Filosofía en español 
Filosofía en español


Ramiro de Maeztu

Los caballeros de la Hispanidad

Creo en la virtud de las piedras labradas y en que el espíritu que las talló vuelve a infundirse en el país de sus canteros, escultores y maestros de obras, si no ha perdido totalmente la facultad de merecerlo. Un general inglés describía hace un siglo la impresión que Italia le había producido: «Ruinas pobladas por imbéciles.» Cuando Marinetti predicaba el incendio de los Museos es que se daba cuenta de lo que opinaba el general inglés. Pero el general se equivocaba. Y por eso las piedras de la Roma antigua pudieron inspirar el Renacimiento; y las del Renacimiento han hecho surgir la tercera Italia. La Roma de Mussolini está volviendo a ser uno de los centros nodales del mundo. ¿No han de hacer algo parecido por nosotros las viejas piedras de la Hispanidad?

Un día vendrá, y acaso sea pronto, en que un indio azteca, después de haber recorrido medio mundo, se ponga a contemplar la catedral de Méjico y por primera vez se encuentre sobrecogido ante un espectáculo que le fue toda la vida familiar y que, por serlo, no le decía nada. Sentirá súbitamente que las piedras de la Hispanidad son más gloriosas que las del Imperio romano y tienen un significado más profundo, porque mientras Roma no fue más que la conquista y la calzada y el derecho, la Hispanidad, desde el principio, implicó una promesa de hermandad y de elevación para todos los hombres. Por eso se juntaron en las piedras de la Catedral de Méjico el espíritu español y el indígena y el estilo colonial fue desde los comienzos tan americano como español, y la Catedral misma se distingue por la grandeza de sus proporciones, la claridad y la serenidad, para que en ella desaparezcan, [693] como nimias, las diferencias del color de la piel y se confundan las oraciones de blancos, indios y mestizos, en un ansia común de mejoramiento y perfección, mientras que no se alzó en Roma un sólo monumento en que los esclavos del Africa o del Asia pudieran sentirse iguales al senador o al magistrado.

En varios pueblos de América, en el Brasil especialmente, pero también en alguno de nuestra habla, ha surgido un movimiento llamado «nativista», que se propone devolver a las razas aborígenes el pleno imperio sobre el suelo de América. Los «nativistas» no saben lo que quieren. Su ideal no puede consistir en el retorno a los dioses atroces que pedían sacrificios humanos y en el aislamiento respecto de Europa de las diversas razas de indios, sino en la elevación de los aborígenes de América a la altura que hayan alcanzado en el resto del mundo los hombres más civilizados, y esto fue precisamente lo que España quiso y procuró en los siglos de su dominación. Por eso estamos ciertos de que no ha habido en el mundo un propósito tan generoso como el que animó a la Hispanidad. No cabe ni comparación siquiera entre el sueño imperial de España y el de cualquier otro país. Por eso parece haberse escrito para nosotros el dilema que nos obliga a escoger entre el valor absoluto y la nada absoluta. El hombre que haya llegado a compartir nuestro ideal no puede querer otro.

Ahora bien; cuando ese supuesto azteca culto compare un día la gran promesa que significa la Catedral de Méjico con la realidad actual, es decir, con la miseria y la crueldad, la ignorancia y las supersticiones de la casi totalidad de los indios del país, es muy posible que se le ocurra renegar de la promesa y declarar la guerra a la Iglesia Católica, y esto es lo que han hecho los revolucionarios mejicanos, bajo el influjo de la masonería; pero también es muy posible que vislumbre que la obra de la Hispanidad no está sino iniciada, porque consiste precisamente en sacar a los indios y a todos los pueblos de la miseria y la crueldad, de la ignorancia y las supersticiones. Y acaso entonces se le entre por el alma un relámpago de luz que le haga ver que su destino personal consiste en continuar esa obra, en la medida de sus fuerzas. Al reflejo de esa chispa de luz habrá surgido un caballero de la Hispanidad, que también podrá ser un duque castellano o un estudiante de Salamanca o un cura de nuestras aldeas, [694] o un hacendado brasileño, un estanciero argentino, un negro de Cuba, un indio de Méjico o Perú, un tagalo de Luzón o un mestizo de cualquier país de América, así como una monja o una mujer intrépida, porque si un ideal produce caballeros también han de nacerle damas que lo sirvan.

Lo esencial es que aquel relámpago sea, a la vez, la chispa mística en que el alma se siente liberada del mundo, es decir, de la sensualidad y de sus halagos y unida al Espíritu. Bergson ha escrito que la religión es a la mística lo que la vulgarización es a la ciencia. ¿Qué pensaría de este concepto nuestro padre Arintero, que dedicó la vida a pregonarlo? En su Evolución doctrinal está dicho: «Hay una luz (sobrenatural) de Dios que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Joan, I, 9); y a todos se dirige la palabra de llamamiento: Sto ad ostium, et pulso (Apoc, 3, 20). Así, no hay proposición teológica más segura que esta: «A todos, sin excepción, se les da –proxime o remote– una gracia suficiente para la salud…» El versículo del Apocalipsis dice: «He aquí que estoy a la puerta, y llamo: si alguno oyere mi voz, y me abriere la puerta entraré a él, y cenaré con él y él conmigo.» Esa Voz no se oye, si acaso, sino en raros momentos de aflicción profunda o de completa abnegación, cuando por una u otra causa nos despegamos de todos los bienes y goces de la vida y sentimos que el alma nuestra queda libertada de sus prisiones, y al encontrarse libre se identifica con la Cruz. Ello ocurre cuando no se es santo, en instantes tan efímeros como un abrir y cerrar de ojos, pero que nos iluminan largos trechos de vida. Y me parece muy difícil que pueda sentir con plenitud la Hispanidad el que no sepa, de experiencia propia, que sólo la Verdad nos hace libres. Otros patriotismos podrán desligarse de la fe. En muchos casos viene a ser el patriotismo el sustituto de la religión perdida. El de la Hispanidad no puede serlo. La Hispanidad no es en la historia sino el Imperio de la fe.

Lo que sí se puede separar es la fe del patriotismo. La apostasía de parte de la aristocracia de España en los reinados de Fernando VI y Carlos III tuvo que sembrar en los espíritus piadosos el germen de una desconfianza invencible respecto de los poderes temporales. Por lo mismo que había puesto la Iglesia en la Monarquía Católica de España, su desilusión debió de ser proporcionada al ver que sus [695] gobernantes no se cuidaban sino de entrar a saco en los bienes eclesiásticos y de apartar a España de la tutela espiritual de Roma, porque pensaban, como gráficamente dijo en 1753 el embajador Figueroa, desde el Vaticano, en carta dirigida al marqués de la Ensenada: «Que es más conquista apartar a los romanos de España que la expulsión de los moros», y respecto del concordato de aquel año, que: «En dos siglos nadie tuvo espíritu para emprender esta redención del Reino. V. E. lo pensó y consiguió en dos años y medio.» Al Concordato de 1753 fueron siguiendo el comienzo de la desamortización, los cambios en la orientación de la enseñanza, la infiltración y propaganda de las ideas revolucionarias, la expulsión de los jesuitas, &c. No es extraño que tantas almas escogidas, que son precisamente las que han sentido la independencia de su yo interior respecto de los bienes del mundo, hayan vuelto la espalda a los vaivenes de los Gobiernos temporales, para fijar sus miradas en lo alto. Pero con ello se olvidan de que el alma consiste en haberse abandonado el gobierno de los pueblos a las ideas de la revolución y de que debe de haber alguna razón de orden superior, para que esta alma nuestra, independiente como es de todo el resto de la creación, no nos haya sido dada para vivir fuera del mundo, sino para actuar en el mundo y reformarlo, por lo que es deber suyo ejercitar su libertad, independencia y soberanía en disputar el régimen de los Estados a la revolución y restablecer la norma de los principios que hicieron grande a España y a los que tendrán que acogerse cuantos pueblos aspiren a salvarse.

Es evidente que todos nuestros males se reducen a uno sólo: la pérdida de nuestra idea nacional. Nuestro ideal se cifraba en la fe y en su difusión por el haz de la tierra. Al quebranto de la fe siguió la indiferencia. No hemos nacido para ser kantianos. Ningún pueblo inteligente puede serlo. Si la chispa de nuestra alma no se identifica con la Cruz, mucho menos con ese vago Imperativo Categórico que sólo nos obligaría a desear la felicidad del mayor número, aunque el mayor número se compusiera de cínicos e hijos del placer. A falta de ideal colectivo, nos contentamos con vivir como podemos. Y así se nos encoge la existencia, al punto de que han dejado de influir nuestros pueblos en la marcha del mundo. ¿Qué podemos esperar de gentes que contemplan impávidas la quema de conventos, como si no les [696] fuera nada en ella? Lo mismo que de las aristocracias que se gastan sus rentas en el extranjero o de los intelectuales que viven de prestado, sin preguntarse nunca si tienen algo propio que decir. Esta España no es excusable, aunque sí explicable. Su flojera es hija de la falta de ideal, o cuando menos, de su relajamiento. «No está en forma», como dicen los deportistas, y es que para estar en forma tendría que proponerse algún objeto. Y no se lo propone, porque se siente desnacionalizada.

La historia es ya antigua. El 30 de marzo de 1751 escribía el marqués de la Ensenada al embajador Figueroa: «Ha siglos que no ha habido ministros que mirasen por el bien de esta Monarquía, que no ha sido arruinada mil veces porque Dios no lo ha permitido… Nunca supimos expender a tiempo diez escudos, ni los teníamos tampoco, porque hemos sido unos piojosos llenos de vanidad y de ignorancia.» Este desprecio de lo propio e infatuación de lo postizo y extranjero es lo que nos indujo a la pérdida de la fe y a la revolución. Como escribe el padre Miguélez es su Historia del jansenismo y regalismo en España: «El Rey se puso la tiara y los Ministros oficiaban de Obispos in partibus infidelium.» Y es que muchos de nuestros abuelos no tardaron en hacerse infieles. Era la moda entre los extranjeros y los españoles teníamos que seguirla. En la Península sobrevino el cambio antes que en América, pero fue más tenaz en ella la resistencia de la tradición. Probablemente acabará por salvarnos, quizás cuando aún no sepan los pueblos criollos lo que hacerse para defender su independencia contra las ambiciones extranjeras. Pero el problema es el mismo en ambos Continentes. Pueblos que no son fieles a su origen son pueblos perdidos, y el origen no ha de buscarse en las nebulosidades de la prehistoria, sino en el acceso a la luz del Espíritu. El ser de los pueblos es la defensa de sí mismos, en cuanto tienen de valioso.

No hay muchos medios de defensa, por desgracia. Por todas partes parece que se cierran los caminos de la Hispanidad. Todos los pueblos hispánicos de América fueron ricos en algún momento y todos ellos, unos tras otros, parecen estar cayendo en la pobreza. Es que también para ser ricos hay que tener conciencia de un ideal y de una misión. Esaú vendió por un plato de lentejas sus derechos de primogenitura, y esta es una de las parábolas de más extensa aplicación que se han escrito. ¡Cuantas veces no [697] habrán hecho otro tanto los politicastros de la América hispánica y hasta los de la misma España! ¿No hemos visto a los hombres de las mejores familias disputarse las representaciones de las firmas extranjeras, sin dárseles una higa de que estaban enajenando la economía nacional al poner en manos extrañas lo que debiera hacerse con las propias? La razón última de todo ello es siempre la misma: la desnacionalización que padecemos desde que Ensenada nos consideraba como piojosos llenos de vanidad y de ignorancia. Ensenada, que era un gran patriota, quería con ello suscitar nuestro amor propio, para lanzarnos a conquistar las técnicas y medios de riqueza que engrandecían a otros pueblos. Pero no se daba cuenta de que, al cabo, sólo se ama lo que se estima y lo que no vale tampoco se quiere. De cuando en cuando se producen grandes pesimistas, como Cánovas y Ramón y Cajal, que son también grandes patriotas y saben ser al mismo tiempo, según la divisa de Chesterton: «místicos en el credo y cínicos en la crítica.» En la obra de Cánovas se nota, sin embargo, el pesimismo. Un optimista hubiera fundado la Restauración en la verdad, que era la necesidad de convivir republicanos y carlistas bajo el amparo de una Monarquía militar. Un pesimista prefirió fundarla en el falseamiento de las elecciones, a base de caciquismo. Pero los más de los hombres necesitan atribuir valor a sus afectos, para no perderlos. No es improbable que el juicio de Ensenada sobre los españoles, compartido como lo sería por los virreyes y gobernadores del Nuevo Continente, fuera una de las causas fundamentales de la separación de América. Tampoco de que haya producido el tipo del político de carrera carente de ideales; el del rentista que se gasta sus bienes en el extranjero; el del escritor que nunca lee a sus compatriotas, por suponer que no le pueden decir nada interesante. En el pecado suele llevar la penitencia, porque, por talento que tenga, acaba también por no decir nada que interese a su pueblo, ya que éste no es sino la tradición misma, convertida en receptáculo emotivo, que sólo se asimila lo que le es afín.

Siempre volvemos a lo mismo: la desorientación nacional. No es verdad que seamos inmorales. Nuestro pueblo sigue siendo uno de los mejores de la tierra. Entre nosotros marchan satisfactoriamente todos los modos de vida: relaciones de familia, de amistad, de negocios en la pequeña industria y el pequeño comercio, [698] que sigue rigiéndose por principios de nuestro Siglo de Oro. Lo que no marcha bien es la política, el Estado, la enseñanza, cuantos otros aspectos de la actuación social se han dejado malear por ideas revolucionarias y extranjeras. La tragedia en los países nuestros es la de aquellas almas superiores, que se han dejado ganar por el escepticismo, que las condena a vivir sin ideales. Así la vida misma acaba por hacerse intolerable. El alma del hombre necesita de perspectivas infinitas, hasta para resignarse a limitaciones cotidianas. Lo que echamos de menos lo tuvimos, hasta que en el siglo XVIII lo perdimos: un gran fin nacional. Esto es lo que hemos de buscar, lo que ya buscan en los autores de otros países los lectores de libros extranjeros. Y lo que han de ir descubriendo en nuestra historia y arte y religión y en la profundidad de nuestros sentimientos más auténticos, los caballeros de la Hispanidad. Esta España de ahora, que vive como si estuviera de más en el mundo, no es sino la sombra de aquella otra que fue el brazo de Dios en la tierra. ¿Cómo resurgirá la verdadera? Por nuestras ansias, y aun por el mismo espíritu de aventura que nos extranjerizó hace dos siglos. Porque todas las otras pruebas están hechas, y andados todos los caminos. No nos queda más que uno sólo por probar: el nuestro. Tómense las esencias de los siglos XVI y XVII: su mística, su religión, su moral, su derecho, su política, su arte, su función civilizadora. Nos mostrarán una obra a medio hacer, una misión inacabada. En cambio, al volver los ojos a los senderos que en estos dos siglos hemos recorrido nos encontraremos siempre con que no llevan a ninguna parte. Nietzsche dijo de España que había querido demasiado. La verdad es que España no quiso sino lo que todas las grandes ideas, como el liberalismo o el socialismo, han deseado y prometido: la redención del género humano. España no sólo quiso, sino que hizo mucho. Compárese, principios por principios, los que cumplen sus promesas con lo que las dejan incumplidas. Y el liberalismo no cumple las suyas. En el orden del espíritu, su escepticismo respecto de la verdad no hace sino propagar la peste del indiferentismo, como dice la proposición LXXIX del Syllabus, que lo condena justamente por conducir «más fácilmente a los pueblos a la corrupción de las costumbres y del espíritu y propagar la peste del indiferentismo». ¿Nos compensará de estos males con los bienes que fomenta [699] en la vida económica? Hoy se ha desvanecido la ilusión que había puesto el mundo en el ideal librecambista. Los países principales vuelven la mirada a regímenes de autarquía. Así se desvanecen todas las críticas que se habían hecho contra el sistema cerrado de la economía española en América. Ningún país puede consentir que sus riquezas sean explotadas para exclusivo o principal beneficio de extranjeros. ¿Quién podrá creer hoy en la democracia? Las naciones más ricas se arruinan para sacar a los electores de su natural retraimiento, ofreciéndoles, a expensas del Erario, ventajas particulares. Tampoco creeremos en la ciencia, porque es neutral y mata como cura. Y el progreso no lo afirmaremos sino como un deber. La idea del progreso, fatal e irremediable, es un absurdo. El tiempo, que todo lo devora, no puede por sí solo mejorarnos. Era más cierta la mitología de Saturno, en que se pinta al tiempo comiéndose a sus hijos. Tampoco se sostendrá nuestra beocia admiración por los países extranjeros. Todos los pueblos que siguieron caminos distintos de la común tradición cristiana se hallan en una crisis tan profunda que no se sabe si podrán salir de ella.

Para los españoles no hay otro camino que el de la antigua Monarquía Católica, instituida para servicio de Dios y del prójimo. No podría fijar el de los pueblos de América, porque son muchos y diversos. Cada uno de ellos está condicionado por sus realidades geográficas y raciales. A mí no me gusta la palabra Imperio, que se ha echado a volar en estos años. No tengo el menor interés en que empleados de Madrid vuelvan a recaudar tributos en América. Lo que digo es que los pueblos criollos están empeñados en una lucha de vida o muerte con el bolchevismo, de una parte, y con el imperialismo económico extranjero, de la otra, y que si han de salir victoriosos han de volver por los principios comunes de la Hispanidad, para vivir bajo autoridades que tengan conciencia de haber recibido de Dios sus poderes, sin lo cual serán tiránicas, y de que esos poderes han de emplearse en organizar la sociedad de un modo corporativo, de tal suerte que las leyes y la economía se sometan al mismo principio espiritual que su propia autoridad, a fin de que todos los órganos y corporaciones del Estado reanuden la obra católica de la España tradicional, la depuren de sus imperfecciones y la continúen hasta el fin de los tiempos. Ello han de hacerlo nacionalizándose aún más [700] de lo que están. Los argentinos han de ser más argentinos; los chilenos, más chilenos; los cubanos, más cubanos. Y no lo conseguirán si no son al mismo tiempo más hispánicos, por la Argentina y Chile y Cuba son sus tierras, pero la Hispanidad es su común espíritu, al mismo tiempo que la condición de su éxito en el mundo. El ansia universalista que les animaba cuando se ofrecían a la emigración de todos los pueblos de la tierra sólo es realizable por el Catolicismo. Las otras religiones son exclusivistas y celosas. Y la experiencia ya ha sido hecha. Los argentinos creían poder asimilar a los judíos como a los españoles o a los italianos. No lo han logrado. Los judíos se casan entre sí, y este cuidado de la pureza de su raza no es sino la expresión de su voluntad firme de no dejarse absorber por ningún otro pueblo.

El éxito se logra de otro modo. D. Eusebio Zuloaga me contaba que no hace muchos años le guió un cacique indio por las montañas de Bolivia. El indio se apoyaba en un bambú que tenía en el puño una vieja onza española. «¿Quién es ese? –le preguntó Zuloaga, señalando con el dedo la efigie de la onza–. «El rey de Castilla, mi rey» –repuso el indio–. «¿Cómo tu rey? Aquí en Bolivia tenéis un presidente» –observó Zuloaga–. Pero el indio se lo explicó todo: «Ese presidente lo nombra el rey de Castilla. Si no fuera por eso, ¿crees tú que yo me dejaría mandar por un mestizo?» Sin duda ha habido gobernantes en Bolivia que, hasta hace pocos años, han querido fortalecer su prestigio haciendo creer a los indios que los designaba el rey de España. Ello no muestra sino que la obra protectora de los indios, a que se dedicó durante tres siglos la Monarquía Católica española, por medio de toda organización gubernativa y eclesiástica, ha echado raíces tan profundas en los pueblos de América, que no pueden concebir otra autoridad legítima que la que ella designa. Y lo que ello significa (porque los Gobiernos se legitiman mucho más por su bondad que por su origen), es que la misión de todo Estado hispánico ha de consistir en fortalecer a los débiles, en levantar a los caídos, en facilitar a todos los hombres los medios de progresar y mejorarse, que es confirmar con obras la fe católica y universalista.

Para esta faena, la de seguir la misión interrumpida, han de esperar los pueblos hispánicos las simpatías y el apoyo de todos [701] los países católicos. Si la Hispanidad se hizo con la idea católica, la Iglesia, en cambio, no ha producido en el curso de los siglos otro Imperio que se dedicara casi exclusivamente a su defensa, más que el nuestro. Esa misión hay que continuarla. En ella está la orientación que echábamos y echamos de menos. El mundo no ha concebido ideal más elevado que el de la Hispanidad. La vida del individuo no se eleva y ensancha sino por el ideal. Pero si una mujer abnegada dijo en la hora de su muerte que el patriotismo no es bastante, también puede decirse que la religión no es tampoco suficiente para llenar la vida, sino que necesita del patriotismo para encarnarse en esta tierra. En este ideal religioso y patriótico sería ya posible hasta recoger las almas extraviadas que de su patria renegaron por no encontrar en ella los bienes de otros pueblos. Las diríamos que busquen donde quieran las ciencias y las artes que nos falten, para traerlas al «dulce y patrio nido», como pájaros menesterosos de pajuelas. No necesitan renegar de nuestro pasado, que también fue una busca por el mundo de cuanto precisábamos. Lo esencial es que defendamos nuestro ser. La vida del hombre se rige por la causa final. Su finalidad se encuentra en sus principios. Los pueblos señalan su porvenir en sus mismos orígenes, apenas se va plasmando en ellos la vocación de su destino.

Presumo que los caballeros de la Hispanidad están surgiendo en tierras muy diversas y lejos unos de otros, lo que no les impedirá reconocerse. ¿No se conocen entre sí los místicos, los amigos del arte, los grandes aficionados al mismo deporte? ¿No hay en el lenguaje de los buenos hispanos un diapasón, a la vez religioso y patriótico, que los distingue a todos? Esperemos entonces: «Don Gil, don Juan, don Lope, don Carlos, don Rodrigo» –porque su ideal personal será el de sus países, y el de sus países el de la Hispanidad, y éste el del género humano–, que los caballeros de la Hispanidad, con la ayuda de Dios, estén llamados a moldear el destino de sus pueblos.

Ramiro de Maeztu