Concepción Arenal
Juicio crítico de las obras de Feijoo
Capítulo V
Derecho penal
De todas las manifestaciones del derecho, la más importante es aquella que tiene por objeto determinar:
Cuándo una acción puede calificarse de mala:
¿Qué grado de maldad se necesita para que la ley pene?
¿Qué procedimientos han de seguirse para penarla?
¿En qué ha de consistir la pena?
El progreso de las ciencias, la perfección de las artes, la equidad de los Códigos políticos, civiles y de comercio, importan mucho menos que el Código penal: porque no hay nada tan grave para el hombre como aquel juicio que le declara culpable o inocente, y le priva de la libertad, de la vida, o de la honra. Los otros derechos, aunque en rigor no sea así, parece que versan sobre cosas que atañen al cuerpo; el derecho penal se dirige principalmente al alma herida con la declaración del delito, depravada tal vez con la [399] imposición de la pena. La ignorancia y el atraso que tanto perjudican al vuelo de la inteligencia y al bienestar de la vida, hacen infinitamente más daño, cuando, pervirtiendo la moral y desconociendo la naturaleza del hombre, se apartan del derecho al definir el delito y al señalar la pena. De todos los males, el menos tolerado de un pueblo debiera ser el que tiene sus raíces en el Código penal. Y es lo triste, que lo más importante más lentamente se perfecciona: como si la última de las necesidades que siente el hombre fuera la de ser justo.
No se aplica esta observación a Feijoo, el cual puede decirse que tenía hambre y sed de justicia, según la pide y aboga por ella siempre que se presenta la ocasión, o buscándola. Aunque no hubiera escrito más que su Balanza de Astrea, tendría méritos para contarse entre los hombres rectos que han procurado enérgicamente que los demás lo sean. Es notable este discurso, bajo forma de Carta de un togado anciano a un hijo suyo recién elevado a la toga. Nos parece difícil dar más sanos consejos a un juez ni expresarlos mejor.
«Ya no eres mío ni tuyo, sino del público... Tu bien propio le has de considerar como ajeno y sólo el público cómo propio... Ya no hay para ti paisanos, amigos, ni parientes. Ya no has de tener patria, ni carne, ni sangre. ¿Quiero decir que no has de ser hombre; No por cierto; sino que la razón de hombre ha de vivir tan separada de la razón de juez, que no tengan el más leve comercio las acciones de la judicatura con los afectos de la humanidad... Por todas partes debe tener bien fortalecida el alma el que viste la toga, porque en distintas ocurrencias no hay pasión que no sea enemiga de la justicia. Aun los afectos lícitos le hacen guerra muchas veces. ¿Que cosa más justa que la ternura con la propia esposa? ¡Pero cuántas veces la inclinación a la esposa hizo inclinar la rectitud de la vara! No quiero decir que el juez sea feroz, despiadado, duro; sino constante, animoso, íntegro... Dícese que las amistades pueden llegar hasta las aras, pero en el templo de Astrea deben quedar fuera de las puertas.
Eres desinteresado, gran partida para ministro. Mas ¿que sé yo lo que será en adelante? El desinterés, como la hermosura, es prenda de la juventud y rara vez acompaña la vida hasta la última edad... El alma se marchita como el cuerpo y son arrugas del alma los encogimientos de la codicia. Dios nos libre de que un [400] magistrado empiece a enriquecerse, porque pasa en el lo mismo que en el elemento del agua, que a proporción del caudal que tiene son los tributos que goza. Mientras, arroyo, sólo recibe fuentes; pasando a servicio, recibe arroyos, y llegando a ser más, recibe ríos...
Cualquiera que intenta regalarte te ofende gravemente en el honor... Dos géneros de personas padecen en el mundo el grave error de estimar como obsequios los agravios: las mujeres que se dejan regalar de galanes y los ministros que se dejan regalar de pretendientes: en la intención de estos, toda dádiva es soborno. El que hace presentes a la dama o al ministro, con la acción va a corromperlos; con el concepto, ya los supone corrompidos... Eso que se llama aplicar la gracia, examinadas las cosas en la práctica, es una quimera... Oh que algunas cosas se dejan a la prudencia del juez, es verdad; pero por eso mismo no se dejan a su voluntad...
...Estamos obligados a seguir la mente del legislador antes que la letra de la ley... La piedad, que tanto se implora en los jueces subalternos, impropiamente se llama así: porque si es conforme a la ley, racionalmente entendida, es justicia; si contra ella, es injusticia.»
No sólo en el discurso citado, del que tomamos los párrafos que acaban de leerse; no solo en una carta sobre abreviar las causas judiciales, sino en otros muchos lugares de sus obras, clama Feijoo contra los intolerables abusos en los procedimientos jurídicos: lentitud de los fallos, perjurio de los testigos, venalidad de la curia inferior, docilidad de la alta magistratura para con los poderosos e impunidad de todos. No hay duda que padecía, como hemos dicho, hambre y sed de justicia. ¿Pero tenía de la justicia en materia criminal una noción exacta? Pensamos que no, y que en esto, lejos de adelantarse a su época, le pagó desdichado tributo y lejos de unirse a los que se apartaban del vulgo, le siguió, formando masa con él. ¿Era ignorancia del asunto? No. Lo repetimos: nuestro autor podrá equivocarse en lo que diga, pero sabe siempre lo que dice y se ve claramente que no es extraño al estudio del derecho penal. Cierto es que Vico, Beccaria y Filangieri no habrían escrito tal vez con las prohibiciones del Santo Oficio y otras dificultades, no pudo ver a Montesquieu; pero no hay duda que había leído a Matheu De re criminali, pues cita su sentencia a propósito de las mutilaciones [401] legales: El fin de las penas es curar la República y los delincuentes y no cura bien quien corta el pie o la mano.
«Aunque en las penas no muy graves, las leyes (dice Feijoo) no solo atienden a la indemnización de la República, mas también a la enmienda del reo, en el castigo de los muy perjudiciales al público, solo mira a los dos fines de separar del cuerpo político un miembro que puede inficionarle y con la severidad que ejerce en este escarmentar a la multitud.»
Si bien en este párrafo, único, admite como elemento de penalidad en delitos leves la enmienda del reo, parece olvidarse absolutamente de ella en todas sus teorías penales, que giran sobre estos dos polos: intimidación e interés público.
«Se ha de perdonar sólo (dice) en aquellos casos en que la República se interesa tanto o más en la absolución del reo que en su castigo... La utilidad pública es el norte a donde debe dirigirse siempre la vara de la justicia.»
Después de hablar del modo con que en distintos pueblos se castigaba a los testigos falsos, cortándoles pies y manos, vendiéndolos como esclavos, despeñándolos de una roca, hirviéndolos en aceite, añade: «ninguna de estas penas me horroriza.» Instando para que se abrevien las causas, aunque haya alguna mayor probabilidad de acierto en la demora, alega como ejemplo lo que se hace
«con los crímenes de herejía y de lesa majestad, en que se apartan los jueces del modo de proceder ordinario... en que se tiene por conveniente, por lograr ese bien público, dispensarse en algunas circunstancias del modo de proceder ordinario, aunque más seguro éste para la investigación de la verdad: de suerte que se juzga menor inconveniente permitir con ese menos exacto juicio el riesgo de que sea condenado un inocente, que aventurarse al peligro de que queden sin la debida pena delitos tan perjudiciales a la República.»
La máxima de Cicerón, se adopta, pues, sin reserva... Bonum publicum suprema lex esto; sin notar que el público bien no puede estar en la injusticia, que no hay cosa más errada que los cálculos del egoísmo, lo propio si se trata de un hombre que de un pueblo, y que la conveniencia pública, lo mismo que la privada, no puede buscarse prescindiendo de la moral.
La escuela a que pertenecía Feijoo no veía más que el derecho de la sociedad; el del reo desaparecía muchas veces en teoría, y con mayor frecuencia aún en la práctica; el culpable era una criatura [402] vil, infame, detestable, incorregible, objeto de desdén o de horror, y medio de escarmiento. La sociedad estaba preparada para poner en práctica las consecuencias de esta doctrina errónea; y como se ha dicho con razón que no hay nada tan terrible como una teoría, ésta hizo grandes estragos, sacrificando penados y depravando a los que imponían la pena. Las pasiones extravían a los perversos y a los débiles: las ideas, a los rectos y fuertes, que tranquilos en su conciencia, van por el camino del error, tan seguros como si marchasen por el de la verdad.
No siempre se apartó de ella Feijoo; tratando de materias criminales, su inteligencia y su corazón a la vez le alejaban de aquel horrible sistema de que formaba parte la tortura, y se pronuncia contra ella. Es de notar que coloca entre las paradojas la aserción de que la tortura es medio sumamente falible en la inquisición de los delitos; y la venia que pide a los tribunales; y la protesta de que venera las leyes y la práctica de ellas; y el ampararse de la autoridad del P. Lacroix, que en su Teología moral se pronunció contra el tormento. Sin su apoyo, tal vez no se hubiera atrevido a condenar un procedimiento que usaba el Santo Tribunal, aunque su práctica ya dice no era conforme con la antigua disciplina de la Iglesia, «e inquirir sobre la conducencia o inutilidad de la tortura, no es otra cosa que disputar qué práctica es más conforme a razón, si la antigua o la moderna.» Cuando se ve cuántas precauciones toma para manifestar lo que piensa; cómo en el título dice que para inquirir los delitos es medio sumamente falible la tortura, y el capítulo afirma que es causa de que se juzgue culpable al inocente, y vice-versa; cuando se piensa en tantas trabas como tenía, en tantos insuperables obstáculos para declarar la verdad, el crítico más resuelto se detiene y el más duro censor se ablanda.
Por terreno tan resbaladizo como discutir un procedimiento del Santo Tribunal, no camina sin buscar todo género de apoyos: además del P. Lacroix, cita a un jesuita alemán aquel P. Spe, de buena memoria, que acompañaba al suplicio a los hechiceros confesos en la tortura e inocentes, y que tan valientemente defendió su causa, pronunciándose contra el tormento. Feijoo copia su terrible y elocuente apóstrofe a los jueces y luego añade: Certifico que sentí todo el espíritu cubierto de un triste y compasivo horror la primera vez que leí este pasaje. [403]
Feijoo, hombre de progreso y sagaz observador, había notado que la edad no da tanta experiencia como se supone y se suponía aun más en su tiempo; y había dicho: «Exceder un joven a muchos ancianos en saber y juicio, no es tan extraordinario, ni con mucho, como se pinta en la objeción... El exceso que un hombre puesto en los cincuenta años se hace a sí mismo, considerado en los treinta y cinco, rarísima vez es muy grande; al contrario, el exceso que hay de unos hombres a otros por la diferente constitución individual, es enormísimo.» En consecuencia, opinaba: Que la corta edad es menos favorecida que debiera ser en la promoción de empleos.
Si el hombre madura antes de lo que se cree para el juicio, también para la responsabilidad; y nuestro autor es lógico cuando sostiene que la edad corta es más favorecida de los jueces en las causas criminales de lo que debiera ser. Combate con fuertes razones lo que creía, y nosotros creemos también, una preocupación, no ya del vulgo, sino de personas ilustradas, pero propensas a formar teoría y sentar principios, sin haber observado bastante los hechos que debían servirles de base. No hay anatomía ni fisiología posibles sin la disección del cadáver; no hay teoría penal acertada sin la observación del delincuente; por carecer de ella, se forman de él con frecuencia ideas equivocadas en su favor o en su perjuicio, y siempre en el de la justicia. ¡Cuántas veces es en el juez falta de discernimiento declarar que el reo joven obró sin él! Hay delitos en que la edad puede ser una circunstancia atenuante; rarísima vez se dice que el joven, por serlo, debe quedar exento de responsabilidad legal, y en la mayoría, en la inmensa mayoría de los casos, la tiene completa. Es en general prueba de perversión grande la precocidad en el crimen, y puede llegarse para él a la mayor edad, mucho antes de lo que declara la ley. Aun diremos más: para nosotros, hay muchos crímenes, en que la juventud del que los comete, lejos de ser circunstancia atenuante, es prueba, fuerte indicio cuando menos, de una perversidad mayor. Tales son los que revelan una crueldad fría y premeditada, los que tienen por causa determinante la codicia y otros análogos. Feijoo no va tan allá: quiere solo que los pocos años no sean un medio de exculpación, dejando a la prudencia de los jueces en qué casos esta circunstancia puede mirarse como atenuante y en qué grado. «Bien sé (dice) que algunos aunque pocos, lo ejecutan así.» [404]
De la influencia desmoralizadora de la pena, tal como se aplicaba en su tiempo (con vergüenza y dolor podemos añadir: y en el nuestro), Feijoo estaba bien convencido, cuando dice: «¿Qué es enviarle a galeras (al joven delincuente), sino colocarle en la mayor escuela de malicia que tiene el mundo? ¿Con quién trata en la galera, sino con unos consumados maestros de maldades, surtidos de industrias, para cometer todo género de infamias? Tales son los que le acompañan en la fatiga del remo: con que cumplido el plazo, sale de la galera, más perdida la vergüenza, más fortalecida la osadía, y más instruida la astucia.» Pero nada insinúa acerca de sustituir esta pena, que deprava al penado, con otra que le mejore.
La alianza de los errores, que tienen mucha tendencia a formarla, es mucho más temible que la de los criminales. La exagerada idea de perversión de la naturaleza humana, el supuesto derecho de la sociedad a sacrificar a su conveniencia al individuo, la omnipotencia de las autoridades espiritual y temporal, para dictar leyes a los cuerpos y a las almas, dieron por resultado, en materia penal, el desconocimiento del derecho. Feijoo lo respetaba: era como él dice, y lo prueba su vida, compasivo como el que más, y no obstante aparece duro cuando se trata de penar a los delincuentes: ¡tan cierto es, que enturbiando los manantiales de la justicia, se secan las fuentes del amor!
Capítulo VI
Derecho político. Administración. Economía social
Feijoo no discute el derecho político ni la forma de gobierno como Santo Tomás, lo cual se comprende viviendo bajo la autoridad de un rey absoluto y necesitando su protección contra poderes aún más injustos y temibles. Prescindiendo del derecho, toma la monarquía absoluta y hereditaria como un hecho, considerando su autoridad bajo el punto de vista moral y religioso, no jurídico. Los vasallos deben obediencia filial al rey; éste les debe amor de padre, y como tal, mirar por el bien del pueblo; si así no lo hace, Dios, al pedirle cuenta del uso que hizo de su poder, lo castigará por haberlo empleado mal. [405]
Se insinúan los peligros de un poder tiránico, cuya violencia hace estallar la venganza, citando algunos ejemplos; pero ni el dirigirse a la conciencia religiosa, ni el recurrir a la intimidación, es asentar el derecho. ¿Tenia Feijoo noción clara del derecho político en lo que esencialmente lo constituye? Puede sospecharse por algunas frases notables y por su constante deseo del bien público; pero no saberse, porque él nos lo ha advertido en la frase que, leyéndolo, se recuerda de continuo: «No es lo que se siente lo que se dice, cuando es delito decir lo que se siente.»
En la Política más fina, manifiesta, con ejemplos de la historia e incontrastables argumentos, una verdad tan clara como desconocida u olvidada: que la práctica de la virtud en el poder es el medio más seguro de robustecerlo y conservarlo.
«Todo el mundo abomina el nombre de Maquiavelo (dice), y casi todo el mundo le sigue; aunque, por decir la verdad, la práctica del mundo no se tomó de la doctrina de Machiavelo, antes la doctrina de Machiavelo se tomó de la práctica del mundo... Los que aspiran a usurpadores no pueden serlo sino por medio de maldades, porque para el término de la insolencia no hay camino por el país de la virtud.»
Hácese cargo de algunos pocos, muy raros, usurpadores, dichosos en cuanto a que murieron en posesión de lo usurpado y observa atinadamente que «fueron también esos pocos felices ayudados de unas rarísimas prendas, en fuerza de las cuales, si fueran por el camino de la virtud, con más sosiego hubieran arribado a la felicidad.»
Todo este discurso se encamina a persuadir a los ambiciosos sin conciencia, de lo errado de sus cálculos, y lo peligroso del juego en que aventuran su sosiego; muchos, su hacienda, su vida y su honra. Y no es que por eso el autor aconseje el retraimiento; al contrario, dice:
«Lo que dicta la razón, es, ni meterse en los negocios, ni negarse obstinadamente a ello en caso de reconocerse con aptitud... porque se interesa mucho el público en que se coloquen en los empleos hombres bien intencionados... No son de mi gusto aquellos que llaman buenos hombres, inútiles para todo, por quiénes se dijo el adagio italiano: Tanto buon che valniente. Mucho menos apruebo aquellos genios aislados que sólo son para sí mismos... El hombre es animal sociable, y no sólo por las leyes, más aún por deuda de la propia naturaleza, está obligado a [406] ayudar, en lo que pudiere, a los demás hombres, especialmente al compañero, al vecino; más que a todos, a su superior, a su República. Dice Plinio, que los genios inclinados al beneficio de los demás hombres, tienen no sé qué de divinos; los que sólo se atienden a sí mismos, ni aún se pueden llamar humanos.»
Llama a los conquistadores «azote que la ira divina envía a los pueblos, peste animada de su ruina y de los extraños. Vivos, se les tributa una forzada obediencia, y muertos, un gracioso aplauso; es necesidad lo primero, necedad lo segundo.»
Pero muchos príncipes aumentan su poder por un medio más fácil que la conquista, porque no sólo quieren dominar a los vasallos que pueden, sino dominar lo más que pueden a sus vasallos... «Imperio reducido al despotismo, es imperio infinito si se atiende al número, no de los que han de obedecer, sino de las cosas que se pueden mandar.»
Da muchas, y la mayor parte muy acertadas reglas para la educación de los príncipes, asunto capital, como se comprende, cuando el derecho público es la voluntad del monarca, y su bueno o mal proceder, la felicidad o la desdicha del pueblo; y quiere que se le inculquen, entre otras máximas, las siguientes:
«Que el Rey es un hombre como los demás, hijo del Padre común, igual por naturaleza, y solo desigual en fortuna.
Que Dios no hizo el reino para el Rey; sino el Rey para el reino.
Que a los vasallos les toca obedecer al Rey; al Rey sólo mandar lo que importa a los vasallos.
Que como los vasallos están obligados a ejecutar lo que es agrado del Rey, el Rey está obligado a mandar lo que es agrado de Dios.
Que el poder ordenar solamente lo que fuere justo, no disminuye la autoridad, antes la engrandece; a Dios le es imposible acción alguna que no sea justa y recta, sin que por eso deje de ser omnipotente.
Que un Rey, habiendo subido a la cumbre de la vida humana, no puede ascender a otra altura superior sino por el arduo camino de la virtud; esto es, solo puede ser mayor, siendo mejor.
Que se muestre tan celoso amante de la justicia aun con dispendio de la propia conveniencia, que cuando el fiscal disputa a [407] favor de sus intereses contra la pretensión de alguno o de algunos de sus vasallos, entiendan los jueces que no le lisonjean dando la sentencia a favor suyo.
Que cualquiera suma considerable que expenda, sin ordenarse directa o indirectamente al beneficio del público, es profusión injusta. Para el público es lo que del público sale, &c.»
Feijoo no ha discutido el derecho divino de los monarcas, ni tampoco el hereditario; no ha dicho si admite, como Santo Tomás, condicionándolo, el derecho de insurrección y el tiranicidio; pero contra los que heredan cetros que no rigen para el bien de los pueblos, lanza como un dardo esta sentencia: «Es heredada la dominación hasta donde es justa; es usurpada, desde donde empieza a ser violenta. Unida esta declaración y combinada con las del Ángel de la Escuela, el rey injusto se convierte en usurpador, en tirano cuya muerte, según Santo Tomás, no solo es lícita, sino merecedora de premio y alabanza. Tune enim quid ad liberationem patria tyrannum occidit, laudatur et proemium accipit.»
Lejos se halla esta doctrina de la de San Pablo, y si hoy las masas armadas no imitan a la Legión Tebana, preciso es convenir en que no todas las voces que las incitan al combate y a la matanza han salido de las logias masónicas y de los clubs revolucionarios. Debemos consignar, sin embargo, que Feijoo no hace más que la declaración que dejamos copiada; que en ninguna parte de sus escritos se autorizan la insurrección y la violencia, porque, aunque cita los monarcas de Oriente «donde por afectar tanto los príncipe ser árbitros de las vidas de los vasallos, se constituyen algunas veces los vasallos en árbitros de las vidas de los príncipes», esto es un motivo en los reyes para no abusar del poder, no un derecho de los pueblos para arrancárselo con la vida.
Como espíritu elevado, recto y vigoroso, Feijoo tiene tendencias reformadores, porque como las cosas, si no están siempre mal, siempre pueden estar mejor, el que desea el bien posible, si no es débil, intenta mejorarlas. ¿Y cómo mejorar sin innovar? Aboga con frecuencia por las innovaciones. «Hallando las cosas no muy bien puestas, dice, el que se propusiese no tocar a ellas para dejarlas en el mismo estado en que estaban, no las dejará en el mismo, sino en peor... Los abusos que no se corrigen, cada día se hacen mayores.» [408]
Las reformas propuestas por Feijoo para levantar a su patria de la postración en que yacía y fomentar la pública prosperidad son más merecedoras de aplauso y de censura que otras, partiendo todas de la máxima de que la salud del pueblo es la suprema ley y de una autoridad real sin límites; no haciéndose cargo de que el poder que no los tiene, aunque ya en sí no fuera un mal, lo sería en su ejercicio; sólo por excepción puede dejar de ser vicioso el de facultades ilimitadas, dado a criaturas imperfectas e irresponsables.
Encarece el sabio benedictino el beneficioso influjo de las ciencias en el progreso material; ensalza a los inventores de procedimientos útiles para las artes; pero no trata expresamente de ellas, ni de la industria, ni del comercio; y sobre sus opiniones en puntos capitales de la ciencia económica solo pueden formarse conjeturas débilmente fundadas en frases sueltas como esta, posteriormente tan célebre: «¡El oro de las Indias nos tiene pobres!»
Feijoo quiere:
Economía en la administración de las rentas públicas, llamando prodigalidad a lo que otros llaman liberalidad de los príncipes.
Expedita administración de justicia, doliéndose mucho, y repetidamente, de la poca y lenta que se halla en los tribunales, y pidiendo reformas en la ley de procedimientos, y que cese la impunidad de testigos falsos, escribanos y ministriles, curiales y procuradores, abogados y relatores, embrollones y mendaces.
Disminuir los días festivos, cuyo excesivo número limita el trabajo, y aumenta la miseria y la inmoralidad.
Establecer casas de beneficencia, a cuyo sostenimiento deben contribuir todas las clases, incluso el clero, según sus rentas, para lo cual se impetrará el permiso del Papa.
Que todos hagan constar ante el magistrado de qué se sustentan.
Que los oficios sean todos hereditarios.
Que la justicia encarcele a los mendigos válidos de ambos sexos, anunciando que están a disposición del que quisiere emplearlos para trabajar, ya en el cultivo de los campos, ya en los oficios domésticos, con pena de doscientos azotes o de galeras a los que desertasen.
Que los labradores sean exentos del servicio de las armas, [409] dedicando a él a los ociosos, que compara a las inmundicias que se vierten en las calles, que en ellas apestan, y sacadas al campo sirven; y aun cuando sean víctimas del enemigo acero, gana mucho con perderlos la república; a los artesanos, de los cuales sobran muchos y sobrarían más, si disminuyera el número de días festivos, y a los oficiales de justicia, escribanos, receptores, procuradores, notarios y ministriles, que sobran, de las tres partes, dos.
Si como cree aun sobra gente ociosa para el servicio de las armas, dedicarla a labrar territorios incultos, componer caminos, construir puentes y edificios públicos, plantar árboles, exterminar fieras, &c.
Que para alivio y fomento de la agricultura se forme en la corte un consejo de agricultores acomodados e inteligentes, enviados de las provincias, no con derecho a resolver, pero sí de gestionar y proponer medidas beneficiosas, estudiando los terrenos apropiados para los diferentes géneros de cultivo, los mejoren métodos de este, sustitución de las mulas por bueyes, obligación de plantar árboles, &c.
Que no se permitan las emigraciones de jornaleros, por los muchos inconvenientes que tienen. Donde sobran, hágase una extracción regulada de la gente pobre, llevándola a donde falten.
«El príncipe, usando del dominio alto que tiene y justamente ejerce, puede ocurrir al inconveniente, estrechando las posesiones de la tierra, de modo que nadie goce más que la que por sí mismo o por sus colonos puede trabajar, y para el resto del territorio se traigan colonos pobres que no tengan que trabajar en su país...»
Haciendo una comparación del cuerpo político con el humano y dirigiéndose al cardenal de Molina, presidente de Castilla, exclama:
«Eminentísimo Señor: gotosa está la España. Los pobres pies (el pueblo) de este reino padecen grandes dolores, y de míseros, debilitados y afligidos, ni pueden sustentarse a si mismos, ni sustentar el cuerpo. Yo no sé si este mal viene de una causa que más arriba dejo apuntada: que cuando el estómago e intestinos del cuerpo político (los administradores) tragan o engullen mucho, se siguen incurables e innumerables enfermedades, que suponen en riesgo de su última ruina todo el cuerpo. La lástima es que los malos humores que resultan de las conciencias viciosas cargan [410] sobre los pobres pies, que pagan la pena sin tener la culpa.»
No se ha tomado bien la filiación del socialismo, que hoy no es nuevo, ni lo era en tiempo de Feijoo, cuyos pensamientos parecen, a veces, más bien fermentar bajo el gorro frigio del agitador popular, que bajo la capilla del monje. En su celda, pensaba y sentía, en ocasiones, como han pensado y sentido un siglo después los que en las plazas públicas excitaban las masas. Algunos de los medios que aconseja para llegar al buen fin, no son buenos; son contraproducentes o atentatorios a la dignidad de los mismos que quería favorecer; pero bajo poderes absolutos y arbitrarios, o no se concibe más fuerza que la de estos, o hace recurrir a ella la impotencia de hallar otra: consideración que, junto con el recuerdo de la red que le oprimía, desarman las severidades de la crítica. Testigo de grandes maldades y de grandes miserias, el solitario de Oviedo revolvía en su imaginación modos de dar de comer al hambriento, de vestir al desnudo y de contener al malvado. Si alguna vez erró; si alguna vez fue más allá de lo que la razón permite, excusa merece quien no conserva toda su calma serena en presencia de tantas injusticias y dolores que, arrancando ayes, los mezclan a las ideas, privándolas, de su diafanidad: como los ojos ven turbio cuando lloran.