Filosofía en español 
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Armando Palacio Valdés

Los oradores del Ateneo >

Don Miguel Sánchez

Cierta noche, y en ocasión en que el Sr. Sánchez pedía la palabra, oímos decir a nuestro lado: «Este señor cura padece una equivocación; se dirigía a San Luis y entró distraído en el Ateneo.»

No es exacto, sin embargo, lo que el mordaz interlocutor trataba de significar. El Sr. Sánchez (o el Padre Sánchez, que así es como más generalmente se le conoce) nada tiene de orador sagrado, si no es cierta pastosidad de voz y melifluidad de tono, y el empleo de algunas frases, como las de mansedumbre por humildad, misericordia por compasión, y otras tales que trascienden de una legua a púlpito.

Por lo demás, ¿quién podrá dudar que el Sr. Sánchez abandonó totalmente las formas arcaicas de la Cátedra Santa para aceptar con amor la nueva fase de la apologética católica? No se trata ya de hinchadas e indigestas pláticas, sembradas de místicos ejemplos donde Satanás juega por lo común papeles de melodrama, de símiles bíblicos y latines macarrónicos, no; la moda, que todo lo invade, como me propongo demostrar en ocasión propicia, se ha introducido por la mohosa cancela de las catedrales y ha sugerido a los defensores de la verdad católica nuevas y radicales reformas en su piadosa estrategia. La Iglesia había poseído hasta ahora santos padres, doctores y mártires; pero carecía de guerrilleros de la palabra, y los tiempos actuales se los ha suministrado.

Los modernos paladines del Catolicismo no se aperciben a la batalla, como los antiguos, demandando al cielo fuerzas en medio de fervorosas oraciones y áspera penitencia, sino que afilan su lengua en las peleas del Seminario, y adiestran su pluma en las turbulencias del periodismo candente. Los apóstoles e iluminados de otros días, son actualmente polemistas irascibles y batalladores; los que fecundaban ántes con su preciosa sangre los campos de la religión, riegan con bilis hoy la arena del debate. Los apologistas católicos se creen en el deber de aceptar las condiciones en que hoy se les ofrece la lucha, y mantienen en tensión constantemente el arco que tiene aparejado el dardo del sarcasmo o del ultraje.

El Sr. Sánchez ha entrado de lleno en los derroteros de la nueva apologética: no pertenece a la escuela de San Anselmo y San Bernardo; pero, en cambio, es discípulo aprovechado de Luis Veuillot. Hace bastantes años que esgrime su palabra, sutil y revoltosa, en el Ateneo de Madrid, si bien ha padecido un prolongado mutismo, ocasionado, a lo que parece, por la suspicacia clerical. No merecen los [249] honores de batallas las luchas en que interviene, porque no entra en sus miras presentar el pecho al enemigo, pero sabe preparar con destreza una emboscada y evitar los más certeros golpes. No para mientes jamás en las doctrinas, sino en la persona que las representa, y a ella asesta desde luego sus malignas estocadas. El Padre Sánchez entiende que la discusión es un pugilato donde el laurel de la victoria debe adjudicarse al que más aporrea a su adversario.

Es un polemista escabroso; un defensor audaz del antiguo régimen; tiene bastante nervio dentro del género especial de su oratoria, y maneja con éxito ese estilo, ora místico, ora volteriano, que por medio de intencionadas burlas e incesantes sarcasmos pretende inculcarnos el amor de Dios y del prójimo.

Cuando escuchamos las picantes alusiones, las sangrientas diatribas con que el P. Sánchez maltrata a sus adversarios políticos, nuestro pensamiento se remonta sin darnos cuenta de ello a los primeros tiempos del Cristianismo; y contemplamos la figura apacible del Redentor, y escuchamos la dulce y persuasiva voz que nos ordena amarnos los unos a los otros; y vemos también sobre el fuste marmóreo de una columna a aquellos ejemplares varones que salieron del mundo vivos en fuerza de mirar al cielo. ¡Oh santos Estilitas! ¡Cuántas veces se hubiera desplomado el P. Sánchez de vuestra memorable columna; él que tan fijos tiene sus ojos en la tierra!

La verdad de todo es que estos detractores irreconciliables de la revolución, son en el fondo espíritus revolucionarios. Compárese, si no, la forma en que el Cristianismo se difundía en sus primeros tiempos con el método que hoy adoptan sus apóstoles para esparcirlo por el orbe, y se notará con claridad la profunda revolución que en su modo de ser y de propagarse se ha operado. Bajo este sentido, el padre Sánchez es un demagogo del apostolado, un descamisado del catolicismo; su temperamento no le llevará seguramente al desierto a vivir con raíces y frutas y a gozar de los inefables misterios de la soledad y del éxtasis, antes bien, le arrastrará constantemente hacia el choque ruidoso y apasionado de las ideas, hacia la invectiva, hacia la sátira; es un fanático del pasado con instintos y lenguaje democráticos.

Con estos procedimientos irrespetuosos, con esta fecundidad de invectiva y esta agudeza que le caracterizan, el orador católico logra despertar en alto grado la curiosidad del auditorio. En España nada hay que nos regocije tanto como oír en la calle unos tiros o una desvergüenza; estamos ávidos de sensaciones fuertes; la monotonía nos causa terror; queremos, en una palabra, divertirnos. Y hay que convenir en que nada más divertido que las filípicas con que el P. Sánchez flagela a los enemigos del absolutismo. No extrañe, pues, que en la sala del Ateneo se espere un discurso suyo con la risueña impaciencia con que en el teatro se aguarda en pos de un drama un sainete.

De este modo, con las armas de la ironía, con las donosuras del gracejo, con los excesos de la pasión, quiere servir nuestro orador al catolicismo sin comprender que lo rebaja al nivel de secta tumultuosa y alborotada. Esto equivale a servirse de la religión como de un estandarte bajo cuyos pliegues se lanzan al combate todos los ímpetus del sectario, todas las genialidades del carácter y los rencores todos del espíritu. Nuestra conciencia nos dice que servir a la religión con tales armas es desnaturalizarla, y el imponerla una absurda solidaridad con el ideal absolutista es comprometerla gravemente.

No ofrece duda que en los tiempos en que vivimos, cuando las ideas chocan con estrépito en medio de una incesante discusión, y se ponen en tela de juicio las bases fundamentales del catolicismo, es no tan sólo un derecho sino también un deber de los creyentes el acudir con presteza a su defensa. Lo que lamentamos no es que los escritores y oradores católicos intervengan en la controversia, sino que se mezclen en los ardores y desmanes que la pasión produce siempre, quedando al mismo tiempo apartados de los altos y serios debates que ha suscitado la crítica contemporánea.

El Sr. Sánchez, a pesar de cuanto llevamos dicho, no es un orador católico a la moderna, en la acepción más completa de la palabra. Fáltale para esto una condición esencial, la de ser lego, jóven y bien quisto de las damas. No pertenece a esa falange inquieta de fogosos mancebos que constituyen hoy la policía de la Iglesia, y que, juzgándose intérpretes únicos de la voluntad divina, vilipendian a cuantos desconocen su autoridad en materia de fe, de costumbres y de literatura.

Su carácter sacerdotal le impide afectar ese buen tono y exquisita cortesanía en la intemperancia misma que tanto brillo comunica a los apóstoles con bigote y rizada cabellera.

El paso por el seminario, según ha hecho observar un ilustre escritor de esta época, imprime un sello de tal modo indeleble, que ni el cambio más radical en las opiniones y en los hábitos alcanzan a borrarlo. Calcúlese, pues, qué claro se verá este sello en el señor Sánchez, cuando ningún cambio se ha operado, ni esperamos que se opere, en sus concepciones mundanas y extramundanas. Cuando se lo ocurre discutir alguna doctrina (lo cual repetimos que rara vez acontece), saca todo el arsenal de argucias y sofismas con que le abastecieron en sus juveniles años los maestros de la escolástica. Si se le cita un hecho que perjudica a la doctrina que [250] sustenta, lo niega; si se le demuestra, distingue; y cuando los distingos no bastan, replica: «...más eres tú.» Manifiesta gran predilección por la historia, pero la historia del Padre Sánchez no es historia, sino una especie de cámara oscura, muy oscura, donde todo se ve cabeza abajo. A tal ínclito varón cuya memoria honra la humanidad desde largo tiempo, se le ve, terriblemente ataviado con cuernos y rabo, comerse los niños crudos; a tal otro bellaco que en su vida ha hecho más que picardías y ruindades, se le contempla por arte de encantamento trasformado en santo. Profesa, en cambio, una aversión casi sagrada, por lo inmensa, a la poesía. Se comprende bien. Los poetas son los profetas de nuestra edad, y el Padre Sánchez es todo lo contrario de un profeta. Tan lejos lleva nuestro orador esta aversión, que todo cuanto de malo encuentra en los discursos de sus contrarios no es más que poesía, pura poesía, como él dice afectando el más profundo desprecio. Los dedos se le tornan poetas. ¡Un día se le ocurrió llamar poeta al Sr. Figuerola!

En lo referente a la demostración de las ideas, profesa este orador ideas muy singulares. La prueba de que una idea es verdadera, no consiste para él en que sea rigorosamente lógica y se imponga desde luego al espíritu como cierta. Precisa que vaya acompañada además de un texto donde se apoye, cuyo texto deberá citarse en toda regla, esto es, con la página, capítulo, libro, edición, archivo, &c. Él así lo practica; mas oí decir en los pasillos a un sujeto (probablemente aquel mismo socio mordaz que cierta noche le llamaba señor cura), que el padre Sánchez es una verdadera especialidad en la invención de citas. No creo que esto pase de cuchufleta.

Sea de esto lo que quiera, con tales maneras y otras parecidas, el Padre Sánchez no convence a nadie, pero logra excitar la hilaridad del auditorio, y bien conocidas son las deferencias y respetos que en nuestro país se guardan a quien se da bastante maña para hacernos pasar un rato divertido.

Una observación para terminar. El género agresivo y picante de la oratoria del Sr. Sánchez, más que a la condición de su carácter, cuya nobleza y sinceridad reconocemos, responde a las tradiciones constantes de la escuela en que milita. Sirva esto de alivio y descargo para lo que se halle de acerbo en nuestra censura.

Armando Palacio Valdés