Filosofía en español 
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Lecturas

Leopoldo Eulogio Palacios

Defensa de la Hispanidad, por Ramiro de Maeztu

Buscar en la historia el camino que nos trajo al presente, desenmascarar las huellas más auténticas de lo español, en sangre y en espíritu, y dar después a ese hallazgo aplicación al momento actual es, dicho en breves líneas, la estructura de todo un movimiento ideológico, de toda una creencia en el pasado como norma y guía del porvenir. El que la profesa vuelve, desde el ahora, su mirada al ayer, anhelante de seguir el hilo de nuestra senda, y de columbrar en perspectiva los acontecimientos que nos han empujado a lo que somos, para discernir con empeño en qué erramos y en qué acertamos, y sacar escozor de los errores, y de los aciertos esperanza. Una actitud que, en definitiva, es la clásica de Tito Livio en el prefacio de su historia, y, además, casi connatural a todo historiador, porque se basa en la lección de la experiencia, y en el peculiarísimo provecho que el hombre, como ser libre, sabe sacar de ella.

Caso curioso el que un escritor que tan conforme parece estar hoy con los principios arriba expuestos, estuviera, allá «en el atropello del 98», en pugna con el que mejor los representaba entonces, con Menéndez y Pelayo. Pero el ansia de verdad alentaba en Ramiro de Maeztu. Hombre auténtico, celoso de que su inquieta búsqueda se colmara de luz, prefirió el camino a la posada. Y hoy, en este libro, donde recoge siete años de meditaciones sobre la Hispanidad, nos ofrece su hallazgo: la Hispanidad misma, reflejada en el espejo de unas páginas geniales. Obra de madurez, [525] magistral, donde la juventud debe empapar su corazón Y su frente. Resurgirá a su lectura el espíritu hispánico, fructificando al aliento de estas ideas inmortales con que Maeztu nos está hoy revelando nuestro propio secreto. Por eso su obra resuena tan hondamente en nosotros.

Las sugerencias se suceden a lo largo de todo el libro, empezando en el título, que es, por lo menos, un grito elemental de alarma. Quizás el más radical de los que puede expresar el ser que todavía no ha muerto, pero que está en peligro de morir, y por ser este grito de defensa radical y último, es también el primero. Sólo así puede afirmar Maeztu que «ser es defenderse». Pero si así es, nos preguntamos, ¿cómo esa extraña paradoja de nuestra historia contemporánea, en la cual nos vemos en perenne abandono de nuestro ideal por seguir el extranjero? Si ser es defenderse, ¿cómo no nos hemos defendido, automáticamente, sin aguardar la voz de nadie, sin necesidad que nadie nos haga la defensa de lo que es nuestro? ¿No nos iba en ella nuestra vida? «Creer que depende de nuestra voluntad ser o no castizos –dice a este propósito un ensayo de Ortega y Gasset– es conocer demasiado poco el determinismo de la raza. Queramos o no, somos españoles, y huelga, por tanto, que encima de esto se nos impere que debemos serlo». (El espectador, tomo II, pág. 131). Pero una actitud como esa ante la Patria es la inversa de la que sostiene Maeztu.

Porque éste siente que la Patria se puede perder lo mismo que se puede ganar, y que esta pérdida o ganancia depende de nuestra voluntad, radica en que somos libres, en que por encima de ese determinismo de la raza alienta la libertad de ser o de no ser, la elección entre defenderse o perderse. La Patria es espíritu. «Por lo que hace a la Patria, en cuanto la Patria es espíritu y no tierra, es el ser mismo. Nuestra inquietud respecto de la Patria es, en verdad, su quinta esencia. Somos nosotros, y no ella, los que hemos de vivir en centinela; nos hemos de anticipar a los peligros que la acechan, sentir por ella la angustia cósmica con que todos los seres vivos se defienden de la muerte, velar por su honra y buena fama, y reparar, si fuese necesario, los descuidos de otras generaciones» (pág. 37).

Es característico, en algunos admiradores de nuestro pasado, el dejarse absorber por el deslumbramiento de su esplendor, [526] incapacitándose, por consiguiente, para atender a lo perentorio y diario. No ocurre así con Maeztu. Su pluma es la de un combatiente de nuestros días, que razona con argumentos vivos, sin el encogimiento del que se refugia en la blandura de un ayer soñado, por miedo a que le hiera la dureza de la realidad cotidiana. La pluma de Maeztu se mueve en un ámbito de lucha, que es el que hace que este libro sea, no sólo de defensa, sino también de ataque. Y hay que reconocer que las armas se las proporcionan los eventos del mundo cultural y económico de nuestros días. Además, la fuerza del ideal enemigo «disminuye con las crisis de las grandes naciones de Occidente, que no es transitoria, sino definitiva, por haber fracasado los principios ideales que las guiaban, con su consiguiente desprestigio, que las ha hecho perder el poder de fascinación que ejercían… sobre nuestros países» (pág. 210). Hoy es, en cambio, España la que tiene el secreto de la salvación del mundo. ¡Espléndida fe la que sustenta este hombre en nuestras ruinas! Oigámosle: «Si ahora vuelven algunos espíritus alertas los ojos hacia la España del siglo XVI es porque creyó en la verdad objetiva y en la verdad moral. Creyó que lo bueno debe ser bueno para todos, y que hay un derecho común a todo el mundo, porque el favorito de sus dogmas era la unidad del género humano y la igualdad esencial de los hombres, fundada en su posibilidad de salvación. En los siglos XVIII y XIX han prevalecido las creencias opuestas. Por negación de la verdad objetiva se ha sostenido que los hombres no podían entenderse. En este supuesto de una Babel universal se ha fundamentado la libertad para todas las doctrinas y, así postulada la incomprensión de todos, ha sido necesario concebir el derecho como el mandato de la voluntad más fuerte o de la mayoría de las voluntades, y no como el dictado de la razón ordenada al bien común.

»Ello ha conducido al mundo a donde tenía que llevarle: a la guerra de todos contra todos. En lo interno, a la guerra de clases; en lo exterior, a la guerra universal, seguida de la rivalidad de los armamentos, que es la continuación de la guerra pasada y la preparación de la venidera. Y como la España del siglo XVI, frente a este caos, representaba, con su Monarquía católica, el principio de unidad –la unidad de la Cristiandad, la unidad del género humano, la unidad de los principios [527] fundamentales del derecho natural y del derecho de gentes y aun la unidad física del mundo y la de la civilización frente a la barbarie–, los ojos angustiados por la actual incoherencia de los pueblos tienen que volverse a la epopeya hispánica y a los principios de la Hispanidad, por razones análogas a las que movieron a la Iglesia durante la Edad Media, a resucitar, en lo posible, el Imperio romano» (pág. 195).

Da gusto ver la naturalidad con que se desenvuelven bajo la pluma del autor los conceptos religiosos junto a los patrióticos. Y esta naturalidad se nos antoja preñada de alegría. La alegría sin orgullo del que siente el privilegio de ser un católico español, ¡ah!, y esto no es poco. Significa reconocer la ausencia de conflictos entre la naturaleza y la sobrenaturaleza, entre el tiempo y la eternidad, entre este mundo y el otro. Por el camino de la historia de España se llega al cielo. Se unieron la Iglesia y España, y nació nuestro arte, y nuestra literatura, y nuestra ciencia. Nació nuestro valor ante Dios y ante el mundo. Lo que somos y lo que hemos dado. Y esta alegría no pueden sentirla los católicos de otros países cuando piensan en su historia, llena de conflictos entre la Iglesia y el siglo. Esto es lo que hace que el nacionalismo no sea, desde el punto de vista católico, una doctrina de validez universal, esto es, científica. Porque no todas las naciones poseen en su historia las características de la nuestra. Un inglés católico, por ejemplo, al tener que enfrentarse con los últimos siglos de su patria, y, por tanto, con la Reforma y el Cisma, no podrá exaltar, como afecto a la Iglesia, esa actitud hostil de su patria para con ella; no podrá, en suma, adscribirse a un nacionalismo inglés. Un católico español, en cambio, puede, para consigo, hablar de nacionalismo. Pero subrayo el para consigo, pues en cuanto pretenda dar validez universal a su doctrina topará forzosamente con la anticatolicidad de otras naciones. Y lo malo es que a veces, desde su sano patriotismo, hay españoles que hacen esta generalización y se entusiasman con movimientos nacionalistas de otros países; creen que su propio privilegio, el de su agraciada historia, le poseen también las otras naciones, y yerran totalmente al sumarse con el pensamiento a tales movimientos, esto es, al imitarlos. Y es que en el fondo esos españoles ignoran el credo de su propia patria, que [528] siempre ha enseñado a salvar el destino universal de todos los hombres antes que el nacional de unos cuantos, porque sólo en función de aquél tiene sentido éste, y no a la inversa.

Esto es lo que creyó la Hispanidad, y lo que da a este libro que la descubre y refleja su carácter mejor, su cristianismo. Cuando en el Preludio cita Maeztu el verso de Ovidio «Impetus ille sacer qui vatum pectora nutrit» adivinamos que en ese ímpetu sagrado, que es la corriente histórica de que han de alimentarse los pueblos, simbolizaba Maeztu, puestos los ojos en nuestra epopeya católica, un ímpetu más alto aún, y que es el del Espíritu Santo.

Leopoldo Eulogio Palacios