Filosofía en español 
Filosofía en español


José Pemartín

España como pensamiento

Pensamiento y acción

En esta hora de la acción nos avergonzaríamos de la literatura si ésta no fuera la encarnación del pensamiento; y el pensamiento es la más alta y eficaz acción. Una Nación es un pensamiento que informa a la materia temporal de la Historia. Por eso se quiso convertir ACCIÓN ESPAÑOLA, desde el primer momento en que se fundó, en un puro y cálido pensamiento español; porque, desde el primer momento, quiso arraigar en lo hondo de nuestra nacionalidad. Pero, comprendiendo la anchura de su empresa, vislumbró, y previmos todos, que había que orientar plenamente nuestro pensamiento hacia la fuerza máxima, hacia la región concreta histórica, en que se transforma en acción. El pensamiento, en su fecundidad proteica, adopta, en efecto, toda la gama de formas psíquicas; desde su extremo más tenue, que amanece en los crepúsculos de la memoria, hasta el frente más concreto, que impulsa sobre sus hombros unánimes el ariete férreo de la voluntad{1}.

Pensamiento y acción. Pensamiento, que es semilla; acción, que rompe la tierra y lanza su espiga al calor de la pasión y a la humedad de la sangre. Pensamiento, que es llama de doctrina; acción, que es energía que aquella llama creó. Pensamiento, que [366] es semilla de historia y llama de patriotismo; por eso, en la hora de la acción, no nos avergüenza haber sido hombres de pensamiento. Porque éste es siempre el antecedente de aquélla; más que el antecedente, su causa concomitante, su inseparable compañero. Así se ostenta en nuestro blasón: «las Armas de Santiago.» Así se dice en su orla: «Una manu sua faciebat opus et altera tenebat gladium.»

Una tras una, un número tras otro, se ha de encontrar, en efecto, en la colección de nuestro pasado quinquenio, la página de doctrina recta, la que, cuando la justicia y el derecho lo exigen, reclama sin eufemismos ni remilgos la santa violencia de la acción{2}. Este ha sido nuestro «plan quinquenal». Crear un ambiente «de pensamiento nacional», de noble y alto nacionalismo, que conservara el culto ardiente de lo hondamente español, y creara, llegada la ocasión, la atmósfera favorable para la acción decisiva, para la acción española, para el genuino modo español de hacer historia…

Si este propósito, si esta elaboración de hondo pensar nacional, eran acertados, dígalo el apellido que nos ha puesto, unánime, toda la Prensa extranjera imparcial: «los Nacionales.»

Acción e Inteligencia

La forma más extensa del Pensamiento es la Inteligencia, aquella que, recortada según los perfiles de lo sensible, lo hace connatural con la acción. Y este ha sido un segundo y alto intento de nuestro quinquenio. El volver a España el culto de la inteligencia, de la verdadera inteligencia. Porque, si se analizan fríamente los años que han precedido a esta catástrofe, aparecerá muy claro –tan claro que, por deslumbrar, no se ha visto bastante– que, tanto al menos como la perversidad y la maldad, es la monstruosa falta de inteligencia la causa de tantos males. Falta de inteligencia en aquellos menguados intelectuales y políticos que tan ligeramente nos metieron en la trágica aventura de la segunda República. Falta de inteligencia en aquellos dirigentes del primer bienio que hicieron, en pocos meses [367] –como ha dicho Pemán–, de una República que llegó entre palmas de Domingo de Ramos, una tragedia de Calvario. Falta de inteligencia entre los dirigentes del segundo bienio, que no comprendían que la fiera revolucionaria no perdona nunca al que amaga y no da, al que no la aplasta desde su primer zarpazo; y que hay ocasiones que es criminal desperdiciar. Falta de inteligencia, en fin, que se refleja –muy afortunadamente esta vez para la verdadera España– en la conducta, por los dirigentes rojos, de esta guerra infame. En la que con tantos medios, con todo el oro, el número, el apoyo de poderosos criminales vecinos y aliados, están perdiendo la guerra, material y moralmente, más que nada, por su estupidez bestial…

¡Y cómo la estamos ganando en este lado! Con un heroísmo, con un valor, con una abnegación insuperables. Dios nos ha ayudado, evidente y milagrosamente. Pero Dios, al ayudar, quiere, exige, que se le ayude, que se le imite en sus milagros. Para eso nos ha dado, precisamente, esa fábrica de milagros en serie que es la inteligencia humana. La inteligencia, sola potencia del mundo, divinamente eficaz, que puede realizar empresas irrealizables…

En la última decena de julio, la nave «nacional» parecía haber naufragado. La Escuadra en contra, y en contra gran parte de la Aviación; los movimientos del Ejército en San Sebastián, Barcelona, Valencia, Cartagena, Almería, Málaga, Madrid, fracasados; el General Franco, cortado por mar de la Península; Queipo de Llano, dueño tan sólo de media docena de calles de Sevilla… y del micrófono de Capitanía; un puñado de héroes en Somosierra y Alto del León sosteniéndose, a base de hacerse matar, hasta la llegada de los requetés de Mola y de los falangistas de Valladolid… Parecía que la nave de los destinos de España, desmantelada en la tempestad revolucionaria, se perdía irremisiblemente, y que, a flote apenas sobre las cuatro tablas del naufragio, los Generales directores, se hundirían también definitivamente en aquel abismo…

Y no solamente se verificó en todas partes el milagro de «salvarse en una tabla», sino que con todas estas tablas dispersas del naufragio, Franco y sus ilustres colaboradores han sabido reconstruir, sobre la tormenta del mar revolucionario, la nave nacional. He aquí el milagro… [368]

El milagro, la protección clara y evidente de Dios, se alza al frente de esta empresa española, con el resplandor de la columna de fuego que protegía al pueblo escogido en el éxodo bíblico. Pero acompañando a la Providencia divina, su más divino don, la inteligencia humana, la inteligencia superior de nuestros mandos, es, sin duda, lo que hace que nuestro heroico Ejército pueda ganar habitualmente batallas en las que se entra en fuego en la proporción frecuente de uno contra cinco… No hay bravura, por grande que sea, que consiga esto sin mandos selectamente inteligentes.

La «otra» Inteligencia

He aquí, pues, los tres ingredientes de la victoria nacional: protección divina, inteligencia directora, y, por último –lo último determina lo primero–, nobleza de corazón. «El corazón tiene razones que la razón no tiene», decía el gran Pascal. Por eso pudiera llamarse «la otra inteligencia» a la del corazón, a la del sentimiento, más comprensiva, más honda y eficaz muchas veces que la de la misma razón.

El corazón, el valor moral, la noble bravura, el valor heroico, que no es sino la intuición, el contacto «por dentro», más directo y pleno con la Luz superior divina, con la Inteligencia perfecta de Dios, que eleva al hombre sobre sí mismo, y lo hace un héroe, un santo…

El culto al heroísmo; a ese heroísmo sin par español, que, sellado con las rotas siluetas de Oviedo, o de Toledo, traspasa las fronteras, da de nuevo la nota trágica, legendaria, yergue en el viento de la inquietud universal el sangriento rasgado guión de la genuina España histórica. Ese culto al heroísmo fue nota culminante, tonalidad fundamental de nuestra revista en el pasado quinquenio.

Como inmediata consecuencia de este culto al heroísmo profesamos siempre los escritores de ACCIÓN ESPAÑOLA un militarismo decidido. Porque vimos siempre en el Ejército lo que ha mostrado ahora ser: lo más sano, lo más genuinamente español. No lo hemos tenido nunca por «comodín» de partidismos o de intereses, que viniera a sacarnos las castañas del fuego. Nuestro culto al Ejército procede de algo mucho más hondo: de una [369] concepción exacta del alma española, de una noción profunda de nuestra realidad histórica nacional; de creer que el Ejército español fue siempre, en la Historia, la expresión más genuina del alma de España. Porque la definición de España fue y será siempre –como dijo nuestro inolvidable Ramiro de Maeztu–: «una monarquía religioso-militar.» Así se hizo España. Así se ha manifestado en sus movimientos verdaderamente nacionales; ese es su ser y su sustancia. España ha sido guerrera, o no ha sido nada. Nuestro respeto a la nobleza de sangre viene precisamente de que se amasó «con sangre», que se forjó, con España, en el heroísmo militar de ocho siglos de Reconquista; y ese respeto entiende y exige que se rebauticen sus blasones con sangre, cuando la Patria peligra, como han sabido hacerlo ahora tan noblemente un Duque de Fernán Núñez o un Príncipe de Borbón. Es, pues, un mismo profundo concepto histórico el origen de nuestras convicciones tradicionales y de nuestra admiración por el Ejército español, en quien vemos hoy, viviente, a la verdadera nobleza del día, a la que ha de salvar y forjar de nuevo a España. No sólo contra los enemigos rojos exteriores, sino contra los enemigos grises interiores; contra la mediocridad, la mezquindad, y la envidia, vicios mayores españoles. Abnegación, disciplina, honor; he aquí, en contraposición, las virtudes fundamentales militares; el fundamento de la eficacia militar, de la eficacia de la gallardía, toda corazón y espíritu. Y que, nosotros creemos, es también el fundamento de la eficacia de toda colectividad humana. Pues lo militar no es sino lo «humano-colectivo», elevado de tono, tendido como un resorte, puesto en tensión por la elevación potencial que supone el continuo contacto con esa exaltación de toda vida que es la muerte…

Y aquí se presenta la arista, el filo cortante y definitivo que nos separa a nosotros, a la intelectualidad genuinamente española, de la intelectualidad despreciable, huida hoy al Extranjero, de la anti-España… El más valioso representante de aquella menguada intelectualidad, el melancólico y fracasado filósofo del «No es eso, no es eso», José Ortega y Gasset, en una de sus tan escasas intervenciones en las Cortes republicanas tuvo la avilantez de levantarse un día de su escaño en nombre del partido «al Servicio de la República», el de Marañón y Pérez de Ayala, para doblar el espinazo ante Azaña, y felicitarlo [370] por su «obra trituradora» del Ejército. En el Diario de Sesiones está. «Sólo bastaría esta obra –vino a decir el diputado al Servicio de la República– para rendir nuestro homenaje al Sr. Azaña.» Siempre fue la intelectualidad española de izquierdas, antimilitarista como todos los izquierdismos{3}. Hija directa de la Institución Libre de Enseñanza, inventora y gozadora –muchísimo antes que surgiera la palabra– del «enchufe» oficial –viajes al extranjero, pensiones, sinecuras, cátedras hechas exprofeso, &c., &c.–, aquel nido de traidores al espíritu nacional manifestaba así, por boca de su más alto gerifalte, su odio al Ejército; y lo mostraba –¡oh vergüenza para la intelectualidad española!– mediante aquel abyecto halago, aquella cobarde flexión de espinazo ante Azaña, bautizado por ellos de «gran estadista». ¡Azaña!… A quien generaciones enteras de españoles por venir han de ver siempre, entre perfiles de pesadilla, como la sangrienta encarnación de la vacuidad dañina e impotente, de la mediocridad literaria megalómana; como un histriónico Nerón de guardarropía…

Y ante este ser abyecto se rebajó la intelectualidad antiespañola para felicitarlo por la trituración del Ejército que hoy nos salva, sin el cual hubiéramos perecido todos, nuestras mujeres y nuestros hijos, y la civilización y la Cultura española… ¡Que no se olvide esto jamás!

La Inteligencia militante

En contraposición abierta, hostil, militante, contra esa intelectualidad de traidores, alzó, pues, su bandera ACCIÓN ESPAÑOLA hace cinco años. Y el culto al heroísmo, al valor, a la santa violencia legítima, brilló siempre, con fulgores de espadas en un frente de batalla, entre las apretadas filas de nuestros escritos.

Los más notables artículos y libros que se han publicado en [371] España sobre la violencia legítima, en contra del legalismo hipócrita y cobarde{4} –que pretendía estúpidamente alcanzar la victoria con el instrumento de la legalidad ilegítima forjada por los enemigos– han visto la luz en nuestra revista.

Nunca tuvimos la vileza de condenar, por ningún oportunismo miserable, la santa rebeldía de los héroes. Estuvimos siempre al lado de los mártires y en contra de los hábiles, al lado de los San Eulogios y en contra de los Recaredos{5}. Al cumplirse el segundo año de la revista, ya finalizábamos un artículo de recopilación de la labor desarrollada –entre las persecuciones de los enemigos y la hostil frialdad de los afines– con el siguiente párrafo que da el diapasón de nuestro sentir: «Queremos terminar esta larga lista de colaboradores que tanto nos honra, con dos nombres que nos honran y nos emocionan todavía más. Porque los artículos suyos que en estas páginas se estamparon, fueron escritos sobre tosca mesilla, en la celda helada de un presidio, donde sufren, caballeros heroicos, por la aventura más genuinamente española: la de la ilusión generosa, rota y quebrada por la dura y cruel realidad, por los brazos brutales e inconscientes de aquellos viejos fantasmas de los molinos de Criptana…

»Pero, al honrarnos estampando aquí los nombres de estos dos ilustres colaboradores: el del dos veces laureado General Sanjurjo y el de Miguel García de la Herrán, nuestra pluma, temblorosa de emoción, quiere acompañarlos con otros que no escribieron artículos en esta revista, pero que escribieron con sangre nobilísima de sus venas la página más sublime española, la del sacrificio de la vida por el ideal: Justo San Miguel, Triana, González Muñiz…, que nos dieron inmortal ejemplo en el trágico amanecer de aquel 10 de agosto de 1932…, cuyo gesto supremo es la síntesis heroica del espíritu que a todos nos anima en ACCIÓN ESPAÑOLA. El viejo lema por el cual la más noble sangre se ha vertido en el siglo XIX, en España: Dios, Patria y Rey»{6}. [372]

Un pensamiento profético

Hemos sido, pues, siempre, intelectualidad militante. Pero hemos sabido también «prever», profetizar… Que es la más noble acción del pensamiento humano; por la que domina al tiempo futuro y se asemeja así al Pensamiento divino, su origen.

Hemos denunciado así, bien a tiempo, desde la altura doctrinal –porque la política inmediata no era de nuestra incumbencia–, el error insensato que consistía en querer hacer «buena a la República»{7}; hemos repetido una y otra vez, que la Revolución es «toda de una pieza», que comprende desde el más melifluo «malminorista» o «republicano-conservador» hasta el más sangriento ácrata… Que la Revolución es un río torrencial que nunca fluye cuesta arriba; que si se detiene a veces, contenido por la presa transitoria de algún derechismo conformista, es para hacerse más profundo, para adquirir más caudal potencial en lo hondo y anegarnos después, literalmente, en fango, lágrimas y sangre…

Hemos tenido este triste privilegio de la profecía; pero no nos hemos limitado a esta labor previsora. Hemos señalado los remedios. Volviendo a nuestro tema, diagnosticamos la causa del mal hasta sus más hondas raíces. Por encima de miopías de todas clases, advertíamos desde el primer momento, que el mal español no era un mal político, era un mal más hondo; era un mal de pensamiento, de ideología fundamental. Que sus raíces remontaban nada menos que hasta la escisión del pensamiento europeo con la Reforma. Que nuestra visión era justa, bien lo demuestra el sesgo europeo, universal, que ha tomado inmediatamente la consecuencia directa de aquel mal: la guerra española presente. En la cual, lo que se dirime, no es una bandería política, sino, como manifestó precisa y tajantemente el Generalísimo Franco, en su alocución de fin de año, «la existencia misma de nuestra civilización y de nuestra cultura.» [373]

La nacionalidad española

Se remonta así nuestro pensamiento al origen mismo de nuestra nacionalidad española, al importantísimo hecho histórico del nacimiento de las nacionalidades. Nacimiento que no tiene un origen político, que tiene, sobre todo, un origen ideológico y cultural.

Procede la formación de las nacionalidades de un gran hecho negativo fundamental: la ruptura de la unidad religiosa y moral de Europa al finalizar la Edad Media, e iniciarse con la Reforma, el Renacimiento. En esta época histórica aquella gran masa, aquella inmensa sustancialidad espiritual, unitaria, católica, que es el ambiente cultural de la Edad Media, se divide, prolifera, como una gran célula se parte en otras varias. Y entonces, en esa partición, en esa división de la sustancia unitaria espiritual, se produce una nueva renucleación de la Cultura, dispersa alrededor de nuevos núcleos, de hechos concretos históricos de suficiente consistencia y fuerza de continuidad. Una definición muy exacta del hecho «Nación» pudiera ser, pues: «la reconstitución, después de la ruptura de la unidad cultural medioeval, de núcleos de cultura secundaria, alrededor de hechos históricos particulares, concretos y duraderos»{8}.

España ha sido la primera nacionalidad formada en Europa, la más caracterizada, la mejor definida. La nacionalidad española, vieja de siglos, no tiene hoy necesidad de formarse, sino de rejuvenecerse.

Ninguna de las otras nacionalidades europeas tiene, en efecto, una formación tan pura, tan definida y tan alta como la nacionalidad de España{9}. Se forma ésta como tendencia [374] necesaria a la unidad, en una larga cruzada contra los enemigos de la Religión. Es decir, que si consideramos a las Cruzadas como el hecho histórico más característico, más significativo, más representativo, de la unidad moral de la Edad Media, de lo que pudiera llamarse «el Cristianismo europeo», España es, en la Historia, la más perfecta representación de ese Cristianismo. Porque España estuvo impregnada, amasada, con esta fuerte sustancialidad histórica religioso-militar medioeval. Pero también esta tensión constante de Cruzada y Misión del ambiente [375] medioeval español, precipita el impulso de su historia, acorta sus cielos temporales. España era nacional ya bajo Fernando e Isabel, cuando las otras naciones de Europa eran todavía conglomerados feudales. E inmediatamente después, con ocasión de haber ceñido la corona imperial nuestro Rey Carlos I, con los hechos definitivos de haber optado violentamente España a favor de la Iglesia Católica, contra la Reforma, y de haberse desbordado de Europa para fundar, con Portugal, una inmensa comunidad católica allende los Océanos, resulta la Monarquía religioso-militar española, la heredera directa de la Comunidad Cristiana Medioeval, la depositaria del verdadero espíritu del Cristianismo europeo. Quiero decir que, si la formación de las nacionalidades en Europa lleva en sí un germen íntimo de herejía, de división, de dispersión moral, el nacionalismo español está exento de este pecado. Y si en la civilización europea total, mirada desde el punto de vista católico, consideramos como fundamentos históricos esenciales a aquellos dos pilares de la concepción medioeval: la Iglesia, depositaria del poder espiritual, y el Imperio, depositario del poder temporal, España es la heredera legítima de aquel Sacro Imperio, de aquel poder temporal consagrado.

Porque cuando, como una estrella dilatada engendradora de planetas, la unidad cultural medioeval estalló formando el sistema planetario de las nacionalidades, España fue la única nación que se conservó fiel a la sustancialidad católica europea, que supo conservar, no sólo para ella, sino también para todos los países en que dominó o que civilizó: Italia, Austria, Bélgica y los Sudamericanos. España es la verdadera heredera de la Europa católica; las otras naciones han sido sólo planetas o satélites recibiendo luz indirecta, turbia y refleja, de la Iglesia, depositaria de la verdad. España, pues, en lo temporal se fundió con la Iglesia en lo espiritual, mucho más, en el Renacimiento paganizante, que la misma Italia{10}, sede capital del Cristianismo.

Hoy que en las puertas de Europa la Historia viene a tocar, [376] con los nudillos descarnados de la muerte, los aldabonazos precursores del fin de una civilización, lo que se está dirimiendo en estos momentos en la enconada lucha en las llanuras y sierras de Castilla, es el pleito que comenzó a litigarse, en el siglo XVI, en las llanuras de Mühlberg, cuando los soldados del César Carlos V atacaban a los luteranos alemanes, y vadeaban el Elba los del Tercio de Julián Romero «con las armas en la boca»{11}, como vadearon ayer el Alberche los del Tercio de Castejón… El bolchevismo, que no amenaza entrar en Europa, sino que «ha entrado ya por todas partes» –como dice certerísimamente Oswald Spengler{12}–, no es sino la última consecuencia de la Reforma y del Racionalismo cartesiano, del cual se deduce, a través de la Enciclopedia, del Liberalismo y de la Democracia, tan exactamente como el Relativismo einsteniano –ese bolchevismo agotador y destructor de la Ciencia Física{13}– se deduce, punto por punto, de los Principios de Descartes. Por eso, cuando la Alemania de hoy se alza, guerrera admirable, al frente de una heroica cruzada contra el bolchevismo, parecería resultar –en apariencia– algo contradictoria e inconsecuente con ella misma{14}. Porque el bolchevismo nació en Eisleben con Lutero. Así que, en realidad, cuando en la gloriosa guerra redentora que la valiente Alemania ha de verse constreñida a sostener contra Rusia, las invencibles legiones de Hitler arrollen a las hordas mongólicas bolcheviques, lo que harán esos bravos soldados de Alemania es terminar aquella batalla de Mühlberg, comenzada, hace justamente cuatro siglos, por España. Pero terminarla «del buen lado». Poniéndose al lado del César Carlos V, que tal vez despertado de su huesa por los cañonazos de El Escorial, vaya a vagar –más pálido aún que en el Tiziano– por las llanuras heladas del Niemen, entre sus modernos Ritter alemanes…

Esta es la altísima estirpe, la belleza incomparable del nacionalismo español. Por eso puede decirse que el nacionalismo [377] español es el que conserva más pura la esencia de la civilización europea, si se ha de dar a ésta el pleno sentido cristiano con el que nació, que la formó en los diez admirables siglos de cristiandad medioeval.

El Cristianismo europeo y la decadencia de Occidente

Aparece, pues, la historia de la Nacionalidad Española como un eje central de referencias, como una piedra de toque, que valoriza las relaciones del Cristianismo europeo y de ese fenómeno –no por muy popularizado menos cierto– que ha llamado Spengler «la decadencia de Occidente». Si, como la ciencia histórica más reciente y moderna nos enseña, el hecho central, la raíz de toda cultura es su pensamiento religioso{15}, tenemos derecho a considerar a España –que supo alejarse, desde el Concilio de Trento, del Protestantismo, del Racionalismo, y de sus grandes derivaciones antirreligiosas panteísticas y positivistas modernas– como la verdadera heredera de la vieja cultura cristiana de Occidente, como la depositaria de su pensamiento esencial y de su raíz vital.

Y esta revolución española no es, pues, sino un episodio, tal vez el último y definitivo, de la decadencia de Occidente, en su aspecto político, de la que el Racionalismo y sus derivados filosóficos, así como las grandes construcciones científicas paralelas, son las otras modalidades{16}.

Nuestro entronque con el pensamiento religioso, católico, de Europa antes de la apostasía de la Reforma, con lo que pudiera llamarse el Pensamiento Tridentino, ha sido uno de los fundamentos ideológicos y principales orientaciones de nuestra revista.

Así, decíamos en el núm. 43, del 16 de diciembre de 1933, tomo VIII, pág. 730: «Nosotros nos consideramos, en el plano cultural e ideológico, como los herederos del espíritu histórico-religioso [378] del Concilio de Trento, de la Contrarreforma, del Syllabus, de la lucha de la Iglesia Católica contra los graves errores racionalistas, «las libertades de perdición», la falsa «civilización moderna», condenados por S. S. Pío IX; contra el sufragio universal, el «imperio de la multitud», condenado por Su Santidad León XIII; contra los principios de J. J. Rousseau, condenados por todos los teólogos de la Iglesia; principios básicos en la ideología de todas, absolutamente todas, las Repúblicas democráticas modernas, empezando por la española.»

Y, más tarde, en el núm. 79, publicado en septiembre de 1935, hace más de un año, decíamos de nuevo:

«Hace setenta años el Pontífice Pío IX, en ese Syllabus, tan olvidado hoy por algunos católicos, condenaba en su proposición 80 a quien sostuviera que 'el Romano Pontífice puede reconciliarse y transigir con el progreso, el liberalismo y la civilización moderna'. Son palabras textuales.

»¡Exageración, intransigencia, pareció esto a tantos católicos liberales y demócratas cristianos! ¡Quién había de decir que, setenta años después, el tremendo fracaso económico y político del progreso, el liberalismo y la civilización moderna, el hundimiento catastrófico de la llamada civilización de Occidente, verdad la más evidente del mundo de hoy, reconocida por todos los estadistas y economistas{17}, había de consagrar como profeta al Santo Pontífice! ¡Y que un conde lituano había de venir de los hielos del Norte a nuestro Madrid, a decirnos que España es la reserva moral de Europa!

»Y es claro que el conde de Keyserling no se refería con estas palabras a la España oficial, a la pequeñita parte de España que hoy nos gobierna{18}. Se refería a la otra. [379] A la España moral, a la España íntima, a la España espiritual, que tantos conservamos como un sagrario en nuestra alma; a la España religiosa que mamamos a los pechos de nuestras madres. A esa España que, sacrificando toda su prosperidad material, contra viento y marea, contra Isabel la hereje y contra Lutero el soberbio, contra el Racionalismo del siglo XVI, contra la Enciclopedia del XVIII, contra el Liberalismo del XIX y contra el oportunismo ramplón del XX, ha sabido conservar íntegro, en el relicario de su alma, aquel ser, aquel modo de ser, troquelado en moldes de eternidad que hizo la grandeza del siglo de Lope de Vega.»

Un pensamiento antirrevolucionario

Enfocado de este modo, partiendo de estas premisas históricas fundamentales, resulta el presente terrible acontecimiento de la guerra civil española, como uno de los episodios de la decadencia de Occidente en su aspecto político, en ese aspecto de [380] la decadencia de una cultura que genéricamente se puede llamar la Revolución.

La Revolución, no es, en efecto, un acaecer político que sucede aquí o allí, en distintos países, como alzamiento del pueblo contra la tiranía o ansia de libertad, o a consecuencia del progreso, o como anhelo de renovación, u otros tópicos miopes y particularistas por el estilo. La Revolución es toda una rama de la decadencia de una cultura –la rama política– que reviste diversos matices en los distintos países, pero que es una misma en todos, y cuya traza ideológica general y unitaria se puede perfectamente determinar, según hemos dicho, en la cultura europea, hasta la Reforma y el Racionalismo.

Hoy día todas las hostilidades contrarrevolucionarias se concentran contra el marxismo, contra el comunismo. Porque en estas últimas consecuencias de la Revolución se ve ésta al desnudo en todo su horror negativo. Pero hay que ser lógicos. Hubiera sido mejor atacar el mal en su raíz, en sus causas anteriores. «Sublata causa, tollitur efectu.» Hay que atacarlo, sobre todo, en aquellas raíces –racionalismo, liberalismo, progresismo, republicanismo democrático– que, precisamente, por ser moderadas, son más peligrosas. Porque llevan en germen, pero muy oculto, el veneno revolucionario, el veneno comunista; tan oculto, que hasta una parte de la política de los católicos se dejó infiltrar, desgraciadamente, por él.

Tres palabras –algo abstrusas, pero muy útiles– vienen a condensar, a nuestro juicio, los fundamentos de todos los procesos revolucionarios: el utopismo, el ucronismo y el resentimiento. Los dos primeros son sus modalidades intelectuales. El tercero su extensa raíz psicológica.

Son los dos primeros, en efecto, dos modalidades del Racionalismo, ese sesgo de abstracción que toma la inteligencia, que parece huye de la realidad de las cosas para volverse ególatra sobre sí misma en el comienzo de todas las decadencias. El tercero –admirablemente caracterizado en una pequeña obra maestra por el ilustre filósofo alemán Max Scheler{19}– es también un producto, a la vez, de irrealismo y de egolatría, de soberbia social. [381]

El Utopismo –que vulgarmente se considera como lo irrealizable por demasiado perfecto– lo definiremos nosotros como «un estar fuera de la realidad por abstracción»{20}. Es una rebeldía intelectual inconsciente contra la realidad humana en general.

El Ucronismo consiste esencialmente en «la negación de la realidad del tiempo». Es un «querer hacer las transformaciones sociales de un golpe», instantáneamente, sin tener en cuenta la necesidad de consumir cierta duración concreta de tiempo para la realización de las concepciones político-sociales. Es, pues, una rebeldía contra la limitación del tiempo, contra ese tributo de tiempo que hay que pagar para la realización de las obras humanas{21}. [382]

El Resentimiento consiste en la «negación de la realidad social». Cuando el pensamiento central íntimo, unitario –en general, la fe religiosa– que constituye la solidaridad de una sociedad o de una cultura se relaja o se distiende, la estructura de aquella sociedad, de aquel vasto conjunto cultural, diferenciado y orgánico, se deforma y se desmorona. Aquel pensamiento central es, en efecto, el que produce, a la vez, la unión y la diferenciación de las clases sociales en una organización intersolidaria, en la que cada una de las «partes» se sienten verdaderamente «partes» –es decir, a la vez unidas y separadas de las demás–, condición esencial para la perfección orgánica del «todo». Mientras existe el pensamiento central, que a la vez une y separa, diferencia y organiza, la estructura diferencial de la sociedad se conserva, produciendo esas diferencias de potencial, condiciones necesarias para su vitalidad total.

Al iniciarse la decadencia, al debilitarse el pensamiento central organizador, las partes ya no se sienten partes con plena satisfacción interior, como en las épocas de vitalidad de las culturas. Las «partes» aspiran ahora a ser «todos»; es la «rebelión de las masas», el resentimiento{22}. La tendencia a la igualización [383] de clases se manifiesta cada vez más potente, y como esta igualización no puede realizarse hacia arriba por falta de vitalidad, se produce la nivelación por abajo, la vulgarización y mediocratización de la sociedad… Los políticos demagógicos aceleran estas tendencias con sus concepciones utópicas, abstractas y, en consecuencia, de una perfección irrealizable, pero fascinante; los revolucionarios ucrónicos prometen realizar aquéllas instantáneamente, con lo cual las hacen fracasar irremisiblemente, porque no tienen en cuenta la necesidad de adaptación al ritmo temporal biológico-social, que exige una duración específica, tanto para las realizaciones político-sociales, como para la madurez de los frutos, o el ritmo de la agricultura. [384]

Utopismo irrealizable, ucronismo antitemporal apremiante, resentimiento desbordante y destructor… Estos factores son multiplicativos, multiplican recíprocamente sus efectos; a su impulso sobreviene en la sociedad febril, enloquecida, la aceleración en la pendiente al abismo…

He aquí el esquema exacto de todas las revoluciones.

Los fundamentos de nuestro pensamiento antirrevolucionario

Nosotros, en ACCIÓN ESPAÑOLA, hemos tratado de formar –como elemento necesario para la salvación de España y de Europa– no un pensamiento contrarrevolucionario, es decir, dirigido circunstancialmente contra una revolución particular, sino antirrevolucionario, es decir, opuesto a la revolución genérica en todo su ser. Porque, como decía el profético Joseph de Maistre, «la contrarrevolución no es una revolución contraria, sino lo contrario de la Revolución»{23}.

Como triple antídoto, pues, contra el monstruo revolucionario de triple cabeza –utopismo, ucronismo y resentimiento– hemos erigido en ACCIÓN ESPAÑOLA un triple haz de doctrina: un pensamiento cultural hispánico, un pensamiento político institucional, un pensamiento católico y social-cristiano.

Toda esta labor ideológica antirrevolucionaria –que constituye [385] una gran parte de labor de ACCIÓN ESPAÑOLA– la recogemos en el esquema adjunto, que no necesita explicarse{24}.

Sólo hemos de agregar a la enumeración de dicho esquema lo que nos parece la nota dominante, que es un carácter eminentemente positivo. Nosotros, los de ACCIÓN ESPAÑOLA, no somos «anti-algo», no somos «anti-nada». El ser «anti-algo» es lo fácil. Nosotros somos solamente «antirrevolucionarios»; y como la Revolución es una negación por esencia, somos la negación de una negación, es decir, la afirmación máxima. Por eso nuestra labor ideológica es fundamentalmente positiva y constructiva. Y desborda por encima de la labor pasada de ardiente oposición ideológica, sostenida durante estos cinco años de combate, contra las fuerzas destructivas de la anti-España republicana, hasta poder ofrendar hoy a España, a la España genuina que renace, un cuerpo de doctrina constructiva o cultural, histórica, política y social, de una coherencia, de una profundidad y solidez de casa solariega; porque asienta sus cimientos en la misma esencia del ser hispánico.

Nuestro hispanismo

A la cabeza de este cuerpo de doctrina, aparece como viga maestra que sostiene el todo, la magnifica labor de hispanidad realizada por nuestro inolvidable y nobilísimo maestro, Ramiro de Maeztu. Con profundidad y acierto insuperables supo extraer de la ganga de la Historia el puro diamante, motivo central del pensamiento hispánico: la colaboración con Dios en la salvación del mundo{25}.

Fue base, en efecto, esta nobilísima aspiración ideológica, de nuestra inmortal política de Indias. Se propuso ésta, en el [386] descubrimiento e hispanización del Nuevo Mundo, no una empresa «de dominio o colonial», de interés comercial o explotador industrialista, sino, ante todo, fue su finalidad la expansión espiritual, la extensión de la fe católica, la fundación institucional de la más humana y verdadera civilización…

Alto y poderoso pensamiento de Maeztu, cuyos destellos supieron traspasar océanos y arrancar vivísimos fulgores en Insignes mentalidades americanas{26}. Gracias a él, las gloriosas palabras: Imperio Español, no han quedado en vana palabrería de programa político. A nuestro ilustre maestro, y a ACCIÓN ESPAÑOLA, cabe la gloria de haber sido los primeros en llegar a resultados prácticos y realísimos en la orientación imperialista más real y permanente a que pueda aspirar España: el imperialismo espiritual. Gracias a Maeztu las gloriosas añejas sílabas: Imperio Español, han resonado de nuevo en América al cabo de un siglo de su desaparición histórica, con ecos de honda simpatía, en conferencias y escritos de una fervorosa e inteligente juventud americana, de la que esta revista se ilustra publicando admirables trabajos.

Al lado de la labor ingente de nuestro ilustre e inolvidable Director, hemos de mencionar el nombre de S. E. I. el Doctor Isidro Gomá y Tomás, el sabio y virtuoso Cardenal Primado de España, del que esta revista se honró, publicándola, la admirable «Apología de la Hispanidad»: oración magnífica del ilustre Purpurado en el Congreso Eucarístico de Buenos Aires.

Y también señalamos un magnífico artículo del ilustre escritor D. Marcial Solana: «Supremacía de lo espiritual. La soberanía de Dios Nuestro Señor, según el Derecho histórico castellano.»

He aquí el altísimo fundamento de nuestro pensamiento integral: su raíz teológica. Por eso hemos llamado a este admirable haz de trabajos nuestros, Teología de la Historia{27}.

Pero estos principios o fundamentos generales, se concretan y determinan en lo que hemos llamado nuestra Filosofía de la Historia, [387] a la cabeza de la cual hemos de colocar como más claro, concreto y específico, el trabajo admirable del ilustre historiador jesuita P. Zacarías García Villada, «El destino de España en la Historia Universal», que hace entroncar a nuestra ideología histórica con el Providencialismo de San Agustín en La Ciudad de Dios y del gran Bossuet en su Discours sur l'Histoire Universelle. Enmarcan dicho admirable artículo los magníficos y elocuentísimos «Discursos a la Catolicidad Española», del nostálgico cincelador de tiempos pasados Eugenio Montes, y un admirable artículo del P. Bruno Ibeas: «España desde el Renacimiento acá».

Con estos notables trabajos, y los que relacionamos en la nota complementaria, pudiera completarse esta parte de nuestro pensamiento hispánico; en la que éste se concreta en un cometido de misión, dispuesta gloriosamente para España por la Providencia divina.

Pero no hay pensamiento completo que no vuelva sobre sí mismo. El sacro Misterio Trinitario, vislumbrado ya en el noesis noeseos aristotélico, parece reflejarse en todo pensar. Para completar nuestro pensamiento hispánico, hemos, pues, emprendido afanosamente la historia de nuestra propia gran cultura, en oposición, por consiguiente, al pensamiento traidor a sí mismo, traidor a España, que buscó fuera de ésta –como dijo admirablemente Maeztu– su «no ser». Pensamiento traidor desde la Enciclopedia y los afrancesados, hasta la moderna generación del 98, con Joaquín Costa y los «europeizantes» –tardíos y ridículos europeizantes de una Europa carcomida, a la víspera de su disolución– pasando por los abstrusos krausistas del siglo XIX, cejijuntos, entecos y melifluos fundadores de la Institución Libre de Enseñanza, esa abuela de los «enchufes»…

En esta magna obra de espléndidas afirmaciones, de robustez de convicciones y de brillante vuelta a la fe en nosotros mismos, hemos de señalar tres grandes ciclos de Historia Cultural desarrollados por nuestra revista en su glorioso quinquenio: el Ciclo de Lope de Vega, que nos entronca con nuestro siglo totalitario, con el glorioso XVI{28}; el Ciclo de Menéndez y Pelayo, [388] o de nuestra conciencia cultural en el siglo XIX; y el Ciclo de la Actualidad –literaria, artística, científica, filosófica–, en que hemos señalado y subrayamos, sobre todo, la vuelta de las mejores mentalidades europeas a un sentido tradicional de la vida.

Cada uno de estos ciclos está representado por sus artículos más importantes en nuestro esquema, así como otros notables –a la misma materia referentes– son mencionados en las notas complementarias.

De este modo, por su fundamento teológico, por su desarrollo histórico y por su autoconciencia cultural, tratamos de formar un pensamiento hispánico integral. Pues sólo por un pensamiento integral arraigado en nuestra más alta conciencia histórica, es como se podrá conseguir que España sea una{29}.

Nuestro monarquismo

El pensamiento fundamental hispánico, realidad la más real española, va dirigido, dijimos, en su afirmación positiva, contra el negativismo utópico de la Revolución. Contra el segundo componente de ésta, contra el negativismo ucrónico, que niega la temporalidad, que niega la Historia, habíamos de oponer también la afirmación positiva de un pensamiento político institucional, es decir, que busque en la historia pasada, y cree para la historia futura, Instituciones basadas en la duración.

En tres partes se puede dividir también, en ese respecto, la labor de ACCIÓN ESPAÑOLA. La general, la que basando sus pensamientos en los caracteres permanentes de la cultura cristiana de Occidente, establece los principios fundamentales. Mencionamos como trabajos ejemplares, los del sabio P. Pelayo Zamayón, el del Sr. Goicoechea, acompañado de uno de los numerosos artículos con que Javier Reina ha contribuido tan brillantemente a nuestro acervo doctrinal.

Pero los principios básicos sustanciales se han de concretar y moldear en una forma precisa y concreta, perfilada según el [389] sentido de lo histórico hacia el pasado, y de lo permanente o duracional hacia el porvenir{30}.

Esta forma concreta ha sido la Monarquía, el concepto, moderno e intelectualmente depurado de Monarquía, que las mejores minorías selectas de la intelectualidad europea –desde L'Action Française al integralismo lusitano, pasando por muy ilustres mentalidades británicas y germánicas– aceptan hoy como una de esas verdades reales y permanentes que hay solamente que des-cubrir; es decir, que despojar de la serie de prejuicios, de resentimientos sociales negativos, y de vulgares tópicos que la en-cubren.

Nuestro monarquismo no es, en efecto, un prejuicio de casta ni un «snobismo». Es la convicción intelectual de que la Monarquía es la institución política suprema más apropiada para la «forma político-social» nación, que es la que prevalece en esta época de la civilización de Occidente. Porque es, en suma, la incorporación a la más alta magistratura de la nación, del producto social-histórico más perfecto de la civilización de Occidente; «el espíritu de familia», de familia cristiana, con su triple sentido de humanidad, de continuidad y de espiritualidad{31}.

Este espíritu de familia, nacido del admirable ensamblaje de la Roma patrimonial, y de la Roma cristiana, es el que vino a dar perfiles clásicos y racionales al puro impulso racista de la sangre y del poder que nos llegó con las invasiones germánicas. El historiador que, por debajo de las grandes líneas exteriores de la fachada histórica –grandes acontecimientos, batallas, conquistas, reinados, revoluciones, descubrimientos–, quiera ahondar hasta las piedras, sillares en que está fundado el monumento, comprenderá ciertamente que es el espíritu de familia, espiritualizado por el Cristianismo, el que da un sentido íntimo histórico, de permanencia y continuidad, a la vida social de la civilización de Occidente. Que el hombre no es totalmente hombre hasta que no ha encontrado, con los hijos, el sentimiento de la superación en el tiempo, de la encarnación de lo espiritual en la duración, que lo eleva socialmente sobre el nivel [390] de la mera animalidad, siempre momentánea{32}. Que esta transmisión del padre al hijo, esta herencia de la personalidad mucho más espiritual que material{33}, es la célula del inmenso conjunto orgánico de transmisiones que constituyen la tradición cultural de una sociedad, trama íntima de la Historia, que es la que da duración, permanencia, consistencia de ser a una cultura…

Y el querer incorporar este poder de transmisión natural a la más alta magistratura del Estado, es querer impregnarla de aquel ser nacional y cultural{34}, que es la esencia histórica de la civilización.

Nuestro pensamiento monárquico se arraiga así en la raíz tradicional de la civilización de Occidente…{35}. [391]

Todas estas ideas, implícitas o explícitas, constituyen una parte de los fundamentos del pensar monárquico de ACCIÓN ESPAÑOLA. De éste destacamos en nuestro esquema, en primer término, la magnífica obra de aquella altísima mentalidad, de vida nobilísima y muerte heroica y ejemplar, del gran mártir de la Tradición, el ilustre escritor, orador, ingeniero, abogado, D. Víctor Pradera, vil y cobardemente asesinado a raíz de la toma de Irún.

Entre otras admirables aportaciones, su magnifica obra El Estado nuevo, publicada íntegramente en las páginas de nuestra revista, constituye una base fundamental de nuestro monarquismo.

Inmediatamente mencionamos una obra maestra de divulgación ideológica monárquica: las admirables Cartas a un escéptico en materia de formas de gobierno, de José María Pemán, que tan enorme éxito obtuvieron desde las páginas de nuestra revista y en las varias ediciones rápidamente agotadas{36}. Jamás la Idea monárquica se razonó y se difundió con mayor sencillez, galanura de estilo, fuerza de argumentos y amenidad de exposición. Jamás la gracia peculiar de la prosa de José María Pemán desplegó mayores atractivos.

El «castigar riendo» de la comedia antigua se transforma en este libro de Pemán en un «convencer sonriendo». En estos momentos dolorosos y tensos, la relectura de sus párrafos serenos y luminosos constituye un verdadero descanso de ánimo. Y acompaña sin desmerecimiento a esta insuperable pareja de ideología monárquica, la prosa en relieve de Eugenio Montes, en su Filosofía de un pensador monárquico.

El tercer grupo del pensamiento político de ACCIÓN ESPAÑOLA lo constituyó la actualidad política palpitante del último quinquenio. Innumerables magníficos trabajos ilustraron nuestras columnas, ennoblecidos muchos de ellos por el dolor de la persecución, por el patriotismo exaltado y alarmado ante la carrera hacia el abismo que preveíamos y que intentábamos atajar…

Al comentar brevemente esta brillante sección, nos inclinamos muy bajo ante el recuerdo de aquel que fue su principal, [392] ilustre, genial colaborador, ante la cada vez más agigantada y pura personalidad del mártir D. José Calvo Sotelo, cuya nobilísima sangre fue vertida, baldón eterno, a instancias del asesino cobarde Casares Quiroga, con la connivente complicidad del grotesco y siniestro presidente de la ex República, Azaña, y de toda la masonería, con el hipócrita y vil Martínez Barrio, deshonra de Sevilla, a la cabeza…{37}.

¡Qué certeramente sabe la bestia revolucionaria asestar sus zarpazos y herir a la Patria con la muerte de sus hijos preclaros!

La esperanza que en Calvo Sotelo tan justamente fundaba toda España se truncó por altos designios de Dios. Acatemos su Santa Voluntad y sepamos imitar con nuestro humilde, patriótico e incansable esfuerzo el sublime ejemplo del mártir.

Con estas y muchas otras brillantísimas aportaciones (véase el esquema) se ha formado, pues, en ACCIÓN ESPAÑOLA, un pensamiento político institucional que quiere constituir un Estado impregnado en el ser, en la sustancialidad cultural y tradicional española que representa la Monarquía. Es el mejor modo, creemos, de reunir en una nación esa unidad de mando –de cuya necesidad estamos todos convencidos y todos en el mundo cada [393] vez más– con la continuidad histórica. Mejor, creemos, ha de resultar siempre que cualquier procedimiento de elección –siempre político, por orgánico y corporativo que sea–, el hacer de una fuerza tradicional natural como es la familia, prolongada en la dinastía, el órgano de la transmisión del Poder supremo{38}. Así es como España fue grande, y estamos seguros que es el mejor medio para volver a hacerla grande.

Nuestro Catolicismo social

El fenómeno de rencor difuso de masas que hemos llamado resentimiento no se ha de poder superar, a nuestro juicio, sino por los tres medios siguientes: 1.º, por una política de autoridad; 2.º, por una práctica y eficaz acción obrerista; es decir, no política obrerista que se apoye en los obreros para fines políticos, por nobles y elevados que sean, sino una acción obrerista práctica, que prescindiendo de toda política, peligrosa y contraproducente de momento, alcance mucho más eficazmente –precisamente por ser apolítica– el fin propuesto: la mejora inmediata general y «básica» de la clase obrera, que tan plausiblemente, tan rectamente señaló el General Franco en sus bases de gobierno, como uno de los fines primordiales de este movimiento salvador{39}; 3.º, a plazo más largo, por una [394] recatolización general, que se ha de conseguir por una acción católica, extensa, eficaz y constante, y por una sabia aplicación del Catolicismo social de las insuperables Encíclicas pontificias «Rerum Novarum» y «Quadragesimo Anno». Hacia esta acción social católica, insuperable, fundamental para el futuro español, en su triple aspecto de la psicología personal, del desarrollo de la familia y de la corporación cristiana, y de la acción católica general, dedicó nuestra revista numerosas páginas que en el esquema se reseñan.

Y así, por la catolización general de España, por una eficaz acción católica realizada en las mejores condiciones posibles [395] –autoridad arriba, bienestar abajo, caridad en todo– es como España será verdaderamente libre; porque la verdadera libertad consiste en la dirección voluntaria del espíritu al bien.

La encarnación de la idea en lo temporal

Creemos sinceramente –la humildad, según Santa Teresa, es la verdad– que ACCIÓN ESPAÑOLA ha construido así, en estos cinco años pasados, un cuerpo de doctrina positiva –negación de la negación revolucionaria y afirmación del ser hispánico– identificado en lo pasado con «España como Historia» y constituyente, para el futuro, de una «España como pensamiento total».

Semejante haz de ideas necesita de largo plazo, de muchos lustros, para encarnarse en lo temporal, para hacer sentir su acción eficaz sobre una nación. El pensar ideas es cosa de minorías, y las ideas precisan de largo tiempo para, transformadas en sentimientos, ganar la multitud. Pero dos hechos han de acelerar providencial y excepcionalmente la difusión de estas ideas en España: los llamaremos la instancia y la circunstancia.

La instancia consiste en la existencia interior de esta misma sustancialidad ideológica viva. De una ideología religioso-monárquico-tradicional llena de vitalidad aún en España; realmente existente por un milagro histórico.

La circunstancia es la necesidad exterior apremiante, resolutiva, de adoptar en este momento histórico el ritmo mundial, la tonalidad o forma fascista, que no solamente no es incompatible con aquella ideología tradicional, sino que, en España, es donde únicamente es totalmente adaptable.

La instancia, la tradición viva

Los que pretenden crear, por decirlo así, ex nihilo, «la nueva España»; construir, por un acto de voluntad entusiasta, la forma de un nuevo Estado, imitado del extranjero, desconocen una de las verdades absolutamente fundamentales, tanto para el hombre individual, como para las naciones. Y es que, [396] paradójicamente, es en el pasado donde se encierra la sustancia espiritual del porvenir{40}.

Si miramos al mundo con ojos cargados de espacio, la materialidad de nuestra propia vida nos oscurece la primacía de lo espiritual. Pero lo efímero de la materia y la necesidad existencial del espíritu se destacan con caracteres impresionantes si miramos al mundo con ojos de tiempo{41}.

Toda vida espiritual, toda cultura que valga la pena vivirse es un trascender del tiempo material, negativo y destructor, al tiempo espiritual, a la eternidad; que no es un «no tiempo» de inmutabilidad vacía, sino un tiempo positivo infinitamente valioso, concentrado y activo, reflejo inmortal del acto puro.

Sólo en lo espiritual adquiere, pues, la vida, contra el tiempo material, caracteres de necesidad y de absoluto. Pero la vida del espíritu, tanto en los individuos como en las naciones, es una creación continua, una creación de futuro. En esta creación, que no puede ser ex nihilo, la parte formal es lo ético, lo jurídico. La parte sustancial es la personalidad espiritual desarrollada, [397] en el individuo en su memoria, en las naciones en su tradición. Es el pasado el que nos da carácter, el que nos hace persona individualmente; y, colectivamente, el que nos hace nación. De aquí el error de los sistemas racionalistas, revolucionarios, únicamente formales, que prescinden de nuestro pasado tradicional y reemplazan la sustancialidad personal y espiritual de la nación por una sustancialidad abstracta, irreal, arbitraria.

Hay mucha más sustancia nacional en cualquier tradición espiritual que en toda la materialidad de la Nación o Estado.

En otros términos: se es tradicionalista, no por gusto, sino porque no hay más remedio que apoyarse en nuestra propia sustancia, en nuestra personalidad espiritual, contenida en nuestro pasado. No hay opción. Hay que ser tradicionalista si se quiere meramente ser.

En España, además, providencialmente, conservamos la tradición viva entre nosotros, el ejemplo magnífico de lo que es una idea encarnada en tiempo histórico, revestida de duración real. Navarra, con su tradicionalismo monárquico-católico, activo, eficaz, vivo –tan vivo que dos largas guerras del siglo XIX y esta salvadora del XX están llenas de sus muertos–, es un ejemplo inigualado de la encarnación del espíritu en la historia. Así como, refiriéndonos a las nacionalidades políticas (o en el espacio), hemos señalado a Irlanda –alma sin cuerpo durante siglos– conservando íntegra su personalidad espiritual, así –si nos referimos a las nacionalidades históricas (o en el tiempo), como en una isla espiritual, aislada contra los siglos XVII, XVIII y XIX, cada vez más antiespañoles y antinacionales– se ha conservado vivo y puro en Navarra el nacionalismo del siglo XVI español.

Pero la tradición española no se limita al vértice, a la forma tradicional de la magistratura suprema. Se extiende –aunque debilitada y encubierta, a veces, por un siglo de liberalismo y progresismo estúpido– en tantos viejos fueros, leyes{42}, costumbres, [398] sociedades, organismos{43}, fundaciones, que rebrotarán vigorosos –a poco que se les libre de la red administrativa esterilizante y rutinaria del Estado liberal, retransmitiendo desde todas sus lejanas raíces, hundidas en la sustancia histórica del tiempo, la savia de nuestro ser auténtico al vigoroso tronco rejuvenecido de un nuevo Estado español. Por eso, el tradicionalismo católico-monárquico navarro ha tenido tan extenso y hondo desarrollo por toda España en estos últimos trágicos meses. Era la sustancialidad histórica viva de España, que germinaba de nuevo en una floración roja de boinas y de sangre heroica, que surgía [399] rediviva para colaborar con el Ejército salvador y con el heroísmo insuperable de todas las otras milicias, Falange, Voluntarios, a la obra de la salvación nacional.

He aquí a la Nación española: he aquí las fuentes en las que, ineludiblemente, el movimiento salvador ha de buscar su savia radical. En algo fundamentalmente católico, fundamentalmente monárquico, fundamentalmente militar, fundamentalmente cristiano-social. Cualquier cosa que se haga que no acepte íntegramente estos fundamentos de la tradición nacional española, a nuestro juicio, fracasaría; porque no sería español ni sería nacional.

La circunstancia. El fascismo español

Existe un íntimo y decisivo dualismo, tanto en el fascismo italiano como en el nacional-socialismo alemán. Por un lado se sienta la doctrina hegeliana del absolutismo del Estado. El Estado origina a la Nación, educa y forma la mentalidad del individuo; es, según la expresión de Mussolini, «el alma del alma»{44}. Pero, por otra parte, la robusta intuición realista de ambos caudillos relaciona este absoluto estatal formal con una sustancialidad histórico-tradicional, racial, de sangre, exasperada por la violencia necesaria de una enérgica política exterior, ineludiblemente necesitada por la estrechez demográfica de una Italia sin colonias, de una Alemania despojada de ellas y ahogada en el círculo de una Europa hostil.

El hegelianismo absoluto se torna así en hegelianismo relativo; el Estado-Dios encarna en una naturaleza histórica, en un espíritu tradicional, nacional-racial, de estirpe cristiano-europea. He aquí por qué los hegelianismos relativos italiano y alemán, no sólo son compatibles, sino que forman parte integral, en un amplio sentido histórico, de nuestra concepción católica y providencialista de la Historia. Italia ya se ha unido a la Iglesia católica; no la Italia-pueblo, que lo estaba antes, sino la Italia-Estado, con el Tratado de Letrán. La luterana Alemania va a salvar, de hecho, al Cristianismo occidental, y a la Iglesia católica [400] con él, como barrera infranqueable contra la barbarie moscovita atea{45}.

Vemos así, pues, cómo por un dualismo paradójico, pero profundamente real, un ropaje jurídico hegeliano, racionalista, de decadencia, recubre en ambos casos una sustancialidad vigorosamente tradicional, cualitativa, de sangre y de historia, que va a arraigar en los más hondos principios del Cristianismo secular, fundamento de la civilización de Occidente{46}. [401]

He aquí, pues, la solución del problema español. El fascismo, el absolutismo hegeliano, no sólo puede y debe darse en España, sino que es España la única nación europea donde cabe en un sentido absoluto; porque nuestro fascismo, nuestro absolutismo hegeliano-jurídico se ha de sustentar necesariamente, como Forma, en una sustancialidad histórica católico-tradicional, es decir, fundamentada en la verdad trascendente{47}. Hemos dicho anteriormente que teníamos derecho en España a ser más papistas que el Papa; del mismo modo podemos ser más fascistas que el mismo fascismo. Porque nuestro fascismo ha de ser perfecto, absoluto. «El fascismo es una concepción religiosa», ha escrito Musssolini{48}. El fascismo español será, pues, la religión de la Religión.

Pero, no solamente tiene España que adoptar –de acuerdo con las circunstancias– esta modalidad fascista, sino que la ha tenido ya. Los fascismos italiano o alemán no han inventado para nosotros nada. España fue fascista con un avance de cuatro siglos sobre ellos. Cuando fue una, grande, libre, y verdaderamente España, fue entonces: en el siglo XVI, cuando, identificados Estado y Nación con la Idea católica eterna, España fue una Nación modelo, el alma máter de la civilización cristiana y occidental{49}.

La fórmula precisa

He aquí, pues, que llegamos a conclusiones que nos parecen desprenderse de las consideraciones anteriores como frutos maduros. Se deduce de ellas, en efecto, ineludiblemente, que la fórmula española consiste en la fusión de la Nación con el Estado; [402] de lo nacional –sustancialidad religioso-monárquica del Tradicionalismo– con lo estatal –totalitarismo jurídico del fascismo{50}.

Esta es, a nuestro modesto entender, la única fórmula. El nuevo Estado deberá fundarse en todos los principios del Tradicionalismo para ser genuinamente nacional español, pero esta condición necesaria –para emplear lógica matemática– no es suficiente. Unos principios –aunque enmarcados en una sustancialidad histórica, como son los principios del Tradicionalismo español– por lo mismo que son principios fundamentales, precisan de una adaptación concreta de tiempo y lugar: esa adaptación es lo que industrialmente se llama técnica.

El fascismo ha de ser, pues, en España, la técnica del Tradicionalismo; la traducción del Tradicionalismo a términos de presente.

Consideraciones que alargarían demasiado este artículo, pero que no son difíciles de alcanzar, demuestran claramente, en efecto, que cada época, cada etapa del mundo, tiene un ritmo temporal intrínseco{51}. Todo sistema político tiene necesidad [403] de adoptar el ritmo histórico vital de su época. Ahora bien, el Tradicionalismo español puede necesitar –no en su sustancia, permanentemente válida como sus principios, pero sí en algunos de sus modos accidentales– una adaptación al ritmo vital del momento, que marca el fascismo.

La primera gran manifestación, la fuerte encarnación histórica del Tradicionalismo español –ese primer amor, esa educación primera que siempre imprime carácter a todo adolescente– tuvo lugar, en efecto, a principio del siglo pasado; cuando se produjo, con Isabel II, el último sangriento desgarre en la unidad moral de España. Aquel momento histórico ha impreso carácter, hasta cierto punto, al Tradicionalismo, encarnado en la Historia, aunque no a sus principios, repetimos.

Y como es evidente que el ritmo vital histórico de hoy es muchísimo más acelerado que el de hace cien años; que la mayor facilidad de intercomunicación, el transporte mecánico, el telégrafo, el avión, han vencido al espacio, han sobrepujado el obstáculo de la distancia, y al anularlo, han aumentado en términos fulgurantes el ritmo del tiempo, y con éste, [404] la liberación posible del espíritu, es evidente también que estas condiciones materiales distintas –es decir, menos materiales, si la materia es un obstáculo– exigen una adaptación a los principios tradicionales del ritmo vital histórico del momento, que es el ritmo fascista. En la Historia lo que fracasa siempre es la actuación a destiempo, porque el tiempo, el ritmo temporal, es una parte de la Historia.

He aquí, pues, que se dibujan claramente unas líneas generales como resultado de todas las consideraciones que hemos tratado de cimentar en lo más hondo y firme de nuestro pensamiento. Fundamentación total en los principios tradicionales monárquicos en los que se moldeó la nacionalidad española, el prefascismo español del siglo XVI. Adaptación a estos principios, del ritmo vital histórico del momento europeo presente, por la tonalidad fascista que sea compatible con la psicología, con las costumbres tradicionales del pueblo español; consiguiendo de este modo la compenetración totalitaria de Nación y Estado{52}.

* * *

Nosotros, en esta revista, nos mantenemos, y hemos mantenido siempre, en el terreno de la teoría y alejados de toda orientación de política práctica. En los presentes momentos, decisivos para España, creeríamos, sin embargo, faltar a nuestro deber si no concretáramos en unas líneas la consecuencia [405] práctica que, a nuestro juicio, creemos se deduce de nuestra consideración de «España como pensamiento».

Después de la victoria, cuyas alas perfilan ya gloriosas la proa de la nave de España, nuestro ilustre Caudillo Franco, como representante y cabeza de este Ejército invicto, que ha sido el principal autor de la salvación de España –y es el representante puro y genuino del espíritu español–, a nuestro modesto entender, deberá continuar su patriótico sacrificio, empuñando firme el timón del Poder todo el tiempo que fuera necesario. Así podrán hacer Franco y el Ejército, que España, después de haber ganado la guerra, consiga también ganar la paz. Sólo el Ejército, por el derecho que le da su sangriento y heroico sacrificio, y por el deber que le impone su acendrado patriotismo y su pura imparcialidad, será capaz, asumiendo el Poder durante la etapa que sea precisa, alcanzar la pacificación de los espíritus y conseguir, detrás de él, la unión efectiva de todos los españoles que luchamos hoy, cada cual en la actividad para que sirve, contra la barbarie roja que amenaza a España y a Europa. La existencia de un ser hispánico común, que es «España como pensamiento», en el que debemos fundirnos todos; tantos sacrificios; tanta y tanta generosa sangre derramada; todo ello nos invita a lanzar desde estas modestas líneas el clamor que toda España siente surgir de sus doloridas entrañas: Unión, Unión, Unión.

Amori et dolori sacrum

Porque, mucho más que largas páginas de seca intelectualidad, ha de enseñar a España la divina lección del dolor. Una ola de dolor terrible anega el corazón de toda España. Dolor explícito muchas veces, oculto y entrañable otras, que llora silenciosamente en el fondo de nuestras acciones más corrientes, que imprime una dolorosa tonalidad a todos los actos de nuestra vida.

España destrozada, deshonrada por la barbarie innoble de los rojos, nuestras Iglesias profanadas, nuestro arte destruido y robado, nuestra juventud segada en flor, las mejores vidas de España muertas, la separación terrible de los que están en el otro campo, la incertidumbre sobre ellos, más angustiosa que la mortal certeza. ¿Qué español no tiene hoy una honda pena [406] clavada en su alma?… ¿Qué español no pide a Dios todos los días que pase ya de España este cáliz si es su Santa Voluntad?…

«Et nunc Reges, intelligite; erudimini, qui judicatis terram!», exclamaba el gran Bossuet, con voz de la Biblia, con ocasión de una gran secuencia de dolor{53}. «¡Entended ahora, reyes; aprended los que mandáis en la tierra!…»

Esta es la lección suprema, mejor que la que pueda contener el mejor escrito. La nobleza del dolor, la lección nobilísima del doloroso sacrificio. Por eso queremos publicar la que se encierra en la carta que al fin insertamos de un grande de la tierra, de un verdadero Grande de España, que todo lo tenía en el mundo: juventud, amor, felicidad, esposa e hijos queridísimos, riquezas, honores, un nombre de los más ilustres, servicios honrosos, sin riesgo, a retaguardia…

Pero el Duque de Fernán Núñez, que honraba con su nombre la lista de socios protectores de ACCIÓN ESPAÑOLA, prefirió el doloroso y ennoblecedor sacrificio. Y sacrificó todo aquello por Dios, por su Patria, por su Ideal, por la tradición de su Casa y el honor de su Estirpe…

Y he aquí la carta que encontraron en su equipaje con el sobrescrito «Para Chita, si me matan en el frente», que, en su culto al heroísmo, ACCIÓN ESPAÑOLA, y este humilde artículo, quieren honrarse supremamente al publicar en estas páginas su alta ejemplaridad.

La carta dice así:

«Mi queridísima Chita:
«Lo primero que tengo que hacer al escribirte estas líneas, que leerás cuando yo ya no sea de los de este mundo, es pedirte perdón por todo el mal que te causo por la resolución que he adoptado de ir a tomar parte activa en la guerra civil contra los rojos. Lo hago satisfecho, porque con ello cumplo con el primer deber que tenemos todos los hombres después de servir a Dios, que es servir a la Patria, a la que ofrendo mi vida. Hasta ahora he procurado hacerme útil en unos servicios a retaguardia; pero ante tanta destrucción, tanta ruina, tanto salvajismo, tantos sufrimientos y tantos amigos que perecen a mano de los rojos, en medio de horribles torturas, me remuerde la [407] conciencia de no hacer más y por eso me voy tranquilo y contento, sintiendo sólo lo que con esto te puedo hacer sufrir, y dejarte a ti y a los chicos, a los que tanto quiero. Espero que a ellos les tocará vivir en una época más tranquila y más normal que la nuestra, en la que a Manolito le tocará continuar la tradición de la Casa, lo que conseguirá si practica la virtud, el deber, el trabajo, y sabe escoger bien cuáles sean sus amigos.
«Contigo, mi queridísima Chita, he sido todo lo feliz que puede ser un hombre. Tú eres fuerte y tendrás en los chicos y en tu educación cristiana el consuelo necesario en el abandono en que te dejo y la resignación necesaria; porque si mi deber en esta vida ha sido morir por la Religión, la Patria y la Monarquía, en una verdadera cruzada que señalará una de las fechas históricas más importantes de España, a ti te toca la educación de Mercedes y Manolito, cuya misión seguro estoy sabrás cumplir.
«Perdón otra vez, reza mucho por mí y sabe lo que os quiere a todos. –Manolo (rubricado).»

Todos los volúmenes de Filosofía de la Historia que puedan escribirse no valen lo que una línea de esta carta, en su sobria sencillez.

José Pemartín

Notas

{1} Como es bien sabido, el mismo racionalista Descartes daba una gran amplitud a su noción de «pensamiento», a su cogito: «No solamente entender, querer, imaginar, sino también sentir, es la misma cosa aquí que pensar.» (Descartes, Principes, I, núm 9.) Amplitud que se extiende todavía más en algunos modernos, notablemente en el ilustre filósofo católico Maurice Blondel en su magnífico último libro La Pensée (París, Alcan, 1934). Leemos en su página 116, tomo I: «El pensamiento es amor y acción al mismo tiempo que razón.»

{2} Véanse los notables artículos de Castro Albarrán, «La sumisión al poder legítimo», y el de Solana, «La resistencia a la tiranía, según la doctrina de los tratadistas del Siglo de Oro español», reproducidos parcialmente en este número.

{3} El antimilitarismo de los izquierdistas proviene, en primer término, de una concepción materialista de la vida. Los izquierdistas son cobardes porque carecen, en general, de un ideal religioso; para ellos la vida presente es todo. Y odian, como lo feo a lo bello, a la belleza moral militar, basada en el sacrificio heroico de la vida. Además, los izquierdistas son antimilitaristas porque el militarismo propaga el ideal del honor y eleva siempre, necesariamente, el nivel moral de una nación. Y ellos, los políticos izquierdistas, necesitan de un ambiente inmoral y de masas envilecidas para mejor ejercer sobre ellas su dominio.

{4} Véanse los notables artículos de Castro Albarrán y Solana, citados en nota anterior.

{5} Arzobispo de Sevilla que, en el siglo IX, condenaba el heroísmo de los cristianos de Córdoba que arriesgaban el martirio en su rebeldía contra los árabes. La Iglesia, después, dio la razón a su Ilustre contrario San Eulogio, el glorioso mártir cordobés, al ponerlo entre sus Santos.

{6} Acción Española, tomo VIII, pág. 723.

{7} Véase el admirable artículo de Pierre Gaxotte, reproducido en este número.

{8} Creo que esta definición abarca, y al mismo tiempo ciñe debidamente, el hecho histórico complejísimo de la formación de las nacionalidades, porque, en esta formación, se dan evidentemente siempre dos factores, dos elementos: 1.º, el más espiritual de una cultura secundaria característica, 2.º, el más temporal, concreto y material, de un hecho histórico subsistente, alrededor del cual se condensa la cultura secundaria, como la perla alrededor del grano de arena.

{9} No hay duda que la Nación Francesa es, en su formación histórica, la cultura francesa, que se condensa alrededor del hecho histórico político de la Monarquía; Monarquía, hasta cierto punto, más patrimonial, más territorial en Francia que en ninguna otra parte. En Inglaterra, la formación de la Nacionalidad Británica se desarrolla alrededor del hecho histórico de una Monarquía, unida a un fuerte patriciado territorial, feudal, ocupado, sobre todo en la defensa de la Isla. Circunstancia marítima esta última que, combinada con la valoración de las minas de hulla, el vapor y el industrialismo, transforma después a la Nacionalidad Británica, en el completamente distinto Imperialismo anglo-sajón. Al lado de estas nacionalidades, por decirlo así, equilibradas, en las que lo que pudiéramos llamar el cuerpo –hecho histórico concreto y duradero– está proporcionado al alma –sustancialidad cultural específica– hay otras nacionalidades que han sido durante largo tiempo almas sin cuerpo, como, por ejemplo, la Nacionalidad Irlandesa, tan viva y tan real toda ella formada de religiosidad católica y fuerte espíritu de independencia racial; pero que vive siglos y siglos, alma sin cuerpo, absorbido éste por la esclavitud a Inglaterra. Y algo muy parecido puede decirse de la tan caracterizada Nacionalidad Polaca, alma sin cuerpo largos años bajo la férula moscovita. En otras nacionalidades, por el contrario, es el hecho concreto y casi material el que domina.

Creo que se puede hablar, en efecto, con propiedad hoy, en Europa, de la Nacionalidad Suiza. Quiero decir que a este concepto corresponde un hecho político real europeo: la Nación suiza. Que es, efectivamente, una Nación y no una mera artificialidad política. Pero Nación muy característica; porque en ella la unidad proviene del hecho político-geográfico de sus montañas y de su posición; hecho que da unidad política y racional real, y por ende histórica, a una trinidad de cultura. Una nacionalidad aún más extraña –hoy paradójicamente presente por ausencia, pero no por eso menos realísima– es la Nacionalidad Austro-húngara. Esta se forma evidentemente alrededor de un hecho político histórico característico: la poderosa dinastía de los Habsburgos. Bajo esta fuerte unidad política se reúnen, primero, los más diversos núcleos culturales y raciales. Parecería, a primera vista, que el Imperio austro-húngaro no fuera una verdadera nacionalidad real. Así lo creyeron las pretenciosas y sectarias minorías que redactaron el Tratado de Versalles. Pero durante la postguerra se ha visto muy claro cuán neciamente equivocadas estaban. Este poderoso fenómeno de renucleación histórica –que es la «formación de la nacionalidad»– había llegado a realizar una Nacionalidad Austro-húngara, una síntesis de las tan diversas culturas, razas y economías de aquel Imperio; de tal modo, con tanta realidad histórica, que el desequilibrio tremendo de la Europa actual, tanto político como económico, procede casi únicamente del quebrantamiento de la unidad imperial en la cuenca del Danubio. Y que Viena –viviente protesta de lo histórico contra lo ideológico– dibuja siempre su exquisita silueta espiritual y cultural, por encima de aquel caos de pueblos y razas; blonda frente de altiva piedra, ceñida por la cinta del Danubio Azul, digna de ser otra vez coronada por Emperatriz católica de Oriente.

Italia y Alemania, son –como es bien sabido– las nacionalidades últimas formadas en Europa; datan, políticamente, ambas de 1870. Este hecho concreto da a su formación política actual esa pujante fuerza de juventud, al par que un perfil histórico aún no del todo formado.

{10} Por eso nosotros, los españoles, tenemos derecho a ser más papistas que el Papa, y lo hemos sido efectivamente en muchas gloriosas ocasiones.

{11} Lope de Vega, El valiente Céspedes.

{12} Oswald Spengler, Años decisivos, trad. española. Madrid, 1935. Magnífico libro lleno de verdades.

{13} Véase sobre la decadencia –a pesar de su aparente auge– de una parte de la Ciencia Física moderna, nuestro libro Introducción a una Filosofía de lo Temporal, Sevilla 1937, cap. VIII a XI.

{14} Más adelante explicamos y justificamos esta aparente inconsecuencia.

{15} Toda sociedad organizada, toda ciudad y todo embrión nacional tienen un origen primario religioso. Leist, Carle, Fustel de Coulanges –entre los más conocidos del siglo XIX– y en nuestros días, y respecto a las sociedades más primitivas, Levy-Bruhl, han reconocido todos y demostrado minuciosamente este hecho, adquirido ya definitivamente por la ciencia histórica.

{16} Sobre toda esta decadencia científica de pensamiento de Occidente, véase nuestro libro Introducción a una filosofía de lo Temporal, Sevilla 1937.

{17} El fracaso de la civilización moderna –profetizado aquél y anatematizada ésta tan claramente por la Iglesia– está reconocido hoy, precisa y concretamente, por las más altas mentalidades científicas del día. Hemos de citar notablemente al Dr. Alexis Carrel, del Instituto Rockefeller de New-York, en su magnífico reciente libro L'Homme, cet Inconnu (París, Plon, 1936), en el que se dice textualmente: «Es la civilización moderna, y no el hombre lo que debe ser sacrificado.» Este libro del Dr. Carrel, hecho todo con ciencia y sabiduría concentradas, debiera ser leído muy atentamente por todo hombre de ideas, o político, que se preocupe de la reconstrucción de España y de Europa.

{18} Este artículo fue reproducido de una Conferencia sobre Lope de Vega, pronunciada en mayo de 1935. Queremos agregar de la misma, por su carácter tristemente profético, los siguientes párrafos:

«He de afirmar enfáticamente que las otras naciones de Europa, cuando en el momento de la Reforma optaron en contra de España, rompiendo la unidad moral de la Cristiandad, por el Racionalismo, antecedente necesario del Materialismo, pronunciaron la condenación de sus propias creaciones. Porque crear es dar ser, es cosa de espíritu. No escribo en teoría ni en abstracto, que hablan por mi las verdades más evidentes, las realidades más angustiosas del momento presente. Arrojemos la vista por Europa y nos estremeceremos al contemplar la disolución política, económica, social, moral, de todo un mundo. Nos amenaza una nueva y terrible guerra que siembre a Europa de ruinas materiales, pero tal vez más terrible aún es el ver de antemano la confusión espantosa, el caos de ruinas morales en que se desmoronan todos los fundamentos de la sociedad europea. De esta sociedad que hace treinta años se consideraba orgullosa de sí misma, como la feliz, la definitiva, la eterna civilización burguesa y liberal de Europa, de rodillas ante sus tres ídolos: la Ciencia positiva, el Dinero y el Placer.

»¿Porque qué va a quedar de esa confusión catastrófica? Cuando vemos que Francia, la llamada en tiempos hija primogénita de la Iglesia, una de las más bellas y ricas expresiones de la cultura de Occidente, haciendo traición a su cometido de defensora y sostenedora de esta cultura, impulsada por el más bajo de los sentimientos: por el miedo; envilecida por esa miserable y mezquina pequeña burguesía radical-socialista, por esos partidos políticos masónicos, sujetos de toda ruindad y de toda bajeza, desertando de su puesto de vanguardia de la cultura del mundo, se alía con la horda mongólica, salvaje y mecanizada de Rusia para sembrar de ruinas sangrientas, para aniquilar la civilización de Occidente, cabe preguntarse con espanto a qué abismo nos llevan al fin las llamadas 'grandes conquistas del progreso y de la civilización moderna'; todo aquello que se nos reprochaba de faltar a la España oscurantista y atrasada, con cuyo tópico nos agobiaban los europeizantes del 98.» (Acción Española, núm. 79, septiembre, 1935, tomo XIV, pág. 423 y siguientes.)

{19} El Resentimiento en la moral, trad. española. Madrid, 1927.

{20} Este utopismo, este «estar fuera de la realidad por abstracción», está admirablemente caracterizado en un capítulo magnífico de la obra del Dr. Carrel antes citada, de la que reproducimos los decisivos párrafos siguientes: «El ser humano no se encuentra en ninguna parte en la Naturaleza. En ella no observamos más que al individuo. Este se distingue del ser humano en que es una realidad concreta. El individuo es el que actúa, ama, sufre, combate, muere. Al contrario, el ser humano es una idea platónica, vive tan sólo en nuestro espíritu y en nuestros libros… La sociedad moderna ignora al individuo. No tiene cuenta sino de los seres humanos. Cree la realidad de los universales y nos trata como abstracciones. La confusión de los conceptos del individuo y del ser humano, la ha conducido a uno de sus más grandes errores, a la «standardización» de los hombres… Otro error debido a la confusión de los conceptos de ser humano y de individuo es la igualdad democrática. Este dogma se hunde hoy ante los golpes de las experiencias de los pueblos. Cierto, los seres humanos son iguales. Pero los individuos no lo son. La Igualdad de sus derechos es una ilusión. El débil de espíritu y el hombre de genio no deben ser iguales ante la ley. El ser estúpido, sin inteligencia, incapaz de atención, «inepto», no tiene derecho a una educación superior. Es absurdo darle el mismo poder electoral que al individuo completamente desarrollado. Pero la «standardización» de los seres humanos ha traído el predominio de los débiles… Es el mito de la igualdad, el amor del símbolo, el desdén del hecho concreto el que, en una amplia medida, es culpable del desmoronamiento del individuo. Como era imposible elevar a los inferiores, el único medio de producir la igualdad entre los hombres era llevarlos todos al nivel más bajo. Así desaparece la fuerza de la personalidad.» (Dr. Alexis Carrel, L'Homme, cet Inconnu, París, Plon, 1936, pág. 283 y 326.)

{21} Todo sistema revolucionario tiene como defecto principal no sólo el utopismo, como se cree corrientemente, sino el ucronismo, o ausencia de lo temporal. Un sistema político, para que no sea antivital, debe llevar incrustado en él, de algún modo, lo temporal, la historia. El defecto principal de las doctrinas democráticas, u otras análogas, basadas en el ascenso del pueblo al poder, es que son sistemas instantáneos; para ascender al poder, a la riqueza, a la cultura, hay que consumir cierta cantidad de tiempo, que es mayor generalmente que el de la vida de un individuo y se extiende a varias generaciones. El desconocer esta verdad temporalista, es el vicio radical de toda doctrina y actitud revolucionarias, que malogran y destrozan revolucionariamente a las sociedades con su ritmo acelerado artificial; como un cultivador ucrónico malograría las cosechas si quisiera sobreadelantarse a las estaciones…

El método ucrónico hace fracasar irremisiblemente, científicamente, todas las concepciones político-sociales, aun las realizables, por su inconsideración de la necesaria dimensión duracional.

{22} Bajo el nombre genérico de «resentimiento» –que Max Scheler divulgó en una obra célebre– se encuentra y desarrolla este elemento destructor, socavando con sus raíces monstruosas todo el edificio social, principalmente en las épocas de decadencia; sea como aristofobia, u odio a los mejores, como subversión y descontento social genérico, como irrupción y advenimiento rebelde de las masas… Advenimiento de las masas que no hay que confundir con el fenómeno positivo, demográfico, del aumento numérico o concentración de multitudes, debido, por ejemplo al gran urbanismo, o al industrialismo; estos son fenómenos sociales positivos. La rebelión de las masas, por el contrario, es algo negativo; es la ruptura de los cuadros orgánicos que las enmarcan; la disrupción, el cuarteamiento, la desmoronación del edificio social, producido en las épocas de decadencia, por la envidia a los superiores, por el descontento íntimo de la modesta posición, por el ensoberbecimiento que se desarrolla principalmente en las clases medias, producto de la burguesía degenerada, que son las verdaderas clases revolucionarias, las fabricadoras de revoluciones. Aunque, después, la revolución intelectual o sentimental que ellas mismas, más o menos directamente, fabricaron, busque su último arriesgado apoyo en las ignorantes masas populares y llegue a desembocar en un esclavizante y sangriento comunismo, hijo directo de aquellas teorías igualitarias –en apariencia, «justas y benéficas»; en el fondo, disolventes y corrosivas– creadas por una intelectualidad de clase media envidiosa y resentida, que luego cree absolverse de las terribles sangrientas consecuencias con un hipócrita «yo no quería llegar a tanto» o un estúpido «no es eso, no es eso». Envidia resentida que es a la vez el producto y el signo de toda decadencia; que impregna, en las épocas de disolución de la sociedad, a todas las partes de ésta. Y es tanto más peligrosa, cuanto que encubre su «destruccionismo» esencial con una apariencia intelectual constructiva. Es, primero, en Francia el utopismo rousseauniano, que construye sobre conceptos abstractos de humanidad, y no con realidades concretas de «hombres históricos» un admirable mundo aparente a base de Libertad, Igualdad y Fraternidad (que deja subsistir y agravar, sin embargo, con el advenimiento de la burguesía liberal, la tiranía del dinero). Pero que, al mismo tiempo, al suprimir implacablemente los viejos gremios y corporaciones del antiguo régimen, destruye los reales órganos históricos de verdadero equilibrio y fraternidad sociales. Es, en Inglaterra, la Reforma liberal, que transforma la Cámara de los Comunes, antiguo patrimonio de la nobleza territorial, en una Asamblea ilustrada de debates, de los liberales manchesterianos; transformación «benéfica» en apariencia, porque parece acabar con egoísmos, privilegios y rutina, para dar paso al «progreso». Pero que, al pasar del espíritu social territorial al antisocial –por individualista– de la economía liberal, reemplaza la dependencia «humana» de la economía rural por la esclavitud «inhumana» del industrialismo taylorista… Es, en todas partes, el advenimiento del sufragio universal inorgánico, constructor, en apariencia, de la emancipación política, y destructor, en realidad, del edificio social… Es, en fin, la abstracta utopía comunista, con apariencia constructiva de teorema geométrico; pero que al pretender reducir a la humanidad a números, mecánica y extensión, destruye, por el mismo hecho, a «lo humano», que precisamente pudiera definirse como lo que hay que agregar al número, a la mecánica y a la extensión, para producir la vida creadora y libre del hombre; agréguense a esta fórmula, casi matemática, diversas dosis de barbarie y crueldad mongólica, y se tendrá, en seis líneas, la síntesis histórica del comunismo ruso-asiático, contra el que luchamos.

La hora difícil, la hora del triunfo –este don divino de lo nuevo que Dios nos regala con la disposición del tiempo futuro– debe tratar de ser depurada de todas las tendencias del resentimiento –desgraciadamente, muchas veces inconscientes y disfrazadas con apariencias constructivas–, resabio y residuo de decadencia y de destruccionismo, del que hay que huir con todo empeño, porque, a la larga, llegaría a anular nuestra resurrección vital histórica, en España.

{23} Conviene esclarecer este punto. Una revolución es siempre algo esencialmente negativo, porque significa siempre el negar, el restar, el quitar a la Historia su verdadera esencia, su verdadero ser, que es la duración. Por eso creemos equivocados a los que consideran el movimiento nacional español como una revolución contraria a la roja. Es, por el contrario, dicho movimiento, una parte de la antirrevolución europea, que no es más que una; así como la Revolución no es más que una también.

Como parte de la antirrevolución europea, es el movimiento nacional español una negación de aquella Revolución; es decir, la negación de la supresión de lo duracional, de la supresión del verdadero ser histórico. Consiste, pues, este movimiento nacional español en la vuelta a integrar, a incrustar en España su ser histórico, su ser duracional.

Que esta vuelta a la Historia se haga por medio de la violencia legítima, siempre, como toda violencia, rápida y resolutiva, no quiere decir que sea una revolución contraria a la otra. Tiene, al contrario, que ser esencialmente antirrevolucionaria para que sea nacional. Porque la Revolución es, en suma, la destrucción de la Historia, sustancia de la Nación.

Esta es la aplicación al caso de España actual de la frase célebre y certera de Joseph de Maistre.

{24} De las nueve subdivisiones o grupos en que hemos subdividido a aquellos tres primeros, damos, como ejemplo, en primer término, tres de los artículos o trabajos más importantes, significativos u originales, en cada una de estas ramas de pensamiento. Y a continuación, en nuevos grupos o notas, enumeramos aquellos otros trabajos o ensayos notables análogos, que se agrupan en torno a los primeros como complemento o extensión.

{25} Lo hace concretamente en la magnífica esperanzante doctrina, anticalvinista y tridentina, de que «a todos los hombres les es dada gracia suficiente, próxima o remota, para la salvación de su alma». Doctrina de la que una de las más ilustres mentalidades del siglo, el sabio dominico González Arintero, decía «que no había proposición teológica más segura que aquélla».

{26} Como, por ejemplo, los ilustres escritores y publicistas Pablo Antonio Cuadra y José Coronel Urtecho, nicaragüenses; Alfonso Junco, mejicano, y Roberto Levillier, el brillante historiador y eminente diplomático argentino, ilustres colaboradores de nuestra revista.

{27} Además de estos trabajos fundamentales, seleccionamos, entre otros muchos, los de la nota complementaria

{28} Con aquel glorioso siglo, con el que nuestro ilustre Caudillo, el General Franco, en reciente interviú, deseaba el entronque de la nueva España.

{29} Sólo el pensamiento tiene un poder unificador esencial. Para crear una unidad, un haz, un fascio, hay que alcanzar la unidad de pensamiento no sólo en el espacio entre los presentes, entre los vivientes, sino, sobre todo, con el pensar de nuestros antepasados, de nuestros muertos, causas espirituales conformativas del pensar actual.

{30} Contra el ucronismo ahistórico y antitemporal.

{31} Tomando la palabra humanidad en su sentido paternal, que es el mejor y más completo, porque es el sentido divino, el que se nos enseña en el Padrenuestro.

{32} Recuérdese la definición famosa que da Leibniz de lo material: «Mens momentanea, sive carente recordatione.»

{33} La importancia de esta «herencia de la personalidad» para la buena marcha de la sociedad, y máxime en la cúspide del Estado, está reconocida por la ciencia moderna. Léanse las admirables páginas sobre la necesidad de la formación tradicional de una élite, de una «selección», en la citada obra del Dr. Carrel, L'Homme, cet Inconnu, págs. 333 a 393. Se dice en ella, entre otras cosas: «Es preciso que los hijos sean educados por sus padres en contacto con las cosas que representan su espíritu.»

{34} Ser nacional y cultural que constituye el tejido duracional de toda la nación; desde la veneración por las tradiciones familiares de los abuelos, o el sentido de honor profesional de un obrero en su gremio, o el timbre de orgullo de la historia militar de un regimiento, hasta la transmisión del acervo de glorias, de ejemplaridad, de deberes, de servicios supremos, que constituyen la tradición de una dinastía.

{35} La familia cristiana, con su sentido espiritual y patrimonial, es el producto exclusivo y perfecto de la civilización de Occidente; y trama íntima de ésta, a pesar de los distintos matices que pueda revestir. No se encuentra, en su esencia íntima, en ninguna de las otras civilizaciones, sobre todo en las orientales. Por eso la Revolución, decadencia y negación de la civilización de Occidente, ataca siempre a la familia: divorcio, amor libre, destrucción de los patrimonios, secuestro de los hijos por el Estado, &c. Desgraciadamente, esta última tendencia, demasiado estatal, se ha extendido incluso a naciones antirrevolucionarias. Contra la estatización prematura de los hijos, no sólo protesta y ha protestado siempre la Iglesia, sino que la acompañan en ello las mentalidades más ilustres y completas de la ciencia profana moderna. Así, en ese admirable libro del Dr. Carrel antes citado, se aboga por la formación espiritual del hijo en el seno de la familia –que es, en suma, la esencia de nuestro razonamiento del párrafo anterior– y dice severamente, refiriéndose a Norteamérica: «La sociedad moderna ha cometido la gran falta de sustituir desde tierna edad la enseñanza familiar por la escuela pública o colegio. Esta ha sido la traición de las madres, que se dedican a sus diversiones y no a su hogar.» Esto no lo escribe un cura. Lo escribe uno de los más famosos doctores del Instituto Rockefeller, de New-York, en un libro recientísimo y célebre. Por eso, aquí en España, donde nuestras madres no han traicionado, tenemos razón en sentirnos más civilizados que en el resto del mundo y derecho a aspirar a constituir instituciones ejemplares. No imitar a los demás, sino ser nosotros maestros.

{36} Acaba de aparecer una nueva edición de 10.000 ejemplares.

{37} He aquí lo que hace tres años escribíamos en esta misma revista del insigne hombre público:

«No falta tampoco en nuestro jardín intelectual el prestigio superior del hombre político ilustre, del verdadero estadista joven, culto, vigoroso, esperanza de la Patria, que, elegido repetidas veces por el voto entusiasta de su pueblo para que lo representara, se le desterró con pretextos inicuos, falseando la historia, sencillamente porque se le tenía miedo. Porque si hubiera hablado en el Parlamento pasado –como hablará, Dios mediante, muy pronto en el presente–, la mano enérgica y segura de su dialéctica bien documentada hubiera arrancado muchas caretas de rostros manchados por las lacras de la prevaricación o de la mentira… Se le tenía miedo y se le desterró. Pero la hora de la justicia se aproxima. Y Calvo Sotelo –huelga el nombrarlo después de haber aludido a la esperanza de la Patria– volverá a rendir de nuevo a España la eminente valía de sus servicios, depurada y enaltecida con la aureola de la persecución injusta, por el dolor y la penuria del amargo destierro, por una cultura estatal y financiera de primer orden, ampliada últimamente por su experiencia europea durante su estancia provechosa en París. Cultura pasmosa que ha dado tanto realce a las páginas de esta revista; cualidades de hombre de Estado que pronto brillarán en el Parlamento español, en el seno de la leal y consecuente minoría monárquica Renovación Española, en la que se ha de ver bien patente un fenómeno cultural y social, olvidado por Rousseau y sus ambiguos discípulos los demócratas populares de hoy, en su culto estúpido del número: que en los grupos o selecciones humanos, la calidad está siempre en razón inversa de la cantidad.» (Acción Española, pág. 723, t. VIII.)

{38} Tanto más cuanto que cabe una síntesis de ambos procedimientos de continuidad, cada uno con su cometido, como el genio de Mussolini ha sabido hacerlo en Italia.

{39} Deseamos puntualizar nuestro pensamiento en este respecto. Entendemos la acción obrerista en un doble aspecto:

Primero. Uno negativo, que consiste, a nuestro entender, en una abstención de momento, mientras las pasiones y los odios estén recientes, de toda política obrerista, a nuestro juicio contraproducente; pues es posible fuera engendradora de falsas sumisiones y de aguas mansas peligrosísimas.

Segundo. Una acción obrerista práctica positiva, que se ha de efectuar inmediatamente, como ya se ha hecho tan plausiblemente en muchas ciudades redimidas, y que debe constar de tres partes eminentemente positivas:

1.º Una parte material, que ha de consistir en una mejora «básica» general y terminante en todo el proletariado español, en el terreno del salariado, de la beneficencia, de los seguros sociales y de la instrucción.

2.º Otra parte formal. Esta se ha de realizar por una vasta y completa organización general corporativista, que sintetice el gremio tradicional con el corporativismo moderno, entrecruzándose con la armazón política municipal y regional que se dé al país. Esta, para ser eficaz, se ha de realizar ulteriormente, progresiva y naturalmente, a medida que las otras dos se vayan desarrollando.

3.º Un apaciguamiento general y progresivo de los odios de clases, una superación del resentimiento revolucionario, que no podrá conseguirse sino por una larga y constante aplicación del espíritu y de las enseñanzas sociales de las Encíclicas Pontificias y por una recatolización general de España en este sentido. El medio más eficaz para ello será la constante acción católica.

Puntualicemos aún más. Hemos dicho anteriormente, en el apartado primero, que la mejora del salariado obrero ha de ser general y básica. Esto último sólo puede hacerse con una economía dirigida, como preconizaba el admirable y llorado Calvo Sotelo. Queremos decir con la palabra básica, esto: que no se han de calcular, en lo futuro, los presupuestos de las empresas sobre la base de un precio de venta lo suficientemente bajo para la competencia, dejando para el salariado la cifra que se pueda, dependiente sólo de aquel precio de competencia, sin consideración para las necesidades de los obreros y sus familias según los índices de precios y circunstancias económicas. Nosotros, contra esta Economía liberal, preconizamos, con Calvo Sotelo, la Economía dirigida. El Estado, por sus órganos competentes, regulará los salarios; y el precio de venta de los productos dependerá del salario justo, y no como antes el salario del precio de venta. A su vez, el Estado dirigirá y encauzará los precios de venta de modo a facilitar a las Empresas la remuneración justa. Punto este último muy importante, cuyo estúpido desconocimiento por los demagogos hace fracasar las mejoras obreras que predican.

Materia es ésta larga para un libro e impropia de este ensayo. Nos limitaremos, pues, a exponer que el principio económico-político por el cual se ha de conseguir esta inversión de términos es la subordinación de lo económico a lo político; a la inversa de la subordinación, contraria, de lo político a lo económico, que ocurre en todo régimen liberal, parlamentario, republicano, democrático, en que hombres públicos y prensa están siempre a merced de la plutocracia, o vendidos a ésta. Ejemplo actualísimo y triste, la City de Londres, plagada de financieros judíos; y sus órganos periodísticos, entre ellos The Thimes, siempre defensores de las democracias revueltas y débiles de los otros países, para poder ejercer mejor su dominio sobre ellos.

Pero entiéndase bien. Al preconizar nosotros la subordinación de lo económico a lo político no entendemos con ello la intromisión de lo político en lo económico con fines demagógicos. Esto último es absolutamente contraproducente. Porque emponzoña lo político con los odios económicos y de clases y desordena lo económico con las pasiones políticas. Nosotros lo que preconizamos es una subordinación racional entre los dos órdenes específicamente independientes, aunque ligados genéricamente para el bien común.

{40} Estos párrafos que siguen fueron publicados por nosotros en Acción Española, en septiembre de 1935 (reproducción de una Conferencia de mayo del mismo año). Véase Acción Española, tomo XIV, pág. 417.

{41} La materia no tiene pasado: sólo lo tiene el espíritu. El pasado, en cuanto a la materia, es nada: el sol de anteayer, la luna de ayer, ya no existen; sólo existen en el espíritu, que conserva su recuerdo. El presente, en cuanto materia, es para el hombre sensación, para la naturaleza acción, que se desvanecen en pasado material, es decir, en nada, apenas iniciadas. En cuanto al futuro material, no sólo del hombre sino de este inmenso universo galáctico que nos rodea, con sus millones de astros, sus dimensiones de «años-luz», sus nebulosas espirales, no es sino este presente prolongado por las llamadas leyes de la naturaleza. Pero, como ha puesto en claro tan luminosamente Boutroux, y como lo confirma diariamente la ciencia de hoy, las leyes de la naturaleza son esencialmente contingentes y probables. En función del tiempo podemos, pues, decir con precisión científica, que el futuro material del Universo no es sino un presente evanescente en la nada, multiplicado por un coeficiente de probabilidad.

Al asomarse a este abismo del tiempo, al ver la disolución de todo concepto material en el tiempo, se plantea con angustia el problema capital de toda filosofía. Es sin duda, la misma hondísima y oculta raíz psicológica, la que en el fondo de todos los sistemas filosóficos origina, con modalidades tan diversas, la busca de lo absoluto. Ante lo efímero y lo relativo de la materia en el tiempo, el hombre se yergue y postula valores absolutos y realidades trascendentes. El hombre no se resigna. Toda cultura, toda civilización, toda religión, no es sino una lucha victoriosa contra el tiempo material; una negación del poder del tiempo.

Como dice magníficamente Max Scheler: «El hombre es el ser que sabe decir ¡no!… El eterno protestante contra la mera realidad: el hombre es el ser superior a sí mismo y al mundo.»

{42} Por ejemplo, todo lo que tengan de compatible con la fuerte unidad nacional, por su carácter netamente regional, los viejos fueros, las antiguas libertades municipales españolas. También algunos magníficos y aun efectivos organismos jurisdiccionales, como el Tribunal de las aguas de Valencia.

{43} Lo son, entre otras, las Hermandades y Cofradías religiosas, la mayoría de ellas de origen gremial o profesional. Remanso de convivencia social, de verdadera hermandad, en las que se funden y solidarizan las clases sociales, no por una compulsión del Estado, ni por una ideología humanitaria filantrópica, abstracta y vacía, sino por una concreta y real vocación interior, por una fusión subjetiva, íntima y genuina en un determinado altísimo ideal objetivo, fundamentado con lo concreto e irresistible de una fe.

Señalaremos, en apoyo de este aserto, a las Cofradías sevillanas más conocidas, de origen gremial o profesional: la Cofradía de Montesión, fundada por patronos de barcos; la Cofradía del Santísimo Cristo de Burgos, por estudiantes de la Universidad; la Cofradía de la Coronación, en la que estaba inscrito el gremio de cereros; la Cofradía del Señor atado a la columna, obreros de la Fábrica de Tabacos; la Cofradía de las Tres Caídas, de San Isidoro, fundada por cocheros de casas nobles; la Cofradía de Nuestro Padre Jesús de la Expiración y Nuestra Señora de las Aguas, fundada por el gremio de plateros; la Cofradía del Cristo de la Fundación y de Nuestra Señora de los Angeles, fundada por los criados y esclavos negros; la Cofradía del Santo Crucifijo y Nuestra Señora de la Concepción, de la calle Regina, de personalidades de la Nobleza; la Cofradía del Cristo de la Buena Muerte y Nuestra Señora de la Soledad, del gremio de jaboneros; la Cofradía del Cristo de la Salud y la Virgen de la Luz, de los toneleros; la Cofradía del Descendimiento y la Piedad, de la Iglesia de Santa Marina, fundada por alguaciles y escribanos; la Cofradía del Santo Sudario y Cristo del Buen Fin, del gremio de curtidores; la Cofradía del Ecce-Homo y de Nuestra Señora del Buen Camino, de los calafates; la del Cristo de las Penas y Nuestra Señora de la Estrella, que era de los marinos de Indias; la Cofradía del Cristo del Socorro y Nuestra Señora del Buen Viaje, de la parroquia de Santa Ana, que era la de los mareantes.

Había también Cofradías de origen regional, como la de la Conversión del Buen Ladrón y Nuestra Señora de Montserrat, de los catalanes; la de Nuestra Señora de la Cabeza, de los de Jaén… Había otras muchas, dedicadas especialmente a socorrer enfermos de los hospitales o a obras benéficas, como la llamada de la Bofetada, para socorrer a niños perdidos y desamparados.

No es que pretendamos, naturalmente, resolver la cuestión social española a base de Cofradías. Es que indicamos solamente con este ejemplo, que se nos viene a las manos entre otros mil, que en todas las capas sociales españolas, en todas las actividades profesionales y clases, existe aún viva una magnífica sustancialidad tradicional histórico-social que puede servir, plenamente desarrollada, para constituir el fundamento sustancial de las nuevas formas modernas, corporativas, municipales o regionales.

{44} Benito Mussolini, La doctrina del fascismo, Florencia, Vallechi Editore, 1935, pág. 20.

{45} La reciente magnífica Carta Pastoral de los Obispos católicos alemanes contra el comunismo, significa un principio de aproximación germánico-católica y confirma rotundamente nuestra tesis.

{46} Se puede seguir paso a paso, en la evolución secular de las culturas, el desarrollo del espíritu jurídico –paralelo al llamado espíritu científico– en proporción inversa al espíritu religioso. El hecho religioso es –según el reconocimiento de la más moderna ciencia histórica– el origen de todo embrión social y fundamento primario de toda gran cultura. Pero, cuando se inicia en éstas el racionalismo, la unidad primitiva religioso-política se dispersa. La Metafísica reemplaza a la Teología, la Ciencia a la Fe, lo jurídico a lo religioso. En lo jurídico como en lo científico, a medida que la civilización se intelectualiza, se hace discursiva, el pensamiento se hace cada vez más abstracto, más abstractamente especializado, fuera del tiempo, fuera de la Historia –a la vez utópico y ucrónico–. Hasta que, llegando en su abstracción a lo absoluto de lo puramente formal, en nuestra época –de civilización intelectual y espacial, de decadencia temporal y vital– lo jurídico deviene lo absoluto, lo fundamental; y el Estado-Derecho, con Hegel, tiende a reemplazar a la Nación-Religión; el hegelianismo de los fascios modernos es, pues, un absolutismo formal de Estado, que informa jurídicamente a una sustancialidad histórico-nacional, en Italia, y racial-histórico-nacional, en Alemania. Si en ambos países es aceptable para un pensamiento católico-cristiano, es porque este absoluto es relativo; dice relación en cada uno de ellos –relación explícita en Italia, implícita en Alemania– a una sustancialidad histórico-cristiana. En Rusia, pueblo sin historia, el absolutismo hegeliano comunista dice relación, al contrario, a otro absolutismo científico espacial: al absolutismo abstracto de la mecánica. Por eso en Rusia el hegelianismo fracasa y cae en la barbarie.

Por eso, lo que se dirime en estos momentos contra Rusia no es una mera ideología, sino los fundamentos de la Civilización Cristiana de Occidente en sus formas más íntimas y primarias: Religión, familia, tradición, devociones populares, comercio, herencia, propiedad, vida burguesa, vasta trama de modo de vivir cotidiano, parte femenina –por decirlo así– de la Civilización; más fuerte y decisiva, sin embargo, para la marcha y el curso de la Historia que la voluntad masculina y las fuerzas de las ideologías. «Los pueblos –nos dice Gustavo Lebón– son llevados por sentimientos disfrazados de ideas.» Por eso los hondos y oscuros sentimientos arraigados en las profundidades vitales de los siglos, de la sangre y de la Historia, enderezan a veces, pujantes, el curso de ésta por encima de todas las ideologías. Y así, en la Alemania de hoy, la ideología estatal es hegeliana y de la misma familia filosófica que el comunismo; la acción histórica es cristiano-europea. Y va a salvar a la Civilización Cristiana de Occidente.

De todas estas consideraciones se desprende con evidencia que el absolutismo de Estado, es decir, la vuelta a la armonía, o tercer estadio del pensamiento hegeliano, será no sólo aceptable, sino la única solución posible, en la época actual, sobre todo para aquellas naciones cuyo nacionalismo sea una sustancialidad religioso-tradicional; es decir, viva en el tiempo, encarnada en la duración, como sucede en España.

{47} Dándosenos la ventaja enorme sobre los otros fascismos de que el nuestro se impregnará así del fluido vital originario de la vida política; se sumergirá de nuevo en la fuente primitiva de la fuerza social; en el hecho religioso, base, origen, raíz –como la ciencia ha demostrado– de toda formación político-social en su más íntimo y profundo principio.

{48} Benito Mussolini, La doctrina del fascismo, Florencia, Vallechi Editore, 1935, pág. 18.

{49} En un ensayo anterior publicado en Acción Española, «La idea monárquica en Lope de Vega», tomo XIV, pág. 417, hemos llamado a este pre-fascismo español una monología.

{50} Ya desde el año 1933 escribíamos nosotros en esta revista: Fascismo católico = Tradicionalismo moderno. He aquí la ecuación que resuelve, a mi juicio, el problema político español. (Acción Española, t. VII, pág. 295.)

{51} Una consideración muy importante y general –un poco honda– nos ha de aclarar la verdad de este aserto. La Historia, si es algo, es espíritu encarnado en la vida, espíritu hecho vitalidad. Un pueblo sin espiritualidad no tiene historia, porque carece de recuerdo. Pero el espíritu –en este mundo– ha de encarnar en una corriente vital, en una secuencia biológico-social. Y esta indudable sustancialidad biológico-social de la Historia se desarrolla necesariamente sujeta en este aspecto a las leyes de la Causalidad vital. En otro Ensayo (Introducción a una Filosofía de lo Temporal, Sevilla 1937) hemos dado una orientación sobre este particular. Nos limitaremos aquí a recordar las conclusiones. La vida del espíritu en el mundo con relación a la materia (para nosotros la materia es una negación, un obstáculo) se desarrolla por un sistema que puede llamarse una verdadera liberación del espíritu mediante la aceleración del ritmo del tiempo. En un extremo, en la materia llamada inanimada, la vida, el impulso del espíritu vivificador, se encuentra como aprisionado en ciclos lentísimos de ritmo, en los que el tiempo –que es esencialmente mutabilidad– se confunde –en su periodicidad inmutable– con el espacio vacío –o sea con el «no ser». Pero, por un procedimiento de acumulación de energía –análogo al del petróleo, que se forma en siglos y siglos de ritmo lentísimo y se gasta en unos instantes de ritmo acelerado– la Naturaleza va llegando a producir aceleraciones cada vez más intensas de ritmo: 1.º, ritmo del mando estelar; 2.º, ritmo del mundo vegetal, de movimientos internos; 3.º, del mundo animal, de movimientos vitales y externos; 4.º, del mundo técnico-mecánico del hombre, de aceleraciones casi instantáneas (motor de explosión, telégrafo, radio, &c.). Esta aceleración progresiva del ritmo temporal del mundo no produce el espíritu, pero es la condición necesitada para la liberación del espíritu; es la colaboración finalista de la materia en la liberación del espíritu: o, mejor dicho –porque la materia, para nosotros, es algo negativo–, es la obra de vencimiento de la materia por el espíritu. Y la llamamos liberación del espíritu porque la limitación primera, la esclavitud primitiva del espíritu encarnado en la materia, es el tiempo que limita su actuación, que impide la realización de un golpe de todas sus posibilidades y las espacia materialmente en el orden lento de la sucesión. Al intensificar el ritmo del tiempo, se aumentan en grado extremo en el espíritu encarnado las posibilidades de acción espiritual. El cerebro humano, y con él el pensamiento discursivo, a él conformado –recuérdese la connaturalidad tomista–, no es sino un perfectísimo economizador de tiempo. La vida del mundo, en general, consiste, pues, en la aceleración relativa del ritmo temporal, partiendo del ritmo lentísimo de la materia pura, puro espacio, hasta llegar a los movimientos casi instantáneos de los mundos animados superiores, superados aún por la técnica intelectual del hombre. Esto es lo que llamamos la colaboración de la materia en la liberación del espíritu.

Resulta, de esta vida de progresivo aumento relativo del ritmo del tiempo, que cada época, cada etapa del mundo, tiene un ritmo temporal intrínseco. Y esto que sucede meramente en la vida orgánica, acaece también en la vida social, sobre la cual la vida orgánica influye necesariamente. Porque así como un materialismo histórico total es completamente falso, igualmente es falso un espiritualismo histórico total que prescinda de toda consideración material en la historia del mundo. El hombre, y, por ende, la historia, es espíritu encarnado en materia, es decir, consustanciado con el tiempo.

«Non in tempore, sed cum tempore finxit Deus mundum.» El obstáculo de la materia, es decir, el tiempo, el ritmo temporal vital, caracteriza por un lado a la Historia; por otro lado, la caracteriza el espíritu, que no se manifiesta sino por la superación y vencimiento de aquél.

{52} La gran importancia que a lo histórico, a lo tradicional, han dado los grandes caudillos del fascismo en Europa, no sólo se manifiesta en el mantenimiento de la monarquía italiana por Mussolini y en el monarquismo latente del férreo Ejército prusiano, alma de Alemania, sino que se hace explícita como doctrina general en los escritos directos de ambos Jefes: «El fascismo es una concepción histórica, en la cual el hombre es sólo en función del proceso espiritual en que interviene, en el grupo familiar y social, en la nación y en la historia, a la cual todas las naciones colaboran. De aquí el gran valor de la tradición, en las memorias, en el idioma, en las costumbres, en las normas de la vida social. Fuera de la Historia, el hombre se anula.» (Mussolini, La doctrina del fascismo, Florencia, Vallecchi Editore, 1935, pág. 14.) También Hitler, en su conocida obra Mein Kampf, se expresa como sigue: «Sobre su Constitución estatal (monárquica), su Ejército, y su Organización administrativa, descansaba la fuerza y el poderío admirables del antiguo Imperio… Alemania era el país mejor organizado y mejor administrado del mundo.» (Obra citada, pág. 151.)

Como es bien sabido, atribuye el fracaso del Monarquismo Imperial germánico, que tanto admira, a su falta de pureza racial, es decir, a la intromisión de los judíos en Alemania. (Véase la misma obra, pág. 152 y siguientes.)

{53} En la oración fúnebre por la muerte de Henriette de France, destronada, desterrada, viuda del decapitado rey de Inglaterra Carlos I.