Filosofía en español 
Filosofía en español


Ramiro de Maeztu

El valor de la Hispanidad

Los españoles de América

Es curioso que la revolución actual de Cuba haya anunciado la adopción de medidas contra los comerciantes españoles. No será la primera vez que una revolución americana persiga a nuestros compatriotas. Tampoco será la última. El comercio español en América es una de las cosas más florecientes del nuevo mundo, y las revoluciones suelen ser enemigas de las instituciones que prosperan. Tampoco son afectas a las órdenes religiosas, que en América suelen estar constituidas por españoles, y que también progresan lo bastante para afilar los dientes de la envidia. Si la gobernación de los pueblos hispánicos estuviera dirigida por pensadores políticos de altura, lo que se haría es estudiar con toda diligencia el secreto de las instituciones prósperas y desentrañar sus principios, a fin de aplicarlos y adoptarlos a las otras: al ejército y a la enseñanza pública, al régimen de la propiedad territorial y al de la dirección del Estado. El lector puede estar seguro de que no hay en América instituciones de estructura más sólida que el pequeño comercio español y las congregaciones religiosas. El día en que el espíritu de conservación de nuestra América se sobreponga al instinto revolucionario, no cesarán las prensas de estampar libros que estudien uno y otras.

Entre tanto estoy cierto de que la clase más indefensa de la tierra, en punto a buena fama, la constituyen los comerciantes españoles de América. En España no se acuerdan de ellos más que sus familiares, beneficiados por sus giros. Lo que aquí suele [114] preocuparnos, y no mucho, es el comercio español con América, que es cosa bien distinta, y que no ofrece porvenir muy seguro, porque España nunca pudo competir en los países americanos con los grandes países manufactureros, y mucho menos podrá hacerlo cuando estos pueblos se ven derrotados por la competencia japonesa, que es una de las razones de que todos tiendan actualmente a la «autarquía» o economía cerrada. De otra parte, los vinos y las frutas que España puede exportar en gran escala se producen cada día en América en mayores cantidades. Tampoco los hispanoamericanos pueden simpatizar demasiado con el patriotismo español de nuestros compatriotas establecidos en sus territorios, porque preferirían que se nacionalizaran en ellos y renunciaran para siempre al sueño de acumular un pequeño capital, que les permita regresar a su patria. Y los españoles educados que emigran a América tampoco suelen ser amigos de nuestros comerciantes, porque no les perdonan que progresen más que ellos, a pesar de su mayor cultura, y esta es una de las maravillas que nadie suele explicarse satisfactoriamente, a pesar de que no hay cosa más fácil de entender.

Es hecho sorprendente que en América prosperen más, salvo excepciones, los españoles procedentes de aldeas que los que van al nuevo mundo de nuestras ciudades, y más los menos educados que los cultos.

En parte se acierta cuando ello se atribuye a que los campesinos están acostumbrados a mayores privaciones y soportan mejor la vida de trabajo y de ahorro, indispensable en los primeros años, como base de posible prosperidad ulterior. Digo en parte, porque una buena educación debe enseñar, sobre todo, a sufrir, como lo enseñaba la de nuestros hidalgos del siglo XVI, con sus diez o doce horas diarias de latín en los primeros años, a las que seguían otras tantas de ejercicio con las armas, en los años de juventud. Entonces no era frecuente que los palurdos prosperasen más que los hidalgos, ni que realizaran más proezas que éstos. Al contrario, la epopeya española en América es obra casi exclusiva de los hidalgos y de los misioneros, que eran también hombres educados. Sólo que la educación de aquel tiempo era buena. Se inspiraba en los mismos principios, por los cuales se alaba generalmente en Alemania la influencia del antiguo servicio militar obligatorio para endurecimiento de los cuerpos y [115] disciplina de las almas, y como preparatorio para la lucha por la vida. La educación actual, en cambio, es radicalmente mala, porque no enseña a sufrir, sino a gozar. La ventaja que tienen nuestros emigrantes campesinos sobre los urbanos y educados, consiste principalmente en no haberla recibido. El indiano Quirós, de la Sinfonía Pastoral, de Palacio Valdés, se encuentra con que su hija, criada en medio de todos los lujos, es tan endeble, que puede enfermar de tisis cualquier día. La medicina que necesita y que la cura es la pobreza y el trabajo. Tan extraño remedio no se le había ocurrido jamás a su buen padre. Era, sin embargo, el mismo sistema educativo que él había recibido en su aldea y al que debió en América el éxito y la fortuna.

Pero además ocurre que aquellas provincias que dan el mayor contingente emigratorio: Galicia, Asturias, la Montaña, las Vascongadas, León, Burgos y Soria, no son países sin cultura. No lo serían aunque no se cuidaran, como lo hacen, de la enseñanza popular, ni aunque fueran totalmente analfabetos, porque la Iglesia, las costumbres y el refranero popular se bastarían para mantener un tipo de civilización muy superior al que producen, por punto general, las escuelas laicas y la prensa barata.

Es curioso, al efecto, que España no fue país de alta cultura sino cuando carecía de Ministerio y de presupuesto de Instrucción Pública. Pero si los hijos de las regiones y clases sociales menos afectadas por las nuevas ideas son los que se desenvuelven con más éxito en América, la razón no es solamente la negativa de ser las menos contaminadas de los falsos valores de la modernidad, sino la positiva de conservar, por eso mismo, con mayor pureza, los principios de vida de la España tradicional histórica. Mientras la educación moderna, con su carácter enciclopédico en los grados primarios y secundario y especializado en el superior, no parece proponerse otro objeto que desplegar ante los ojos admirados del alumno los productos de la cultura, con lo que no forma sino almas apocadas, que necesitarán la sopa boba del Estado para no morir de hambre, la educación antigua se empeñaba en obtener de cada hombre el rendimiento máximo. Parece que sus principios se conservaran vivos en nuestro pueblo campesino, y que por ello han organizado de tal modo sus comercios los españoles de América, que pueden esperar de cada dependiente el esfuerzo mayor y más perseverante de que es capaz. [115]

La perfecta compenetración de intereses y de espíritu entre el principal y sus empleados, que caracteriza al sistema comanditario del comercio español en América, y que es el secreto de su éxito, se obtiene mediante la confianza que tiene cada dependiente de que, si muestra actividad e inteligencia en su trabajo, llegará día en que se le interesará en el negocio, y otro en que su mismo principal le ayudará a establecerse por su cuenta, con lo cual le será posible el ascenso a una clase social superior a la suya. El que empieza barriendo una tienda a los trece o catorce años de edad, puede concebir la esperanza de ser dependiente de mostrador antes de los veinte, y habilitado antes de los treinta, y socio industrial antes de los cuarenta, y patrono algo después. En el fondo no se trata sino de la aplicación al comercio del antiguo sistema gremial, con su jerarquía de aprendices, oficiales y maestros, en la que sólo llegaba a la suprema dignidad de su arte quien hubiera producido una obra maestra, sin la cual no se le permitía dar trabajo a otros hombres o desempeñar cargo alguno en el gremio o cofradía de su oficio. Pero entonces se le abrían las dignidades de la ciudad. Si el albañil o carpintero, podía encargarse de la construcción de alguna abadía o catedral, y aún llegar a ser miembro de la real casa, en calidad de maestro de obras del Rey, era porque la Edad Media, que fue una edad cristiana, fundaba sus instituciones en la necesidad que tiene el hombre de que no se le muera la esperanza, virtud que no subsiste tampoco sin la base de la fe y sin el remate de la caridad, pero que se alimentaba con la persuasión de que mejoraría la posición de cada operario, según la excelencia de sus obras, lo que explica, de otra parte, que fueran tan maravillosos los edificios de aquella época.

En el fondo, el principio que anima al comercio español en América es el mismo que constituía la quinta esencia de nuestro Siglo de Oro: la firme creencia en la posibilidad de salvación de todos los hombres de la tierra. Se trata de proveer a cada uno de la coyuntura que le permitan alzar su posición en el mundo. Con ello no se dice que habrán de aprovecharla todos, porque muchos son los llamados y pocos los elegidos. Lo que se hace es aplicar a las cosas de tejas abajo la parábola del padre Diego Laínez en el Concilio de Trento. Se concede a cuantos aspiran a vencer en el torneo un caballo magnífico y armas excelentes, [117] ya que la gracia de Dios es asequible a todos, pero después se espera que cada candidato luchará desesperadamente por el triunfo. También ha de poner toda su alma el dependiente que aspire a ganarse la confianza de su principal. Ha de cifrar sus ilusiones en la prosperidad del negocio. Pero cuenta con la esperanza firme de mejorar de posición, al cabo de su largo esfuerzo, y el español de alma previsora prefiere optar a un premio que valga la pena, aunque solo lo obtenga después de muchos años, con lo que sacrifica el día de hoy al de mañana, que ocuparse en uno de esos grandes comercios extranjeros de América, donde probablemente se le pagará mejor con menos trabajo, pero donde no tiene la menor esperanza de que se le llegue a interesar en el negocio, por lo que renuncia a sacrificar el porvenir al día de hoy.

Con el señuelo del ascenso futuro a cada empleado logra el comercio español de América la perfecta identificación del principal y los dependientes, que es lo que le permite afrontar con buen ánimo la concurrencia de otros comerciantes y los malos tiempos. Es un comercio que carece de capitales iniciales propios y que trabaja a crédito y, sin embargo, prospera y se difunde, hasta en competencia con el de los chinos, que viven con nada, y con los sirios, descendientes de los fenicios de Sidón y Tiro y aptos como ellos para el tráfico. En el Centro de Almaceneros, de Buenos Aires, hube de preguntar si prosperaban los españoles en el comercio de comestibles al por menor, que es lo que se llaman «almacenes» en la Argentina, y me encontré con la sorpresa de que hace cincuenta años dominaban el ramo los italianos en la capital, pero que han tenido que ceder el puesto a los españoles. Y es que los italianos no han podido lograr identificar los intereses de los principales con los de los dependientes, porque no aciertan a desprenderse de sus comercios, en beneficio de sus empleados, tan fácilmente como los españoles, sino que los suelen conservar hasta última hora, y entonces son sus hijos los que los heredan.

En los pequeños comercios españoles vive el principal con sus dependientes en una relación de intimidad que no es obstáculo para que se mantengan escrupulosamente los respetos debidos a la jerarquía y a la edad. En los malos tiempos se reducen y encogen los gastos. En el campo de Cuba el principal y sus dependientes suelen tender el catre en el mostrador y vivir en la tienda, [118] comen juntos, trabajan todos dieciocho horas al día y ello todo el año, domingos inclusive, porque la molienda no suele interrumpirse en los ingenios ni en los días festivos, y apenas si tienen ocasión de visitar la villa una o dos veces al año. Por eso cuando los americanos entraron en Cuba a raíz de la guerra de 1898 e intentaron abrir toda clase de establecimientos, no tardaron en batirse en retirada ante la competencia del comercio español, que se contentaba con menores beneficios y conocía mejor a sus clientes, para negarles o concederles crédito. Y es que los norteamericanos se habían enfrentado con un principio espiritual superior al suyo. Ellos lo fiaban todo al mayor capital y a la posibilidad de pagar a la dependencia con mayores salarios. El comercio español, en cambio, se basaba en principios de solidaridad y de justicia y en la virtud de la esperanza.

Es verdad que al sistema comanditario del comercio español pueden oponérseles consideraciones de orden familiar, que le han creado muchos enemigos en los países de América. El español cree justo que la tienda pase al dependiente que más se ha interesado en su prosperidad, con lo cual es posible que se perjudiquen los hijos del principal. En muchos casos no hay tal perjuicio, porque esos hijos suelen preferir las carreras liberales al comercio y son pocos los padres que se deciden a hacer sufrir a sus hijos los trabajos y penalidades que implica la profesión de tendero en sus grados inferiores. De otra parte, hay que considerar que los dependientes no se hubieran sacrificado tantos años por la tienda, pudiendo acaso ganar mejores sueldos en otra ocupación, sino con la mira de que no se les defraude en su esperanza de llegar algún día a habilitados y socios industriales. En todo caso, el orgullo de los comerciantes españoles de América consiste en facilitar el avance de sus antiguos dependientes y entre las colectividades españolas alcanza mayor fama el que ha dado medio de establecerse por su cuenta al mayor número de dependientes. Hay casos de hombres que, por haber pasado del comercio al detalle al comercio al por mayor y haber vivido tiempos prósperos, han podido establecer a veinte y aun a treinta dependientes antiguos, y estos próceres gozan en nuestras colectividades de una aureola que envidiarían nuestros grandes de España. [119]

En cierto modo es explicable que los Gobiernos criollos procuren evitar este desarrollo del comercio español con toda clase de medidas, como el cierre dominical de los comercios, la imposición de horas de descanso para la dependencia y aún la obligación a los patronos de emplear a dependientes del país, por lo menos en cierta proporción. Hay países de América donde la pobreza ha resuelto el problema, porque los principales se ven obligados a emplear a sus hijos en la tienda casi desde su infancia, con lo que los comercios pasan, naturalmente, a manos suyas. El problema no surge sino donde la prosperidad es suficiente para evitar a los hijos los trabajos más duros, y no sería justo privar de su recompensa al dependiente que apechuga con ellos. Los antiguos gremios solían resolverlo con los años de aprendizaje, en que el hijo del maestro salía a correr tierras, y a aprender el oficio bajo la disciplina de otros maestros; años de correrías y de amores, los «Wanderjahre», que cantan todavía los poetas de Alemania. Es posible que toda la América española se empobrezca a tal punto, que desaparezca la cuestión. Pero con ello no perderá su validez el principio en que se inspiran nuestros comerciantes. Las almas bajas rinden su mayor esfuerzo por un estímulo inmediato, pero las almas superiores prefieren sacrificar el presente al porvenir. Todas las instituciones deberían organizarse de tal modo, que las dignidades supremas correspondieran a los sacrificios más perseverantes, para que todos los hombres puedan esperar que, si se esfuerzan por lograrla, les aguarda, como premio de sus trabajos, una vejez honrosa y respetada. Y no es pequeña maravilla esta de que, en pleno siglo XX, el principio central de la Hispanidad: la fe en el hombre, la confianza en que pueda salvarse, si se esfuerza con energía y perseverancia en ello, actúe con el mismo éxito entre la prosaica economía del comercio americano, que entre los graves teólogos del Concilio de Trento.

Ramiro de Maeztu