Filosofía en español 
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Armando Palacio Valdés

< Los oradores del Ateneo >

Don Laureano Figuerola

¿Puede aspirar el Sr. Figuerola al título de orador en la significación harto restringida que la crítica viene dando al vocablo? No debe creerse. Y, sin embargo, no he vacilado un punto para darle cabida en la serie de semblanzas que toscamente voy diseñando. Y es porque –lo confieso con mucha vergüenza– no puedo menos de sentir marcada predilección por los oradores que no saben hablar. Esta predilección será tal vez genial extravagancia, pero tiene algún fundamento, por más que sea deleznable. Los oradores que disponen de una palabra fácil y brillante, así como los que la naturaleza favoreció con un estómago robusto, abusan con frecuencia de tan dichoso privilegio y padecen no pocas veces empachos o indigestiones de grave molestia para la Asamblea que pacientemente los escucha. Suben radiantes al carro de la elocuencia, ponen de improviso su corcel al galope, y acontece que el corcel se desboca y el conductor sufre mucho aprieto. ¡Cuántos oradores he visto con la palabra desbocada! ¡Cuánto angustiado Mazeppa sujeto al salvaje corcel de su elocuencia!

He aquí un compromiso que no puede temer el Sr. Figuerola. No dispone de una flexible y elegante carroza; su vehículo consiste en un carro de dos ruedas arrastrado por pacientes mulas; pero es lo cierto que, aún dando tumbos y giros peligrosos, siempre llega al fin de su carrera. Los obstáculos con que a la continua tropieza retardan bastante su marcha y ponen a prueba nuestra paciencia, pero así también contemplamos a todo sabor los fértiles campos de la erudición por donde nos conduce.

El apremio que el Sr. Figuerola siente en la palabra, puede parecer a aquellos que ven en el orador un mero fabricante de períodos, y en la oratoria una música que sirve tan sólo para regalo del oído, defecto inexcusable; yo lo perdono de buen grado si se compensa, como en el caso presente, con una buena dosis de intención y de ciencia.

Intención he dicho, y ninguna palabra es más expresiva ahora. La oratoria del Sr. Figuerola es en alto grado intencionada. Acontece, no obstante, en algunas ocasiones, que la palabra va más allá de lo que su intención había decidido llegar, lo cual se explica fácilmente teniendo en cuenta lo que ha poco hemos manifestado. Los directores de orquesta que no ejercen sobre los instrumentos un absoluto dominio, suelen imprimir a su batuta movimientos que la orquesta se niega a secundar. A tales estériles movimientos llaman los músicos en su jerga sablazos. Pues bien, me inclino a creer que el Sr. Figuerola da muchos sablazos cuando habla. Sólo así puedo hallar legítima excusa para la aspereza que todo el mundo observa en su dicción cuando debate. Estoy bien seguro de que si el Sr. Figuerola discutiese siempre desde su despacho, jamás hubiera dejado escapar frases que alguna vez le han valido la fama de orador acre o virulento.

Y a propósito de famas, preciso es convenir en que la del Sr. Figuerola no puede excitar la envidia de nadie. Después de haber atravesado por la región del ministerio de Hacienda, que, cual si fuese la del fuego, tiene el privilegio de carbonizar a todo el que penetra en ella, goza nuestro orador, principalmente entre la clerecía y las clases pasivas, de una popularidad que no ha dejado de estremecerme.

Se dice por los conservadores que él ha sido quien inició con sus absurdas teorías la ruina de nuestra Hacienda. No es exacto. Lo que ha iniciado y consumado el Sr. Figuerola es la ruina de los curas. En cuanto a la hacienda, nos la habíamos comido muy alegremente en tiempo de la unión liberal.

Pero el Sr. Figuerola tiene además la mala suerte de aparecer como un escéptico, cuando es más bien un fanático. No hay pensador de más fe. La creencia viva y ardiente del católico más acrisolado en la verdad de sus doctrinas político-religiosas, no puede compararse a la que nuestro orador tiene en que tales doctrinas son un tejido de absurdos y patrañas. De estos irrefragables principios deduce el Sr. Figuerola una política altamente mefistofélica. Se dice con verdadero escándalo que come cura y almuerza fraile. En cambio, los curas y los frailes se han comido su reputación.

Nada más curioso que ver cómo sale el Sr. Figuerola de las juntas del Ateneo después de haber dado a beber a los señores de la derecha hiel y vinagre. Sin poner la más pequeña atención en las malignas murmuraciones que deja en pos de sí, expresa su glacial fisonomía un dulce contento, una satisfacción tan pura, que hace subir los vapores de la cólera al rostro de sus adversarios. Abrocha con [409] sosiego su forrado gabán, rodea su cuello con un desmesurado tapaboca, da fuego a un cigarro y sale a la calle lanzando un reto de muerte a la pulmonía. Sonle igualmente indiferentes la lisonja o la diatriba. Sus labios jamás dejan de plegarse con cierta siniestra sonrisa que debe helar el blando corazón de los creyentes. El Padre Sánchez se muerde la lengua cuando habla el Sr. Figuerola. Y a propósito del Padre Sánchez: séame permitido hacer presente a mis lectores el disgusto que me aflige por haber lastimado con algunas inadvertidas palabras la intachable reputación de este orador. No ha sido mi ánimo jamás dirigir el más pequeño ataque a la digna y respetable figura del Padre Sánchez, y hago tal declaración para contestar a los cargos que me lanza desde el Consultor de los Párrocos. Nadie puede dudar de lo mucho que yo admiro al Sr. Sánchez como particular y lo mucho que le respeto como presbítero ¿Juzgaría el Sr. Sánchez que esta admiración y este respeto se han entibiado porque haya cometido el involuntario error de suponerle más aficionado a los bisteaks de las grandes poblaciones que a las raíces y frutas del desierto? Me dice en su contestación que no fuma. Nunca lo he afirmado. Es más; creo que obra muy cuerdamente no fumando, sobre todo si el cigarro le hace salivar en demasía. Me dice que tampoco bebe vino. ¿Cómo no he de estar conforme con esta saludable costumbre, cuando yo mismo, con ser racionalista, lo aborrezco?

Deseo, por tanto, hacer constar que me separan del Padre Sánchez cuestiones de dogma, no de disciplina, y que no ha sido mi propósito ofender en lo más mínimo el amor que dice sentir por el ascetismo y la maceración.

Dicho esto, vuelvo al Sr. Figuerola.

Como le han sido ocupación continua los trabajos de erudición histórica, y ha llevado a todos ellos un sentimiento de aversión a los excesos y monstruosidades del fanatismo religioso, los partidarios de la tradición tienen en él un adversario implacable. Nadie como él sabe deshacer la urdimbre laboriosa de piadosas mentiras y distingos que la historia clerical ha tejido para uso de los seminarios. Restituye a los hechos su verdadero valor y llama a las cosas por su verdadero nombre, a veces, justo es decirlo, con menoscabo de las formas delicadas que aconseja la cortesía en todos casos.

El Sr. Figuerola desea con ansia el advenimiento de un siglo de mayor progreso que el nuestro, y anticipadamente acomoda a él con íntima complacencia sus actos y su lenguaje. En su cátedra de Derecho político, por donde he tenido la buena fortuna de pasar, es donde con más empeño ha ejercitado este noble juego. En cierta ocasión, después de haber puesto en claro con mucho acierto la cuestión de los jesuitas, decía –revistiendo sus palabras de una extraordinaria gravedad– a la escasa docena de imberbes alumnos que allí nos reuníamos: «Mucho sentiría, señores, que esto lastimase las creencias de alguno; mas como en mi cátedra se encontrarán adeptos de muy distintas religiones, desde el católico romano hasta el sectario de Mahoma o de Budha, no puedo menos de manifestar los hechos como la historia los ofrece.» Al escuchar tales palabras, cada uno de nosotros dirigía una mirada recelosa a su vecino, esperando descubrir un musulmán o un lama. Pero nada se veía debajo de aquella levita o cazadora que pudiera revelar a un hijo del desierto: en los ojos de mis compañeros no fulguraba el sol de los trópicos, sino el de Guadalajara o Soria.

Como profesor y como orador académico ha mostrado siempre el Sr. Figuerola muy altas cualidades. Concibe con claridad las ideas, y del mismo tenor las expresa. No se agolpan a su cerebro introduciendo turbaciones ni desórdenes; proceden todas en correcta formación y están dispuestas a salir a la primera señal. No hay monotonía en sus discursos, aunque arrastre bastante la dicción, porque en todo tiempo y lugar su palabra es la expresión de un pensamiento vigoroso.

No me cumple juzgarle ahora como orador político; si tal fuese mi intento, recogería la multitud de picantes epigramas y sarcasmos con que sus enemigos le motejan. Probaría que el Sr. Figuerola no pincha por todas partes como el cardo, y sólo se eriza cuando se siente acometido. ¡Y el Sr. Figuerola lo ha sido tantas veces! Tantas veces ha sentido revolverse en sus entrañas el dardo conservador, que no es grande maravilla si su piel presenta muchas asperezas. ¡Son las asperezas de las cicatrices!

¡Desgraciado Sr. Figuerola! Hubo un tiempo en que tenía por enemigos a todos los contribuyentes de la Península. Desde entonces, ¡cuánto hemos contribuido! ¿Será aventurado el suponer que en el corazón de los contribuyentes –si es que a los contribuyentes les han dejado todavía el corazón– se está haciendo ya justicia al Sr. Figuerola? Convengo en que después de la revolución hubiera sido de la mayor oportunidad el vivir holgadamente sin que nadie nos viniera a pedir un cuarto. ¿Pero tiene el Sr. Figuerola la culpa de haber hallado las arcas del Tesoro apuntaladas bajo el peso... del gran libro de la Deuda, o de no ser un segundo Midas que al toser arroje monedas de cinco duros (de las antiguas)? ¡Qué fácil es desconceptuar y perder al que tiene en su mano la llave de la gaveta pública, sobre todo si en esta gaveta no hay más que ratones!

Mas dejemos al tiempo que rehabilite el merecido renombre de éste y de otros vilipendiados [410] gestores de los intereses públicos, y terminemos este rápido bosquejo saludando al Sr. Figuerola como uno de los más infatigables y doctos campeones que la doctrina liberal tiene en el Ateneo.

Armando Palacio Valdés