Filosofía en español 
Filosofía en español

Luis Araquistain, El peligro yanqui, Madrid 1921, páginas 180-187

La política internacional · VIII

El Mediterráneo americano

En los Estados Unidos comienzan a designar al mar Caribe el «Mediterráneo de América», pero como el concepto es demasiado genérico y geográfico, hay quien prefiere –un conocido ingeniero, el Sr. Kibby Thomas– adoptar la denominación, más política e imperialista, de «mare nostrum», nuestro mar; esto es, el mar de los Estados Unidos. La expansión territorial y marítima de la República norteamericana no se detiene, como propósito, en Méjico y su golfo, sino que llega hasta Colombia y Venezuela. Y acaso tampoco sea éste su límite. Un somero examen de sus relaciones con los Estados contenidos en ese extenso y hermoso ámbito bastará para cerciorarse de sus intenciones.

De Puerto Rico nada hay que decir. Es inequívocamente una colonia norteamericana. El espíritu hispánico desaparece rápidamente, y ya muchos de los naturales de la isla hablan la lengua española como extranjeros y la inglesa como norteamericanos. La absorción total es cuestión de tiempo y parece inevitable.

Cuba defiende su personalidad con mayor energía, pero la enmienda del senador Platt al tratado con los Estados Unidos hace difícil su libertad e independencia. Hay un artículo, el III, en ese convenio que reconoce a los Estados Unidos el derecho de intervención en Cuba. Textualmente dice así: «El Gobierno de Cuba consiente en que los Estados Unidos puedan ejercer el derecho de intervenir para la conservación de la independencia de Cuba, el mantenimiento de un Gobierno adecuado a la protección de la vida, la propiedad y la libertad individual, y el cumplimiento de las obligaciones impuestas respecto a Cuba por el Tratado de París a los Estados Unidos, las cuales asume ahora el Gobierno cubano.»

El primer caso, el de la independencia de Cuba, no se ha dado ni es fácil que se dé, porque ningún país europeo ni americano aspira a la conquista de esa isla; ninguno, excepto tal vez los Estados Unidos. Si esto ocurriera, si el guardián se convirtiese en detentador, ¿cómo habría de aplicar el tratado contra sí mismo? No lo aplicaría; más cómodo sería darlo por no existente, como tantos otros que hay violados en la historia.

El segundo caso, el de proteger a un Gobierno que defienda los derechos y libertades de los cubanos, otorga peligrosas facultades. Pues ¿quién ha de definir la naturaleza del Gobierno que se ha de amparar? No se especifica. Bien pudiera ocurrir que los Estados Unidos fueran a socorrer a un Gobierno que precisamente se hubiera hecho impopular y hubiera provocado un levantamiento revolucionario por atentar contra los derechos y libertades del pueblo cubano, como aconteció en 1906 y en 1916, para conservar en el poder a Estrada Palma y Menocal, respectivamente. En ambas ocasiones intervino la República norteamericana y quedó en suspenso la independencia de Cuba, no para proteger su libertad, sino para aherrojarla. También pudiera acaecer que un Gobierno cubano fuese desafecto a los Estados Unidos. Nada costaría a éstos, en tal trance, prestar apoyo a cualquier movimiento revolucionario para derrumbarle, como en tantas otras Repúblicas del Centro de América, y sostener luego al Gobierno victorioso en nombre de la cláusula III de la enmienda Platt. ¿Puede decirse que un país en tales condiciones de mediatización sea independiente?

La última intervención por ahora data de principios de 1921, según la nota de 3 de enero publicada por el secretario de Wilson, que dice así: «Bajo instrucciones del presidente, el comandante general Enoch H. Crowder se ha embarcado para la Habana, Cuba, en el vapor de guerra de los Estados Unidos Minnesota. El general Crowder va a Cuba a conferenciar con el presidente Menocal sobre las condiciones en Cuba. Continúan en Cuba la moratoria y la crisis financiera, y su solución aparece más difícil a causa de la indecisión de las elecciones presidenciales. La prolongación de la situación actual demostraría ser en extremo perjudicial para la prosperidad de Cuba y para las relaciones entre los Estados Unidos y Cuba. Como esto no puede ser sino materia del más vivo interés para este Gobierno, por las relaciones especiales que existen entre los dos países, el presidente ha dado instrucciones al general Crowder para que conferencie con el presidente Menocal acerca de los mejores medios para remediar la situación.» En este caso, no se trataba de la independencia de Cuba, ni de su libertad, sino de una simple crisis económica, y, sin embargo, el Gobierno norteamericano se consideró obligado a enviar a Cuba, no ya un diplomático profesional o un político especialista, sino un hombre militar y un barco de guerra. ¿En nombre de qué acuerdo o principio internacional podían hacer uso los Estados Unidos y acatarlo Cuba? No por virtud de ningún derecho, sino de un hecho: que la independencia cubana es nada más que una sombra.

La diplomacia del dólar y del garrote, como se la denomina en política internacional, que ha seguido la República yanqui en su «mare nostrum», ha ido adueñándose de territorios que le convenían por razones ya económicas, ya estratégicas. Las casos de Haití, Santo Domingo y Panamá son manifestaciones elocuentes de esa política. En 1915 hubo una revolución en Haití. Unas horas después de estallar, llegaba a Port-au-Prince el crucero norteamericano Washington, desembarcaba tropas y ocupaba el país. (Casi siempre suele ser una revolución, espontánea o no, el pretexto de estas ocupaciones por parte de los Estados Unidos.) Se apoderaron inmediatamente –es lo primero que suelen hacer– de las aduanas y los servicios públicos. Luego –segunda etapa– hubo elección presidencial y, naturalmente, triunfó el candidato más grato a los Estados Unidos. Por último –tercera y definitiva etapa– se concertó un tratado que convertía de hecho a Haití en protectorado de los Estados Unidos. Y no ha habido más revoluciones, pero tampoco hay más independencia. No puede ser más simple, tutoral y ejecutiva la aplicación del monroísmo, o doctrina de América para los americanos –del Norte.

La intervención en Santo Domingo fue más espinosa. Con el pretexto de una revolución en 1916, desembarcaron tropas norteamericanas en Santo Domingo y trataron de compeler a esta república a firmar un tratado por el estilo del de Haití. Se resistieron los dominicanos, bajo la dirección de su valeroso presidente, el Dr. Francisco Henríquez y Carvajal, médico notable y hombre de vasta cultura, y entonces, el 29 de noviembre de 1916, el capitán de navío yanqui H. K. Knapp declaró la República dominicana «en estado de ocupación militar por las fuerzas de mi mando». El aparente fundamento jurídico fue que Santo Domingo había violado el art. 3.° del tratado de 1907, según el cual se comprometía a no aumentar la deuda pública sin previo acuerdo con los Estados Unidos. ¿Lo violó realmente? No ha habido prueba de ello; el Gobierno norteamericano se ha conformado sencillamente con afirmarlo y ocupar, sobre ese supuesto, un país independiente. Se apoderó, como en Haití, de las aduanas –de esto no se olvida nunca– y de los servicios públicos; ahogó la libertad de imprenta y quiso acallar por el terror a escritores como Fabio Fiallo. La brutal tiranía duró cuatro años, hasta diciembre de 1920, en que el presidente Wilson decretó la desocupación de la República dominicana, acaso movido por la protesta moral del mundo entero, quizás a impulsos de algún remordimiento en sus postreros días presidenciales y del purificado deseo de no dejar como recuerdo de su Gobierno tan triste y lamentable herencia. Pero el hecho es que Santo Domingo ha sido durante cuatro años tiranizada colonia yanqui, y malos son tales precedentes, que prestan aliento a los invasores y quiebran el temple moral de los invadidos.

El centro de las aspiraciones norteamericanas en Panamá, y la historia de su constitución y de la apertura de su canal es paralela a la del desenvolvimiento del imperialismo yanqui en torno del «mare nostrum» del Caribe. Todavía en 1850, los propósitos de los Estados Unidos eran poco concretos, como lo indica el tratado Clayton-Bulwer, en que la República del Norte de América e Inglaterra se comprometen a respetar la soberanía e independencia de cualquier territorio del istmo por donde pudiera abrirse un canal de enlace entre el Atlántico y el Pacífico. Este tratado va siendo tan gran estorbo para los Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XIX y es causa de tantos rozamientos con Inglaterra, que al cabo ésta se aviene a anularlo y a concertar otro, el de Pauncefote-Hay, en 1901, por el cual se autoriza a los Estados Unidos a construir un canal bajo la dirección de su Gobierno. El monroísmo, o expulsión gradual de todas las potencias europeas de todos aquellos territorios americanos que interesan a la República del Norte, triunfa aquí en toda la línea.

Pero había un obstáculo al canal de Panamá, que tales ventajas navales, políticas y económicas había de crear para los Estados Unidos, y era la resistencia del país donde iba a estar emplazado: la antigua Nueva Granada, hoy Colombia. La idea de un canal que comunicara los dos grandes mares y facilitara la navegación y el comercio entre Asia, Oceanía, las dos costas de América y Europa, era antigua, y ya los propios conquistadores españoles la concibieron y acariciaron. Sin embargo, no adquirió concreción y principio de realidad hasta 1878, en que Colombia concertó un contrato con el francés Bonaparte Wyse. Tras múltiples vicisitudes, que constituyen uno de los grandes escándalos financieros internacionales, y después de varias tentativas de transferir la concesión al Gobierno francés, a las cuales se opusieron tenazmente Colombia, en nombre del propio contrato, y los Estados Unidos, en nombre del monroísmo, la compañía francesa pudo en 1902 vender sus privilegios a la República norteamericana por cuarenta millones de dólares.

Quedaba Colombia. Pero en 1903, el representante diplomático de Colombia en Washington, Herrán, y el ministro de Estado norteamericano, Hay, concertaron un tratado por el que el Gobierno colombiano cedía a los Estados Unidos un cinturón de territorio a través del Istmo, para construir un canal de un mar a otro, por un período de cien años renovable indefinidamente por plazos semejantes. Para su validez, el tratado tenía que ser sometido al Parlamento de Colombia, cuyo Senado lo rechazó por estimarlo atentatorio a la soberanía nacional. El 3 de noviembre del mismo año, estalló una revolución en la ciudad de Panamá, y la provincia de este nombre declaró su independencia frente a Colombia. Unos días antes habían llegado –curiosa casualidad– barcos de guerra norteamericanos a los puertos de Panamá en los dos mares, y el Gobierno de los Estados Unidos hizo saber al de Colombia que no consentiría desembarco de tropas. Tres días después, la República norteamericana reconocía el nuevo Estado flamante, y quince días más tarde firmaba con él un tratado para la apertura del canal, mucho más favorable que el proyectado con Colombia. La compañía francesa recibió sus 40 millones de dólares; Panamá, 10 millones por la concesión, y en 1914, Colombia, 25 millones a cambio del reconocimiento de la república separada. Panamá es hoy, de hecho, un protectorado de los Estados Unidos. Y todos tan contentos.

El caso de Nicaragua no es menos sintomático. En 1909, con el pretexto –como siempre– de una revolución, contra el presidente Zelaya, los Estados Unidos despacharon a sus costas barcos de guerra, y desde entonces, de hecho, la pequeña república ha dejado de ser independiente. Uno de los gobiernos revolucionarios posteriores pidió a la República norteamericana un empréstito a cambio del poder de intervenir en las aduanas. El Congreso norteamericano rechazó el tratado en que se daba forma a este pacto, pero el Gobierno de los Estados Unidos logró por la vía privada lo que no pudo oficialmente, y fue que unos banqueros de Nueva York prestaran a Nicaragua millón y medio de dólares y más tarde otros 755.000 dólares. Las aduanas nicaragüenses están desde entonces en manos de los Estados Unidos. En 1916 se concertó algo más positivo: un tratado en el que por tres millones de dólares, Nicaragua otorga a la nación norteamericana el derecho de construir un canal entre el Atlántico y el Pacífico, el arrendamiento por noventa años de las islas Maíz y un punto de Nicaragua en el golfo de Fonseca para una estación naval; tratado que es renovable por igual período. Como se ve, la independencia de Nicaragua, como la de Panamá, como la de Haití, como la de Puerto Rico, como la de Cuba, es un mito. No hay más realidad que la del «mare nostrum» norteamericano.

El tratado de Nicaragua con los Estados Unidos suscitó vivas protestas por parte de Costa Rica, Honduras y Salvador, por estimarlo incompatible con otros tratados que existían previamente, sobre todo uno relativo a la apertura de un canal, que interesaba a Costa Rica, y lesivo de la soberanía de estos países, que la perdían de rechazó conjuntamente con Nicaragua. Acudieron al Tribunal centroamericano de Justicia, creado bajo la convención de Washington para dirimir toda disputa entre las cinco repúblicas del centro de América. El Tribunal de arbitraje –una de las conquistas más grandes del Derecho entre naciones– dio la razón a Costa Rica y Salvador; pero Nicaragua, bajo la presión de los propios Estados Unidos que habían patrocinado ese instituto jurídico, hizo caso omiso de los fallos, retiró su representante de dicho Tribunal y al obrar así le dio muerte para siempre. El espíritu del derecho, a que habían colaborado los mismos norteamericanos, fue arrollado por el instinto biológico de la fuerza que aspira a apoderarse de todo el Mediterráneo del Caribe.

¿Qué duda cabe que la expansión de los Estados Unidos ha de irse extendiendo a esas otras repúblicas centroamericanas, hasta ahora tan celosas de su soberanía e independencia? Unas veces, el pretexto será una revolución en que sufran algún daño súbditos e intereses norteamericanos; otras, quizás sean los mismos revolucionarios los que llamen a los Estados Unidos, como en Nicaragua; otras, acaso se ofrezcan las aduanas a cambio de un empréstito. Pero el destino es fatal: esas naciones están en el camino de los Estados Unidos, dentro de su «mare nostrum», y ya sea por razones de estrategia naval, ya por simple codicia económica –esos países son extremadamente ricos y algunos, como Costa Rica, poseen la diabólica tentación del petróleo– es difícil que puedan mantener su independencia. La privilegiada posición que les otorga la apertura del Canal de Panamá es al mismo tiempo su trágica desdicha.

El rompimiento entre Costa Rica y Panamá en marzo de 1921, al parecer por no haber cumplido esta última los fallos sobre límites dictados por el Tribunal arbitral de los Estados Unidos, al que deben someterse todas las disputas de ese género según el tratado de 1910 entre ambos países, fue un simple incidente en la historia del intervencionismo yanqui en el centro de América. Panamá, como Nicaragua, puede burlar cualquier resolución jurídica mientras la apoyen los Estados Unidos. Esto quiere decir que en esa como en cualquiera otra ocasión habría o no guerra según la República norteamericana lo desease. Lo extraño es que Costa Rica provocase el conflicto, sabiendo que nada tenía que ganar y mucho que perder. Nadie más interesado que la República norteamericana en conflictos de ese linaje. El «mare nostrum» es un verdadero río revuelto en que sólo logran alguna presa piscatoria los Estados Unidos.