< Luis de Montalto · Las Provinciales… >
1684 1849
Tercera carta
que sirve de respuesta a la antecedente
De París, a 9 de febrero de 1656
Señor mío,
Acabo de recibir su carta de V. M. y a un mismo tiempo una copia manuscrita de la Censura. Hállome tan bien tratado en la Carta, como el D. Arnauld mal en la Censura. Temo que haya exceso de entrambas partes, y que no nos hayan conocido bien los Jueces. Puedo asegurar que si nos conocieran a entrambos, el D. Arnauld hubiera merecido la aprobación de la Sorbona, y yo la censura de la Academia. Y así nuestros intereses son muy opuestos. El D. Arnauld ha menester parecer para defender su inocencia, y yo por lo contrario debo ocultarme por no perder mi reputación. De manera que no pudiendo manifestarme, dejaré a V. M. el cargo de cumplir por mí con mis ilustres aprobadores; y yo por mi parte tendré cuidado de avisar a V. M. de lo que hubiere acerca de la Censura.
Cierto que la tal Censura, me dejó suspenso y atónito. Pensé ver en ella condenadas las más horribles herejías del mundo; pero se admirará V. M. como yo hago, de que tantas y tan ruidosas disposiciones se hayan desvanecido y venido a parar en humo, así como se llegó al efecto.
Para poderlo concebir con gusto, acuérdese V. M. de las extrañas impresiones que nos han dado de los Jansenistas de tanto tiempo acá. Revoque V. M. a la memoria cómo los han acusado, diciendo que eran sediciosos, comuneros y cismáticos; y cómo los han desacreditado y calumniado en las cátedras y en los libros; y finalmente cómo este torrente que duró tanto y corrió con tanta violencia y fuerza, ha crecido estos últimos años, hasta llegar a acusarlos públicamente y a cara descubierta de que eran no solamente herejes y cismáticos, sino también Apóstatas e infieles, que negaban la transubstanciación, y que renunciaban a Jesucristo, y a su Evangelio.
Sobre tantas y tan atroces acusaciones, tomóse la resolución de examinar sus libros para hacer juicio de ellos. Y entre todos eligen la segunda carta del D. Arnauld; porque decían que estaba llena de errores muy grandes. Nombran por examinadores a sus mayores adversarios; y estos pusieron todo su cuidado e industria para poder hallar que reprehender; y al cabo entresacaron una sola proposición acerca de la doctrina; y la expusieron a la censura.
¿Quién no pensara que esta proposición, habiendo sido sacada con circunstancias tan notables, encerraba en sí el veneno de las herejías más pestilenciales? Sin embargo no se halla en ella un tilde que no sea clara y formalmente conforme con los lugares de los SS. Padres que el D. Arnauld cita allí mismo; de manera que hasta hoy ninguno ha podido señalar alguna diferencia; y era forzoso que la hubiese y muy grande, como todos imaginaban: porque siendo los lugares de los Padres sin duda católicos, para que fuese herética la proposición del D. Arnauld, les había de ser muy opuesta.
La Sorbona había de resolver esta duda; y toda la cristiandad estaba atenta y deseosa de ver por la censura de estos doctores este punto tan imperceptible. Sin embargo el D. Arnauld saca a luz sus apologías, y muestra en dos columnas correspondientes su proposición, cotejándola con los lugares de los Padres de donde la sacó, para que aun los rudos pudiesen ver la conformidad.
Muestra pues, que S. Agustín en un lugar que él cita, dice: Que Jesu Cristo nos enseña en S. Pedro, que ningún justo debe presumir de sí. Y trae otro lugar del mismo santo donde dice: Que Dios dejó a S. Pedro sin gracia para que todo hombre conociese, que sin la gracia no se puede nada. Alega otro de S. Crisóstomo que dice: Que la caída de S. Pedro no fue por frialdad de su corazón, sino porque le faltó la gracia. Y en otra parte: La negación de Pedro no fue tanto por negligencia suya, como por haberle dejado Dios de su mano, para que supiese que sin Dios no se puede hacer nada. Y luego refiere su proposición acusada que es esta: Los Santos Padres nos representan a un justo en la persona de S. Pedro, a quien faltó la gracia sin la cual no se puede nada.
Lo que en vano se procura es señalar cómo puede ser, que esta proposición del D. Arnauld sea tan diferente de las que traen los SS. Padres, como lo es la verdad del error y la fe de la herejía. Veamos en qué podría estar esta diferencia. ¿Está por ventura en lo que dice: Que los Padres nos representan a un justo en la persona de S. Pedro? No; porque S. Agustín dice lo mismo en términos formales. ¿Está en lo que dice: Que la gracia le faltó? El mismo S. Agustín que dice, que S. Pedro era justo, también dice, que en aquella ocasión le faltó la gracia. ¿Si estará en esto, que sin la gracia no se puede nada? Tampoco; porque lo mismo dice S. Agustín en ese mismo lugar; y lo mismo había dicho antes S. Crisóstomo, con esta sola diferencia; que S. Crisóstomo lo exprime de un modo más fuerte que el D. Arnauld, como cuando dice: Que la caída de S. Pedro no fue por su frialdad, ni por su negligencia, pero porque le faltó la gracia.
Todas estas consideraciones tenían suspensos a todos, y con ansias por saber en qué podía consistir esta contrariedad; cuando al fin sale a luz después, de tantas juntas, la Censura tan célebre y tan deseada. Pero pobre de mí, y qué presto se desvanecieron con ella nuestras esperanzas. O sea que los doctores Molinistas no quisieron bajarse a enseñarnos, o sea por otra razón oculta, no hicieron más que pronunciar estas palabras: Esta proposición es temeraria, impía, blasfema, anatematizada, herética.
Pues creerá V. M. que la mayor parte de los que ven frustradas sus esperanzas, se han puesto de muy mal humor, y se vuelven contra los censores mismos. De aquí sacan ellos unas consecuencias admirables para la justificación del D. Arnauld. Pues cómo, dicen ellos, ¿con esto salen ahora al cabo de tanto tiempo? ¿Es esto todo lo que pudieron hacer tantos doctores, y tan encarnizados contra uno? ¿Y no hallaron en todas sus obras sino es tres renglones que reprehender; y estos sacados de las propias y formales palabras de los mayores doctores de la Iglesia Griega, y Latina? ¿Hay algún autor que para perderle, no se le halle un pretexto más bien fundado? ¿Pues qué mayor prueba? ¿o qué más ilustre manifestación de la fe de este insigne varón acusado?
¿Por qué razón, dicen ellos, se fulminan tantas imprecaciones como las que se contienen en esta censura? ¿Qué les ha movido a poner en ella todos estos términos de peste, de veneno, de horror, de temeridad, de impiedad, de blasfemia, de abominación, de execración, de anatema, de herejía? Estas son unas expresiones las más horribles que se pudieran forjar contra Arrio, y aun contra el Ante-Cristo: ¿y esto para condenar una herejía imperceptible, y que no la han podido todavía señalar? Si es contra las palabras de los Santos Padres, ¿dónde está la fe y la tradición? Si contra la proposición del D. Arnauld, que nos digan en qué se diferencia, porque no vemos en ella sino una perfecta conformidad. Así que descubriremos el error que contiene, la aborreceremos: pero mientras no lo vemos, y no hallamos sino la misma doctrina de los SS. Padres concebida y expresada en sus propios términos, ¿cómo será posible que no la veneremos santamente?
A estos extremos llegaron: pero son hombres que penetran mucho. Nosotros, que no entendemos tanto, soseguémonos, y que allá se lo hayan. ¿Queremos saber más que nuestros maestros? No hemos de emprender más que ellos. La curiosidad nos podría precipitar en algún error: por poco que entrásemos a escudriñar la materia, daríamos la censura por herética. No hay más de un punto entre la proposición del D. Arnauld, y la fe, y este punto es imperceptible. La diferencia que hay de uno a otro es tan invisible, que me recelé, así que no la vi, de oponerme a los Santos Doctores de la Iglesia, por conformarme demasiado con los Doctores de la Sorbona; y con este recelo me pareció necesario ir a consultar con uno de aquellos que por política quedaron neutrales acerca de la primera cuestión, para informarme de la verdad. Visité pues a uno muy sagaz y muy enterado del caso. Pedíle que me señalase las circunstancias de esta diferencia, porque yo le confesé de plano que no hallaba alguna.
A lo cual me respondió con una cara de risa, como que gustaba de mi sencillez: ¡Bravo simple eres en creer que haya alguna diferencia! ¿Dónde o de qué manera puede haberla? ¿Piensas que si se hubiese hallado alguna, no se hubiera luego notado, y puesto con grande alborozo a ojos de todo el mundo para desacreditar al D. Arnauld? Bien conocí yo por estas pocas palabras, que los que fueron neutrales en la cuestión de hecho no lo hubieran sido en la cuestión de derecho. Deseoso sin embargo de oír sus razones, le dije: ¿Pues por qué combaten a esta proposición? y me respondió: ¿No sabes tú estos dos puntos que los menos informados del caso no ignoran; lo uno que el D. Arnauld siempre ha observado no decir cosa que no fuese incontrastablemente fundada en la tradición de la Iglesia; y lo otro, que no obstante sus enemigos han resuelto derribarle sea como fuere, y coste lo que costare; con que siendo tales sus escritos que no dejan lugar a que los otros le puedan hincar el diente para asirle, les ha sido forzoso por satisfacer a su pasión, coger una proposición tal cual y condenarla sin decir en qué ni por qué? Y es que los Jansenistas traen a los Molinistas al retortero, y los aprietan tan fuertemente que no se les cae palabra que no sea muy conforme al sentir de los SS. Padres, cuando luego los Jansenistas los aturden con volúmenes enteros y los hacen hablar. De suerte que conociendo ellos su propia flaqueza, les pareció que les estaría mejor y sería más fácil censurar que responder, porque más presto hallarán frailes para censurar que razones para responder.
Luego según esto, dije yo, la Censura queda inútil y vana. Porque si se mira bien, ¿qué crédito o qué fe se podrá dar a esa censura, viéndola sin fundamento, y destruida con las respuestas contra ella? Si conocieras el genio del pueblo, me replicó mi Doctor, no dirías eso. Aquella censura, aunque muy digna de ser censurada, tendrá casi todo su efecto por un tiempo; y aunque es cierto que después, a fuerza de razones se mostrará patentemente su nulidad, también es verdad que a los principios la mayor parte del pueblo le dará el crédito que pudiera dar a la más justa censura. Y como se diga a gritos por las calles: Esta es la censura contra el D. Arnauld: Esta es la condenación de los Jansenistas, los Jesuitas triunfarán. ¡Qué pocos habrán que la lean! Y de los que la leyeren ¡qué pocos la entenderán, qué pocos harán reparo en que no satisface a las objeciones! ¿Quién habrá que tome a pechos el examinar de raíz el caso? Esta es pues la ventaja que por este medio logran los enemigos de los Jansenistas. Seguros están de triunfar por algunos meses, aunque ese triunfo será vano como suele. Sin embargo mucho les vale; y para después, inventarán nuevos modos de subsistir. Viven de un día para otro. De esta suerte se han mantenido hasta ahora, ya con un catecismo, donde hacen que un niño de la doctrina pronuncie la sentencia de condenación contra sus adversarios; ya con una procesión, donde la gracia suficiente trae arrastrando con cadenas a la gracia eficaz en señal del trofeo; ya con una comedia, donde los diablos se llevan a Jansenio; ya con un almanaque, y ahora con esta censura.
En verdad, dije yo, que antes hallaba qué reprehender en los Molinistas: pero después que he oído lo que V. M. me ha relatado, me admiro de la prudencia y política que tienen. Esta es una treta que no puede ser más juiciosa, ni más segura. Lo has comprehendido muy bien, me dijo. Y es cierto que hallaron que les estaba mejor callar: por lo cual un sabio Teólogo dijo: que de todos ellos los más prudentes eran aquellos que obraban con astucia, que hablaban poco, y que no escribían nada.
Con esta precaución desde el principio de las Juntas tuvieron astutamente dispuesto, que si el D. Arnauld venía a la Sorbona, había de ser para referir sencillamente su sentir, y no para argüir con nadie. Así que los examinadores quisieron apartarse tantico de este método, no les fue bien. Y se vieron muy fuertemente rechazados y concluidos con el segundo apologético del D. Arnauld.
Con este mismo intento dispusieron aquella rara y nueva invención del reloj de arena, y de la media hora. Por este camino se han librado de la importunidad de esos doctores que se ponían a refutar sus razones, y a citar libros para convencerlos de falsedad, y a provocarlos a que respondiesen, y a reducirlos al silencio, y a no tener que replicar.
Pero no dejaron de conocer que, quitada esta libertad de hablar, razón porque se ausentaban de las Juntas muchos Doctores, se desacreditaba mucho la censura; y que el auto de protestación de nulidad que había hecho el D. Arnauld antes que la censura se concluyese, sería un preámbulo muy malo, y perjudicial a su aceptación favorable. Y no dudan que todos aquellos que no tienen preocupado el entendimiento, atienden por lo menos tanto al juicio de 70 Doctores, que no tenían que ganar en la defensa del D. Arnauld, como al sentir de otros ciento, que no tenían que perder en su condenación.
Sin embargo juzgaron, que les estaba bien haber sacado una censura, aunque no haya intervenido en ella todo el cuerpo; aunque fabricada quitando la libertad a los votantes, y sacada por muchos medios bajos, y no del todo lícitos y regulares. Y no importa que no explique nada de lo que se podía poner en cuestión, y que no señale en qué consiste esta herejía, y que sea muy corta de palabras por no deslizarse: ese mismo silencio es misterioso para los simples, y sacará esta ventaja particular la censura, que los más críticos y los más sutiles de los Teólogos, no podrán hallar en ella ninguna razón mala que reprehender.
Y así bien puedes sosegar sin temer de ser hereje, aunque sigas la proposición condenada; pues no es herética, sino es en cuanto está en la segunda Carta del D. Arnauld. Y si no quieres fiar de mi palabra, fíate de M. le Moine el más apasionado de los Examinadores, el cual hablando esta mañana con un Doctor amigo mío, habiéndole este preguntado en qué estaba la diferencia tan reñida, y si no sería ya lícito decir lo mismo que dijeron los santos Padres: Aquella proposición, respondió excelentemente, sería católica en boca de otro; solo en la del D. Arnauld es condenada por la Sorbona. Considera pues, y no sin admiración, que tales son las máquinas del Molinismo, y tan horribles mudanzas introducen en la Iglesia, que lo que es católico en los SS. Padres se vuelve herejía en el D. Arnauld: Que lo que era herejía en los Semipelagianos es doctrina ortodoxa en los escritos de los Jesuitas: Que la doctrina tan antigua de S. Agustín pasa en este tiempo por novedad extraña e insufrible, y que las invenciones nuevas, que cada día se forjan a nuestra vista, son tenidas por doctrina y fe antigua de la Iglesia. Y con esto mi Doctor se despidió.
Esta instrucción me sirvió de mucho. Llegué a comprender que esta herejía era de una especie nueva e inaudita. No es la doctrina o el sentir del D. Arnauld que es herético, sino su persona. Es una herejía personal. Y no es hereje por lo que ha dicho o escrito; pero solo porque es el D. Arnauld. Es todo cuanto se le puede oponer. Haga lo que quisiere, si no deja de ser, nunca será buen católico. La gracia de S. Agustín nunca será la verdadera, mientras él la defendiere: y sería verdadera si empezara a opugnarla; y esta sería el seguro y casi el solo medio para establecerla, y para destruir el Molinismo, tanta es la desventura y trabajosa suerte que tienen las opiniones, así como el D. Arnauld las abraza y defiende.
Dejemos pues estos debates. Son disputas de Teólogos, y no de Teología. Nosotros que no somos Doctores no tenemos que ver con sus contiendas. V. M. tome a su cargo el participar a los amigos las novedades de la censura, y guarde Dios a V. M. como yo deseo, &c.
[ Luis de Montalto, Les Provinciales…, Colonia 1684, páginas 47-63. ]