Filosofía en español 
Filosofía en español


Ramiro de Maeztu

La Hispanidad en crisis
IV

Los dioses se van

Esta es la hora dramática y sin precedentes para todos los pueblos hispánicos, de perder los maestros, de que se nos deshagan los modelos. Llegar a la mayoría de edad y recibir las borlas doctorales en la Universidad de la vida es también dramático, pero acaece en el curso natural de las cosas. Lo que no tiene ejemplo es quedarse sin maestros en el momento de seguir sus lecciones con más aplicación. Y esto es precisamente lo que en estos años nos ocurre. Los pueblos que hemos tenido por modelos se hallan en la hora actual en situación tan crítica y penosa que ya no pueden mostrar a ningún otro los caminos de la prosperidad.

Cuando Simón Bolívar proclamaba en su discurso de Angostura (1819) que Francia e Inglaterra aleccionaban a las demás naciones en «toda especie en materia de gobierno» y que su revolución, «como un radiante meteoro», inundaba al mundo «con tal profusión de luces políticas, que ya todos los hombres que [114] piensan han aprendido cuáles son los derechos del hombre y cuáles son sus deberes, en qué consiste la excelencia de los Gobiernos y en qué consisten sus vicios», las palabras del libertador no expresaban sino el mismo sentimiento de admiración al extranjero que, de la propia España, habían llevado a Venezuela, con sus libros, los pilotos y negociantes de la Compañía del Cacao. Virreyes borbónicos y clérigos jansenistas lo siguieron difundiendo por los pueblos de América en el siglo XVIII. Las maravillas de la industria de otros países lo arraigaron con tal fuerza en el siglo XIX que sobrevivió en 1918 a los horrores de la gran guerra, y aun en medio de las perplejidades de la post-guerra, ha querido prolongarse en los descaminados panegíricos de la Rusia soviética o en los encomios, más justificados, que de los Estados Unidos se hacían hasta hace tres años, porque los mismos hispanoamericanos o españoles que, como Rodó, se atrevían a burlarse del norteamericano Marden, por considerar el éxito material como la finalidad suprema de la vida, admiraban y aun envidiaban a los compatriotas de Washington y Lincoln por haberlo alcanzado.

¿A qué pueblo extranjero volveremos ahora los ojos donde no hallemos la estampa del fracaso? Lo grave no es que inviernen este año los norteamericanos preguntándose lo que van a hacer con sus doce millones de obreros sin trabajo. Lo grave es que no se hayan propuesto otra cosa que ahorrar brazos con sus inventos y sus máquinas y sistematizaciones del esfuerzo humano, porque ahora vemos, claro como la luz, que el ahorro de trabajo tiene que llegar a dejar sin comer a los trabajadores, a menos que las máquinas que los sustituyen les aseguren la pitanza. Tampoco Alemania puede servirnos de modelo, después de una guerra en que supo atraerse la enemiga de veintidós naciones y de haber imitado tan servilmente el sistema norteamericano de la producción en masa que ha obtenido el mismo resultado de dejar a sus obreros sin trabajo. Tampoco es envidiable la situación de Francia con su déficit de más de doce mil millones de francos, sus tributos asfixiantes, que alejan de sus tierras a las multitudes de viajeros que antes las enriquecían, y su incapacidad para entenderse con sus vecinos descontentos, que la amenazan con la guerra. Tampoco la de Inglaterra, con su Imperio resquebrajado y sus tres millones de obreros sin trabajo. De otra parte, el sueño socialista, que había servido de ideal a tres generaciones sucesivas [115] de europeos, se desvanece ante el ejemplo de miseria que la Rusia de los Soviets ofrece al mundo; y toda la admiración que nos inspiran los esfuerzos de Italia y el Japón por alimentar a poblaciones excesivas, para sus angostos territorios, no logran acallar nuestra pena por la gran estrechez en que sus hijos viven.

Se nos dirá que el mundo ha librado una gran guerra y tiene que padecer sus consecuencias. Pero la guerra, a su vez, ¿no fue el resultado de algún error fatal, inherente a los principios básicos de las modernas nacionalidades? Que cada uno siga su genio y vocación parece cosa deseable, pero si de ello se deduce la incapacidad de que se entiendan unas con otras, la consecuencia indeclinable de esta exageración de sus peculiaridades será que no puedan solventar sus disputas por otro camino que el del conflicto armado. Pero, de otra parte, no es sólo el costo de las guerras lo que causa su ruina. El aumento constante de los gastos públicos se ha convertido, para todos los pueblos, en una ley histórica. Y así los Estados no son ya escudos protectores de las naciones, sino cánceres que la devoran.

Lo peor, sin embargo, no es el aumento de los gastos públicos, sino que lo fomente el mismo régimen representativo instituido para refrenarlo. En los más de los países son miembros de las Cámaras numerosos funcionarios, identificados con el Poder público, sin interés en regatear recursos al Erario, pero anhelosos de repartirse presupuestos opíparos. Tampoco los partidos políticos están interesados, sino de un modo genérico, en las economías, porque cuanto mayores los gastos de un Estado, más empleados sostiene, es decir, más electores, más amigos, más agentes, más secuaces de los partidos gobernantes. Así los presupuestos se convierten en la lista civil de los partidos, y Francia cierra su año económico con un déficit que es el tonel de las Danaides, los Estados Unidos con otro de tres mil millones de dólares, Inglaterra tiene que saltar del patrón oro cuando excede el suyo de los cien millones de libras, y Alemania se queja de que 35.000 millones de marcos oro, de los 55.000 que constituyen los ingresos anuales de su pueblo, los absorben el Reich, los Estados, los Ayuntamientos y los Seguros sociales.

Ahora bien, a medida que aumentan los presupuestos de los Estados disminuyen los beneficios del comercio, de la industria, de la agricultura y del ahorro transformado en capital, lo que [116] quiere decir que se va estrechando la posición de los industriales, de los agricultores, de los comerciantes y de los capitalistas, con lo que se hacen inseguras y poco codiciables las profesiones productoras de riqueza y se acrece el ansia de buscar asilo en las carreras y oficinas del Estado, cuyo anhelo mueve a diputados y gobernantes a volver a aumentar el presupuesto de gastos, con lo que se forma el círculo vicioso, que empieza por absorber las energías de la sociedad, pero que acaba indefectiblemente con la soberanía del Estado, que es el fin de los cánceres: matarse cuando matan.

No hay quien custodie a los custodios; no hay quien nos proteja contra el Estado que debe protegernos. Y es el ideal mismo que inspiró la creación de los Estados modernos lo que está en entredicho. La Edad Media se fundaba en una armonía de sociedades (communitas communitatum), que era también un equilibrio de principios, en el que se contrapesaban la autoridad y la libertad, el poder espiritual y el temporal, el campo y las ciudades, los reinos y el Imperio. Se rompió la armonía. Cada principio quiere hacerse absoluto; cada voluntad, soberana. Así han tratado de reinar como déspotas, por medio de un Estado omnipotente, la libertad ilimitada y la autoridad arbitraria, la nación y las jerarquías, el progreso y la tradición, el capital y el trabajo, y todavía sueñan los hombres con que el triunfo total de su doctrina favorita hará expandirse al infinito el poderío de su voluntad, que identifican con la de su nación o su Liga de Naciones, la del proletariado o sus correligionarios. Sólo que las mentes reflexivas desconfían. Ya no es hora de utopías. Se está hundiendo el terreno donde se alzaban. Y por primera vez desde hace dos siglos se encuentran los pueblos hispánicos con que no pueden ya venerar a esos grandes países extranjeros que, como ha dicho Alfredo Weber, «sólo piensan en sí mismos, en su expansión y en su seguridad», como los reverenciaban cuando pensaban o parecía que pensaban por todas las naciones de la tierra. Alemania, que no paga a nadie; Francia, que no paga a los Estados Unidos; Inglaterra, que paga a los Estados Unidos, pero con reservas, porque no cobra de Alemania y no sabe si cobrará de Francia; los Estados Unidos, que quieren cobrar de todo el mundo… Pero, ¿son estas las «luces políticas» que «inundan el mundo como radiante meteoro» y que cegaban a Simón Bolívar? Y si resucitara [117] Sarmiento, el enemigo más encarnizado que han tenido los ideales hispánicos, ¿qué pensaría de estos países, que fueron sus dioses?

Escribo la palabra «dioses» deliberadamente. Era ayer todavía, el 2 de septiembre de 1888, cuando moría Faustino Domingo Sarmiento en la Asunción, del Paraguay, y se envolvía su cadáver en las banderas de los cuatro pueblos a que había servido: la Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay. Sobre su tumba fue grabado el epitafio por él elegido: «Una América libre, asilo de los dioses todos, con lengua, tierra y ríos libres para todos.» ¿Qué dioses eran esos: Confucio, Budha, Odin, Mahoma, Zeus, Afrodita, el Padre Sol? Sarmiento creyó toda la vida que el mal de los pueblos hispánicos de América, aparte de sus indios y mestizos, dependía de su formación española. A principios de 1841 escribía en El Nacional estas palabras: «Treinta años han transcurrido desde que se inicio la revolución americana; y, no obstante haberse terminado gloriosamente la guerra de la independencia, vese tanta inconsciencia en las instituciones de los nuevos Estados, tanto desorden, tan poca seguridad individual, tan limitado en unos y tan nulo en otros el progreso intelectual, material o moral de los pueblos, que los europeos… miran a la raza española condenada a consumirse en guerras intestinas, a mancharse con todo género de delitos y a ofrecer un país despoblado y exhausto, como fácil presa de una nueva colonización europea.» De estos juicios deducía remedios adecuados, a cuyo empleo dedicó la vida: inmigración europea y educación popular, cuya suma e integración realizaba su ideal antiespañol, porque la inmigración la quería en grandes cantidades, hasta que la sangre extranjera sustituyera a la española y a la indígena, y la educación venía a desempeñar el mismo oficio en el plano moral, porque lo que le parecía fundamental era infundir a los pueblos de América ideales extranjeros, sobre todo mediante la difusión de la Vida de Franklin por todas las escuelas, en calidad de texto obligatorio, aunque jamás se haya producido entre nosotros un tipo de hombre que se parezca a Franklin, y eso que se han escrito veinte o treinta Vidas de su admirador Sarmiento, que producirán nuevos Sarmientos en todos nuestros pueblos, porque Sarmiento, con su soberbia, su ingenio, su energía, su autodidactismo y hasta su antiespañolismo, es un ejemplar neto y castizo de la raza; pero, [118] en cambio, las personas de su intimidad a quienes trata Sarmiento en sus Recuerdos de Provincia, con mayor afecto y respeto, y hasta reverencia, son su santa madre, guardadora celosa de las imágenes de los dos grandes predicadores españoles: Santo Domingo de Guzmán y San Vicente Ferrer, y el sacerdote sanjuanino D. José Castro, que murió durante la guerra de la Independencia besando alternativamente el Crucifijo y la imagen de Fernando VII el Deseado, que no se habían educado en la vida de Franklin, ni la conocían, sino que se habían hecho, como dice el propio Sarmiento, al influjo de «una partícula del espíritu de Jesucristo», que por «la enseñanza y la predicación se introdujera en cada uno de nosotros para mejorar la naturaleza moral», lo cual ha de tenerse en cuenta para cuando se escriban nuevas Vidas de Sarmiento, en la esperanza de que los Sarmientos que produzcan no tengan por dioses a los Estados Unidos, Francia, Inglaterra y Alemania, vuelvan a venerar a la Virgen y a Santo Domingo, y a San Vicente y a San Ignacio y a San Francisco Javier, y sean enterrados bajo la Cruz, después de restaurar la religión de sus antepasados, lo que no impedirá que de ellos diga Júpiter a Juno, como del Piadoso Eneas, piadoso por la fidelidad con que guardaba el culto de sus padres, que subirán al Olimpo y encontrarán su asiento por encima de las estrellas.

La vuelta del pasado

Ante el fracaso de los países extranjeros, que nos venían sirviendo de orientación y guía, los pueblos hispánicos no tendrán más remedio que preguntarse lo que son, lo que anhelan, lo que querían ser. A esta interrogación no puede contestar más que la Historia. Pregúntese el lector lo que es como individuo, no en lo que tenga de genérico, y no tendrá más remedio que decirse: «Soy mi vida, mi historia, lo que recuerdo de ella.» El mismo anhelo de futuro que nos empuja todo el tiempo no podemos decir si es nuestro, personal o colectivo o cósmico. ¿Cuál no será entonces la sorpresa de los pueblos hispánicos al encontrar lo que más necesitan, que es una norma para el porvenir, en su propio pasado, no en el de España precisamente, sino en el de la Hispanidad en sus dos siglos creadores, el XVI y el XVII? Así es, sin embargo. [119] En estos dos siglos –también en los siguientes, pero no ya con la plena conciencia y deliberada voluntad que en ellos–, los pueblos de la Hispanidad, lo mismo españoles que criollos, lo mismo los virreyes y clérigos de España que la feudal aristocracia criolla, constituida en las tierras de América por los descendientes de conquistadores y encomenderos, realizaron la obra incomparable de ir incorporando las razas aborígenes a la civilización cristiana, y sólo se salvará la Hispanidad en la medida en que sus pueblos se den cuenta de que esa es su misión y la obra más grande y ejemplar que pueden realizar los hombres en la Tierra.

Son conceptos que parecen exagerados, sobre todo cuando se piensa que existe en todos los países un patriotismo territorial que no necesita fundarse en valores de Historia Universal. El teatro popular suele expresarlo en esas obras de carácter nacionalista –no necesita ser éste muy acentuado– en que uno diría que la tierra nativa se hace espíritu al ser evocada por la voz de una actriz y todos los espectadores sienten al escucharla el estremecimiento de una emoción patriótica, que parece bastarse para asegurar la eternidad a las naciones. Pero también suele haber en los pueblos minorías cultivadas, que se dan cuenta de que ese patriotismo territorial es común a todos los países y sienten por ello la necesidad de reforzar y justificar su lealtad con razones de Historia Universal, precisamente, es decir, con el convencimiento de que su patria significa, para las otras patrias, un valor universal por ella mantenido y que sólo ella siente la vocación de seguir manteniendo. Y en este punto se convierte en sencilla verdad la paradoja de que el porvenir de los pueblos depende de su fidelidad a su pasado. Digo la paradoja, porque también hay verdad en los proverbios que dicen: «lo pasado, pasado» y «agua pasada no muele molino», aparte de la experiencia universal y dolorosa que a todos nos persuade de que no volveremos a ser jóvenes. Pero ello es decir que hay dos clases de pasado: uno que no vuelve y otro que no pasa o que no debe pasar y puede no pasar. La vida fluye y no volveremos a ser jóvenes, pero cuando decimos, con el poeta: «Juventud, primavera de la vida», ya hemos traspuesto la dimensión del tiempo, ya estamos en la orilla, viendo correr las aguas, ya somos espíritu. ¿En qué consiste, entonces, aquel pasado que no pasa?

Por lo que hace a los individuos, Otto Weininger mostró en [120] su genial Sexo y Carácter que cuanto más profundamente se siente un hombre a sí mismo en el pasado tanto más fuerte es su deseo de seguir sintiéndose en el porvenir, que la memoria es lo que da eternidad a lo sucedido; que, en general, no se recuerda sino lo que vale, lo que quiere decir que es el valor lo que crea el pasado, que lo que vale está por encima del tiempo, que las obras del genio son inmortales y que no es el temor a la muerte, como groseramente se ha pensado en la España contemporánea, lo que crea el ansia de inmortalidad, sino el ansia de inmortalidad, surgida de la conciencia del valor, lo que produce el temor a la muerte y el propósito de luchar contra ella. La vida de los pueblos es más espiritual que la de los individuos. En rigor, no viven sino como conciencia de valores comunes. Y por lo que hace a un grupo de naciones independientes, como la Hispanidad, su historia y tradición no son meramente esa conciencia de sus valores, sino la esencia de su ser. Jactarse de la muerte de la tradición es no saber lo que se está diciendo o continuar la gran locura de la Hispanidad en el siglo XVIII y aun en el XIX: la de Bolívar, la de Sarmiento, la de todos o casi todos nuestros reformadores… La gran locura de la Hispanidad en el siglo XVIII consistió en querer ser más fuertes que hasta entonces, pero distinta de lo que era. Una de sus expresiones póstumas ha de encontrarse en el opúsculo que yo compuse en mi juventud, y que se titulaba Hacia otra España. Yo también quería entonces que España fuera, y que fuese más fuerte, pero pretendía que fuese otra. No caí en la cuenta, hasta más tarde, de que el ser y la fuerza del ser son una misma cosa, y de que querer ser otro es lo mismo que querer dejar de ser. Para aumentar la fuerza no hay que cambiar, sino que reforzar el propio ser. Para ello ha de eliminarse o atenuarse todo lo que hay de no ser en nosotros, es decir, todos los vicios, todo lo que cada ser tiene de negativo. Y ya no es preciso añadir que lo que hay de positivo en el ser de un pueblo se va expresando en los valores de su historia.

El valor histórico de España consiste en la defensa del espíritu universal contra el de secta. Eso fue la lucha por la Cristiandad contra el Islam y sus amigos de Israel. Eso también el mantenimiento de la unidad de la Cristiandad contra el sentido secesionista de la Reforma. Y también la civilización de América, en cuya obra fue acompañada y sucedida por los demás pueblos [121] de la Hispanidad. Si miramos a la Historia, nuestra misión es la de propugnar los fines generales de la humanidad, frente a los cismas y monopolios de bondad y excelencia. Y si volvemos los ojos a la Geografía, la misión de los pueblos hispánicos es la de ser guardianes de los inmensos territorios que constituyen la reserva del género humano. Ello significa que nuestro destino en el porvenir es el mismo que en el pasado: atraer a las razas distintas a nuestros territorios y moldearlas en el crisol de nuestro espíritu universalista. ¿Y dónde, si no en la historia, en nuestra historia, encontraremos las normas adecuadas para efectuarlo?

¿Que es principalmente lo que necesitan los pueblos hispánicos para cumplir con su misión? Lo primero de todo es la confianza en la posibilidad de realizarla. Ahí está su religión para infundírsela, pero ha de entenderse, como el padre Arintero, que: «No hay proposición teológica más segura que esta: A todos, sin excepción, se les da –próxime o remote– una gracia suficiente para la salud…», porque, como lo más envuelve lo menos, la gracia para la salud implica la capacidad de civilización y de progreso. De esta potencialidad de todos los hombres para el bien se deriva la posibilidad de un derecho objetivo que no sea la arbitrariedad de una voluntad soberana, Príncipe, Parlamento o pueblo, sino una «ordenación racional enderezada al bien común», según las palabras de Santo Tomás, en que fundaban su concepto del derecho los juristas clásicos de la Hispanidad, como Vitoria o Suárez. Y ya no hará falta sino emplazar la administración de justicia por encima de las luchas de clases y partidos, como se hizo en los siglos XVI y XVII y se deshizo en el XVIII, para encontrar en el pasado hispánico la orientación del porvenir, como la Edad Media la halló en el Imperio Romano y el Renacimiento en la Antigüedad clásica.

Este universalismo del espíritu español era, por supuesto, el de todo el Occidente, el de toda la Cristiandad en la Edad Media, si bien en España lo exacerbaron las luchas seculares contra moros y judíos. Por la necesidad de ese universalismo no se habla ahora en los libros de mayor importancia, sino de la vuelta a la Edad Media, a «una nueva Edad Media», como diría Berdiaeff. No es solamente Massis quien lo propone al término de su Defensa de Occidente, sino que los hechos nos muestran la necesidad de que vuelva a rehacerse la unidad de la Cristiandad, [122] si queremos salvar la civilización frente a las muchedumbres del Oriente, que viven realmente una vida animal de hambre continua e insaciada, que necesitan de la levadura y de la disciplina de Occidente para poder levantar los ojos de la tierra, pero que producen aspavientos de poeta, como Rabindranath Tagore, y fantasmas de profeta, como Gandhi, para hacerlos creer que se remediará su situación el día en que se lancen contra los pueblos decadentes de América y Europa.

De entre todos los pueblos de Occidente no hay ninguno más cercano a la Edad Media que el nuestro. En España vivimos la Edad Media hasta muy entrado el siglo XVIII. Esta es la explicación de que nuestros reformadores hayan renegado radicalmente de todo lo español, vuelto las miradas al resto del mundo occidental como a un Cielo del que estaban excluidos y tratado de hacernos brincar sobre nuestra sombra, en la esperanza de que un salto mortal nos haría caer en las riberas de la modernidad… Pero el ansia de modernidad se ha desvanecido en el resto del mundo. Y los mejores ojos se vuelven hacia España.

Ramiro de Maeztu

(Continuará)