Cosmópolis
Madrid, diciembre de 1921
 
tomo noveno, número 36
páginas 576-575 [por 585]

Césare Arroyo

Crónica Americana

El Centenario de la consumación de la Independencia de los Estados Unidos Mexicanos.— Valle Inclán en México.— La Federación de intelectuales hispanoamericanos.— Los Estados Unidos de la América Central.— El homenaje de Madrid a Rubén Darío.

Una verdadera apoteosis, en la cual todos los esplendores han culminado, ha constituido para la noble nación mexicana la celebración del Centenario de la consumación de su Independencia, que, por cumplirse el 27 del pasado mes de septiembre, ha llenado de solemnidades, fiestas y regocijos todo el transcurso de ese mes, con la concurrencia de Embajadas extraordinarias y Representaciones especiales de todos los pueblos de la tierra.

Trabajo ímprobo demandaría, labor ardua y difícil de cumplir sería la de reseñar, aún sumariamente, la solemnísima celebración de tan gloriosa efemérides. Supla, pues, la imaginación del lector la descripción que de esas fiestas centenarias podríamos hacer, en la seguridad de que, por muy alto que deje volar la fantasía, difícilmente sobrepujará a la realidad de la esplendidez de esas fiestas, que han sido de las más fastuosas que se han celebrado en los últimos tiempos, no sólo en América, sino en el mundo entero.

Los festejos septembrinos celebrados en la prócer urbe azteca, la «ciudad de los palacios», como se denomina a la metrópoli de la Confederación mexicana, pueden medirse por el hecho de que no quedó uno solo de los treinta días que integraron ese fastuoso mes que no contuviera, no uno ni dos, sino varios actos de significación civil y patriótica; que no exaltara un recuerdo grato o fuera el comienzo de [577] una práctica civilizadora para el porvenir. La gran Exposición Nacional, instalada en el espléndido palacio que se destinará, en breve, al Parlamento, y en la que se han manifestado lozanas, florecientes, en toda su pujanza, las infinitas riquezas naturales, los inmedibles recursos industriales de un país verdaderamente privilegiado; las Exposiciones especiales, de importancia trascendental, como la Educativa, clave de todo progreso; la de Arte Mexicano, la de Salubridad; los Congresos de Derecho, de Historia, de Geografía y el Internacional de Estudiantes, de una importancia enorme, ya que ha estado integrado por Delegaciones de los núcleos juveniles de casi todos los países cultos; núcleos que en un mañana próximo tendrán en sus manos los destinos del mundo; Campeonatos de diversos deportes; grandiosa revista y concursos militares con la concurrencia de Misiones de los principales Ejércitos extranjeros; inauguración del nuevo edificio del ministerio de Instrucción pública, de la Escuela Industrial de Huérfanos, de varios asilos y hospitales; de las obras de reforma del bosque milenario de Chapultepec; celebración de la «Semana del niño», del «Día de la bandera»; varios Juegos Florales; funciones de gala en los principales teatros; distribución de miles de máquinas de coser, vestidos y comidas entre los pobres, &c., &c. He ahí algunas de las más resaltantes de las festividades del Centenario mexicano, que han constituido un triunfo indiscutible para los dirigentes de ese país hermano, en los diversos órdenes de la vida nacional, y que serán de imperecedero recuerdo en la mente de todos cuantos, mexicanos y extranjeros, han tenido la fortuna de presenciarlas.

Y en medio de tanto esplendor, de tanta fastuosidad, de entusiasmo tanto, dos notas altamente significativas son las que se han destacado, nítidas, rotundas y gallardas, como dos triunfales afirmaciones generosas: la primera ha consistido en el carácter primordialmente popular que han revestido los festejos; y la segunda, en el espíritu hispanista que ha informado a los mismos, hasta el punto de venir, [578] en último resultado, a constituir la celebración centenaria de la independencia mexicana un prolongado, solemne y férvido homenaje a la Madre Patria.

Estas dos manifestaciones son a tal punto reveladoras de un gran espíritu y honran de tal manera a la noble nación mexicana, que el comentarista no puede menos que hacerlas constar con el más sincero y fervoroso aplauso, traducido de la unánime opinión hispanoamericana.

El carácter eminentemente popular de este centenario lo ha diferenciado lógica y honrosamente, con el de la iniciación de la Independencia, celebrado en 1910, bajo la férula dorada de la Dictadura Porfirista, que en su megalómano afán se esforzaba por cubrir todos los actos de la República con una exótica y ficticia púrpura imperial, cuando, como en este caso, la Historia nos estaba presentado a la Libertad como una infelice, como una pobre india, que, según la interpretación de un poeta, del inolvidable Duque Job, llegó a la parroquia de Dolores como pidiendo limosna. Llegó recomendada por una buena y noble dama, por la Corregidora Domínguez. Fue indigente, desnuda casi, al curato hospitalario. Y allí le dieron pan y besos. Allí, la Virgen de Guadalupe le prometió la victoria. Morelos fue el hombre de la energía y del valor. Hidalgo, el de la bondad y la fe. Aquél fue el héroe; éste es el Padre. ¿No os parece oír como un rumor de confesión llegando a los oídos del cura Hidalgo? Se confesaba la nación entera, y al confesarse, en desahogo de su corazón decía penas sufridas y perennes congojas y nobilísimos anhelos. Mientras los primates le perseguían y anatematizaban, ese cura que pedía limosna, ése que oía el azote y escuchaba la voz lastimera e imprecante del pobre indio, ése tuvo compasión y tuvo fe; fue sacerdote en el excelso significado de esta palabra. ¿Quiénes suavizaron la condición del mexicano en la época de la Conquista? Las Casas, los buenos misioneros españoles. ¿Quién dio una libre patria mexicana? Un cura: Hidalgo.

Sólo un Gobierno democrático, salido de las entrañas [579] del pueblo, como este del general Obregón, podía imprimir a las solemnidades centenarias de su patria ese espíritu esencialmente popular, que es la base, la esencia, el substractum mismo de la nacionalidad.

Este hermoso espíritu, eminentemente popular del Centenario mexicano, se ha manifestado en esta ocasión en noble y generosa hermandad con otro no menos enaltecedor y grande: el hispanoamericanista, cuyo ideal vivificador ha informado todos los actos y ceremonias verificados, en los que el sitio de honor ha estado ocupado, en todo momento, por la Representación de España, la Madre Patria, quedando así consagrada, una vez más, la unidad anímica de los pueblos que expresan su espíritu en el idioma divino del divino Miguel de Cervantes.

Para recibir el férvido homenaje del pueblo que abrió a la luz de la civilización el genio de Cortés, y que en un tiempo se llamó la Nueva España, si el Augusto Jefe del Estado y la España oficial han estado dignamente representados por la Misión Diplomática acreditada cerca del Gobierno de México, los intelectuales españoles lo han estado de manera altísima, por el escritor quizá más representativo del genio hispano, por el más racialmente castizo, por el insigne D. Ramón María del Valle-Inclán, quien, accediendo gustoso a la invitación que le hiciera, a nombre de su Gobierno, el Excmo. Sr. Ministro de México en Madrid, Licenciado Dr. Miguel Alessio Robles, ha ido al legendario país del Anáhuac y ha sido en esos memorables días del Centenario, huésped de honor de la nación mexicana, debiéndose a su nobilísimo empeño, entre otras luminosas iniciativas, una que entraña una importancia trascendental, de inmedible alcance para la perfecta unificación y la marcha progresiva del pensamiento hispanoamericano. Nos referimos a la magna Asamblea, que integrada por altas personalidades representativas de los países de idioma español que se hallaban en México con motivo del Centenario, se ha celebrado en esa capital, con el objeto de dejar constituida la Federación de intelectuales iberoamericanos. [580] He aquí el acta de constitución de esa gran entidad federativa; documento que quedará luminosamente incorporado a los anales de la mentalidad hispana, y que debe ser de todos conocido:

«En la ciudad de Méjico, a 3 de octubre de 1921, reunidos en el Claustro universitario los suscritos ciudadanos de la América latina, correspondiendo de esta suerte a la invitación que al efecto se les hizo, y después de haber expresado varios oradores su parecer sobre los fines que deberá perseguir y la forma que ha de darse a la Federación de Intelectuales Latinoamericanos que se trata de establecer, resolvieron:

Primero. Declarar constituida la Federación de Intelectuales Latinoamericanos, con el objeto de estrechar las relaciones existentes entre los pueblos de origen común de América, y luchar por la defensa y engrandecimiento de la raza.

Segundo. Nombrar con carácter de provisional un Comité, con residencia en esta ciudad, encargado de constituir las bases y reglamentos de la institución de referencia; dirigir la propaganda en el continente y en España y representar las aspiraciones comunes de las Repúblicas latinas de América, Comité integrado por los señores licenciados José Vasconcelos, presidente; doctor Alejando Rivas Vázquez, vicepresidente; licenciado Isidro Fabela, tesorero; Rafael Heliodoro Valle, secretario, y Horacio Blanco Fombona, prosecretario.

Tercero. Designar presidente honorario de la Federación a D. Ramón María del Valle Inclán.»

Firmada: José Vasconcelos, Enrique Fernández Guardia, Alejandro Rivas Vázquez, Ramón del Valle Inclán, Antonio Gómez Restrepo, Luis Felipe Obregón, Félix F. Palavicini, José Gómez Ugarte, Horacio Blanco Fombona, Víctor Andrés Belaunde, Pedro Enríquez Ureña, Jaime Torres Bodet, Fernando Siles, Héctor Ripa Alberdi.

Siguen las firmas de muchísimos intelectuales, representativos de las naciones de la América, no «latina», como [571 sic] por un error increíble se dice en el documento transcrito, sino «española», como debe decirse, de acuerdo con la verdad histórica, etnográfica y lingüística.

México, país de leyenda y maravilla, sobre el que tantos huracanes revolucionarios se han desatado, en el que tantas rapacidades han hecho presa, en el que tantos regímenes políticos se han ensayado, desde el Imperio fastuoso y absolutista hasta el comunismo epiléptico y desenfrenado, hoy, en completa paz, en manos sus destinos de hombres patriotas, honrados, bienintencionados, salidos de la entraña misma de la Democracia, ha sabido celebrar dignamente, como un país consciente, culto y civilizado, el Centenario de su Independencia, pudiendo ofrendar a la memoria augusta y sacrosanta de sus héroes, de aquellos que con su sacrificio le dieron patria y libertad, como el más puro de los homenajes, como la más excelsa de las ofrendas, el espectáculo, realmente magnífico en el presente y preñado de promesas para el porvenir que ofrece el país en el momento actual, en que México, al amparo de la paz fecunda, armado de las imponderables, invencibles armas de la cultura humana, se apresta a intervenir en la magna lucha que va a entablarse para la consecución de un porvenir mejor entre todas las fuerzas sociales de los diversos pueblos, en esta hora liminar y decisiva en que apenas pasada la máxima hecatombe, la humanidad intenta reorganizarse sobre bases de justicia y libertad, inaugurándose así una nueva era en la Historia imperfectible del Destino humano.

Este estado espiritual, prometedor y cargado de presagios del pueblo mexicano, ha sido de modo admirable definido y concretado en el hermoso brindis del presidente Obregón, en el magnífico banquete ofrecido por éste a las Misiones extranjeras que asistieron al Centenario del que dicho banquete ha sido epílogo condigno. De este vibrante discurso del hombre fuerte que de manera tan merecida y consciente ocupa el solio de Benito Juárez y no podemos menos que transcribir el siguiente párrafo, que será el [572] broche de oro con que cerremos esta pálida y desmañada reseña de acontecimientos tan faustos y memorables en la vida, inmensa y múltiple de Hispanoamérica:

«Nosotros creemos que la humanidad entera –ha dicho el presidente Obregón– surge a una nueva vida, orientada por la más amarga de las experiencias: la experiencia de la última hecatombe europea, donde quedó demostrado el fracaso de la fuerza bruta, incapaz de dar una victoria ventajosa y definitiva a ninguno de los combatientes, ya que vencedores y vencidos se encuentran todavía perplejos ante la magnitud de los problemas que la tragedia ha creado. Y en el desarrollo de esta nueva vida, en el proceso de transición del viejo estado al estado nuevo México será de los países que menos habrá de sufrir, porque la lucha de que ahora sale airoso, tuvo, justamente, como una de las principales finalidades, liberarlo de arcaicos prejuicios y darle una posición avanzada, propicia a una mayor armonía y a una mayor equidad sociales.

Nosotros creemos que la moral, la inteligencia constructiva y generosa y la cultura son las fuerzas llamadas a gobernar al mundo en la vida moderna, y no serán por cierto los países que construyan cañones de mayor alcance los que realicen las más grandes de las conquistas, sino aquellos que den a la humanidad pensadores cuyo genio permita sondear el porvenir y evitar las catástrofes que podrían surgir de la imprevisión y del egoísmo.

Nosotros creemos que en la futura organización política y social de los pueblos quedarán abolidos los privilegios creados por los hombres y que sólo imperarán los impuestos por la Naturaleza al distribuir desigualmente sus dones; pues la realización de ese ideal social traerá, como consecuencia lógica, el que cada ser humano ocupe el lugar que le corresponda por su inteligencia y su voluntad, y obtenga, en la lucha por la vida, las ventajas a que le den derecho esos mismos dones, para colaborar en la nueva organización del mundo con el contingente que sus propios deberes y aspiraciones le exijan.» [573]

* * *

Un gran acontecimiento internacional de importancia inmensa, incalculable, se ha verificado, no hace mucho, en el seno próvido de la América Central. Los pueblos que hasta ahora han constituido las Repúblicas de Guatemala, El Salvador y Honduras, dando forma práctica y realización cumplida a un antiguo anhelo, por un impulso generoso de su voluntad libérrima, han resuelto confederarse para formar los Estados Unidos de la América Central. Una respetable asamblea, integrada por delegados de los tres países y reunida últimamente en la ciudad de Tegucigalpa, ha dejado sentadas las bases y proclamada la primera Constitución política del nuevo Estado.

Este hecho, que puede servir de alto ejemplo a las demás nacionalidades de habla española, es un considerable paso dado en el terreno de la práctica hacía el supremo salvador ideal de la confederación de las naciones de origen ibérico; confederación en la cual estas naciones, idénticas en raza, lengua, religión, instituciones y costumbres, sin perder un punto de su independencia nacional, de su autonomía interior, de las que, con razón, tan celosas se muestran y se han mostrado siempre, desde su emancipación política, formen un solo todo para lo internacional, con lo que se opondrían victoriosamente a la penetración y conquista de otras razas antagónicas, y constituirían una verdadera Potencia que pesaría y se impondría incontrastablemente con la fuerza territorial de un Continente entero y con la fuerza etnográfica de cien millones de almas en el concierto de las grandes naciones.

Mientras esto tan grande no sea sino un descomunal anhelo generoso en el espíritu de todos los que piensan alto y sienten hondo y expresan sus pensares y sus sentires en lengua española, saludemos con todo entusiasmo y respeto al núcleo primigenio, a los estados Unidos de la América Central.

* * *

La pasada Fiesta de la Raza, que se ha celebrado este año de la misma vacua y vulgar manera de siempre, ha [574] dejado, sin embargo, en pie una hermosa iniciativa, que partida, justo es confesarlo, de un escritor y periodista hispanoamericano de talento, don M. A. Bedoya, y lanzada desde un órgano de la Prensa de tan enorme resonancia como El Sol, ha sido, como no podía menos, inmediatamente acogida por todos: Poderes públicos, Prensa y público. Y es que en esta ocasión se trataba de uno de esos pensamientos que parecen flotar en el ambiente y que basta con que una voz autorizada los exprese para que en seguida cristalicen en forma real. Era verdaderamente lamentable que Rubén Darío, el divino, aquel que inicia una nueva era estética, el que elevó la poesía castellana a las más altas cumbres, y, sobre todo, la universalizó, no tuviera ni el más leve recuerdo en la urbe metrópoli de la lengua española, cuando la ciudad de Madrid, tan generosa en esto como en todo, ha poblado el recinto de sus plazas, parques, avenidas y paseos, de monumentos, estatuas y bustos de caudillos y políticos de muy dudosa reputación. Por esto, apenas lanzada la idea de crismar con el poemático nombre del poeta de los Cantos de Vida y Esperanza, una plaza principal de la Villa y Corte, ha sido inmediatamente acogida por el Ayuntamiento madrileño, que, fiel intérprete del justo deseo del nobilísimo pueblo que representa, ha resuelto dar el nombre de Rubén Darío a la aristocrática y ensoñada plaza, que hasta ahora ha venido denominándose Glorieta del Cisne. Y no quedará, no podía quedar sólo en esto el homenaje de Madrid al mágico autor de Prosas Profanas: aprovechando la ocasión, el admirable cronista de Madrid, Pedro de Répide, ha propuesto que se erija a Rubén, en la misma plaza o en otro lugar adecuado, un monumento de carácter mural, en una de cuyas caras figure, pintado al fresco reproducido por mosaicos, el retrato del poeta concebido por Vázquez Díaz, que es el artista que, sin duda, ha sabido interpretar mejor, no sólo esa sugestiva y sin par figura, sino su vasto espíritu.

Parece que la suscripción pública para este alto objeto va muy avanzada, y así, no está lejano el día en que, en esa [575] plaza prócer o entre las frondas líricas y acogedoras del Buen Retiro, veamos alzarse, bajo el azul profundo del cielo de Madrid, los nobles mármoles glorificadores, que servirán de marco a la efigie tutelar de

«Aquel que ayer no más decía
el verso azul y la canción profana.»

Césare Arroyo

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