Filosofía en español 
Filosofía en español


Lecturas

Observaciones al libro de Aubrey F. G. Bell sobre Fray Luis de León, por el P. Pedro M. Vélez, agustino, El Escorial 1931

Este libro, hecho con apostillas al libro de Mr. Bell sobre Fray Luis de León es, indudablemente, uno de los más notables que se habrán publicado en España en estos años, no tan sólo por el inmenso saber acerca del siglo XVI que su autor revela y por la claridad y altura de sus juicios sobre nuestro gran lírico, la Inquisición y la época en general, sino también, y esto es lo trágico, por la incuria de su autor respecto de la presentación del libro en forma tal, que puedan apreciarse sus méritos.

Porque ya suponemos que el P. Vélez es hombre modesto. Ha dicho a la buena de Dios lo que se le iba ocurriendo a la lectura del libro de Mr. Bell y no se le ha ocurrido pensar un momento en que la vida de la cultura es un perpetuo combate de los pueblos y de las instituciones por el prestigio y por la influencia, que son también formas del poder.

El P. Vélez sabe de sobra para escribir un libro admirable sobre el siglo XVI. No necesitaba para ello ordenar su material en torno de la gran figura de Fray Luis de León y a la ignorancia que hasta ahora reinaba acerca de las verdaderas causas de la prisión y persecuciones de que fue víctima e irlas esclareciendo poco a poco, al mismo tiempo que revelándonos, el carácter del poeta y la naturaleza de las polémicas del Siglo de Oro.

En lugar de hacerlo así, ha preferido el P. Vélez escribir un libro que requiere, para ser apreciada la lectura, de otro que, en el fondo, le es inferior, por lo menos en conocimientos históricos, [432] aunque está mucho mejor hecho, y el resultado es que parece que nuestro P. Vélez es una figura subalterna, en tanto que Mr. Bell es el verdadero biógrafo de Fray Luis. Y ello no está bien. Se lo decimos al P. Vélez con todo respeto, pero con la mayor firmeza.

El P. Vélez explica las persecuciones que sufrió Fray Luis de León con la más plausible de las hipótesis. Los agustinos de Salamanca no entraron plenamente en los estudios superiores universitarios sino en la segunda mitad del siglo XVI. Hasta entonces, la Universidad de Salamanca era el teatro de los triunfos intelectuales de la Orden de Santo Domingo. El poder combativo de Fray Luis de León era muy grande, su criterio teológico distinto del de los dominicos y, por añadidura, Fray Luis era platónico, y, ante todo, excelente escritor y lingüista, y los dominicos, en cambio, aristotélicos, escolásticos y más, mucho más lógicos que artistas.

Añádanse a estas oposiciones doctrinales y de formación las derivadas de las oposiciones a cátedras, que entonces se decidían por los votos de los estudiantes, lo que implica la apelación, por los opositores, a toda clase de pasiones, y se advertirá que lo extraordinario no es que de esas luchas implacables surgieran oposiciones, sino que la Inquisición conservara suficiente espíritu de justicia para absolver a Fray Luis y que, desde que la ocupó el maestro Vitoria, la cátedra teológica de prima de Salamanca fuera la más autorizada del mundo cristiano.

En resumen, creemos que el libro del P. Vélez será indispensable para todos los estudiantes del siglo XVI y aficionados a Fray Luis de León, pero es un caso lamentable de prodigalidad espiritual, porque con el saber y agudeza histórica que revela, ha podido hacerse un libro de lectura amenísima y provechosa para muchos miles de lectores.

R. de M. [Ramiro de Maeztu]

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Comentarios a la Secunda secundae de Santo Tomás, por P. Francisco de Vitoria, O. P. Edición preparada por el R. P. Vicente Beltrán de Heredia, O. P. Tomo I: De Fide et Spe. Salamanca 1932

Alguna de las observaciones que hacemos al libro del P. Vélez debieran aplicarse también a este trabajo del P. Heredia. Por [433] lo visto, no sabemos presentar el saber en escaparates que lo hagan realzarse a los ojos de los curiosos.

El trabajo realizado por el P. Heredia es propio de un magnífico investigador. Se ha servido de los códices de un estudiante de Salamanca, el bachiller Francisco Trigo, que debió ser aficionadísimo a las explicaciones del más genial de nuestros maestros: Francisco de Vitoria.

El estudiante cometía toda clase de faltas en la transcripción de sus apuntes, debido en buena parte, a las incomodidades con que los tomaba y a que se trataba de clases numerosísimas, pues los estudiantes que asistían a las explicaciones de Vitoria eran alrededor de un millar, según la interesante prueba que aduce en su Introducción el P. Heredia.

Para hacer su edición ha tenido necesidad el P. Heredia de comparar los códices de Trigo con los demás existentes, gracias a un trabajo minucioso y pacientísimo, digno del inmenso esfuerzo que Vitoria ponía en la preparación de sus lecciones, hasta alcanzar la claridad espiritual que resplandecía en sus trabajos.

Un investigador extranjero no habría publicado las lecciones de Vitoria sobre la fe y la esperanza que hay en este volumen, sin haberlas acompañado no tan sólo de la traducción, sino de los trabajos históricos que nos mostrasen el estado de cada una de las cuestiones en los tiempos de Vitoria.

El P. Heredia ha comprendido que lo fundamental es que las lecciones de Vitoria se imprimieran, y aquí están, para que cualquiera pueda traducirlas, comentarlas y exponerlas en su ambiente histórico. Es realmente extraño que no se hayan impreso hasta ahora cuando se trata de la obra del más inteligente de los españoles.

Ha sido necesario que el P. Heredia se sacrificara para que la obra se realizase. El mundo culto ha de quedarle agradecido. Pero es una lástima que no se haya hecho este trabajo en tales condiciones que permitan apreciar, a mayor número de gentes, la profundidad espiritual y el genio expositivo de Vitoria.

R. de M. [Ramiro de Maeztu]

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Le peril judeo-maçonnique. Les «Protocols» des Sages de Sion, por Mgr. Jouin

La revolución española, por una parte, en cuyo proceso indudablemente han intervenido causas secretas, que a los que las desconocían se les antojaban imaginarias cuando las oían ponderar, y por otra la publicación del libro de Poncins «Les forces secretes de la Révolution», cuya clara y amena lectura le hace asequible a todos los temperamentos y a todas las culturas, han sido para muchos revelación fantástica de la existencia y vida de la masonería y de su relación con el judaísmo. No han vivido en esta ignorancia países como Francia, donde la intervención de la masonería y del judaísmo ha sido tan manifiesta que en todo lo que va del siglo se han publicado obras más o menos exactas sobre los movimientos de estos elementos tan contrarios y opuestos a la civilización cristiana.

Con este ambiente ha llegado a España la última edición de Les 'Protocols', des Sages de Sion, precedida de una interesante exposición de la cuestión judía, por Rogelio Lambelin. Todo esto ha puesto en primer plano de actualidad la edición de estos mismos Protocolos de los sabios de Sion, publicadas la primera vez en el año 1920 por Mgr. Jouin, traducidos del texto ruso de Sergio Nilo (de la que ya van siete ediciones), y en que al texto de los Protocolos acompaña una historia de sus antecedentes, excelente documentación y oportunos comentarios.

Quienes, ayunos en estas cuestiones, pretendan encontrar en la lectura de Les Protocols fuente de información histórica completa sobre el desarrollo, medio en que se desenvuelven y fines que se proponen los judíos, sufrirán honda decepción y tomarán este interesante, documento, cuya autenticidad es probabilísima, por una patraña fantástica.

Antes de pasar adelante, hago dos advertencias. Primera, que el texto ruso de Sergio Nilo existe en el British Museum de Londres –hecho por mí comprobado–; segunda, que el espíritu y doctrina que informan el documento corresponde extraordinariamente con la carta del Rabino de Arlés, y la que él recibió de los Grandes Sátrapas de Constantinopla en 1489, que publicó hace veinte años Copin Albancelli en su libro La conjuration juive [435] contre le monde chrètien. Digo esto último para disipar dudas de los que supongan que Les Protocols es el único y aislado documento en la moderna historia judaica, cuando son demasiados los textos y las coincidencias con ellos de algunos hechos históricos para que pueda suponerse que esta trama sobre el judaísmo es el argumento de un cuento de hadas. Piensen los escépticos en que es aplicable a esta cuestión lo que tantas veces se ha dicho del cristianismo, «que es demasiado maravilloso para ser falso», y consideren también los excesivamente crédulos que los Judíos, en su soberbia, lo mismo que se arrogan hechos a los que han sido ajenos, alardean de maniobras perfectamente contrastadas con el proceso de los hechos históricos.

Pero, aparte de la luz que puedan arrojar sobre estas cuestiones, tienen otro aspecto Les Protocols que les pone de relieve en los momentos presentes.

Les Protocols son para el tratadista de derecho político colección de argumentos poderosos contra los falsos principios democráticos, cuya disección se hace allí perfectamente. Son también materia abundante para un ensayo analítico de la psicología judaica, de su especial concepto de las cosas y de sus caracteres raciales, tan significados y exclusivos.

En el libro de Mgr. Jouin precede al texto de Les Protocols una introducción suya, en la que inserta un discurso de un rabino, interesante porque señala algunos aspectos de la mentalidad judaica. En él se habla de la solidaridad hebrea: «…si algún israelita aparece ante los Tribunales de algún país, que sus hermanos en religión le ayuden». Todos los que lean esto se acordarán del famoso caso Dreyfus, traidor justamente condenado como tal, que los judíos procuraron reivindicar. A estas veintinueve primeras páginas, que ocupan la introducción, las sucede el texto de Les Protocols, que ocupa ciento quince más, divididas en veinticuatro sesiones y doscientos dieciocho apartados. Estos protocolos o actas se refieren al Consejo sionista de Basilea de 1897, y probablemente los rabinos que las redactaron añadieron a lo que allí se trató comentarios propios y orientaciones. Hay en dicho texto tres partes, a mi juicio, fundamentales que distinguir. La primera, la más interesante, comprende las cuatro primeras sesiones. Esta es la parte política de los Protocolos, donde se refuta el falaz aforismo de Rousseau de que el hombre es naturalmente bueno : «El número [436] de hombres de instintos corrompidos es mayor que el de los nobles», y combate a continuación los principios democráticos: «…por eso los mejores resultados en la gobernación se obtienen con la autoridad y la intimidación y no, con debates académicos». Los judíos se jactan de haber sembrado en el mundo «el veneno liberal y democrático» para llevarlo a sus manos a través de la anarquía y el caos. En esta parte está también diáfanamente desenvuelto el concepto de la libertad política que «no es un hecho, sino una idea aplicable como señuelo para atraer a las masas», a las que basta dar el poder un instante para convertirlas en turbada desorganizada y bárbara capaz de todos los crímenes. Acordémonos de los sangrientos episodios de las revoluciones francesa y rusa, y no olvidemos tampoco a Castilblanco, queda también allí expuesto primorosamente el primero de los argumentos en pro de la anarquía hereditaria: «Sólo un personaje elevado puede ejercer la verdadera soberanía…; el pueblo entregado a sí mismo se desmoraliza entre las disensiones de los partidos nacidos de la sed de poder…, esos falsos intelectuales (parece que se alude a algunos de nuestros contemporáneos) no han visto que el pueblo es una potencia ciega y que sus advenedizos gobernantes son igualmente ciegos en política, no han comprendido que un hombre destinado a reinar, aunque fuera un imbécil, podría gobernar, mientras que otro no educado paira ese fin, aunque fuera un genio, no entendería una palabra de política». Algunas exageraciones contiene ese párrafo, pero no tantas que la asociación de ideas trae consigo las imágenes y se me presenta la de Napoleón fracasado, en gran parte por falta de lastre moral hereditario. Acaba esta parte de Les Protocols poniendo de manifiesto la inutilidad de los parlamentos y ridiculizando la ficción de los derechos republicanos, «que son una ironía para el pobre…, no hacen más que inasegurarle el trabajo diario y la garantía de un salario fijo».

En la segunda parte, que se extiende en quince sesiones, se trasluce con claridad meridiana el pensamiento judaico, el desprecio en que tienen a los cristianos (que ellos denominan Goim, mientras a sí mismos se llaman israelitas, nunca judíos), y el concepto que tienen del honor, sentimiento que no sólo no poseen, sino que no comprenden. Ampliamente se desenvuelve aquí la máxima judaica de que «el fin justifica los medios», convicción que les lleva a corromper las costumbres, a [437] fomentar el vicio, a substituir la aristocracia por la plutocracia, a destronar las monarquías…».

Del vasto plan que aquí se desenvuelve transpira la soberbia dominante del judío que tiene una confianza en sí mismo, tal que algunas veces le hace aparecer con un valor del que en realidad carece. Este plan explica cómo sobre la anarquía fundarán un imperio despótico, destruirán toda idea religiosa, salvo la hebraica, y monopolizarán la enseñanza, el comercio y la industria. El Gobierno dictatorial lo ejercerá un amo del mundo, o rey popular, asistido de un Consejo Supremo.

Esta visión apocalíptica no puede ser más utópica, pero es curiosísimo este sueño, porque nos deja ver claramente la capacidad organizadora del judío. También son estos pasajes fidelísimo reflejo de la psicología de la raza hebrea, que, a su vez, se nos presenta como gran conocedora de la mentalidad de los hombres. Sutil pensamiento es, por ejemplo, este: «Los hombres admiran y soportan el poder de un genio político y dicen: ¡Qué porquería nos ha hecho; pero qué bien hecha está!»

Con todo esto discurren las diecinueve primeras sesiones, y nos encontramos con las cinco últimas, que desarrollan el plan económico israelita. Para ellos, «el oro es la primera fuerza del mundo», y estas ansias de oro, enturbiándoles la vista, les impide percibir claramente una política económica sistemática y realizable. Esta parte de Los Protocolos, que a los más resultará pesada, es, además, económicamente discutida, muy floja. Propugnan un impuesto progresivo sobre el capital, que recuerda la teoría de Rignano, hacen después una crítica absurda de los empréstitos de los gentiles, como nos llaman, y, por último, por todo destello de técnica financiera explanan el funcionamiento de una moneda nueva controlada y en relación con los índices de los precios y los de natalidad. Acaba el libro de Mgr. Jouin con unos apéndices, entre los que se halla un artículo del Times de 8 de mayo de 1920, que hace un sucinto y magistral relato del contenido de los Protocolos. También entre ellos se encuentra un artículo demostrando la intervención judía en el asesinato, de la emperatriz Isabel de Austria en 1898, en el crimen de Sarajevo y la relación de los judíos con los espartakistas alemanes, y con la Rusia soviética, así como unos comentarios acertadísimos sobre el sionismo, que yo en pocas palabras quiero glosar. [438]

Finalizada la gran guerra, el Ministro de Estado inglés Balfour obtuvo (1920) de algunos banqueros norteamericanos un empréstito a condición de que Inglaterra patrocinara la creación de Un «hogar judío» en Palestina. Pocos conocedores del problema se habrán llamado a engaño y creerán sinceramente que el verdadero fin de este movimiento sea el de constituir una nación compuesta por judíos. Esta es, en realidad, una estratagema israelita; pero aunque fuese sincera, el movimiento sionista no sería jamás un éxito. La idiosincrasia judaica se encargará de cumplir la profecía.

Pese a las leyes protectoras, al hecho de haber sido durante mucho tiempo judío –Sir Herbert Samuel– el alto comisario de Palestina y a las enormes sumas de dinero que magnates israelitas han invertido allí, la tierra de Cristo no será nunca una nación judaica. No bastan ciudades tan magníficas como la hebrea de Tel Aviv (a 40 kilómetros de Jerusalén), que en mi viaje a Oriente he tenido ocasión de admirar, para formar un país. Aquéllas, como sus habitantes son incapaces de mantenerse por sí mismas y formar una nación. Porque los judíos son verdaderos parásitos que explotan lo que son incapaces de producir. Esto, y la diferenciación radical con todas las demás razas les hacen odiosos en todos los países donde se encuentran en gran número. Buena prueba de ello es, la animosidad con que responden los musulmanes a esa plaga protegida por el favor oficial, que no logra arraigar allí. Con profesar tan contrarias religiones y costumbres, viven en Palestina los cristianos y los mahometanos hermanados contra la común sanguijuela y juntos tuvieron constantemente en jaque con sus hostilidades al instrumento sionista Balfour, que en su excursión por Tierra Santa fue una vez linchado, y otra, según me contaron, costó duro trabajo a las fuerzas del alto comisario evitarle un baño en el Jordán, muy contrario a su deseo.

En castellano existe una traducción del libro de Rogelio Lambelin en edición económica hecha en Leipzig el año 1930, con el título de El Gobierno Mundial Invisible o el Programa judío para subyugar el Mundo. También ha aparecido estos días en España una edición de M. Aguilar desdichadísima, porque publica Los Protocolos sin el menor comentario, salvo una embrollosa e indocumentada nota del editor, que parece enteramente, aunque no lo sea, escrita con el fin de dar a Los Protocolos un carácter apócrifo.

El Marqués de la Eliseda [Francisco Moreno y Herrera]

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El comunismo en España. Cinco años en el partido, su organización y sus misterios, por Mauricio Karl (Madrid 1932)

No hace mucho, en la tribuna de la sociedad Acción Española hablaba el marqués de las Marismas, del Guadalquivir acerca de la lucha contra el comunismo en sus diversas manifestaciones con acierto y con absoluto dominio del tema delineaba el perfil de cada una de las tendencias que coinciden en la identidad del denominador comunismo: sobre la raya del quebrado se encuentran el comunismo libertario y el estatal, el sindicalismo, y el socialismo más o menos aburguesado.

Esta coincidencia de sus directrices no es suficiente justificación para que nadie que no se desinterese de las cuestiones que, como ésta, más directamente le atañen, se conforme con vagar por esa manigua de frondosa vegetación anarquizante, sin darse cuenta de las veredas que la surcan y de dónde se funden y se enlazan los grupos de especies diferentes.

Si no tuviera otro mérito –y no le falta–, sería bastante para éste que nos llega bajo la firma de Mauricio Karl, el de mostrarnos; con claridad esa compleja topografía y enseñarnos dónde se separan y dónde vuelven a unirse la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) con la Federación Anarquista Ibérica (FAI) y el Comité de Relaciones Anarquistas (CRA); la Oposición Comunista o troskista (O.C), el Partido Comunista Catalán (PCC), el Bloque Obrero y Campesino y el Comité de reconstrucción de la CNT revolucionaria. Y es suficiente para intuir qué nexos ligarán todas estas organizaciones a otras que cada día se nos revelan en más o menos fugaz aparición. Ante esta profusión de grupos y familias «se incurrirá en error –dice Karl– si se estima la división dentro del comunismo, como signo infalible de descomposición y desaparición.»

Un escritor muy reputado que ha cedido desde hace algún tiempo a la tentación de malbaratar pródigamente el crédito que le había granjeado una indisputable cultura de raigambre germánica, aseguraba en uno de sus últimos libros que «una revolución no dura mas de quince años, periodo que coincide con la vigencia de una generación». Si lo creyéramos por su palabra, habría que pensar que estábamos en víspera de la declinación del fenómeno ruso. [440]

No se opondría a esta supuesta verdad el hecho innegable de la actividad en el contrario sentido que el menos avisado descubre en nuestro país, porque no es de hoy el fenómeno de que adoptemos nosotros con cierto retraso las modas políticas y sociales lanzadas en otras tierras con mayor o menor éxito.

No creo en la exactitud de una afirmación tan rotunda; pero con gusto contribuiría a ofrecerle una prueba de su verdad cerrando en este año de 1932 el periodo revolucionario español, que puede decirse abierto en el de 1917.

Y para ello no sería, en verdad, precisa otra cosa sino que todos los españoles tuviesen en esta hora los ojos bien abiertos.

Que el intelectual, si no es capaz de sentir las responsabilidades que le impone su papel, supiera, cuando menos, darse cuenta del tristísimo que le reserva el estado comunista, donde, al decir de Gladkow, no pasa de ser el asno del partido.

Que el militar aprenda a salir al paso de ese enemigo sutil que se filtra paredes adentro del cuartel, para lo que bueno es ver lo que insinúa Karl, y hay mucho que aprender en otros sitios v.gr.: Vidil, Les mutinerées de la marine allemande, 1917-1918).

Que los jóvenes para quienes venía siendo una patente de intelectualidad ser lectores de novelas rusas, adviertan que la atracción que sobre ellos ejerce esta «literatura fuerte, pletórica de imágenes que hipersensibiliza la imaginación» es la captación de una mente no muy cultivada por un torpe arte infantil y peligroso.

Y es preciso también que los hombres que dicen de sí mismos que son hombres de orden, pasen la vista por las páginas de este libro de Karl y que se les llene del asombro de su propia mezquindad. Estamos hartos de oír hablar del oro ruso y del oro judío; cierto que no se trata de mitos arbitrariamente forjados; que ha entrado y entra en España dinero abundante para financiar la revolución; pero es un refuerzo del que aportan los propios revolucionarios españoles (los auténticos revolucionarios, no los que se cobran con una más o menos espléndida sinecura, sino los que quieren cobrarse con el Estado).

Por un cálculo, evidentemente modesto, llega Karl a la conclusión de que las cotizaciones de los Sindicatos únicos pasan anualmente de 20.800.000 pesetas.

Se pierde la imaginación en el sueño de lo que pudiera hacer la antirrevolución con una cantidad semejante, y se extravía el [441] juicio en la consideración de la mezquindad y del corto entendimiento de los que no aciertan a avergonzarse de su torpe egoísmo. ¿Quién es capaz de privarse, no ya de algo necesario, sino de una comodidad insignificante en bien de lo que son sus propios intereses? ¿Quién contribuye con la décima parte de sus ingresos a cubrir las necesidades de su causa? Pues esta justa proporción es la del sacrificio del obrero que cobrando diez pesetas de jornal cotiza una para su sindicato.

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Al libro no le falta alguna pincelada novelesca; cuando menos, tengo por tal el relato del abortado atentado de Sevilla. Y a darle ese matiz contribuye no poco la incertidumbre en que el lector queda respecto a la verdadera personalidad de Mauricio Karl. Quede para avisados espíritus policíacos la investigación de ella, y asimismo esos hilos que dejan balanceándose en el aire algunas palabras sibilinas y ciertas reticencias incomprensibles para los no iniciados. No les sería difícil la tarea, porque no participo del menguado concepto que tiene Karl de la Policía española.

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En una de las últimas páginas, el real o imaginado Mauricio Karl hace una observación que no he de pasar en silencio:

«Si la unidad de acción (el frente único en léxico comunista) es imposible por ellos mismos, se puede producir, en cambio, por un movimiento de reacción monárquica o dictatorial que no triunfe por sorpresa, y luego batallar unas con otras las fuerzas armadas del Estado. En estas circunstancias formarían las fuerzas hoy revolucionarias en el mismo frente que las del actual régimen para luchar contra la reacción; pero vencida ésta, el Gobierno sería aplastado por sus aliados circunstanciales.»

Ante un augurio tan pesimista vuelve el recuerdo a aquel autor aludido más arriba, para pedir al Cielo el acierto de su afirmación. Y si se cerrase ahora aquel ciclo iniciado hace quince años en España, tampoco hablamos de rechazar la coincidencia en aquella otra afirmación de que «por restauración no ha de entenderse la simple vuelta a lo antiguo, cosa que nunca han sido las restauraciones», porque ciertamente no es con la España de 1917 con la que nuestro deseo suelda la España futura.

Jorge Vigón