Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-junio de 1956
Vol. IV, número 13
páginas 52-61

Dionisio de Lara Mínguez

Ortega: recuento y epílogo{1}

José Ortega y Gasset ha muerto. Cuando un hombre muere, no es la muerte como hecho bruto, irreemplazable y trágico lo que acapara toda nuestra atención, sino también esta última es compartida por la obra que tras sí deja el que desaparece de nuestra visión terrenal. Y en el caso de los grandes hombres, como el que hoy nos ocupa, la vida y la muerte: suprema dualidad humana, cobran caracteres que rebasan lo cotidiano y se incorporan a la historia cual jalones elocuentes que acotan y establecen el ámbito espiritual de una época o de una generación. En Ortega, la vida u obra (términos sinónimos en todo pensador genuino) y la muerte señalan hacia una flagrante antinomia que socava raigalmente las bases mismas sobre las que descansa su sistema filosófico. Y es que Ortega ha muerto de manera sorprendente, pero la sorpresa aquí no estriba en que no se esperaba su desaparición física al momento de ocurrir, ya que no sucumbió por muerte súbita y sí como corolario insoslayable de un patente proceso patológico, sino que, la sorpresa salta en su conversión al catolicismo en las postreras horas de lucidez de que disfrutase sobre la tierra estando ya para morir. Por esto digo que Ortega ha muerto de manera sorprendente, porque inesperada y remota luce tal conversión, a la luz y al calor de su platicar entre los hombres a todo lo largo de un venerable lapso de tiempo de medio siglo de especulación.

Estas que escribo son notas de recuento de la obra de Ortega. Quizá la palabra recuento aquí es inadecuada por pretenciosa, pues el inventario del filósofo sólo podría intentarse a cabalidad en libro de generoso número de páginas. [53] Pero he aquí que usamos de una modesta conferencia, y, por ello, en esta coyuntura, nuestro recuento sólo ha de limitarse a glosar algunos de los conceptos y conclusiones orteguianos que creemos están en la base de la enorme, polifacética y coherente estructura de su sistema. También el epílogo de esta fecunda vida nos detendrá por unos instantes, ya que el mismo está, ¡ay!. poniendo en entredicho todo lo que en forma fundamental, en sentido último, metafísico, aparece animando la meditación del filósofo.

En estas notas de recuento seguiremos un orden cronológico, porque tal proceder hará más obvio la simetría perfecta, la secuencia armónica y la entereza del talante orteguiano a través de las distintas etapas de su obra. En otras palabras, así se ofrecerá a nuestra aprehensión, con mayor nitidez y más distintamente, el pensamiento sistemático de Ortega, clase de pensamiento éste que algunos de sus lectores, –superficiales e inavisados lectores, yo diría–, a menudo le niegan.

El Modernismo

Ortega en su libro Personas, Obras, Cosas que publicase en 1916, recoge un ensayo suyo que escribiera allá por el verano de 1908, es decir, en los tiempos iniciales de su gran tarea de pensador revolucionario en que hubo de ejercitarse durante media centuria de vida literaria. Este ensayo a que estoy refiriéndome es el titulado Sobre «El Santo», en el cual Ortega glosa, adhiriéndose a ellas, las tesis capitales defendidas por Antonio Fogazzaro, autor de la novela modernista El Santo.

El modernismo constituyó, a fines del pasado siglo y principios del actual, un poderoso movimiento dentro de la Iglesia Católica tendiente a la renovación de ésta última por medio de un acercamiento de la misma a la realidad científica, realidad que, para los modernistas, aparecía contrapuesta a las viejas fórmulas cristianas y enemiga de ellas. El modernismo católico quería que la religión y la ciencia vivieran en armonía; y a la consecución de este fin las más altas inteligencias del catolicismo europeo diéronse enteramente con celo profético y vocación de apóstol. Las ciudadelas del modernismo dejaron sentir su presencia en tres países principalmente: Francia, Italia e Inglaterra. Entre los franceses se destacan Alfred Loisy, el campeón más denodado del movimiento modernista, autor de L’Evangile et l’Eglise (publicado en 1902); Maurice Blondel que escribiera L’Action (1893) y Edouard Le Roy con su Dogme et Critique (1907). En Italia, Antonio Fogazzaro produce Il Santo (1905), de que se ocupa Ortega, como ya llevo dicho, y una década más tarde Romolo Murri, líder del movimiento demócrata-cristiano de Italia, deja alumbrar los destellos finales del modernismo con la publicación de La Croce e la Spada (1915). En Inglaterra, país protestante, el catolicismo también se agita ante las ráfagas de renovación que insistentemente soplaban desde la tierra firme; y así vemos cómo en la vieja Inglaterra, la que el Medioevo denominase «isla de los santos», el jesuita George Tyrrell se suma al movimiento modernista con su Christianity at the Crossroads (1910); Friedrich von Hügel, el inglés de estirpe teutónica, aumenta la bibliografía del modernismo al publicar Catholic Mysticism (1914). [54] Estos nombres y estos títulos son las lumbreras mayores que aparecen iluminando con luz profética todo un firmamento de renovación católica. Pero esta nueva vida que tan prometedora surgía bajo las cúpulas y palios magníficos de Roma, quedó frustrada en sus comienzos cuando se le cortó a destiempo el cordón umbilical que la unía a Las entrañas de la Madre Iglesia. Esto último sucede con la Encíclica Pascendi dominici gregis, de 1907, en la que el Papa Pío X, recientemente elevado a los altares, anatematiza y suprime el modernismo, al cual llama -síntesis de todas las herejías».

Mas volvamos a Ortega y a su trabajo Sobre «El Santo».

Parece ser que a Ortega el movimiento modernista se le hace más vívido, convincente y de más avasalladora elocuencia en Il Santo que en cualesquiera de sus otros textos. El género en que está escrita esta obra, la novela, quizá sirvió al filósofo español de mucho para captar todo lo que de cotidianamente dramático, existencialmente angustioso, diríamos hoy, encerraba el modernismo. Así, Ortega parece ver en Il Santo de Fogazzaro, el despuntar de una nueva luz reveladora que viene a «salvar las apariencias» de una perentoria circunstancia histórica. Es por esto que la extraordinaria significación del modernismo no se le escapa; y siente como si un soplo milagroso del Paráclito tratase de volverle a su perdida fe. En presencia del mensaje de Il Santo, dice este genio proteico de la meseta castellana que fue Ortega, siempre inasible y fluidico: «El hervor religioso que empuja por el mundo, temblando y ardiendo, el alma de Pedro Maironi, toda acongojada de misticismo, esponja empapada de caridad, ha reanimado algunas cenizas que acaso quedaban ocultas en las rendijas de mi hogar espiritual. No han llegado a dar fuego mis cenizas místicas; probablemente no lo darán nunca. Mas esta fórmula del futuro catolicismo, predicada en El Santo, nos hace pensar a los que vivimos apartados de toda Iglesia: si fuera tal el catolicismo, ¿no podríamos nosotros ser también algún día católicos?» (Tomo I, pp. 425 y 426).{2}

Nuestro filósofo cita in extenso a Fogazzaro, deja que el propio verbo cargado de acentos proféticos del precursor ítalo exponga sus tesis y conclusiones con toda la honda pasión del genio latino; y lo hace, no para refutar y rechazar, sino para asentir y recibir. Así, Ortega cita algunas palabras que aparecen en El Santo, palabras que ponen los puntos sobre las íes y dejan al descubierto todo el dramatismo de la crisis religiosa, crisis ante la cual el modernismo se presenta como remedio salvador: «Hemos sido educados en la fe católica... y al llegar a ser hombres, hemos aceptado sus más arduos misterios con un nuevo acto de libre voluntad; hemos trabajado para ella en el campo administrativo y social; pero ahora otro misterio surge en nuestro camino y nuestra fe vacila ante él. La Iglesia católica, que se proclama fuente de verdad, impide hoy la investigación de la verdad, [55] cuando se ejercita sobre sus fundamentos, sus libros sagrados, las fórmulas de sus dogmas, su pretendida infalibilidad. Para nosotros esto significa que la Iglesia no tiene ya fe en sí misma. La Iglesia católica, que se proclama ministro de la vida, encadena y ahoga hoy todo aquello que dentro de ella vive juvenilmente; apuntala todas sus ruinosas antiguallas. Para nosotros esto significa muerte, una muerte lejana, pero ineludible. La Iglesia católica, que proclama que quiere renovar todo en Cristo, es hostil a los que queremos disputar a los enemigos de Cristo el llevar la dirección del progreso social. Para nosotros esto y otras muchas cosas significan llevar a Cristo en los labios y no en el corazón. Tal es hoy en día la Iglesia católica». (Tomo I, pp. 427 y 428).

Ortega ve en la posición modernista una solución a los malhadados extremismos de España en materia religiosa, una cura radical a esta endémica enfermedad de su patria zarandeada por más de cuatro siglos de fanatismo cerril; y es que percibe en el modernismo el fresco, sanativo y potente soplo de la civilización apagando todas las hogueras del odio que la intransigencia enciende. Esto es, sin duda, lo que está pensando en voz alta cuando dice hacia el final de Sobre «El Santo»: «Vayamos pensando que es menester elevar nuestro pueblo a esa noble religiosidad de los problemas, a esa disciplina interna del respeto, única capaz de justificar la existencia de una raza sobre la tierra. Mirad que es terrible y amenazador ver a nuestra anémica conciencia nacional oscilar desde centurias entre la fe del carbonero y un escepticismo también del carbonero. Si aquélla me mueve a compasión, éste suele infundirme asco; ambos, empero, me dan vergüenza». (Tomo I, p. 433).

Teología Humanista

En Europa, de 20 de febrero de 1910, publica Ortega un artículo que titula La Teología de Renán, en el que hace lúcida exégesis del pensamiento religioso del preclaro autor de la Vida de Jesús. En este trabajo el filósofo español se refiere con ardoroso entusiasmo a la teología humanista de ese eminente historiador del cristianismo que fue Renán. Oigámosle: «Para Renán es Dios «la categoría del ideal», o, lo que es lo mismo, toda cosa elevada al colmo de su perfección e integridad». Y casi a renglón seguido añade con la euforia natural del que ve claro la exactitud de una tesis: «El pensamiento de Renán en este punto me parece trasparente. Dios es la categoría de la dignidad humana; la variedad riquísima de dogmas religiosos viene a confortar la opinión de que lo divino es como el lugar imaginario sobre que el hombre proyecta cuanto halla en sí de gran valor, cuanto le aparta de la bestia sutilizando su naturaleza y dignificando sus instintos». (Tomo I, pp. 134 y 135).

En este mismo artículo sobre Renán, hace Ortega referencia al concepto historicista y, por tanto, humanista, de la Divinidad, el cual comparte con el pensador galo, concepto muy semejante, aunque tal vez más radical, que las especulaciones sobre un Dios finito mantenidas contemporáneamente en los Estados Unidos por filósofos de la calidad de William James, Whitehead y Edward S. Brightman. Nos dice así el sagaz autor de La Teología de Renán: «Las guerras y las emigraciones de los pueblos, los cambios de los imperios, [56] las revoluciones, los azares de la humanidad al hilo del tiempo, representan las inquietudes de un Dios que se está haciendo. La historia es la embriogenia de Dios, y, por lo tanto, una especie de teología; recordar, hacer memoria del pasado, se transforma de este modo en un misterio religioso, y al Cuerpo de archiveros compete hoy las funciones encomendadas a los párrocos y sus coadjutores. La Filosofía, según Renán, «tiene curas de alma». (Tomo I, p. 136). En efecto, el historicismo identifica religión y filosofía, saliendo ganando con esta identificación la última, puesto que toda religión, a la luz de la meditación histórica, no parece ser más que filosofía valiosa en su circunstancia primigenia, a la que el paso inexorable del tiempo ha dejado atrás y le ha vuelto inadecuada a la realidad contemporánea. Pero la filosofía, que es dinámica, activa, enemiga de toda inmovilidad, en una palabra, historia viva, siempre hace las veces de religión fresca, efectiva y ad hoc ante cualquier circunstancia. Por eso creo que Ortega consentía en decir con Renán que la filosofía tiene «curas de alma».

Adherido a esta teología humanista y armado con sus acerados argumentos, Ortega no desaprovecha la oportunidad de arremeter contra los más conspicuos bastiones del dogmatismo español y foráneo. Es por ello que en este mismo año de su artículo sobre Renán, 1910, por el mes de diciembre, escribe y publica un comentario sobre la obra de Ramón Pérez de Ayala: A. M. D. G.: La Vida en los colegios de jesuitas, que titula «Al Margen del Libro A. M. D. G.» y en el cual deja destilar el acíbar de estas palabras sobre la cabeza de sus antiguos mentores: «El libro de Ayala es, en todo lo importante, de una gran exactitud. Sólo hallo un olvido, en mi opinión, de suma gravedad: no haber hecho constar de una manera taxativa que el vicio radical de los jesuitas, y especialmente de los jesuitas españoles, no consiste en el maquiavelismo, ni en la codicia, ni en la soberbia, sino lisa y llanamente en la ignorancia». Y añade enseguida: «...la supresión de los colegios jesuíticos sería deseable, por una razón meramente administrativa: la incapacidad intelectual de los RR. PP.» (Tomo I, pp. 527 y 528).

Esta glosa, «Al Margen del Libro A. M. D. G.», la incluye Ortega años después en Personas, Obras, Cosas (1916).

El Perspectivismo

Ahora entramos en el meollo mismo de la filosofía orteguiana: su interpretación perspectivista de la realidad. Es éste, tal vez, el bastión más firme que presenta la línea de defensa de su posición. Ya desde 1914, en sus Meditaciones del Quijote, se le hace claro a Ortega la puerilidad de creer posible el encerrar dentro de un solo marco sistemático el contenido todo de la realidad. Visión de «partes» de esa realidad es lo único que podemos contemplar a lo largo de la historia del pensamiento humano. Así, las pretensiones racionalistas, de Platón a Hegel, de captación de lo real en su integridad, adquieren ante nuestro filósofo visos de patente imaginería infantil. La verdad, lo real, en sentido pleno y último, no es cosa que está ahí, localizada, al alcance de la mano, como fruta en sazón, colgante de una rama, que con sólo alargar el brazo nos apoderamos de ella. [57] La cosa es mucho más compleja que eso. La razón pura corría tras una imposibilidad; y ella misma no era más que un posible. Desde este momento, desde el instante de esta intuición clarividente que le ocurre a Ortega, los velos todos que cubren al racionalismo fueron cayendo, uno a uno, ante el filósofo, hasta presentársele el racionalismo, en su desnudez, como pura ilusión.

En las ya citadas Meditaciones del Quijote, que constituyen el primer ensayo de sistematización de sus ideas, Ortega echa los fundamentos mismos de la posición filosófica que habría de defender, –con brillantez inigualable en la historia del pensamiento español–, durante toda su vida. En este ensayo podemos leer párrafos, como el que a continuación cito, que están iluminando, en su extensión entera, la vía orteguiana: «Los egipcios creían que el valle del Nilo era todo el mundo. Semejante afirmación de la circunstancia es monstruosa, y, contra lo que pudiera parecer, depaupera su sentido. Ciertas almas manifiestan su debilidad radical cuando no logran interesarse por una cosa, si no se hacen la ilusión de que es ella todo o es lo mejor del mundo. Este idealismo mucilaginoso y pueril debe ser raído de nuestra conciencia. No existen más que partes en realidad; el todo es la abstracción de las partes y necesita de ellas. Del mismo modo no puede haber algo mejor sino donde hay otras cosas buenas, y sólo interesándonos por éstas cobrará su rango lo mejor. ¿Qué es un capitán sin soldados?» (Tomo I, p. 321).

Y casi inmediatamente después de lo anterior, aquí en las Meditaciones, escribe Ortega estas palabras preñadas de existencial gravedad que constituyen el textus aureus de su sistema: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo yo. Benefac loco illi quo natus es, leemos en la Biblia. Y en la escuela platónica se nos da como empresa de toda cultura, ésta: «salvar las apariencias», los fenómenos. Es decir, buscar el sentido de lo que nos rodea». (Tomo I, p. 322).

El historicismo orteguiano cobra momento estelar, se hace de un punto de partida permanente y definitivo para todo su futuro filosofar, desde esta hora en que sienta la circunstancia, –que, desde luego, no es sólo física, sino también psíquica y espiritual–, como parte constitutiva del yo, del ente individual. En esto se advierte una marcada proclividad panteística que está tiñendo sensiblemente la filosofía de Ortega.

Consecuencia lógica de la tesis «yo soy yo y mi circunstancia» es la revolucionaria «doctrina del punto de vista» preconizada por nuestro filósofo en El Tema de Nuestro Tiempo (1923). Oigamos lo que nos dice Ortega sobre el particular: «Hasta ahora, la filosofía ha sido siempre utópica. Por eso pretendía cada sistema valer para todos los tiempos y para todos los hombres. Exenta de la dimensión vital, histórica, perspectivista, hacía una y otra vez vanamente su gesto definitivo. La doctrina del punto de vista exige, en cambio, que dentro del sistema vaya articulada la perspectiva vital de que ha emanado, permitiendo así su articulación con otros sistemas futuros o exóticos. [58] La razón pura tiene quo ser sustituida por una razón vital, donde aquélla se localice y adquiera movilidad y fuerza de transformación.» (Tomo III, p. 201).{3}

La proclividad panteística de Ortega a que hago referencia, se hace ostensible y elocuente, en los dos párrafos finales de El Tema de Nuestro Tiempo: «Sostenía Malebranche que si nosotros conocernos alguna verdad es porque vemos las cosas en Dios, desde el punto de vista de Dios. Mas verosímil me parece lo inverso: que Dios ve las cosas al través de los hombres, que los hombres son los órganos visuales de la divinidad». Y continúa: «Por esto conviene no defraudar la sublime necesidad que de nosotros tiene, e hincándonos bien en el lugar que nos hallamos, con una profunda fidelidad a nuestro organismo, a lo que vitalmente somos, abrir bien los ojos sobre el contorno y aceptar la faena que nos propone el destino: el tema de nuestro tiempo». (Tomo III, p. 203).

En estos dos párrafos que acabamos de citar, a más de lo panteístico en Ortega, se da, vibrante y trémula de entusiasmo, la nota de su inveterado humanismo. El perspectivismo es un humanismo, ya que la visión perspectivista sólo se capta en la historia y el único ser histórico es el hombre.

El «Dios laico»

En noviembre de 1926, y en su revista El Espectador, Ortega publica un artículo que intitula Dios a la vista, llamado a herir profundamente los tímpanos de oídos racionalistas, por una parte, y por otra, desengañar a los espíritus parciales que dentro de la religión positiva creen tener encerrado en un puño a eso tan desbordante e inasible que es Dios.

En efecto, Ortega cree que en nuestra circunstancia histórica, en el ámbito espiritual en que nos movemos los hombres hoy en día, se divisa, desde el puente de mando de la nave de la razón vital, la divinidad, hacia la que estamos volviendo de nuevo, y que, por lo tanto, es lícito y oportuno gritar desde abordo: «¡Dios a la vista!».

Pero ese grito, en boca de Ortega, no es religioso, es, llanamente, no más que grito de profeta laico. Así es como nos lo dice él, así es como quiere que se le oiga. Ved si no: «No se trata de beatería ninguna; no se trata ni siquiera de religión. Sin que ello implique escatimar respeto alguno a las religiones, es oportuno rebelarse contra el acaparamiento de Dios que suelen ejercer. El hecho, por otra parte, no es extraño; al abandonar las demás actividades de la cultura el tema de lo divino, sólo la religión continúa tratándolo, y todos llegan a olvidar que Dios es también un asunto profano». Y agrega: «La religión consiste en un repertorio de actos específicos que el ser humano dirige a la realidad superior; fe, amor, plegaria, culto. Pero esa realidad divina tiene otra vertiente, en la cual se prenden otros actos mentales perfectamente ajenos a la religiosidad. En ese sentido cabe decir que hay un Dios laico, [59] y este Dios, o flanco de Dios, es lo que ahora está a la vista». (Tomo II, pp. 485 y 486).

En fin, lo que Ortega quiere decir con esto de que Dios está a la vista, es, a mi entender, que el pensamiento científico en general ha llegado contemporáneamente a un punto en que se hace forzoso considerar la divinidad, la idea de lo divino, en su relación con los complejos problemas profanos de toda índole que hoy acogotan al hombre, para ver si de esta guisa se «salvan las apariencias» de nuestro siglo, que es, en definitiva, lo que nos salvará a todos. Sin duda el «¡Dios a la vista!» del pensador hispano nos está diciendo paladinamente que la razón pura, la razón griega, en una palabra, eso que todo el mundo entiende por razón, así, a secas, ha fracasado con inaudito estrépito en estos difíciles y peligrosos tiempos en que vivimos.

El Racionalismo Historicista

Pero no se crea que el repudio de Ortega a la razón clásica, envuelve en modo alguno una actitud irracionalista. No. Todo lo que el filósofo quiere es un tipo de razón adecuada a nuestra situación actual. La razón pura, después de siglos de dolorosas pruebas, ha venido a demostrar su incapacidad para dar solución a los múltiples y hondos problemas que asedian al hombre. Así, al racionalismo de tipo tradicional, platónico y cartesiano, Ortega opone lo que bien puede llevar el nombre de racionalismo historicista. Estas palabras suyas que siguen están aclarando terminantemente, con la brillantez y fuerza de su implacable dialéctica, el punto en cuestión: «La razón histórica es, pues, ratio, logos, riguroso concepto. Conviene que sobre esto no se suscite la menor duda. Al oponerla a la razón físico-matemática no se trata de conceder permisos de irracionalismo. Al contrario, la razón histórica es aún más racional que la física, más rigorosa, más exigente que ésta». Después de recordarnos que la razón físico-matemática, y con ella la ciencia toda, está referida al hecho, Ortega continúa: «La razón histórica, en cambio, no acepta nada como mero hecho, sino que fluidifica todo hecho en el fieri de que proviene: ve cómo se hace el hecho. No cree aclarar los fenómenos humanos reduciéndolos a un repertorio de instintos y «facultades» –que serían, en efecto, hechos brutos, como el choque y la atracción–, sino que muestra lo que el hombre hace con esos instintos y facultades, e inclusive nos declara cómo han venido a ser esos «hechos» –los instintos y las facultades–, que no son, claro está, más que ideas –interpretaciones-- que el hombre ha fabricado en una cierta coyuntura de su vivir». (Historia como sistema, que data de 1935. Tomo VI, pp. 49 y 50).

De este modo Ortega, como filósofo de puro cepa, auténtico que siempre fue, se mantiene dentro del racionalismo, aunque dentro de un racionalismo decantado, desprovisto de sus inveterados resabios parmenídicos, en fin, dentro del racionalismo de la razón histórica situado abiertamente, sin reservas ni componendas posibles, en zafarrancho de combate, frente al racionalismo, hoy en plena decadencia, de la razón eleática.

La Razón como proceso evolutivo

Para una comprensión del racionalismo orteguiano, [60] es menester tener en cuenta la aceptación, por parte del filósofo, del concepto biológico, evolutivo e instrumental que la ciencia de nuestros días tiene de esa actividad humana que llamamos razón. Ortega explícitamente, sin ambages ni evasivas, llamando las cosas por su nombre, –lo cual, dicho sea de paso, es privilegio de espíritus superiores–, nos da su concepto de la razón, en el famoso Prólogo que desde Lisboa, en junio de 1942, escribe para el libro Veinte Años de Caza Mayor del Conde de Yebes. Dice así en este su Prólogo: «Es falso que el hombre primigenio poseyese, en ningún sentido adecuado de la palabra, facultad de razonar; tenía de ella sólo conatos y gérmenes que luego, a lo largo de la historia, con gran lentitud, a duras penas y sufriendo pasmosos retrocesos, se han ido desarrollando. Tanto es así, que a la hora presente, cuando el hombre lleva sobre el planeta, en cómputo aproximado, un millón de años, está todavía fabulosamente lejos de una suficiente racionalización». (Tomo VI, p. 471).

Cuando Ortega escribió el párrafo que antecede, pudo haber propuesto, a manera de paradigma terrible de su diagnóstico del hombre como animal de razón, la cruenta lucha universal de la Segunda Guerra, entonces en su apogeo.

El relativismo de los sistemas

La gran mayoría de los geniales creadores de sistemas se han ilusionado con la creencia de haber dicho la última palabra en el drama de la Filosofía, de haber dado la pincelada final y reveladora al cuadro ya más que bimilenario de la especulación filosófica. Ejemplos vivísimos de este pueril ilusionarse de los grandes adalides del pensamiento humano lo son, modernamente, Hegel y Comte. Pero Ortega, gracias a su historicismo, se situó bien a resguardo de esta rosada ilusión. Se sabía navegando en el río de la Historia, se sentía siendo arrastrado por el torrente temporal: él y su sistema. Por ello escribió las siguientes palabras, que no por resignadas dejan de dar la nota de un alegre desinterés, en ocasión de ese su otro importantísimo Prólogo, también de 1942, a la Historia de la Filosofía de Emile Bréhier: «No pensamos, no necesitamos pensar que nuestra filosofía sea la definitiva, sino que la sumergimos como cualquier otra en el flujo histórico de lo corruptible. Esto significa que vemos toda filosofía como constitutivamente un error –la nuestra como las demás. Pero aun siendo un error es todo lo que tiene que ser, porque es el modo de pensar auténtico de cada época y de cada hombre filósofo». (Tomo VI, p. 418).

Así, pues, la filosofía de Ortega desemboca en un relativismo: paradero obligado de toda posición historicista. Su prosa viva, penetrante y fácil se encarga de disipar de nuestra vista, con soplos maestros como el que sigue, las hinchadas y frágiles burbujas de todos los absolutismos: «He aquí cómo se construye la historia de la filosofía en vista de un término –nuestra filosofía– que no es definitivo, sino tan histórico y corruptible como cualquiera de sus hechos hermanos en el pasado. Nuestra filosofía se convierte automáticamente en eslabón de la cadena báquica «cuyos miembros están todos ebrios» –decía Hegel– y tiende la mano al eslabón futuro, [61] lo anuncia, postula y prepara». (Prólogo a la Historia de Bréhier. Tomo VI, p. 419).

Epílogo

Habiendo sido Ortega figura de dimensión universal, su muerte, más que pérdida de España, es pérdida de la humanidad. Retornando, ya a las puertas de la muerte, a la fe católica de su niñez y adolescencia, cae en flagrante contradicción con su sistema filosófico y actitud ante la vida. Su conversión lleva consigo una condenación implícita de todo aquello que de fundamental, propio y alterador del pensamiento tradicional cristiano hay en su filosofía. Por esto Ortega, habiendo ahora hecho tácita renuncia de su sistema, no tendrá discípulos que continúen su obra. Si alguien en España o fuera de ella, sigue, en lo adelante, las enseñanzas orteguianas, el tal no podrá hacerlo en nombre del recién fallecido filósofo, sino a lo más que podrá aspirar es a apoderarse de sus tesis y conclusiones, convertidas ahora en bienes mostrencos, y así, partiendo de las mismas, hablar por cuenta propia. Pero todo este tipo de consideraciones a que nos obliga el modo de morir del filósofo, y las cuales proyectan, necesariamente, una sombra de decepción y pesimismo sobre su obra que, es cosa de decir, constituye la más acabada expresión del pensamiento hispánico, no deben nunca servir de mezquino pretexto para no ver en su muerte la desaparición del filósofo que más hizo por incorporar a sus congéneres de habla española a las más altas tareas del pensamiento contemporáneo. Esto último, de por sí, es ya un gran mérito.

Cuando Unamuno muere, escribe Ortega con pesimismo: «La voz de Unamuno sonaba sin parar en los ámbitos de España desde hace un cuarto de siglo. Al cesar para siempre, temo que padezca nuestro país una era de atroz silencio». (En la muerte de Unamuno. Tomo V, p. 263). Mas después del vasco angustiado, queda para España el mismo Ortega, quien por casi dos décadas se encargó de que su ominoso vaticinio no se cumpliera. Pero hoy su voz también ha cesado para siempre, y es ahora cuando, como lo indican todas las circunstancias, parece que va a iniciarse en la Madre Patria esa «era de atroz silencio» del augurio orteguiano.

——

{1} Esta conferencia ya estaba escrita cuando en la revista «Bohemia», que se edita en esta Ciudad, de enero 29 de 1956, es decir, hace sólo unos diez días, apareció reproducida en la página 90 del número correspondiente a esa fecha de la citada publicación, la carta que los tres hijos de Ortega y Gasset dirigieron el 23 de octubre del pasado año, a raíz de la muerte de su padre, al señor Ruiz Jiménez, ministro de Educación Nacional de España. En esta carta los hijos del filósofo dudan mucho que su padre abandonase, ya al pie de la tumba, los principios ideológicos por él mantenidos durante toda su vida. El mismo sacerdote llamado por la señora esposa de Ortega, ya en los momentos postreros, según informa la mentada epístola, tuvo sus dudas en lo concerniente al estado mental del ilustre moribundo, esto es, dudando de su lucidez en aquellos instantes, le administró la absolución sub conditione. A la luz de esta última información que ahora a nosotros llega, hay que convenir que las agencias internacionales de noticias ofrecieron, al ocurrir el deceso del filósofo, una versión inexacta de su actitud final en materia religiosa. Los hijos de Ortega se duelen de tal hecho. Y a la carta de marras es ahora que se le da publicidad, y esto, de una manera irregular: por medio de «copias» que en estos días circulan en Madrid, según la información aparecida en «Bohemia». Cabe preguntar, ¿es esta carta de los hijos de Ortega auténtica? En toda esta cuestión hay cierta neblina oscureciendo el ambiente. Confiamos en que pronto quede despejada la incógnita, aunque tal vez nunca lo sea. Todo este engorroso preámbulo es para decirle a la culta y amable audiencia que, como otras cosas han sido puestas sub conditione, es justo y prudente que algunas de las conclusiones a que llego en esta conferencia sean puestas también, y en verdad las pongo, sub conditione.

{2} Obras Completas, por José Ortega y Gasset, 6 vols. 1ª ed. Madrid, Revista de Occidente, 1946-1947. (El resto de las citas de texto orteguiano que aparecen en esta conferencia también ha sido sacado de esta publicación).

{3} Los subrayados, en el texto orteguiano citado en esta conferencia, son del propio Ortega.

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José Ortega y Gasset
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