Filosofía en español 
Filosofía en español


Ramiro de Maeztu

Razones de una conversión

Los PP. Franciscanos de Paderborn publican, reunidas en interesantísimos volúmenes, las impresiones de ilustres conversos, en que éstos explican el proceso por que han pasado hasta llegar a la fe o hasta acrecentarla y consolidarla definitivamente, cuando no del todo la habían abandonado. Intelectuales preeminentes de Londres, Dublín, Nueva York, Río Janeiro, Oslo, Estocolmo, Amsterdam, Zurich, Berlín, París, Viena, Tokio, Calcuta, &c., han accedido a la petición del «Franciskanerkloster», y esta parte de sus biografías, tan interesante espiritual y culturalmente, ha visto ya, con gran éxito, la luz pública.
Bastaría citar, para acreditar la publicación, los nombres de dos colaboradores egregios: Chesterton y Paul Claudel.
Ni españoles ni italianos había entre ellos, hasta que ahora, requerido por el claustro de Paderborn, Ramiro de Maeztu ocupa su puesto con las siguientes cuartillas que publicamos en
ACCIÓN ESPAÑOLA, al tiempo que se traducen al alemán.
No son propiamente las razones de un converso; son las palabras bien concertadas de un hombre que, siendo católico, ha sentido un acrecentamiento de fe y un encendimiento de fervores antes desconocidos para él.

No creo que pueda llamarme converso, porque nunca se rompieron del todo los lazos que me unían a la Iglesia. Verdad que con los extravíos de la primera juventud surgieron en mi alma las primeras dudas, y que no me cuidé en muchos años de buscar persona que me las aclarase. Yo me preguntaba por qué Dios creó el diablo, y no podía contestarme satisfactoriamente. También es cierto que en mi vida de escritor, consagrado casi exclusivamente al problema de mi patria española, que fue grande y decayó después, sin que hasta ahora se hayan dilucidado con claridad las razones de su grandeza y de su decadencia, he pensado durante muchos años, y todavía lo pienso en cierto modo, [7] que los españoles de los siglos XVI y XVII habían sacrificado a la gloria de Dios y de la Iglesia los intereses inmediatos de la patria. A pesar de este comienzo de posible conflicto entre mi religión y mi patriotismo, difícilmente se encontrará entre los miles y miles de artículos que en el curso de cuarenta años he publicado en los periódicos algún que otro párrafo contrario a las doctrinas de la Iglesia. En cambio he defendido, siquiera incidentalmente, las ideas y los sentimientos cristianos en todos los períodos de mi vida. Si recuerdo un artículo de 1901 es porque entonces le acometió al pueblo de Madrid uno de los accesos de anticlericalismo que hubo de padecer en el curso del siglo XIX. Varios sucesos concurrieron al éxito de un drama antirreligioso llamado Electra, escrito por Galdós, nuestro gran novelista. Fuí uno de los escritores jóvenes que asaltaron el escenario del teatro Español para aclamar al autor. Mas, para mostrar que mi actitud no se debía a anticlericalismo, sino puramente a respeto literario por Galdós, escribí y publiqué en aquellas semanas el elogio de las jóvenes que preferían la vida del claustro a la del mundo, tesis antagónica a la de Electra.

Si no se rompieron del todo mis lazos con la Iglesia se debe, en parte, a la influencia de tres personas: don Emeterio de Abechuco, párroco de la Iglesia de San Miguel, en Vitoria, donde fuí bautizado, quien me preparó muy especialmente para la primera comunión, haciéndome ir a su casa por las tardes, para explicarme detalladamente los dogmas de la Iglesia. El recuerdo de don Emeterio, altísimo y ascético, huesudo y grave, amigo de los libros y muy caritativo, quedó en mi mente fijo como modelo de rectitud y de bondad. La segunda persona fué una criada guipuzcoana, Magdalena Echevarría, que vivió en nuestra casa cuarenta años; trataba de tú a todos los hermanos y era tratada de usted por nosotros, que la respetábamos como a una segunda madre, porque lo curioso de aquella mujer es que sin haber aprendido a leer y escribir, ni siquiera a hablar bien el castellano, era clarividente en cuestiones de moral, se desvelaba por el honor de la familia, y aunque sólo últimamente he llegado a entender que su genio moral se debía a la intensidad de su vida religiosa, siempre la tuvimos los hermanos por santa o poco menos y nos parecía el prototipo de la abnegación. La tercera, Manuel de Zurutuza, fué un amigo de la primera juventud, en quien admiraba el juicio [8] penetrante y la conducta de caballero cristiano, y que fué la primera persona que me mostró prácticamente la posibilidad de conciliar la inteligencia con la fe. Aquí he de decir que en el último tercio del pasado siglo reinaba en el Norte de España el prejuicio de suponer que las gentes inteligentes eran poco piadosas y las piadosas poco inteligentes. Creo que los recuerdos de estas tres almas creyentes y queridas se hubieran bastado para apartarme de la tentación materialista de negar la existencia del espíritu, pero permanecía alejado de la Iglesia, porque no veía sus remedios para los males de mi patria, y es probable que de no haberme puesto a estudiar filosofía, no hubiera llegado nunca a preguntarme en serio si era católico o no lo era, porque el periodismo es dispersión del alma, y a fuerza de ocuparme cada día de temas episódicos, se me pasaba el tiempo sin reflexionar nunca en los centrales, por lo que habré tardado unos veinte años en buscar el camino que San Agustín hizo de un vuelo en diez minutos.

La primera filosofía que estudié fué la de Benedetto Croce. Ello ocurrió en 1908. Su Filosofía del Espíritu me alejó de la fe. En el sistema de Croce, todo el Universo es espíritu y el espíritu no necesita más que libertad para pasar de la teoría a la práctica, y de ésta nuevamente a la teoría, de la estética a la lógica y de la economía a la ética, y progresar continuamente y desarrollarse al infinito. La conclusión práctica que saqué de todo ello es que los conservadores y los reaccionarios no son más que la resistencia de la materia al paso del espíritu. Pero como Croce no me enseñaba lo que es la materia, ni siquiera admitía, sino indirectamente, su existencia, tuve que buscar otro sistema que me sacara de mi perplejidad; y así hubieron de pasar algunos años antes de darme cuenta de que para «libertar» el espíritu es muy conveniente disciplinar la vida práctica.

El hecho es extraño; pero yo debo a Kant, cuya filosofía empecé a estudiar en Alemania en 1911, el fundamento inconmovible de mi pensamiento religioso. Ya sé que Kant ha llenado de escépticos el mundo, con su doctrina de que Dios, la inmortalidad del alma y el libre albedrío son postulados indemostrables de la razón práctica. Ya sé también que es la lógica de Kant lo que ha creado en el mundo la confusión entre el espíritu y el no espíritu, pero lo que a mí me enseñó precisamente es que el espíritu no puede proceder del no espíritu, porque lo que me sorprendió de su [9] filosofía no fué tanto la tesis de que los juicios sintéticos a priori no podrían ser válidos si no hubiera categorías del pensamiento que son al mismo tiempo categorías del ser, sino la existencia misma de juicios sintéticos a priori, el hecho de que 2+2=4 sea un juicio sintético a priori, es decir, el hecho de que las matemáticas y la lógica no sean, ni puedan ser, reflejo de la naturaleza material, sino que son, y tienen que ser, creación del espíritu. Al cerciorarme de ello tuve que decirme que el espíritu es original, y no derivado de la materia, y con ello me limpié para siempre de todos los restos de doctrinas darwinianas que en mi ánimo quedaran, aunque, a decir verdad, no había estudiado nunca el darwinismo; pero lo había respirado del aire de mi tiempo. Todo lo demás que aprendí de Kant me pareció trivial al lado de esta consecuencia decisiva: no sé, ni me importa, si el cuerpo del hombre procede del mono, pero estoy cierto de que el espíritu no puede venir más que del espíritu. Esta verdad parecerá muy elemental a las personas espirituales y reflexivas, pero estoy seguro de que, si se repitiera y propagara lo bastante, no habría tanto incrédulo entre las gentes educadas de los países latinos, porque, entre nosotros, incredulidad y materialismo suelen ser una misma cosa.

La moral de Kant y su imperativo categórico: «Obra de tal manera que la máxima de tu acción pueda convertirse en ley universal de la naturaleza», no me sedujeron ni mucho ni poco, en primer término, porque es evidente que no todas las normas de la naturaleza, por ejemplo la de que el pez grande se come al chico, pueden convertirse en máximas de moralidad, y además, porque es corriente entre las gentes depravadas la tendencia a inficionar a las demás de sus depravaciones, con lo que dicho queda que la universalidad no es por sí misma criterio de bondad. De otra parte, tampoco podía contentarme con la moral moderna de los hombres y dedicarme, como los socialistas, a hacerles felices en un mundo mejor, sin cuidarme de mejorarlos previamente, porque es evidente, por lo primero, que toda mejora permanente de los servicios públicos dependerá de las virtudes cívicas de los funcionarios que los administren, y porque también enseña la experiencia histórica que los hombres tienden a empeorar cuando se mejoran sus condiciones de vida, si no se cuida una educación severa de mantener y reforzar sus virtudes o si no les obliga a ello la disciplina social misma. Al hambriento hay que darle pan. Esto es indiscutible; [10] pero lo importante no es mejorar el mundo, sino mejorar a los hombres, hacerlos más fuertes, más inteligentes y más buenos.

Aún es más extraño que deba yo a Nietzsche mi alejamiento de los utopistas y mi convicción de que es preciso para que los hombres se perfeccionen, que se sientan de nuevo pecadores, como en los siglos de más fe. Esta consecuencia de las doctrinas de Nietzsche no ha llamado tanto la atención como su odio al Cristianismo y su concepción del superhombre, pero creo que, andando el tiempo, será Nietzsche considerado como uno de los precursores del retorno de los intelectuales a la Iglesia, y merecerá este honor por haber sido el pensador moderno que con más elocuencia ha enseñado a las gentes a desconfiar de sí mismas. Yo había leído a Nietzsche por patriotismo. La flojedad que sentí en mí y en torno mío durante los años de las guerras coloniales, terminadas en 1898 con la agresión de los Estados Unidos, que a su prestigio de potencia invencible unió la aureola de nación libertadora de pueblos oprimidos, me hizo sentir la necesidad de hombres superiores a los que teníamos. ¡Hombres superiores! Lo que España necesitaba es lo mismo que Nietzsche había predicado: «Os enseño el superhombre. El hombre es algo que debe superarse. ¿Qué habéis hecho para superarle?» (Ich lehre euch den übermenschen. Der Mensch ist etwas, das überwunden werden soll. Was habt ihr goian, ihn su überwinden?) Y lo que Nietzsche nos enseña es lo mismo que la Iglesia nos viene diciendo desde siempre. Hay que superar al hombre, al pecador, en cada uno de nosotros. Verdad que Nietzsche acusa al Cristianismo de haber creado una moral contra natura; pero aquí no podía seguir a Zarathustra, porque había aprendido en Kant que los juicios sintéticos a priori no vienen de la naturaleza material, porque no proceden de la experiencia, y de ello había deducido que el reino del espíritu no es naturaleza, la naturaleza de los materialistas, sino sobrenaturaleza. Por otra parte, lo que es el superhombre no me lo decía Zarathustra, y tenía que ir a buscarlo a otros modelos.

Los Evangelios me habían parecido siempre un libro aparte. Como los escritores somos dados a la vanidad, se nos figura que en nuestros mejores momentos seríamos capaces de escribir una página como Platón o como Shakespeare o como Cervantes. El nivel de los Evangelios, en cambio, me ha parecido siempre inalcanzable. Lo que en ellos se dice es lo que había que decir en cada [11] instante y los que nunca se nos hubiera ocurrido. Pero, además, lo dicen exactamente como se debe, porque el ideal literario no consiste en exponer de un modo complicado las cosas sencillas, sino en expresar las más sutiles en las palabras que oyen los hijos a su madre. Nuestro Señor habla a las gentes como un padre a sus hijos y les dice las cosas más profundas, las profecías más remotas, las revelaciones más inesperadas de sus pensamientos más íntimos, ya en conceptos directos como espadas, ya en parábolas sacadas de los quehaceres cotidianos de un pueblo labrador. Y nadie ha escrito mejor nunca que los cuatro discípulos las palabras del Maestro. Pero, además, la figura de Hombre que nos presentan no es menos importante que lo que nos dicen. Ya en esto mismo nos muestran al sabio y al profeta, al moralista y al vidente. En sus actos, en cambio, se nos revela no tan sólo un poder muy superior al nuestro, sino una disciplina o maestría de ese Poder que hacen de Jesús el mejor «profesor de energía», como se decía hace treinta años. Un gesto suyo basta para arrojar a los mercaderes del templo, y todo el tiempo sentimos que si quiere puede acabar con Pilatos, Caifás y Herodes. Pero que se contiene porque no ha venido al mundo para eso, sino para enseñarnos que Dios es amor, lo que no impide que sintamos a cada momento aquella omnipotencia suya, que de tan admirable modo supo expresar el maestro Mateo en el Pórtico de la Gloria de la catedral de Santiago. ¿Qué mejor escuela de energía que esa constante contención del poder?

Ya convencido de que el modelo moral para el hombre ha de buscarse en los Evangelios, vagaba por las calles de Londres cuando una tarde vi en la fachada de una capilla protestante, creo que bautista, una inscripción que decía: «All foreigners are welcome» (Sean bienvenidos todos los extranjeros). Han pasado veinticinco años desde entonces. La sacudida que esas palabras me produjeron me dura todavía. La idea de ser extranjero en una casa de oración me fué tan repugnante que creo ha sido decisiva en mi vida. Ya me daba cuenta de que la invitación se inspiraba en el mejor de los propósitos. Probablemente se trataba de una congregación pequeña y deseosa de extenderse; pero a un español no se le hubiera ocurrido invitar a los extranjeros, ni a los extraños, a entrar en un templo, porque no hay extranjeros para la catedral de Burgos. Años después he podido cerciorarme de que América fue descubierta porque los españoles creíamos que los habitantes de las tierras [12] desconocidas, cuyos caminos andábamos buscando, podían convertirse y salvarse, lo mismo que nosotros. Si el padre Francisco de Vitoria creó el Derecho internacional fue también porque la sociabilidad universal de los hombres era el cimiento de todo su sistema jurídico. Si el padre Láinez, segundo general de los jesuítas, consiguió en Trento que fuera rechazada la «justicia imputada», que proponía el agustino Seripando, fue por su ardiente convencimiento de que los medios de justificación que Nuestro Señor nos había proporcionado eran suficientes para la salud de cuantos hombres quisieran aprovecharlos. Todavía hace pocos años él padre González Arintero, que es el más sabio de nuestros místicos, decía en su obra fundamental que: «No hay proposición teológica más segura que ésta: a todos, sin excepción, se les da –proxime o remote– una gracia suficiente para la salud.» Era, pues, toda la tradición del Catolicismo español la que se revolvía dentro de mí contra el pensamiento de considerarme extranjero en un templo. Entonces no la conocía, pero mi herencia nacional me la hacía sentir.

Por aquellos años traté a una serie de hombres preocupados en temas afines a los míos que ejercieron sobre mí considerable influjo. T. H. Hulme, muerto en la guerra, se había dado a conocer, cuando estudiante, con una conferencia en Cambridge, en la que mantuvo la tesis de que los románticos son gentes que niegan el pecado original y se imaginan a los hombres como reyes encarcelados, que recobrarán el trono en cuanto se les ponga en libertad; sostenía que el arte y el pensamiento estaban esterilizados a causa del naturalismo y del subjetivismo. Proyectaba una polémica de muchos años, a fin de restaurar los principios del clasicismo cristiano, en filosofía y en moral. Era gran entusiasta de la doctrina ética de Mr. G. E. Moore, por haber restaurado la creencia en la objetividad del bien frente al relativismo de los modernos. Pero Hulme no influyó en mí tan sólo por sus ideas, sino por su conducta. Voluntario dos veces de la guerra, primero herido en el campo de batalla, muerto luego, me enseñó con el ejemplo que la devoción cívica y el valor guerrero son virtudes de la caridad y del espíritu, sobreponiéndose a las flaquezas de la carne.

Arthur G. Penty, el arquitecto, que es el hombre después de William Morris, que más ha hecho por hacer simpáticos los gremios medievales y las ideas de la Edad Media sobre el precio justo, me enseñó la necesidad de restaurar la supremacía del espíritu [13] sobre el culto supersticioso de las máquinas a que fían los modernos sus esperanzas de un mundo mejor. El barón von Hügel, que me hizo ingresar en la Sociedad de Londres para el Estudio de la Religión (London Society for the Study of Religion), me mostró la posibilidad de conciliar la más absoluta tolerancia para todo el que sinceramente profesa una idea, con la piedad más exaltada. La Sociedad se reunía una vez al mes para discutir un tema teológico desde el punto de vista de la religión de cada uno de los reunidos (unos cuarenta entre católicos, anglicanos, disidentes y judíos, de los cuales concurría una mitad a las reuniones), y era costumbre que el barón hablase después del conferenciante para exponernos sus ideas. En cuantas ocasiones pude oírle, adoptaba von Hügel el punto de vista del conferenciante y lo defendía con calor, para mostrar en seguida la necesidad de un criterio contrario complementario y explicar que en la religión católica se armonizaban uno y otro en un punto de vista superior. Me pareció una fuente inagotable de sabiduría, de libertad de espíritu, de caridad intelectual y de fe viva.

Por aquellos años andaba yo explicándome los dogmas fundamentales de nuestra religión, no con la pretensión ridícula de que se me esclarecieran los misterios, sino con aquella otra razonable y recomendada por Pascal, de que con esos misterios se esclareciera mi concepto del mundo. Al estudiar, por ejemplo, los métodos de la filosofía y de la economía, me encontré con que los autores debatían la mayor o menor excelencia del teórico (deductivo o inductivo), del histórico o genético y del axiológico o valorativo, y llegué a la conclusión de que los tres eran necesarios e inseparables, aunque distinguibles; porque si se estudia la economía o la filosofía es por el valor que tienen para el hombre; mas, para poder valorarlas, es necesario distinguirlas de otras ciencias, y tanto los motivos que impulsan a las gentes a estudiarlas, como los problemas de esas ciencias, se plantean de un modo histórico, con lo que se me hizo evidente que el ser histórico de las cosas del espíritu se une inseparablemente a su esencia y a su valoración. Tal fue mi primer aproche al misterio de la Santísima Trinidad. El segundo fue algo más directo. Al ordenar un poco mi sistema de valores caí en la cuenta de que todos los que el hombre estima en algo pueden clasificarse en tres grupos fundamentales: el poder, el saber y el amor, porque en éste se incluyen todos los valores [14] llamados escépticos. Un análisis de estos tres grupos de valores me mostró también que si son fácilmente distinguibles, en rigor son inseparables. El poder, por ejemplo, además de poder ha de ser poder de saber o poder de amor, porque en cuanto se convierte en poder de ignorancia o de odio se destruye a sí mismo, y otro tanto ha de decirse del saber y del amor. Pero Dios, el Bien, es la unidad absoluta del poder, del saber y del amor. Sobre la puerta del infierno leyó Dante:

Fecemi la suprema potestade,
La somma sapienza, il primo amore

Y así, cuando me enseñó Arintero que el Padre es la personificación de la fortaleza, el Hijo de la verdad y el Espíritu Santo del amor, y que los pecados de flaqueza se dirigen directamente contra el Padre, los de ignorancia contra el Hijo y los de malicia contra el Espíritu Santo, me encontré con que mis propias especulaciones me habían llevado a la misma doctrina.

Al culto de la Virgen no volví por consideraciones intelectuales, sino por exigencias del corazón. Siempre juzgué lógico que la Encarnación se preparase su advenimiento, limpiándose el camino y escogiendo para ello una mujer inmaculada y libre del pecado original; pero la necesidad de dirigir a Ella mis rezos no nació de este pensamiento, sino de las llamas y los rescoldos de mis propias pasiones. Cuando de ellas se recoge, como es inevitable, la amargura de un gran desengaño, hace falta que surja algún estímulo o consuelo que de nuestra caída nos levante, so pena de degradación definitiva. Ninguno hay comparable al influjo que en casos tales puede ejercer sobre nosotros una sombra blanca, una belleza moral pura que nos redima al recordarnos que también somos suyos, que no nos deje caer sin reprendernos y hacernos avergonzar de nuestra caída y que sostenga en nosotros el respeto del ideal hasta que venga finalmente, en la hora de la muerte, si lo hemos obtenido, a cerrarnos los ojos. Cuando se piensa en lo que significa en la hora de la desolación una figura que encarna la pureza, se entiende mejor lo que era para hombres vigorosos, como los soldados y marinos de la España antigua, el culto de la Virgen, escudo que los protegía contra la voluptuosidad, que es una degradación, porque en ella se dedica el espíritu a idealizar los placeres [15] más bajos. Contra esta degradación fué compuesta la Salve hace mil años en España, y no hay oración más dulce en los labios de un hombre.

La cuestión de los milagros no me preocupó nunca gran cosa, porque he vivido en tiempos que habían dejado de creer en el fatal determinismo de las leyes naturales. Para los espíritus reflexivos puede decirse que la región de los milagros se extiende a casi todo el Universo. La vida es un milagro; el alma, otro; la verdad, otro mayor. Que los hombres nos comuniquemos nuestros pensamientos, que de estos signos trazados sobre un papel deduzcan otros hombres los mismos conceptos, es cosa que parece natural, pero que es absolutamente misteriosa. Y cuando se ha comprendido la evidencia cotidiana de esta acción inexplicable del espíritu sobre la vida y sobre la materia, desaparece en buena parte la dificultad para aceptar que Dios haya querido mostrar señales especiales de su acción en el mundo a las almas escogidas, para que de ello presten testimonio. Otro de los temas que me han llamado más poderosamente la atención ha sido el acierto, el de la Iglesia, en punto a la doctrina moral, hasta cuando era dirigida por hombres sujetos a pasiones desencadenadas. El padre Arintero, en su obra fundamental Desenvolvimiento y vitalidad de la Iglesia, me enseñó que sólo es explicable por el infalible magisterio del Espíritu Santo, que va inspirando a los distintos órganos de la Iglesia el conocimiento proporcionado a las exigencias de los tiempos y circunstancias. Testigo del mundo sobrenatural y guardián de las buenas costumbres en este mundo, permanente vigía del reino del espíritu, la Iglesia es al mismo tiempo el mejor centinela de la tranquilidad, la dicha y el progreso de los estados temporales, porque es ella la que hace que en todas las clases y regiones domine la idea del derecho, la que consagra a los reyes y les recuerda su deber de proteger al desvalido, con lo que el poder público recibe al mismo tiempo una fuerza, que modera sus excesos y una aureola carismática que contribuye a hacerlo respetado. No es sólo que vela por el orden al reprimir las tendencias depravadas del hombre, sino que estimula todos los progresos al fomentar sus tendencias superiores, y al trabar con los lazos del amor las relaciones de gobernantes y gobernados, crea en la sociedad y en el Estado una unidad armónica que es el secreto de su fuerza y de su estabilidad. Otras religiones servirán al Estado tanto como la Iglesia, pero [16] la Iglesia es única en cuanto que no sirve a los Estados sin sujetarlos a un ideal superior a su propio egoísmo nacional. Por eso no hubo nunca un gobierno que encontrara mejores servidores que la antigua Monarquía católica española, mientras se mantuvo fiel a su ideal misionero. Pero cuando se empezó a pensar en ella que España se había sacrificado demasiado por la Iglesia aparecieron al mismo tiempo los españoles que pensaron que habían hecho demasiado por la Monarquía y por España.

Así hemos vuelto a España, que fué nuestro punto de partida. Al fin de todo ello me encuentro con que mi Patria perdió su camino cuando empezó a apartarse de la Iglesia, y no puede encontrarlo como no se decida de nuevo a identificarse con ella en lo posible. Es mucha verdad que en los siglos de la Contrarreforma sacrificó sus fuerzas a la Iglesia, pero esta es su gloria, y no su decadencia. Dios paga ciento por uno a quien le sirve. Ya nos había dado, por haberle servido, el Imperio más grande de la tierra, y si lo perdimos a los cincuenta años de habernos abandonado a los ideales de la Enciclopedia, debemos inducir que la verdadera causa de la pérdida fué el haber dejado de ser, en hechos y en verdad, una Monarquía católica, para trocarnos en un Estado territorial y secular, como otros Estados europeos. Algunas veces, en el curso de mi vida, sobre todo en los años de mi residencia en el Extranjero, me ha asaltado el escrúpulo de no hacer por España todo lo que podía, y ha sido este reparo el que me ha hecho volver a mi patria cuando tenía cierto nombre fuera de sus fronteras. Ahora tengo a menudo el remordimiento de no dedicar a la Religión buena parte del tiempo y del pensamiento que pongo en las cosas de mi Patria. Lo que me consuela es haber hecho la experiencia de la profunda coincidencia que une la causa de España y la de la Religión católica. Ha sido el amor a España y la constante obsesión con el problema de su caída lo que me ha llevado a buscar en su fe religiosa las raíces de su grandeza antigua. Y, a su vez, el descubrimiento de que esa fe era razonable y aceptable, y no sólo compatible con la cultura y el progreso, sino su condición y su mejor estímulo, lo que me ha hecho más católico y aumentado la influencia para el mejor servicio de mi patria.

Ramiro de Maeztu