) contra generales de alma berberisca como Narváez y Franco, parece una continuación de los reinos de aquella España medieval, árabe y cristiana, en la que la espada era siempre la última razón de Estado, como todavía hoy. Nos orientalizamos y aun nos africanizamos en el misticismo y en la violencia, que frecuentemente van juntos en las civilizaciones semíticas. España es la última colonia de los militares españoles berberizados: viven sobre ella como en país conquistado. Y ninguna mística podrá sacudir definitivamente su yugo.

Tampoco esta mística de los árabes y judíos [7] españoles es original, sino más bien un renacimiento del neoplatonismo alejandrino, paralelo al primer renacimiento de la cultura grecolatina, que se inicia en la España medieval, llevada allí en las traducciones árabes, que a su vez lo eran de las traducciones sirias. Con el misticismo neoplatónico del siglo III de nuestra era guarda asimismo grandes semejanzas la filosofía alemana de comienzos del siglo XIX y sobre todo la de Krause, que nada tenía de «novísima», como los krausistas españoles cándidamente se imaginaban. En realidad, el krausismo, que se cree la cifra y compendio de todo el pensamiento anterior, es la última etapa en el proceso de degeneración de la gran filosofía empírica inglesa y francesa de los siglos XVII y XVIII, del mismo modo que la filosofía de Plotino, otro sintetizador y armonizador como Krause, es la degeneración definitiva de la filosofía griega –especialmente de la empírica presocrática–, que ya empieza en Platón. Las novedades que Sanz del Río se figuraba descubrir en Krause, descubriendo de paso lo que confusamente palpitaba en su conciencia mística, sólo eran el punto en que se cerraba un círculo filosófico que dieciséis siglos antes se había originado en Alejandría y uno de cuyos arcos, que había pasado por España, se encontraba en Heidelberg con el otro arco que los griegos fugitivos de Constantinopla, al caer en manos de los turcos, habían tendido hasta Italia y de allí a otros países europeos. El panteísmo de Spinoza, de una parte judío de origen español y de otra holandés, es otro punto donde se reúnen los dos arcos del círculo alejandrino. En filosofía, como en política, Alemania y España han representado con frecuencia formas degeneradas y anacrónicas de la cultura y la civilización en su plenitud. Sus simpatías mutuas, en ciertos períodos, no son casuales.

Sin embargo, para los krausistas españoles, rara mezcla de hombres ilusos y prácticos, la metafísica del maestro alemán y más aún su Ideal de la Humanidad eran subsidiariamente armas para combatir a los que consideraban como los tres enemigos del progreso nacional: un Estado que, después de la primera guerra civil (1834-1840), según avanzaba el reinado de Isabel II, iba recayendo en las formas características del reinado anterior; régimen de camarillas (ahora con validos de alcoba), ineficacia, corrupción y absolutismo creciente; una Iglesia anquilosada e intolerante, en que el espíritu cristiano estaba muerto y la letra era una petrificación de la vieja teología escolástica; y una sociedad apática y desdeñosa de la marcha del mundo. Había que hacer un Estado liberal y democrático, justo y eficaz, especie de juez de campo presidiendo y armonizando los antagonismos sociales, sin intervenir demasiado, por otra parte, en las organizaciones espontáneas de la sociedad; una Iglesia moderna, sensible y transigente, abierta al espíritu de los tiempos nuevos; y una nación de hombres justos, buenos y virtuosos. Ese era el programa de los krausistas tal como lo esboza Sanz del Río en su ensayo Racionalismo armónico{11}.

En los arcanos de la metafísica krausista sólo podía penetrar el círculo restringido de la «élite» que se fue formando en torno de Sanz del Río. En cambio el Ideal de la Humanidad era una especie de evangelio para todos o por lo menos para aquella generación estudiantil, ávida de elevarse sobre la tristeza y estrechez de la decadencia nacional al rango consolador de ciudadanos del mundo. La idea de aquel cosmopolitismo romántico y no poco utópico de la nueva burguesía europea nacida de la revolución francesa, precursor del internacionalismo obrero de la segunda mitad del siglo XIX, en que la verdadera patria del hombre era la Humanidad, tuvo en Alemania más ilustres prosélitos que en ningún otro país, sin duda por reacción contra una organización política atomizada en el interior e impotente y sin ningún prestigio en el exterior. También en esto Alemania y España se parecían bastante y es natural que el Weltbtbuergertum de casi todos los más eminentes pensadores y poetas alemanes, Winckelmann, Lessing, Kant, Goethe, Schiller, Humboldt, pero sobre todo su mayor profeta, Herder, y finalmente Krause, tuviera repercusión entusiasta en la juventud española.

Pero la idea tampoco era nueva: venía también de muy lejos, de los estoicos griegos y romanos, los primeros cosmopolitas e internacionalistas{12}. La idea de que la especie humana forma una gran familia de miembros iguales, sean individuos o Estados, sin [8] distinción de razas, de religiones o constituciones políticas, y que a restaurar esa unidad rota deben tender los esfuerzos de todos los hombres sabios y virtuosos, tenía una honda tradición en España. La había hecho suya en Roma el cordobés Séneca, y como dice Canalejas, «Séneca es quizá el autor que ha influido más en la historia de nuestra cultura intelectual… Séneca ha creado el sentido moral de nuestro pueblo; así en el último período de la Edad Media como en el siglo XVII y aun en el XVIII, las doctrinas de Séneca corren de libro en libro, y su nombre recibe un acatamiento religioso»{13}. Es probable que Francisco de Vitoria y demás fundadores españoles del Derecho internacional moderno en el siglo XVI, y al propio tiempo profetas de la Sociedad de las Naciones de nuestro tiempo, recibieran alguna inspiración de Séneca, Cicerón y sus maestros los estoicos griegos.

De modo que el Ideal de la Humanidad que Sanz del Río encontró en Heidelberg tampoco era otra cosa, después de todo, que el senequismo español que inconscientemente él llevaba dentro. Una de las características de los krausistas españoles fue, en efecto, su gran moral estoica y una austeridad que a veces, contradiciéndose con la vida, lindaba en lo ridículo. Yo recuerdo que un día, en una casa de las afueras de Madrid, cuyo dueño descendía de uno de los primeros krausistas españoles, bebíamos unas botellas de deliciosos vinos andaluces, cuando alguien, mirando por la ventana que daba al jardín, exclamó aterrado: «¡Que viene el Sr. Cossío!» Las botellas, que habían salido de un armario que en lo exterior simulaba ser un estante de libros, volvieron en un santiamén a su estantería escondite, desaparecieron con la misma rapidez las copas y los platos de comestibles, y cuando entró el Sr. Cossío, se encontró con una reunión que más parecía de graves y aburridos teetotallers o abstemios absolutos que de entendidos enotécnicos. Manuel B. Cossío era el sucesor de Francisco Giner de los Ríos en la Institución Libre de Enseñanza, de la que hablaré luego. El krausismo, que fundamentalmente era una ética, quería ante todo hacer santos de los españoles. No sobraban; pero ¿era eso lo que más necesitaba España?

En el Ideal de la Humanidad hay otro aspecto que debe señalarse, por lo que tiene de vidente y también por lo que tuvo de funesto para los republicanos españoles. Hoy que tanto se habla de Naciones Unidas, de uniones europeas y aun de Estados Unidos de Europa, sorprende leer lo que Krause escribió en ese libro hace casi siglo y medio (la primera edición alemana se publicó en 1811). Krause preveía que «sobre los Estados existentes en Europa puede venir en un tiempo, y mediante ellos mismos, una unión superior política, por ejemplo, un Estado y Reino europeo en que los Estados nacionales sean, aunque libres, en su esfera, particulares y subordinados, no definitivos, absolutos (léase soberanos), como hoy lo son… De igual modo, se formará un día un Estado superior al Estado-Europa, un Estado-Tierra que comprenda todos los anteriores (pág. 18 de la edición española)… Muchos gobiernos reconocen hoy que la idea antes reinante del llamado equilibrio internacional entre las grandes potencias fue en su tiempo legítima y fundada en la historia; pero que el nuevo espíritu político, las relaciones entre los Estados mismos y las comunes de Europa con los Estados extraeuropeos piden una nueva ley y relación internacional más orgánica, en la que bajo unión y autoridad común constituyan los pueblos un derecho interior y realicen un poder verdaderamente público sobre los Estados particulares (un Estado-Europa), comenzando lo primero por afirmar la paz europea, sustituyendo a las guerras nacionales las vías de derecho». (pág. 72).

Se comprende que tan bella doctrina, que hoy, en límites más reducidos, tan vivas esperanzas vuelve a suscitar en la conciencia de una humanidad destrozada y afligida por dos guerras mundiales, encontrara ecos de simpatía en aquella España de mediados del siglo XIX donde estaba dormida, pero no muerta, la tradición universalista y humanitaria de nuestro senequismo y del internacionalismo jurídico de los grandes teólogos españoles del siglo XVI. Y acaso explique también el [9] entusiasmo con que la República española recogiera ese espíritu cosmopolita en su Constitución de 1931, tan influida por las supervivencias krausistas, y la primera, si no me engaño, en incorporar al Derecho nacional los principios de la Sociedad de las Naciones y de otros importantes convenios internacionales. «España –dicen los artículos 6º y 7º de esa Constitución– renuncia a la guerra como instrumento de política nacional. El Estado español acatará las normas universales del Derecho Internacional, incorporándolas a su derecho positivo.» Renunciábamos a la guerra. ¿Y si alguien nos atacaba, como nos atacaron la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini en 1936? Fiábamos en el incipiente Estado-Planeta que tenía su sede en Ginebra, para defendernos de cualquier agresión. Pero cuando llegó ésta, la razón teórica de los Estados miembros de ese Superestado se cruzó de brazos, y la razón práctica de esos mismos Estados individuales, montando la guardia tras el Comité de no Intervención, prohibió que la República española pudiera adquirir los medios de defensa en el mercado internacional y permitió que la ahogaran en sangre las armas y los soldados de Hitler y Mussolini. El krausismo español hizo muchos santos y buenos juristas doctrinarios: pero malos políticos, quiero decir políticos demasiado cándidos y confiados en la buena fe internacional.

Esta cándida confianza en la Sociedad de las Naciones nos llevó a no querer ni oír a Edouard Herriot cuando, en 1932, fue a Madrid a explorar el ánimo del gobierno de Azaña sobre las posibilidades de una alianza militar con Francia. Y no es extraño que cuando en 1937, durante una comida en casa de Madame Tabouis, yo me dolía del abandono en que nos habían dejado las potencias occidentales, incluso Francia, Herriot, que estaba presente, me escuchara con cortés y elocuente silencio. Pagábamos las consecuencias de nuestro espléndido aislamiento y de nuestro utópico e ingenuo internacionalismo jurídico.

También la primera República española de 1873 conoció los efectos políticos del krausismo. Como dice un eminente jurista y sociólogo, la evolución del derecho político constitucional aparece especialmente «comme l'oeuvre d'une rénovation philosophique qui, si elle vient du dehors, d'Allemagne, est en partie la renaissance du grand esprit mystique si enraciné dans l'histoire nationale… Sous Isabelle II et postérieurement, la transformation des idéaux politiques sera principalement l'oeuvre de la rénovation philosophique, juridique et pédagogique, provoquée par le krausisme»{14}, o sea, «como la obra de una renovación filosófica que si viene de fuera, de Alemania, es en parte el renacimiento del gran espíritu místico tan arraigado en la historia nacional… Bajo Isabel II y posteriormente, la transformación de los ideales políticos será principalmente la obra de la renovación filosófica, jurídica y pedagógica provocada por el krausismo». No cabe duda que la influencia del krausismo en la revolución de 1868, que arrojó del trono a Isabel II, como en la de 1931, que hizo lo mismo con Alfonso XIII, ambas incruentas, fue grande. En 1867, Sanz del Río fue destituido por el gobierno de su cátedra de Historia de la Filosofía, que ocupaba desde 1854, por no haber querido suscribir una declaración de fe católica y monárquica. Al año siguiente, la reina tenía que huir a Francia. El filósofo perseguido era una potencia mayor que la realeza.

La efímera República española de 1873 fue casi una república platónica: una república de filósofos; como la de 1931 había de ser predominantemente una república de abogados y profesores. El primer Presidente, Estanislao Figueras, abogado, orador hábil y elocuente, pero débil como gobernante y sin una personalidad bastante vigorosa para imponerse a sus ministros, sólo duró cuatro meses. Le sucedió Francisco Pi y Margall, escritor considerable, autor del libro Las Nacionalidades y de numerosos trabajos de historia, política, arte y literatura. Tradujo varias obras de Proudhon y se decía hegeliano de izquierda. Es notable su prólogo a las obras del jesuita Juan de Mariana (1536-1623), publicadas por la Biblioteca de Autores Españoles, tomos 30 y 31, y para esa edición Pi y Margall tradujo al castellano el famoso tratado De Rege et regis institucione (Del Rey y de la institución real), en que el autor desarrolla, en tres capítulos, la tesis de que es lícito matar al tirano, aunque no con veneno; Mariana prefiere el puñal, sin duda por aquello de que quien a [10] hierro mata, a hierro debe morir; curioso distingo.

Era la doctrina de la época, y acaso de todas las épocas; pero de los muchos teóricos del tiranicidio que hubo en aquel siglo y en el siguiente, ninguno la expresa tan categóricamente como Mariana en estas palabras: «Tanto los filósofos como los teólogos están de acuerdo en que si un príncipe se apoderó de la república a fuerza de armas, sin razón, sin derecho alguno, sin el consentimiento del pueblo, puede ser despojado por cualquiera de la corona, del gobierno, de la vida.» Pi y Margall no iba tan lejos en la legitimidad del uso de la violencia, ni siquiera para mantener el orden público, como se vio durante su Presidencia. Por una ironía del destino, él, que era republicano federal, se encontró, como Presidente, con que media España, en nombre del federalismo, se había alzado en cantones independientes. El de Cartagena, que fue el más vigoroso y resistente, estaba capitaneado por el diputado federal y también hegeliano Roque Barcia. Sin valor moral para emplear la fuerza contra tan múltiple correligionario y muchos otros, Pi y Margall dimitió la Presidencia al cabo de poco más de un mes.

El tercer Presidente fue Nicolás Salmerón, krausista entonces, aunque más tarde, cuando a la caída de la República emigró a Francia, abandonó el krausismo por el positivismo. Profesor de Metafísica en la Universidad de Madrid, escribió muy poco de filosofía, sin duda porque se daba cuenta de lo revesado y abstruso de su estilo y acaso también porque, como tantos otros españoles, prefería la enseñanza oral a la de la letra impresa. Una buena parte de sus escasos escritos filosóficos está recogida en el volumen Homenaje a la buena memoria de don Nicolás Salmerón y Alonso (1911), publicado después de su muerte. Era un gran orador político, y en realidad la política absorbió lo mejor de su vida. Como Presidente de la República procedió con más energía que Pi y Margall contra los cantonalistas; pero por una extraña paradoja filosófica, él, que no tuvo reparo en atacar a esos rebeldes con toda la fuerza pública de que pudo disponer, y aun con la que le prestaron algunos buques de guerra extranjeros, dimitió a la postre por no querer firmar las sentencias de muerte de unos soldados que, en plena guerra carlista, la segunda de la serie, se habían pasado al enemigo y luego fueron hechos prisioneros. Salmerón se justificó con estas palabras: «Reconozco la necesidad, pero yo no quiero ser el ejecutor de ella, porque durante toda mi vida me he opuesto a la existencia de esa pena en el Código.» Palabras admirables en un filósofo de la República de Platón u otra utópica semejante; pero fatales en un hombre de gobierno de una República histórica. Su Presidencia no duró dos meses.

Fue Emilio Castelar, el cuarto y último Presidente, el que para restablecer la disciplina en el anarquizado ejército republicano tuvo que firmar dos de las sentencias de muerte que se habían atascado en la delicada conciencia krausista de Salmerón. Profesor de historia en la Universidad de Madrid, escribió voluminosas obras históricas, pero sin citar casi nunca una fuente, lo que hoy las hace ilegibles e inútiles. Había coqueteado con el krausismo y el hegelianismo, pero la filosofía no era su fuerte, aun menos que la historia. En realidad, la historia y la filosofía sólo le servían como materias primas para sus discursos, que fueron los que más celebridad le dieron. Era un gran orador romántico cuya elocuencia, poblada de metáforas coruscantes como fuegos de artificio, no es del gusto actual, sobre todo leída en frío y con espíritu crítico, pero que enloquecía a sus contemporáneos. A pesar de esos desbordamientos declamatorios de su exuberante imaginación meridional, hay que reconocer que, como Presidente, fue el más político y eficaz de los cuatro, y acaso hubiera salvado la República si los tres expresidentes, con Salmerón a la cabeza, no se hubieran conjurado para derribarle del gobierno. Su Presidencia duró cuatro meses escasos. Con su gobierno, caía también la República. El golpe de gracia lo dio el general Pavía, que arrojó manu militari a los diputados del parlamento en la madrugada del 3 de enero de 1874. Así murió, antes de los once meses, la República de los filósofos y se restauraba el Estado de los espadones berberiscos. La filosofía de Ben Jaldún era más fuerte que la de Hegel y Krause{15}.

Sanz del Río murió en 1869. Cuantos le trataron, convienen en reconocer el magnetismo que irradiaba la personalidad de aquel hombre retraído y oscuro, y ello explica el gran número de prosélitos que hizo en casi toda España una metafísica que era una pura ficción verbal y tautológica, pero que llegó a adquirir el prestigio de una secta religiosa [11] casi mesiánica. El fenómeno es frecuente en España: los hombres rara vez se agrupan por comunidad de ideas o intereses, sino casi siempre en torno de una personalidad de tipo sugestivo y providencial. Muerto el maestro, los krausistas españoles abandonaron la metafísica analítica, la laboriosa ascensión a la «vista real» del Ser, y se dedicaron a las aplicaciones prácticas de la sintética, con la única excepción quizás de Federico de Castro, profesor de la Universidad de Sevilla. Unos siguieron combatiendo a la Iglesia como el mayor obstáculo a la transformación de la vieja sociedad española, tan impregnada aún de creencias y hábitos medievales. Hubo tres clérigos krausistas, Fernando de Castro, Tomás Tapia y Francisco Barnés, que luego abandonaron la Iglesia, pero desde dentro y desde fuera de ella trataron intensamente, por la persuasión o por el combate, de reformarla y modernizarla; por esto dice Pierre Jobit que el krausismo español fue una especie de premodernismo. Pero todos sus esfuerzos resultaron baldíos: como vimos durante nuestra guerra y como se ve en la España actual, la Iglesia española es inmutable: no olvida ni aprende nada{16}.

Otros, como Manuel Sales y Ferré se consagraron a la sociología. Fue Sales y Ferré quien editó en 1877 la obra póstuma de Sanz del Río, Filosofía de la muerte. Del mismo es un interesante trabajo titulado Función del Socialismo en la transformación actual de las naciones, 1902, que es una bella síntesis de la evolución histórica y una de las primeras manifestaciones de lo que podemos llamar el socialismo de cátedra en España. Pero el núcleo principal de este socialismo de cátedra estuvo entre el profesorado krausista de la Universidad de Oviedo. Algunos, como Gumersindo de Azcárate, compartieron la sociología con la política social y con la economía. Azcárate llevó el armonicismo krausista al Instituto de Reformas Sociales, que hizo mucho por humanizar la lucha de clases y por promover la legislación social. Azcárate era un enamorado del régimen parlamentario inglés y soñó, en sus últimos años, en democratizar la monarquía española, contribuyendo a crear el partido reformista y desgajándolo del republicanismo. A esto respondió Alfonso XIII, después de haber dado muchos alientos a los reformistas, con el golpe de Estado del general Primo de Rivera en 1923 –otro general berberisco, pero por lo menos humano; no mató a ningún adversario, dicho sea en su honor. La monarquía, como la Iglesia, era irreformable. La obra más importante de Azcárate es su Ensayo sobre la historia del derecho de propiedad y su estado actual en Europa, 1879-83, 3 vols.{17}

Quedaba la reforma del hombre. Esa fue la tarea de Francisco Giner de los Ríos, sin duda la personalidad más eminente y eficaz del krausismo español, después de Sanz del Río. Escribió copiosamente de filosofía, sociología, derecho, filosofía del derecho, pedagogía, literatura y arte{18}. Era el más enciclopédico y el más sugestivo: una voluntad de acero flexible, envuelta en sonrisas y modales de un prelado volteriano del siglo XVIII. Con ser notable toda su obra como pensador –aunque no tanto como escritor–, nada supera a la del pedagogo en acción. Expulsado [12] temporalmente en 1875 de su cátedra de la Universidad de Madrid, con muchos otros profesores, fundó la Institución Libre de Enseñanza, primero de enseñanza superior y después sólo primaria. Giner creía que el español adulto es también irreformable y que sólo tomándolo casi ab ovo, podía sacarse de él algún partido. Y lo sacó evidentemente. Por aquella modesta Institución pasaron muchos hombres y mujeres que luego fueron eminentes en la enseñanza, en la ciencia, en la política y en la literatura.

Y a su sombra y bajo la inspiración de Giner y sus auxiliares, señaladamente su segundo de a bordo, Bartolomé B. Cossío, el redescubridor del Greco, nacieron otras instituciones encargadas de difundir la cultura en el interior e importarla del exterior: la Escuela Superior del Magisterio, el Instituto Escuela (modelo de enseñanza secundaria), las Residencias de Estudiantes para los dos sexos y la Junta de Ampliación de Estudios sostenida por el gobierno. Esta última envió cientos de estudiantes pensionados, una vez concluida su carrera, al extranjero para perfeccionarlos en su especialidad. No hay duda que el renacimiento científico de España en las primeras décadas del siglo XX se debe a ese contacto con la ciencia de otros países. Entre los pensionados predominaban los juristas, los filósofos y los médicos. Todo eso era necesario, pero había otras técnicas no menos necesarias, y acaso más urgentes, que no merecieron tanta atención de la Junta de Ampliación de Estudios.

El krausismo, preocupado por la reforma del hombre y de las instituciones políticas y sociales, nunca se interesó primordialmente por el gran problema de España: por la reforma de nuestra economía, por la revolución industrial y agrícola del país. Yo creo que si la mitad de los pensionados por la Junta o por otra institución hubieran sido hijos de campesinos, enviados a Dinamarca, a Suiza, a los Estados Unidos y a otros países donde la ganadería, derivados de la leche, avicultura, horticultura, &c. se explotan con la máxima eficacia, la riqueza de España se hubiera duplicado en pocos años. Hay un dato abrumador: no hace mucho tiempo que España, país fundamentalmente agrícola, importaba huevos de Turquía por valor de cien millones de pesetas anuales. Enriquecimos la cabeza de la nación y nos olvidamos de su estómago.

Nadie honradamente puede negar que el krausismo, penetrando hasta las capas más apartadas de la burguesía española a través de todas esas instituciones creadas o inspiradas por Giner de los Ríos, hizo mejores hombres de los españoles. ¿Los hizo también mejores ciudadanos? No me atrevo a juzgar; pero hay un dato que me inquieta. Cuando en 1936 el ejército se subleva contra el gobierno constitucional, los krausistas y los educados por el krausismo, con muy pocas excepciones, desaparecieron del trágico escenario o se inhibieron en la defensa de la República. Eran, por principio, enemigos de la violencia, lo mismo de la de los agresores que de la de los agredidos, y se declararon neutrales y espectadores lejanos. Eran lo que se llamó la Tercera España. Todos pecamos contra la segunda República Española; los amigos, por omisión e imprevisión, casi tanto quizás como los enemigos. Pero el pecado, por inacción e inhibición, de esa Tercera España, utópica y sobre todo cómoda, fue uno de los más graves.

Luis Araquistain

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{1} L'Abbé Pierre Jobit: Les éducateurs de l'Espagne contemporaine, II, Lettres inédites de D. Julián Sanz del Río, París y Burdeos, Bibliothèque de l'Ecole des Hautes Etudes Hispaniques, 1936, págs. 81-82. El primer tomo se titula Les Educateurs de l'Espagne contemporaine. I, Les Krausistes, de la misma fecha. Esta es la obra a que aludí en la nota anterior, obra capital para el conocimiento del krausismo en España. No tengo a mano la edición española de las Cartas inéditas y retraduzco lo que cito de la edición francesa de Jobit. Sobre el krausismo en España pueden consultarse también los siguientes trabajos: Menéndez y Pelayo: Heterodoxos, tomo III, 1ª edición y VII, de la segunda. Rafael Altamira: artículo sobre Sanz del Río en la Grande Encyclopédie. Mario Méndez Bejarano: Historia de la filosofía española hasta el siglo XX, Madrid, Renacimiento, sin fecha. (Más bien anecdótica la parte del siglo XIX). V. Viqueira: La filosofía española en el siglo XIX y comienzos del XX, [4] apéndice a la traducción española de la Historia de la filosofía, de Vorlaender.
Nota de la Redacción: A la anterior relación debe añadirse, sobre todo, el importante libro de Juan López-Morillas El Krausismo Español (Fondo de Cultura Económica, México, 1958), publicado después de haber escrito Araquistáin su ensayo.

{2} Enrique Herrera Oria, S. J.: Historia de la educación española desde el Renacimiento, Madrid (1941), pág. 315.

{3} Pierre Jobit: Lettres inéditas de D. Julián Sana del Río, pág. 19. En la introducción a estas Cartas, Jobit ha escrito una de las mejores biografías del filósofo español.

{4} Friedrich Ueberweg y Max Heinze: Grundriss der Geschichte der Philosophie, IV, págs. 63-64 (edición de 1902).

{5} Sanz del Río: Análisis del pensamiento racional (1877), pág. 202.

{6} Francisco de P. Canalejas: «La escuela Krausista en España, en Estudios críticos de filosofía, política y literatura. 1872, pág. 139.

{7} Heterodoxos, III, 717.

{8} Lettres inédites, págs. 74 y 75.

{9} En la obra citada, «Del estudio de la historia de la filosofía española», págs. 187 y 190.

{10} Ibn Khaldoun: Les Prolégomènes. París. 1934. Adolfo Bonilla y San Martín es autor de una Historia de la Filosofía española, que había de extenderse desde los tiempos primitivos hasta el siglo XX; pero la muerte interrumpió su labor y no se publicaron más que dos volúmenes, en 1908 y 1911, que sólo llegan hasta el siglo XII. El segundo está dedicado exclusivamente al estudio, en parte, de la filosofía judía española; el de la árabe estaba reservado a los volúmenes siguientes, que no se escribieron o no se publicaron.

{11} Lo publicó Canalejas por primera vez en su obra citada, págs. 150-164.

{12} Véase la bella y sucinta historia de esta idea en Walter Kinkel: Der Humanitaetsgedanke (1908).

{13} Obra citada, pág. 185. Sobre la profunda influencia de Séneca en España, véase Bonilla San Martín, obra citada, tomo I, págs. 144-164, y sobre la extensa bibliografía española de Séneca, págs. 393-416. Sobre las ideas de simpatía, igualdad y humanidad, que llevan a la idea del «Gran Estado» o Estado universal, en Séneca y otros estoicos, Paul Barth, Die Stoa (Stuttgart, 1922). págs. 103-104.

{14} Adolfo Posada: La nouvelle constitution espagnole, París, 1932, págs. 59-60. «Ejército intelectual de la Revolución española» llama Posada al krausismo en otra obra suya, Literatura y problemas de la sociología, 1902, pág. 174.

{15} El libro del Conde de Romanones, Los cuatro Presidentes de la República Española, 1939, es tendencioso y está escrito con la malicia proverbial del autor; pero en los retratos de los cuatro Presidentes y de muchos actores secundarios, aunque a veces desfigurados por la pasión monárquica y la vena satírica y caricaturesca del travieso conde, hay palpitaciones de vida que rara vez se encuentran en los historiadores profesionales.

{16} Lean, los que lo duden, lo que en el capítulo XXVI «Universidades en la España Imperial y en la Nueva España», de su Historia de la educación española, escribía en 1941 el jesuita Enrique Herrera Oria sobre lo que debía ser la enseñanza universitaria y que en la actualidad ya es. Allí se dice (pág. 449): «Todas las Universidades son oficialmente católicas. Por tanto, se regulan, en cuanto a la enseñanza, por las normas del Derecho canónico.» Ni en la España del siglo XVI y del XVII ni en el Paraguay de los jesuitas se llegó a tanto.

{17} Sobre la actividad sociológica en este período véase «La sociología en España» en el libro de Adolfo Posada Literatura y problemas de la sociología, 1902, págs. 160-209. Sobre los economistas, Ramón de Olascoaga, Estado actual de los estudios económicos en España, 1896. Sobre filosofía, las obras de Mario Méndez Bejarano y de Viqueira, antes citadas, y los Heterodoxos, de Menéndez Pelayo, III, primera edición.

{18} Como teórico del derecho hay un buen libro de Fernando de los Ríos, La Filosofía del derecho en don Francisco Giner, 1916.