Filosofía en español 
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Tomo segundo Carta quinta

Autores envidiados, y envidiosos

1. Muy Señor mío: Efecto es sin duda del tierno afecto, que debo a Vmd. el sentimiento que muestra de verme invadido por tanta pluma enemiga; y al mismo principio debo atribuir el concepto que ha hecho, de que la envidia es quien animó contra mí esa desbandada tropa de impugnadores. Quien me juzga envidiado, me contempla envidiable, y sólo su benevolencia hacia mi persona puede sugerir a Vmd. el dictamen de que hay en ella los méritos, que necesariamente supone aquel glorioso epíteto. Mas siendo así, extraño no vea Vmd. que en la elección de objeto va descaminado su dolor, pues se compadece del envidiado, debiendo lastimarse sólo de los envidiosos. Estos son los que padecen, éstos los que tienen en una continua tortura el corazón. Así éstos son acreedores a las compasiones, y el envidiado sólo a enhorabuenas.

2. Con todo, confesaré a Vmd. que el primer tropel de impugnaciones descomedidas, que cerró contra mi primer Tomo, no dejó de causarme algunos escozores. Veía en ellas aquel furor, que por saciar su fiereza, no desdeña el uso de las armas más inhonestas, o indignas: Iamque faces, & saxa volant, furor arma ministrat.

3. Pero continuándose la guerra, y en ella dicterios sobre dicterios, inepcias sobre inepcias; injurias sobre injurias, vino a verificarse en mí el axioma Filosófico: Ab assuetis non fit passio; y mis contrarios, repitiendo [38] los golpes, me pusieron en estado de no sentirlos; de modo, que como tuve la fortuna del célebre Juan Luis de Balzac en padecer una prodigiosa inundación de impugnaciones, así ellas me colocaron en una situación de ánimo cercana a la suya. Digo cercana, pues yo sólo pude arribar a mirarlas con indiferencia; él llegó a poner los ojos en ellas con algo de positivo gusto, como testificó él mismo en una Carta que escribió al Canciller Pedro Siguier. Estaba este gran Magistrado de la Francia determinado a prohibir la publicación de un Libro, que después de otros innumerables se había escrito contra Balzac; y sabiéndolo este famoso Escritor, le dirigió una Carta, rogándole que permitiese su publicación; suyas son en ella las palabras siguientes: Entretanto que no se presenten al sello (esto es, a pedir licencia para la impresión) más que estos Esgrimidores de pluma, no seáis avaro de las gracias del Soberano; antes mitigad un poco vuestra severidad. Si esta guerra empezara ahora, puede ser que yo me disgustase de la supresión del primer libelo, que me dijese injurias. Pero el día de hoy, que hay por lo menos una mediana Biblioteca de tales escritos, me complaceré, de que se vaya aumentando cada día; y miraré, como objeto muy grato, un monte entero, formado de las piedras, que la envidia ha disparado para mí, sin hacerme daño alguno.

4. Confieso, que yo no me he elevado tanto sobre una pasión, que es bien común en los Autores, que se ven inícuamente impugnados. Acaso, ni se habría elevado tanto el mismo Balzac; pues bien pudo ser aquélla una gentileza de pluma, en que tuviese muy poca parte el corazón.

5. Bien al contrario otro célebre Escritor Francés, Egidio Menage, que también fue muy perseguido de malignas, y vulgares plumas, era tan sensible a sus invectivas, que siendo dotado de una felicísima memoria se lastimaba de gozar esta tan apreciable prenda, porque ella le hacía imposible el olvido de los muchos [39] dicterios, con que le habían injuriado. Así se halla entre sus Poemas una oración a Mnemosine, madre de las Musas, y Diosa de la Memoria, en que la ruega le prive de la que tiene de aquellas injurias:

Da, Dea, da nobis atrocia tot nebulonum
Immeritum, qui me pergunt vexare libellis
Dicta oblivisqui, memori mihi condita mente.

6. Si Menage, Balzac, y otros Autores de su clase, y que padecieron la misma adversidad, resucitasen cuarenta, o cincuenta años después de su muerte, lograrían la gran satisfacción de ver castigada por el Público la envidia de sus émulos. Verían, digo, estos Autores sus Memorias, y sus Obras estimadas, y extendidas en el Orbe literario; y al mismo tiempo verían, que de sus émulos ya no existía memoria alguna, y de sus escritos ni aún la ceniza. Esto es lo que siempre sucede, y siempre sucederá. El Público en esta materia, tarde, o temprano, nunca deja de hacer justicia.

7. Saca uno de estos Autorcillos (con este diminutivo nombra el Poeta Racine, en el Prólogo de un Libro de sus Tragedias, a aquellos que no tienen habilidad más que para escribir objeciones, y reparos sobre escritos ajenos): saca, digo, a luz un libelo, criticando la Obra de un Autor famoso. ¡Qué satisfecho está el pobre de que con él se ha de hacer nombre en el mundo, y ha de borrar el del Autor, que impugna! Esta satisfacción se fomenta con la experiencia de que por algún tiempo no faltan quienes lo compren, y lo lean. Mas ya en esto mismo padece el error de pensar, que el despacho, que tiene, es efecto del mérito de su obra; no siéndolo en realidad, sino del mérito del Autor impugnado: compran el librejo unos, porque de los hombres sobresalientes incita la curiosidad, no sólo a saber lo que escriben ellos, mas también lo que escribe de ellos: otros, porque envidiosos de la Obra del Autor, contra quien se escribió, quieren lograr la maligna complacencia de ver cómo se le muerde. Pero todo esto dura poco. Aquella [40] curiosidad, como es de tan corto deleite, presto se sacia: con un ejemplar solo hay para satisfacer la de un gran Pueblo. Como el que le compró le desestima luego que le lee, fácilmente le deja correr por toda la vecindad sin pensar por lo común en recobrarle. La envidia, cuando más permanece, espira al espirar el envidiado, y con él se sepulta. Desde entonces el mismo que antes le envidiaba, empieza a aplaudirle, y el libelista cae primero en el desprecio, y luego en el olvido de todo el mundo; de modo, que cada hoja de su libelo viene a ser un folium quod vento rapitur; y al contrario, los trabajos del envidiado parece que in plumbi lamina, vel celte sculpantur in silice.

8. Confieso, que el anticipado conocimiento de la distinción, que entre unos y otros Escritores hará la posteridad, es un leve consuelo para el Autor de mérito, que se ve inícuamente mordido de la envidia. No mitiga el dolor al enfermo la previsión de que algún tiempo ha de cesar; mucho menos, si sólo de la muerte espera el remedio. Los aplausos, que recibirá de los venideros, son honores funerales, de que sólo gozarán sus deudos, amigos, o apasionados, mientras el está en otra Región donde no dan gloria, ni pena las opiniones del mundo. ¿Pero no tienen por otra parte algunos sólidos motivos de consuelo? Sin duda.

9. Si el Autor zaherido tuviese la aviesa índole de los que le zahieren, podría lograr un insensibilísimo deleite en la contemplación de que es mucho más lo que padecen éstos, viendo inútiles todos los conatos con que procuran denigrar su fama, que lo que a él pueden doler estos mismos conatos.

Invidia Siculi non invenere Tyranni
Maius tormentum.

10. La misma pasión villana del ofensor venga de la injuria al ofendido. Mas como no puedo suponer en éste un apetito de venganza, porque estoy siempre firme en la máxima de que no caben en entendimientos nobles [41] inclinaciones bastardas; sin inmutar lo material del objeto, propondré a su complacencia más honesto motivo, y lo será el que mire el tormento del envidioso libelista, no como venganza, sino como satisfacción de la injuria; o por proceder con afecto más desinteresado, y más puro, ni aún como satisfacción de la ofensa, si sólo como castigo del delito; pues es lícito complacerse en lo que es justo desear. Será ese un efecto tan removido de la fealdad de la venganza, cuanto dista de esta la hermosura de la justicia.

11. Pero porque mejor sería, si ello fuese posible, curar al envidioso, que consolar al envidiado, propondré para su dolencia un remedio, que acaso será de alguna eficacia. Este consiste en darle a conocer, que su vicioso afecto es el más irracional, y bárbaro, que se puede imaginar; a cuyo fin le preguntaré, si juzga al Autor, a quien persigue, merecedor, o no del aplauso que logra. Si lo primero, considere cuán brutal es la queja de que el Público le dé lo que merece. Si lo segundo, sólo a su fortuna se debe atribuir el aplauso. ¿Y qué es fortuna? Si sabe responder cristiana, y filosóficamente, dirá, que la causa de los sucesos humanos, a quien llamamos fortuna, no es otra cosa, que la disposición de la Divina Providencia. Luego, a buena cuenta, de la soberana disposición del Altísimo se queja, y contra ella se irrita en los furores, que concibe contra aquel no merecido aplauso.

12. Responderá acaso lo primero, que no se queja de la causa primera, que como soberana dispone, sino de las segundas, que libremente intervienen. ¿Y quién son ésas? Los muchos, que sin razón alaban las obras del Autor. ¿Pero repare aquí, que si lo hacen sin razón, es porque les falta la capacidad necesaria para hacer de ellas el debido juicio; y tienen alguna culpa los pobres de que no les haya dado Dios más entendimiento? Ya se ve que no. Luego no debe irritarse; antes lastimarse de la falta de capacidad de sus próximos, y rendir a [42] Dios muchas gracias de que le haya dado más entendimiento, que a toda esa ignorante multitud; pero tenga cuenta no se deslice en esa acción de gracias al vicio de la del Fariseo: Deus gratias ego tibi, quia non sunt sicut caeteri hominum.

13. Responderá acaso lo segundo, que su enfado no es contra los que le aplauden, sino contra el aplaudido; y eso se hace bien creíble, porque los dicterios, que publica, no van contra aquéllos, sino contra éste. ¿Pero qué culpa tiene el Autor de que le aplaudan? ¿Puede él acallar, o cerrar las bocas de todo un Reino? ¿Tal vez de muchos Reinos? ¿Y aunque pudiese, sería culpable en no ejecutarlo? Pienso que no. Lo primero, porque puede estar en la buena fe de que estos aplausos no le son indebidos, a vista de que muchísimos hombres, reputados por inteligentes, se los tributan como justos. ¿Lo segundo, porque aunque los juzgue no merecidos, hay alguna ley que le obligue a improbar la liberalidad de los que por su bella gracia le dan lo que no merece?

14. De modo, que por más que el impugnador envidioso dé vueltas, y revueltas a todas partes, no hallará objeto digno de su cólera; y si él llega a este conocimiento, pienso habremos adelantado mucho en la cura de su pasión, como sea ésta la única que le agita.

15. Atienda bien Vmd. a esta condición, o limitación, que pongo: Como esta sea la única que le agita; lo cual me inclino a que pocas veces sucede. Comúnmente la envidia en los impugnadores de Escritos celebrados, entra como accesoria de otro vicio, síntoma de otro achaque, hija de otra pasión. ¿De cuál? De la ambición de gloria: quieren hacerse nombre en el mundo, y no pudiendo adquirirle a costa propia, procuran negociarlo a cuenta ajena. En una palabra, quieren ser Autores, y no hay para ellos otro modo de serlo. Tienen bien examinados sus fondos. No los engaña el amor proprio. Obran prudentemente en no avanzarse a más empeño, que el correspondiente a su caudal. Saben [43] que el formar una obra, que sea producción propiamente tal, y subsistente por sí misma, no es para ellos. Al contrario, poner reparitos, entreverados de dicterios, en obra ajena, para el más ignorante es negocio de calamo currente. Del mismo modo que sólo un sabio Arquitecto puede formar un noble edificio; pero tirar piedras a sus ventanas, y tejados, no pide ciencia, sino travesura. ¿Qué han de hacer, pues, para ser Autores, sino determinarse a morder lo que no pueden imitar? A este desordenado apetito de gloria es preciso acompañe algo de envidia; pero entra en la empresa sólo como pasión secundaria, y aún me atrevo a decir tibia.

16. ¡Ah, señor mío! En quienes considero yo que arde la envidia, como pasión furiosa, no es en estos pocos, que hablan en público, sino en infinitos, que murmuran en secreto; aunque es verdad, que a cuenta de éstos, rompen aquéllos; porque éstos son los que compran los libelos, éstos los que los aplauden, éstos los que con notable deleite los leen en corrillos, graduando de rasgos soberanos las más despreciables inepcias, y dando la mayor carcajada donde encuentran el más asqueroso dicterio. Pero su complacencia tiene la infelicidad de ser muy transitoria. Léese el libelo, publícase, celébrase; ¿y qué sacamos de ahí? Dentro de muy poco tiempo ya no hay quien se acuerde del libelo, ni de su Artífice, y la fama del Autor impugnado sigue el vuelo, que tomó, sin que esos ofendículos le estorben más, que al curso de un río impetuoso las guijas que le atraviesan. Con que la carcoma de la envidia prosigue haciendo su efecto en los corazones de estos idólatras de libelos.

17. Dejémoslo, pues, señor mío, a su mala suerte. O por hablar, y sentir más cristianamente, compadezcámonos de ellos, y pidamos a Dios les inspire más sanos afectos, como puede, con su Divina Gracia; cuya conservación deseo a Vmd. con muchos años de vida, &c.


{Feijoo, Cartas eruditas y curiosas, tomo segundo (1745). Texto según la edición de Madrid 1773 (en la Imprenta Real de la Gazeta, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo segundo (nueva impresión), páginas 37-43.}