Filosofía en español 
Filosofía en español


Ramiro de Maeztu

La Hispanidad en crisis
II

La extranjerización

De los sentimientos antiespañoles de los hispanoamericanos en el siglo pasado, España misma es la originadora, cuando no la responsable. El agua de las fuentes suele venir de lejos y las inepcias de los periodistas españoles que no hace mucho tiempo califican de capciosos los gritos de ¡Viva España!, tienen también remoto origen. No sé si ello servirá de consuelo a nuestros compatriotas de América cuando se angustien por algún ataque antiespañol, pero yo lo sentí cuando me enteró Basterra, en Los Navíos de la Ilustración, de que el ambiente espiritual en que se formó Simón Bolívar fue el que habrían creado en Caracas los mismos españoles y ello porque me dije que lo que nosotros habíamos destruido: el prestigio de nuestra tradición, nosotros mismos podríamos rehacerlo, al menos si la Divina Providencia nos quiere devolver el buen sentido. [562]

En su libro sobre Libertad y Despotismo en Hispanoamérica, Mr. Cecil Jane ha dicho que «Carlos III fue el verdadero autor de la Guerra de la Independencia», y ello porque: «Al tratar de organizar sus dominios sobre base nueva destruyó en su sistema de gobierno los caracteres mismos que habían permitido que el régimen español durase tanto tiempo en el Nuevo Mundo.» Es demasiada culpa para un hombre solo. Alguna cabría a sus antecesores y a los virreyes, gobernantes, magistrados y militares, muchos de ellos masones, que España enviaba a América en el siglo XVIII, llenos de lo que se creía un espíritu nuevo. La responsabilidad fue, en suma, de la España gobernante en general, que renegaba de sí misma, en la esperanza de agradar a las naciones enemigas y sobre todo a Francia, porque, como escribía Aranda a Floridablanca en 7 de junio de 1776: «Rousseau me dice que, continuando España así, dará la ley a todas las naciones, y aunque no es ningún doctor de la Iglesia, debe tenérsele por conocedor del corazón humano, y yo estimo mucho su juicio»; cosa que no pudiéramos decir nosotros de estas apreciaciones.

Aún no se ha escrito el libro de la historia que nos cuente el proceso de nuestra extranjerización. No faltan los documentos para ello, sino el historiador: la imaginación, el vuelo filosófico, el valor de pensar por cuenta propia. Para todo ello fue Menéndez Pelayo nuestro libertador, pero aún espera continuadores. Quizás se entienda brevemente lo que aconteció a los españoles con el ejemplo de lo que está ocurriendo en Francia. Desde que declinó el Sacro Imperio Romano Alemán, apenas se han preocupado los franceses más que de impedir que los pueblos germánicos constituyan un gran Estado nacional, temerosos de que entonces sea suyo el poderío máximo de Europa. Aún no han logrado los alemanes realizar totalmente su empeño. Aún es posible, aunque improbable, que Francia lo evite. Ahora bien; si se observa que ya en la actualidad, y desde hace bastante tiempo, Francia no respeta y admira a más nación extranjera que a Alemania; que, en el pecho de sus grandes intelectuales, Francia está germanizada desde el tiempo de madame Stael; y que sólo ahora, desde la última guerra y pocos años antes, se esfuerzan algunos franceses por desgermanizarse el alma, no sería [563] disparatado suponer que si los alemanes acabasen por realizar su aspiración, cosa que no podría acontecer sin que Francia sufriera un gran desastre o una serie progresiva de fracasos, quedarían tan persuadidos los franceses de la superioridad de Alemania que no pensarán ya en lo sucesivo sino en imitarla y emularla.

También los españoles tuvimos a Francia bloqueada durante siglos: por el Norte, con la posesión de Flandes y de Arras; por el Este, con la del Franco-Condado; por el Sudeste, con la de Milán, y más al Sur los reyes de Aragón habían arrebatado Nápoles y Sicilia a la Casa de Anjou. D. Gabriel Maura (Carlos II y su Corte, vol. II, pág. 420) califica de «error casi secular» el de España al empeñarse en mantener, aliada de Alemania, la hegemonía en Europa. M. Bertrand, en su Historia de España, dice que aquélla fue una: «lucha por seguir siendo gran potencia europea.» Y en ello hay parte de verdad, pero no peleábamos tan sólo por un ansia de hegemonía, sino por el empeño religioso de la Contrarreforma y por el anhelo de ayudar al Sacro Imperio Romano Alemán, como la espada temporal de la Iglesia. Más que el deseo de poder eran la fe y la honra quienes nos detenían en la Europa central. Y lo importante para nuestro razonamiento es que sentíamos todo el tiempo que la empresa era superior a nuestras fuerzas y que Francia consolidaba su posición frente al Imperio y frente a España, y a veces, como en los tiempos de Carlos II, frente a Confederaciones poderosas, en que entraban también Holanda, Suecia e Inglaterra.

En las décadas últimas del siglo XVII Francia se apareció a los ojos de nuestros gobernantes como la potencia irresistible. Nuestros ojos quedaban fascinados mirándola crecer. Carlos II y sus consejeros llegaron al convencimiento de que el Imperio español sólo podría conservarse asegurándose la amistad de Francia y la procuraron con el testamento que otorgaba a Felipe de Anjou el cetro de las Españas. Las lises borbónicas, es decir, el sentido terrestre y positivo, habían vencido a las bicéfalas águilas austríacas, por águilas, emblema de la inmortalidad y por sus dos cabezas, Oriente y Occidente, cíngulos del orbe. Y entonces surgió el ideal de convertir España en otra Francia. Los franceses nos eran contrarios. Luis XIV escribía en sus instrucciones secretas al Delfín, cuando ya ocupaba Felipe V el trono de Madrid, [564] que no debía olvidarse nunca de que las Monarquías española y francesa se condicionaban de tal modo que no podía prosperar la una sin detrimento de la otra. Pero el auge de Francia nos hizo perder el equilibrio espiritual. Dejamos de tener lo que para un país civilizado es tan importante como el ser, a saber, la conciencia clara de nuestro ser y de su sentido. Generaciones sucesivas de españoles se fueron educando en la persuasión de que la vida verdadera era la de Francia o en todo caso la de algún otro pueblo y en la más completa ignorancia del espíritu que anima nuestra historia. Donoso Cortés cuenta que: «En la Exposición de Londres (1851) hubo días en que el número de los españoles fue allí mayor que en Madrid.» Y comenta, entristecido: «Tornáronse curiosos y sin asiento los que nunca se movían sino para conquistar la tierra o visitar los países conquistados.»

Durante dos siglos los escritores españoles han vivido en su patria como desterrados, leyendo todo el tiempo libros extranjeros. Y no es que busquen, como escribía «Fígaro» en La polémica literaria: «un buen original francés de donde poder robar aquellas ideas que buenamente no suelen ocurrírseme», pero sí que los de más talento estaban persuadidos de que sus compatriotas no podían decirles nada de interés. Con ello nos cerrábamos al entendimiento de lo nuestro, con lo que cegábamos de paso nuestras propias fuentes creadoras, pero es que hemos estado secularmente persuadidos no tan sólo de que «no fue por estas tierras el bíblico jardín», sino de que nunca fuimos una potencia civilizadora de primera categoría. El propio Donoso Cortés, cuando escribía su libro sobre La diplomacia, en 1833, colocaba sin reparos a Francia al frente de la civilización universal, y cuando un crítico le reprochaba los galicismos de su estilo respondía desenfadadamente que: «Nadie se puede elevar a la altura de la Metafísica con los auxilios de una lengua que no ha sido domada por ningún filósofo.» Entretanto Balmes, a quien no quiso el Cielo darle el menor talento para la poesía, cincelaba la prosa admirable con que escribió la Filosofía fundamental, y el propio Donoso, unos años después, cuando se le cayeron las vendas de los ojos, escribía su Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, no ya con don de lenguas, sino con lo que vale mucho más, según San Pablo, con espíritu de profecía: [565] «Porque mayor es el que profetiza que el que habla lenguas» (Nam major est qui prophetat, quam qui loquitur linguis, I Cor. XIV, 5.)

La nación entera ha estado pendiente de lo que disponía el extranjero para saber lo que tenía que vestir, que comer, que beber, que leer, que pensar. Patriotas tan insignes como Cánovas dejaban caer la terrible sentencia: «Son españoles… los que no pueden ser otra cosa.» Magníficos temperamentos nacionales como el de la Emperatriz Eugenia se educaban sin tener en la cabeza la menor idea de que España era algo más que un país de vinos, flores y cantares. Todavía ahora mismo se oye decir a gentes que llevan en los apellidos media historia de España que es una desgracia ser español y no sueñan sino en huir a la realidad desagradable, en vez de concertar los ánimos contra las calamidades y «destruirlas combatiéndolas», como hubiera hecho Hamlet, de no haber sido Hamlet.

Parece como que nos poseyera algún espíritu que nos excitara todo el tiempo a ser otros, a no ser quienes somos. Y menos mal aún, porque con este empeño de imitar y emular al extranjero aún conseguiríamos hacer algunas cosas de provecho, si nos tomáramos el trabajo necesario para adquirir las virtudes en que descuellan otros pueblos: Francia, en el ahorro; Inglaterra, en la iniciativa; Alemania, en la organización. Claro que así no se producen los genios, que han de vivir, nos dice Weininger, «en correspondencia consciente con el universo», lo que quiere decir, en primer término, que los genios han de ser genios de su raza, pero tipos como el de Jovellanos, que al anhelo de emular al extranjero, juntasen fuerte patriotismo territorial y popular, hombría de bien y positiva religión, los hemos producido y aún los seguiríamos produciendo, según todas las probabilidades, en número bastante, si al escepticismo respecto de sí misma, que es la extranjerización de España, no se hubiera unido el escepticismo respecto de toda la civilización, que es en lo que consiste esencialmente el espíritu revolucionario.

El naturalismo

Es muy curioso que Menéndez Pelayo no dedique apenas la menor atención en sus Heterodoxos a lo que vamos a llamar «naturalismo», [566] aunque reproduce las fieras palabras con que Jovellanos lo combatió en su Tratado teórico-práctico de la enseñanza: «Una secta feroz y tenebrosa ha pretendido en nuestros días restituir los hombres a su barbarie primitiva, disolver como ilegítimos los vínculos de toda sociedad… y envolver en un caos de absurdos y blasfemias todos los principios de la moral natural, civil y religiosa…» Mi explicación, a falta de otra, es que, hombre de fe y doctrina, de cultura y de libros, la curiosidad de Menéndez y Pelayo se extendía a todas las deformaciones de la cultura y de la fe, a condición de que los libros y su estilo se las presentaran con alguna decencia intelectual, pero que no podía interesarle en la misma medida la negación radical de toda cultura, que es la quinta esencia del «naturalismo», con lo que dicho queda que el concepto de naturaleza tiene aquí muy poco que ver con el de los juristas clásicos, que postulaban un derecho natural o normativo, como correspondiente a la naturaleza racional del hombre.

El naturalismo defiende y justifica al hombre tal cual es en la actualidad, con sus pecados y pasiones, frente a las instituciones históricas, que pretenden disuadirle del mal y estimularle al bien. Una formulación científica de este naturalismo es afirmar, con Bertrand Russell, que el impulso tiene más importancia que el deseo en las vidas humanas. La más conocida es la de Rousseau y su predecesor Lahontan al mantener la superioridad del hombre en el estado de naturaleza sobre el civilizado. Y si se acepta la definición que mi amigo Hulme daba del romántico como el que niega el pecado original, naturalismo y romanticismo son lo mismo. En ninguna de sus formas podrá elaborar el naturalismo una doctrina de gran aparato intelectual, pero si como doctrina es deleznable, como tendencia, en cambio, es casi irresistible y en ello está su gran pujanza. Constituye el elemento «demasiado humano» que hay en cada uno de nosotros, se encuentra en el aristócrata más linajudo y en el artista más exquisito, es el eterno Adán que quiere salirse con la suya porque le da la gana, y luego inventa las razones con que justificarse, que nunca son tan esenciales como el anhelo de hacer lo que quería. No es tanto una heterodoxia determinada, como el fondo permanente –el de Lutero, el de Enrique VIII– de donde salen todas las herejías. [567]

En lo religioso podrá adoptar la fórmula, en apariencia inofensiva, de que sólo nos salva la fe, pero ya se niega con ello el poder de la razón, el de la voluntad, el de las prácticas religiosas, el de la disciplina social. El universo se hace arbitrario. Perdida la sustancia de las buenas obras, la vida es una procesión de sombras que vienen y van. Ya no falta sino leer a Omar Kayyam y decirse: «Yo mismo soy el cielo y el infierno.» Bebamos, que mañana moriremos. Una cosa es verdad, mentira todo el resto: «La flor que ha florecido se muere para siempre.» El naturalismo intelectual es todavía más sencillo. No hay verdad, ni falsedad objetivas: «fuera de nuestra sensaciones, ni hay otra verdad, ni puede darse.» Así resume Deborim, su gran comentarista, la filosofía de Lenin, que viene a ser la misma del conocido aristócrata que dice: «A mí que no me vengan con verdades: lo que yo quiero es que se me adule.» En punto a moral, que cada uno haga lo que quiera y pueda, y esta es la doctrina que proporciona los mayores éxitos de librería a los novelistas que procuran librar a sus lectores del temor al infierno y a los remordimientos. Y en cuanto a política y derecho no ha de haber más criterio que la voluntad del mayor número.

Si estas doctrinas prevalecieran en un país compuesto exclusivamente de espíritus trabajados por toda clase de disciplinas no pasarían de ser el capricho de una generación. Hasta pudieran ser temporalmente beneficiosas, en cuanto estimularan la espontaneidad y originalidad de los talentos. Pero no hay pueblos constituidos por filósofos. La cultura de los pueblos no puede pasar del grado elemental. En países que no padecieran un proceso de extranjerización espiritual, la idea naturalista tampoco podía hacer grandes estragos. A los veinte años de revolución restablece Francia su antigua Monarquía. En cualquier país de evolución normal, las piedras de los viejos monumentos se bastan para refutar el espejismo de la superioridad de los salvajes. Pero cuando el naturalismo empezó a propagarse en los pueblos hispánicos, España estaba en plena fiebre de extranjerización y el resultado del entrelazamiento de estas dos tendencias: la extranjerización y el naturalismo, fue la confusión de principios que todavía estamos padeciendo. La extranjerización pudo inducirnos a imitar lenta y fatigosamente las virtudes y los éxitos de otros países, [568] pero el naturalismo nos hizo presumir que no era necesario tomarse gran trabajo para ello, sino meramente dejar obrar a la naturaleza, con lo que pudimos imaginar que Oxford y Cambridge y la industria de Inglaterra eran productos naturales de la libertad y que la Soborna y la riqueza de la tierra francesa eran obra de la revolución y no de la disciplina y del esfuerzo de mil años.

El naturalismo y el espíritu revolucionario tenían que ser doblemente desastrosos en países como los nuestros, empeñados en el larguísimo proceso de asimilarse y evangelizar razas extrañas, y aún hostiles, en algún caso, a las esencias de nuestra civilización, como eran, en España, los numerosos descendientes de judíos y moriscos y en América las razas de color. España no es meramente el país de Don Quijote, sino el pueblo de Sancho. Gabriela Mistral ha escrito hace poco que los pueblos de Hispanoamérica se componen de dos partes de indios, una de español y una de cosmopolitas, y si a razas atrasadas se las dice desde arriba y por los hombres de cultura que no necesitan esforzarse y que lo que más les conviene es que se entreguen a su espontaneidad, lo probable es que abandonen toda disciplina. Desde el momento, 1767, en que Bucareli, gobernador de Buenos Aires, dijo a los caciques guaraníes que los indios eran tan ciudadanos como los padres jesuitas que los adoctrinaban y que se les iba a enseñar el castellano, para enviarlos a Madrid y darles título de caballeros e hijosdalgo, los infelices gobernadores y caciques, perdida ya la convicción de la necesidad de seguir esforzándose para mejorar de estado, no tenían ya más horizonte que volver a la selva primitiva, y a la selva volvieron pocos años después.

Sacudir las cadenas; abatir los obstáculos tradicionales; la piqueta demoledora; la tea incendiaria: ¿Es posible que haya habido en el mundo espíritus cultivados que proclamaran que éstos son los modos y las herramientas del progreso? Es verdad que entre estos espíritus cultivados han abundado los especialistas en medicina o en ingeniería, que dogmatizan sobre filosofía de la historia, aunque ignoren lo mismo la historia que la filosofía, pero Rousseau y Russell son los hijos de la civilización cristiana. Ningún pueblo salvaje ha producido nunca un Russell o un Rousseau. Recuerdo que Russell vino un día en Londres a una sociedad gremialista, de la que yo era miembro, a hablarnos de los [569] horrores de la autoridad y de las excelencias de la libertad en materias de cultura, y como Russell era profesor en Cambridge, le interrogué en la hora de las preguntas: «¿Cree usted que los discursos de los energúmenos de Marble Arch, que son libres, superan en excelencia intelectual a las lecturas de Cambridge, más o menos controladas por el Gobierno?» La respuesta fue terminante: «No señor», pero supongo que no entendería, por razón de mi acento extranjero, mi siguiente pregunta: «¿En qué funda usted, entonces, la superioridad de la libertad sobre la autoridad en la cultura?», porque se quedó sin responder, y nadie podrá contestarla en país alguno satisfactoriamente para el liberalismo.

Imagínese ahora el lector los efectos de las doctrinas naturalistas en una familia española de clases gobernantes. Recuerde que los hidalgos de Felipe IV y de Carlos II dominaban el latín, que su educación en las letras y en las armas era severísima y, sobre todo, que Sancho no sigue a Don Quijote meramente porque es un caballero, sino porque ejecuta con la palabra y con el brazo maravillas que le pasman de asombro. Y ahora póngase en el pellejo de un aristócrata español del año 1780, por ejemplo. Empieza por estar persuadido de que en otros países, y especialmente en Francia, se hacen mejor las cosas que en España. ¿Cómo ha de prepararse mejor para la vida? ¿Cómo ha de educar a sus hijos? La tradición y el buen sentido le aconsejan la más estricta disciplina, hasta enseñarla a andar el camino que la Humanidad lleva ya recorrido. Rousseau le dirá, en cambio (Profesión de fe del vicario saboyano): «Reduzcámonos a los primeros sentimientos que encontramos en nosotros mismos, porque a ellos nos devuelve el estudio, cuando no nos ha extraviado de ellos.» Nuestro hidalgo se queda perplejo. Y el Dr. Simarro describía de esta manera los efectos de la perplejidad que producen las discusiones en los auditorios del Ateneo de Madrid: «Unos dicen que dos y dos son cuatro; otros, que dos y dos son cinco: quedemos, pues, en que son cuatro y medio.» El efecto de la perplejidad fue la relajación progresiva de la antigua disciplina educativa, a la que sigue, consecuencia fatal, el continuo descenso del nivel de nuestras clases gobernantes, hasta caer en la chunga que «la masa encefálica» inspira actualmente a los caudillos de la revolución.

Y ahora imagínese también el efecto que ha de producir en [570] América la crítica naturalista de nuestras instituciones tradicionales, crítica, de otra parte, más justificada de año en año por el continuo descenso de nuestras clases gobernantes. Nada es respetable; todo ha de ser destruido: lo mismo la dinastía que la nobleza, la Iglesia que la Historia, la Universidad que las Academias, el Ejército que la que se llamaba hacia 1890 «la justicia histórica», cuando aquel crimen de la calle de Fuencarral (nuestro asunto Dreyfus). Lo que tuvo que engendrar esa crítica fue un desvío y un desprecio hacia España y hacia sí mismos, en el que todos los pueblos hispánicos tenían que amenguarse, porque el ser mismo de las naciones depende, en buena parte, de su valoración y en que sólo por un milagro podían volver los ojos con afecto hacia la madre patria. Ese milagro se llamó Rubén.

Ramiro de Maeztu

(Continuará)