Enrique Suñer Ordoñez Los intelectuales y la tragedia española

Capítulo XIV

Sumario: Consecuencias de un artículo. – El Claustro de la Facultad de Medicina y el Colegio de Médicos de Madrid. – Homenaje en el Hotel Nacional. – Los aciagos 12 y 14 de abril de 1931. – El «caos» político y social. – Noche angustiosa. – Incendios en las iglesias. – Comienza la destrucción de la riqueza artística. – Venganzas republicanas. – Comportamiento de algunos «amigos».

Suscitó mi artículo –ello fue evidente– una viva emoción entre los españoles sensatos, y al mismo tiempo produjo una colérica protesta en los revolucionarios. Desencadenóse una ofensiva en la Prensa contra su autor y contra el Dr. Enríquez de Salamanca, mi compañero de Claustro, quien, a los pocos días, se había adherido a mi protesta públicamente en el mismo periódico donde «La Puericultura de la Revolución» fue publicada. Todos los diarios izquierdistas se entregaron a una competencia en prodigarnos epítetos injuriosos. No se detenían en el umbral de los hechos políticos o nacionales, sino que invadían las esferas de la personalidad profesional, moral y académica.

Como modelo de agresiones destacóse una [156] carta, verdaderamente soez, dirigida a mi colega de penas y fatigas por el Dr. Bastos. La palabra «cavernícola», a mí dedicada por vez primera –después ha sido profusamente prodigada a todos los españoles honorables–, tuvo éxito sin duda. Insultos, injurias, difamaciones y amenazas constituían un conjunto impreso cuya conservación en las colecciones de la citada prensa será siempre un modelo de antologías procaces y «coprológicas».

No bastaban, sin duda, estos ataques escritos: hacía falta más, y este «más» se tradujo en dos acuerdos significativos: el uno fue la Junta de Facultad celebrada pocos días después de la aparición de mi artículo, en donde José Sánchez Covisa, verdadero monaguillo, más que cuñado, de Teófilo Bernardo, llevó, por mandato de los claustrales, su voz para residenciarnos, y la magna reunión del Colegio de Médicos convocada en el Teatro de la Princesa –¡como si se tratase de un asunto de ejercicio escandaloso de la profesión!– por iniciativa de Marañón, &c., &c., en donde el habilidoso doctor lanzó la piedra y escondió la mano, dejando a sus colegas Sánchez Covisa y Sanchís Banús la misión de enjuiciarnos, para terminar solicitando un voto en contra, que no les salió a la medida de sus deseos, ya que la concurrencia fue escasa para el número crecido de colegiados inscritos, y la mayoría obtenida en la votación fue exigua –muy exigua– para sus propósitos.

Con la conciencia tranquila y la serenidad del [157] hombre que defiende una justa causa, asistí, desde fuera, a este último acontecimiento. No me ausenté personalmente de la reunión del Claustro de Medicina. En ella respondí cumplidamente a los ataques y puse de relieve la conducta criminal de los revolucionarios.

En medio de estos dos actos –Facultad y Colegio de Médicos–, entusiastas patriotas de todas las clases sociales, acudiendo a una moción de «El Debate» contra la cual hice presente por carta mi disconformidad, se empeñaron en rendirnos un homenaje a Salamanca y a mí en el Hotel Nacional. Este tuvo lugar en las postrimerías del régimen monárquico –entonces absolutamente socavado–, con una impresionante asistencia, en la que se veían hombres significados, como Pradera, Goicoechea, Maeztu, Gimeno, Luca de Tena y otros muchos.

Con verdadera contrariedad por lo que a mi persona atañía, asistí yo a dicho acto, impulsado por los consejos de Herrera, quien, para convencerme, invocaba la necesidad de luchar contra los destructores de la Patria. En el discurso final, a mi cargo, hablé «ex abundantia cordis», expuse la génesis del movimiento intelectual revolucionario, sin olvidar la intervención de la masonería. Dediqué a la Institución Libre de Enseñanza párrafos aclaratorios y denunciadores de su maléfica influencia; puse extensamente de relieve el daño que habían hecho sus hombres a la causa nacional; dije que la República pretendida debía forzosamente fracasar, porque en [158] España no había republicanos propiamente dichos, o, por lo menos, en calidad y número suficiente para pensar en un probable éxito satisfactorio de la misma, sino caducos y desechados políticos de la Monarquía, llenos de cólera contra el Jefe del Estado por su no intervención durante los últimos años en el gobierno del país, del cual no sabían separarse. Aludí a la retórica de merengue de D. Niceto Alcalá Zamora, e hice notar la desconfianza que debíamos tener todos hacia los superficiales y floridos oradores padecidos por nuestra Patria. Concluí formulando una clasificación, después utilizada con gran frecuencia –aunque sin citar generalmente al autor que la hizo–, de las personas «en decentes y no decentes». Que esta separación era lo más interesante para el país. Lo esencial –decía yo– era que las personas obrasen con moralidad y con decoro positivos. Muchas cosas más dije entonces, que pudieron leerse en los diarios del siguiente día al de nuestro homenaje. ¡Desgraciadamente, aquella impresionante manifestación del Hotel Nacional, terminada con los acordes de la Marcha Real, resultó impotente para contener la caída del Régimen que se hundía y sólo fue heroico y honroso epitafio a la muerte de un sistema que tantos títulos de gloria había adquirido en el esplendoroso, y a veces triste, pasado de nuestra Historia!

¡Quién había de creer aquella noche, de cordial patriotismo y adhesión entusiasta a la Monarquía, que pocos días después unas elecciones [159] municipales (12 de abril de 1931) terminarían con el Trono, y que su desaparición habría de ir seguida de tantas calamidades, vejaciones, sufrimientos, muertes, «ruinas, asolamientos y fieros males», como dijo nuestro poeta.

Sin embargo, la desoladora realidad se hizo presente: el 12 de abril fue el precursor del terrible día 14 del mes aciago en que comenzó la nueva era de una República disolvente de la Patria, tan incompatible con su bienestar, como se muestra con la existencia de una Constitución votada y muerta para siempre.

Todo este caos político coincidía con la formación del último luctuoso gobierno del Almirante Aznar, el célebre Presidente que se entretenía la noche víspera de la catástrofe nacional leyendo ¡Rocambole!, como símbolo de la inconsciencia más absoluta. Claro está que dicho Gobierno no fue otra cosa que el último resplandor de una antorcha cuya llama se extinguía en manos de incompetentes consejeros, contra los cuales resultaron impotentes los esfuerzos de La Cierva y Bugallal.

Entonces pudieron los «intelectuales» asistir al triunfo de sus traiciones y celebrar la propia obra. Como si hubiese un acuerdo previo para testimoniar la procedencia y los títulos de la Revolución, todas las deliberaciones de última hora, los «ukases» al Monarca y aquella indicación de su salida «antes de la puesta del sol», se realizaron en la casa del Dr. Marañón, sirviendo de intermediario entre [159] Palacio y la calle de Serrano el Conde de Romanones, e inundando las calles de Madrid con sus jubilosas y ya amenazadoras manifestaciones la FUE, asociada a los marxistas. ¡La patria del Altar y el Trono, suplantada por el socialismo anárquico, unido a los escolares, profesores y doctores! ¡Todo un poema!

¡Noche angustiosa fue la del 14 de abril en el Palacio Real! Las turbas, desatadas y difícilmente contenidas, amenazaban con la destrucción de las vidas de unos cuantos seres inocentes y, en cierto modo, indefensos ¡Cuántas deslealtades y cuántas cobardías se revelaron en aquellas interminables horas de la permanencia en Palacio de sus egregios moradores!

¡Bien os vengasteis, políticos ex monárquicos, de cuantas ofensas decíais haber recibido, motores internos de vuestra obra implacable llena de crueldad para damas y adolescentes! ¡No es el adversario quien habla en estos momentos, es el caballero quien os reprocha las torturas que produjisteis en inocentes seres!

Entretanto que el sufrimiento anidaba en las regias cámaras, el aprovechado joven maduro Miguel Maura se apoderaba de la poltrona del Ministerio de la Gobernación –sueño ambicioso de todas sus actuaciones políticas–, arrojando sobre la ejecutoria de su ilustre padre el borrón de una colaboración antiespañola en la nefasta obra de los masones y de los marxistas, culminada pocas semanas después en los incendios de las iglesias en la [161] primera destrucción de las riquezas artísticas, glorias que debieran haber sido inmarcesibles de la Nación, y en el abandono de toda intervención digna de su apellido.

Por lo que a mi persona afecta, la flamante República premió mi labor, desinteresadamente patriótica, con las dos siguientes determinaciones: fue la primera la suspensión de empleo en mi cátedra, oficiosamente decretada por el decano de la Facultad de Medicina, Sebastián Recaséns, seguida de la advertencia hecha por Marcelino Domingo, Ministro de Instrucción pública, de una formación de expediente, con destitución definitiva, por mi comportamiento en los finales del pasado Régimen. La segunda fue el «ukase» decretado por el tristemente célebre «Licenciado Pascua», hoy embajador en Rusia de la roja España, privándome de la dirección de la Escuela Nacional de Puericultura, fundada por mí, en la cual había con esfuerzo firme trabajado durante cinco años en beneficio de nuestros niños, y cuya solidez debió ser tan grande, cuanto que los recién llegados no se atrevieron a suprimir la institución que yo había creado. Y aun cuando me resulta enojoso ocuparme tanto de mi propia persona –si así lo hago es porque los hechos relacionados conmigo, aquí descritos, constituyen datos para la Historia–, no puedo menos de manifestar que en el cese firmado por el citado «Embajador» en nombre del Ministro de la Gobernación (Maura), influyeron, tanto o más que el odio político, las «calabazas» [162] recibidas con motivo de un examen de Medicina, en donde aquél demostró su insuficiencia ante un tribunal del que yo formaba parte. Este motivo inconfesado públicamente por el sujeto en cuestión, firmante de mi cesantía, lo manifestaba en privado, hasta el extremo de no ser secreto para nadie que conociera a fondo la causa de su antipatía.

En aquellos momentos la presión de los revolucionarios triunfantes sobre los españoles de buena cepa era formidable: la hora de su venganza había sonado, y, para satisfacerla, no perdonaban ocasión ni refinamiento.

En el mes de mayo comenzaron, como es sabido, los incendios de las iglesias, y con ellos los desmanes en un gran número de ciudades españolas. Nuestro tesoro artístico sufrió gravísimos quebrantos en el primer trimestre de la vida republicana. En Málaga, especialmente, los atropellos llegaron a un grado inconcebible. Un conocedor de las joyas arquitectónicas y artísticas de esta última capital, valoraba –en lo que era posible justipreciar– las pérdidas ocasionadas por las llamas en más de cien millones de pesetas. El famoso Cristo de Mena desapareció en la vorágine del año 1931. Lo mismo sucedió en Murcia, en Madrid y en otros pueblos y capitales. La residencia de los Jesuitas de la calle de la Flor, reducida a cenizas, vio consumirse por el fuego una magnífica biblioteca. Esta conducta revolucionaria dio la medida de la inteligencia y de los sentimientos de los que mandaban –comunistas, [163] anarquistas, marxistas en general–. Al mismo tiempo, puso de manifiesto las intenciones y el espíritu de los gobernantes. El Ministro de la Gobernación acabó para siempre su ya menguadísimo prestigio, y demostró con su tolerancia para los saqueos e incendios la sinceridad de sus propósitos reconstructivos y la bondad de las predicaciones anteriores a la nueva situación política.

Entretanto, los modestos hombres que, sin llamarnos «intelectuales», habíamos gastado nuestra vida entre los libros y la enseñanza, recibíamos continuamente anónimas amenazas y vejaciones, sin que encontrásemos a nuestro lado ni la satisfacción de una eficaz ayuda por parte de los elementos en unión de los cuales habíamos combatido, ni siquiera la caridad cristiana de cumplir la obra de misericordia de «consolar al triste». Se prescindió con palabras suaves, escritas en una carta, de mi colaboración en la prensa, y cuando muchos esperaban que por mi decidida campaña desearían llevarme como bandera a un puesto destacado en una candidatura importante para las elecciones que se avecinaban en las futuras Constituyentes, se me ofreció, «para quedar bien», a última hora, sin ayuda económica y sin aliento personal, un lugar en la lista de los candidatos por Albacete.

Verdad es también que yo hubiera siempre rechazado, como lo hice públicamente, la aceptación de un puesto como el de diputado a Cortes. Yo no había luchado para seguir una carrera política. [164] Mis anteriores intervenciones las había realizado solamente como español y en defensa de mi patria; pero esto que yo pensaba y sentía, no podía disculpar el abandono en que se me dejó y el olvido de mi colaboración leal en la defensa de los eternos valores nacionales.

Fue una enseñanza la que recibí, no sorprendente, quizás hasta esperada; mas no por esto último desprovista de interés ético ni falta de contenido de experiencia para el futuro. No por mi significación personal, sino como ejemplo edificante de la condición humana, estampo aquí estos juicios, que nunca fueron, ni lo son ahora, exteriorizaciones de amarguras ni despechos; pero sí elementos históricos de conocimiento acerca del comportamiento de ciertos hombres de ultraderecha que tanto han querido influir sobre nuestros destinos nacionales.

El Quijote que llevaba en mí, se quedó como el hidalgo manchego: solo y asendereado, no solamente por los yangüeses, sino por los amigos eventuales.

Era el término natural de mis propósitos y determinaciones de haber salido en busca de aventuras. Mas estas consecuencias no influyeron entonces ni después lo más mínimo en debilitar el amor por mi «Dulcinea», representada por el ideal patriótico, que he llevado siempre dentro de mi corazón.

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Enrique Suñer Ordoñez Los intelectuales y la tragedia española
2ª ed., San Sebastián 1938, págs. 155-164